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marzo - abril 2001  num 23

Puma
Mark Anthony Jarman

Traducción: Juan Gabriel López Guix


Me acerco con mi coche hasta el megacentro comercial, y el centro comercial me mueve a un arrebato de furia menor. En el aparcamiento me veo envuelto en una pelea con dos mujeres, un par típico madre-hija. Luego en el bosque, un puma casi me arranca la cabeza pero, pche, le he dicho que nones.
            La cosa era que iba a conseguir nuestro árbol de Navidad gratis, pero como me sentía despreciable, mortal y pesimista y muy bien reuní todas las malditas pastillas de la caravana, incluyendo las vitaminas masticables, las aspirinas, los comprimidos de hierro y los frascos viejos de Tylenol infantil. Qué demonios, intentaré hacer algo por una vez. Tenía en los bolsillos un desayuno de perro de pastillas y me sentía como un perro, me sentía más arrastrado que el vientre de una serpiente.
      Las cosas se han torcido. No hay trabajo en el bosque, tuvimos que vender el aserradero a unos extranjeros, y los extranjeros han cerrado el negocio. No viven aquí. Además, hay un nuevo acuerdo sobre coníferas, y Asia se ha ido al traste, así que nosotros nos vamos detrás ellos, ellos estordudan y nosotros nos sonamos la nariz. Una carta se desliza en mi buzón negro: hablan de mercados, infrastructura, costes de capital, fusiones, nuevas realidades. Los imagino puliendo la carta en una reunión con galletas danesas y agua mineral. ¿Saben de verdad más de lo que sabemos nosotros?
      Mi pequeña casita está en venta, pero nadie la va a comprar porque todas las casitas de los alrededores están en venta. Empeñé la motosierra Husqvarna y me mudé a la parte de abajo de la isla. Todo el mundo despedido. Ahora somos globales.
      No hay dinero para regalos. Tiempo húmedo: dolor de codo, rodilla con problemas, espalda en mal estado, me parece que renqueo, me desmorono, y el coche me está fastidiando desde que le dieron un golpe por detrás, y la fisio me hace llevar un trasto de collarín. Un bufet ligero de artritis y angustia en los huesos, y el coche no está fino, el Reliant también renquea.
      El caso es que no me encontraba tumbado en una playa soleada, no me iba a Disneylandia a celebrar nada, no me inclinaba ante un bosque de micrófonos.
      Las tendencias suicidas son difíciles de explicar. No te llega ningún detalle, son cositas que se van sumando, cositas que se te comen. Nadie usa luces de señalización y cualquier músico callejero está convencido de que sabe tocar la armónica. Esas cosas me matan.
      Caras lóbregas, sustancialmente alteradas por el invierno, marcadas por la debilidad, marcadas por la aflicción, ensombrecidas, dientes torcidos y pardos que eran rectos y blancos el verano pasado, infancias enteras pervertidas, perdidas, echadas a perder tras Asia y te levantas y descubres que el mundo ha dejado de ser tu brillante laboratorio.
       
      En relación con mi discusión del aparcamiento del megacentro comercial: una mujer mayor y su hija, arrogantes y desaseadas en un mierdamóvil japonés, me robaron la plaza cuando me estaba metiendo en ella. Empecé a sentir que ya no reconozco este viejo mundo y estoy harto de recibir siempre. Harto de sacar dos unos cuando quiero que los dados me saquen un doble seis. Hubo un tiempo en que este mundo fue dulce como el grave rumor de dieciséis bolas de billar cayendo como una; ahora soy un tipo que se pelea por una estúpida plaza de aparcamiento.
       
      Esa misma noche pasé por delante de un terreno donde vendían árboles de Navidad. Todas esas ristras de luces y esos árboles exiliados inclinando sus copas puntiagudas alrededor de una pequeña caravana siempre me levantaban el ánimo, pero en vez de animarme en lo único en lo que se me ocurrió pensar fue en el diminuto recorte de periódico que decía que el cantante de los Wailers, el grupo de música de garaje de Tacoma, había muerto en un incendio de su caravana en un terreno lleno de árboles de Navidad como ése junto al cual pasaba. Los Wailers eran un grupo sensacional, me gustaban hace mucho tiempo, de la época de los Sonics, tipos que hacían power pop allá por 1963. Pasé junto al terreno, con la lluvia martilleando el coche y mi cabeza como una lata vacía de galletas inglesas. Los Wailers sacaron algunas canciones muy buenas en Etiquete Records: «Out of Our Tree», «Hang Up», «You Aren’t Using Your Head», «Bad Trip». A lo mejor también versionearon «Louie Louie». Tengo que rebuscar en mis viejos vinilos.
      Tengo que hacer algo cuando la Navidad empieza a parecer un monstruoso impuesto, una visita anual al dentista para que te mate un nervio, a parecer ajeno y demasiado familiar. Largarme, decidí, al bosque oscuro, al monte, a un valle a pensar sobre las cosas.
      Extraño clima entre abetos en el límite de un continente, viento sobre barcos muertos y puertos perdidos, cesa y forma tormentas que encrespan el océano, viento que da puñetazos a las copas de los árboles y luego cesa abruptamente. Extrañas treguas, ramas verdes caídas en el suelo del bosque y el retumbante mar haciendo vibrar las rocas a kilómetros de distancia.
      No te gusta este tiempo, dicen, espérate diez minutos y verás. Me han dicho esas mismas palabras en todos los sitios en que he vivido o estado.
      Crucé la falsa infinidad de helechos, abetos, robles y búhos, avanzando y tarareando: «Si vienes al bosque hoy, te espera una gran sorpresa». Subí unas peñas y bajé por un arroyo pedregoso; luego un pequeño trotecillo cuesta abajo. A veces es más fácil correr que intentar frenar.
      Bajaba corriendo cuando ¡¡zas!! Fue como si te golpeara en el omóplato una bicicleta lanzada a toda velocidad.
      «¡Socorro! ¡Socorro!», pensó en mí una voz automática. «¡¡Aauga!! Enemigo a 45 grados Este». Un pequeño monstruo con saliva y mal aliento lanzado con entusiasmo contra mi cuello, y los dos rodamos en frenética tensión. Ruidos contra mí, la boca de un felino y el aliento en su garganta, una ráfaga procedente de alguna canalización superior, notas graves agitándose mientras rodábamos sobre piedras, musgo y helechos, y pensé, contra toda lógica claro, la cara aplastada contra las piedras y el musgo, me mataré cuando tenga las malditas ganas de hacerlo y puede que debido a factores globales más allá de mi control, pero justo en este momento una birria de pantera de pacotilla con cara feroz y pésimos modales en la mesa no me va a hacer trocitos así como así sin ni siquiera darme los buenos días.
      No me di cuenta entonces, pero el felino me hirió, me desgarró el cuero cabelludo y la oreja, un hombro, la espalda, aunque podía haber sido peor. Me soltó con el collar ortopédico en los dientes. Puede que el collarín de la fisio me protegiera. El pequeño puma sacudió el blanco collarín, luego se volvió y me miró, comida de verdad, carne rosada con piel rosada. La piel estaba erizada como si quisiera tener un aspecto punk, un tipo o una tipa con aire moderno, las orejas se movían y rotaban como un radar, una gran cara oriental, la boca retorcida, mentón blanco, oscuro donde salían los bigotes, y algunos hermosos dientes chorreantes de saliva, lo cual siempre contribuye a dar una imagen muy puesta.
      A mí la saliva se me secó completamente.
      Por fortuna, mi puma de Navidad era una cosita flaca y esmirriada, que aún no había crecido del todo, creo que hembra, no un macho grande y agresivo, y sin saber cómo cazar de forma eficaz o de lo contrario sería hombre muerto y no estaría contando esta historia, sería unos despojos cubiertos con el poco de tierra y hojas que me habría echado encima.
      Despojos. De pronto me di cuenta; a pesar de mis bolsillos atestados de pastillas, de que no quería convertirme en unos despojos humanos no identificados, huesos esparcidos por el bosque, trozos semienterrados por los animales en un funeral secreto, la cartera encontrada años más tarde con su contenido de billetes de dos dólares como en la noticia que leí de un excursionista.
      No iba a suicidarme. Mi negro mundo osciló, se dio la vuelta. Me gustaría poder decir que por arte de magia me sentí feliz, pero no me sentí feliz. Me sentí más bien obstinado.
      Despojos: mi vecina, una mujer de la universidad, me contrata para hacer trabajos raros. La he ayudado a enterrar cerdos. Los viste con camisas de franela, vaqueros, gafas de sol. Una vez enterramos un cerdo con un hermoso vestido de gala y guantes blancos.
      Le cavo los agujeros, y ella me paga. Mi vecina estudia los cerdos vestidos cuando se pudren en esas fosas superficiales, mira qué insectos y escarabajos están presentes al cabo de un día, tres días, dos semanas, un año. La policía la consulta cuando necesitan saber cuánto tiempo ha estado un cuerpo en el bosque.
      La mujer parece disfrutar con su trabajo. A mí no me gusta estar ahí cuando desenterramos a lo que he llegado a considerar como Arnold, en honor de la vieja y estupenda serie de televisión Granjero último modelo. No quería convertirme en Arnold, a pesar de que me había internado en el bosque con la intención de convertirme en Arnold.
      El puma de color habano hizo una finta, estiró la cabeza y avanzó de nuevo hacia mí con paso rápido, flaco pero impresionante, músculos y partes móviles me saltaron encima como si fuera una galleta de gengibre gorda que iba a partir en dos. Lo que mi padre llamaba una pantera. En las cunetas de las autopistas el gobierno usa ahora la costosa orina de pantera para asustar a los ciervos y alejarlos de la carretera, alejarlos de los votantes.
      Raro ver un puma en el monte, por mucho que vayas, y yo he estado muchas veces. Son buenos escondiéndose y se muestran más activos después de anochecer. Lo ocurrido es raro. Ése había salido de su escondite dispuesto a comprobar si yo era su talla, y yo supe que quería salir de ésa y contarle a alguien lo que me había ocurrido con esa impresionante criatura que blandía músculos y cuchillas, si es que conseguía salir de ésa, salir del bosque antes de que anocheciera, porque en diciembre anochece muy pronto.
      El joven puma me miró, las orejas echadas para atrás, la mandíbula inferior abierta en un gruñido, se abalanzó sobre mis hombros. Me sentía desnudo, incluso con mi pequeña sierra, los guantes de ferretería, la gruesa chaqueta y las botas. Me agaché y me volví, pero a pesar de ello fui derribado por la fuerza del felino. Creo que el viejo y pesado chaquetón de mi abuelo me ayudó a desviar sus oscuras garras. ¿Cómo hace una criatura tan flaca para generar una fuerza tan sorprendente? Es como que se te eche encima un jugador de hóckey.
      Presa del pánico levanté mis viejas botas y le di unas patadas al animal, pero antes consiguió arañarme en las espinillas. Tuve un primer plano borroso de caninos curvos, encías negras y mentón blanco: su ruido y su peso cilíndrico lanzándose contra mí y dándose la vuelta, y yo me volví loco, gritando como un pescadero todo el tiempo, usando las botas, dándole varias buenas patadas en la pálida y musculosa barriga y el blando hocico, su bajo centro de gravedad y su pellejo flojo, la nariz sangrando, la cabeza gacha. Intentó abrazarme con una zarpa como un borracho, los dos rodando y luchando, y entonces en la confusión ese bicho quejumbroso se me cagó encima; lo digo en serio, se soltó como un arma semiautomática y semilíquida.
      Salté unos tres metros intentando alejarme de eso, encontré a mano una rama de abeto, se la arrojé y le di en la cara con la madera y no le gustó. Le hice un corte en su nariz ancha y lisa, y ella hizo una pausa para observar a esa presa capaz de lanzar cosas y que acababa de recibir una rociada excrementicia felina.
      Qué mundo: te metes en el bosque sintiéndote sensible y presa de una melancolía hamletiana, sintiéndote digno de admiración, aunque seas un suicida antisocial que haría saltar por los aires el centro comercial, y la Madre Naturaleza ¿te sonríe y ofrece moras y nata? No, la Madre Naturaleza te dice aquí lo que piensa de tus delicadas ensoñaciones.
      A lo mejor en el centro comercial me tenía que haber cagado en ellas, como hizo el puma.
      En un aparcamiento no se puede hacer marcha atrás, dijo con desdén la hija.
      Eso, no se puede hacer marcha atrás, repitieron con los brazos cruzados: quitaban un sitio y luego sentían que estaban del lado de la razón. Había echado para adelante para dejar salir el coche aparcado y luego me puse a retroceder. Se metieron haciendo un quiebro, me quitaron el sitio y luego me reprocharon ir marcha atrás. Farfullé mi rabia y deseé con toda el alma cogerles la cabeza y golpearlas como si fueran cocos, pero no lo hice porque a mí me educaron como es debido, no como a otros que podría mencionar.
      En el monte tuve que regresar andando de espaldas dos o tres kilómetros y pensé en algunas cosas mientras tenía mucho cuidado en mirar dónde pisaba entre las gaulterias y los cables trampa de las zarzas, una caminata cuesta arriba y luego de bajada y apestando a mierda de puma. Una sensación alterada del tiempo. Anduve de espaldas, intentando parecer más grande y diciéndole de todo al pequeño puma, aunque es difícil hacerse el gallito cuando no paras de retroceder.
      El hambriento animal me siguió paso tras paso, colocando con calma la pata trasera en el lugar en que había colocado la pata delantera, acechándome sobre hojas caducas y árboles que intentaban vivir entre rocas y un paisaje arrugado, emitiendo ruidos de pantera. No salta, sino que me acecha paso tras paso, siguiéndome como una máquina, con ojos llenos de temerosa concentración, tanto ella como yo sin dejar de pensar, y yo blandí la pequeña sierra y blandí un palo inútil como un pirata de serie B, una rama de roble podrido que estaba a punto de hacerse pedazos, pero eso el felino no lo sabía. Andando de espaldas, blandí el palo y retrocedí en el tiempo.
      Décadas atrás, mi padre me había hablado de un gran macho que pesaba tanto como él, un animal grande capaz de correr tras cualquier cabeza de ganado y derribar con toda tranquilidad una cabra, una ternera o una oveja; un golpe y caía muerta. Un macho grande puede saltar seis o diez metros desde una rama y partirte el cuello.
      Sabía de una mujer que había muerto en el interior defendiendo a sus hijos de un puma, y unos pocos años atrás un felino mató a un niño en la costa. Hace tiempo iba desde California hasta la Columbia Británica y en el norte de California una mujer, una famosa corredora olímpica que se entrenaba en el bosque, fue atacada por un felino que le saltó desde atrás y la mató, me enteré de la historia mientras atravesaba esos bosques de secuoyas y me quedé atónito, pero no imaginé que acabaría teniendo la misma visita.
      Sabía que ese puma podía matarme y eso me impresionaba, aclaraba las cosas, y supe que la escena del centro comercial con las dos arpías no era importante, por más que me entraran ganas de doblarles los limpiaparabrisas y convertírselos en pretzels. Te aclara maravillosamente las ideas eso de andar de espaldas por el monte preguntándote si vas a morir a causa de cuatro dientes de sable o cinco garras unidas a unas patas del tamaño de unas tortas campesinas.
      Anduve de espaldas, recordé mi pasado y pensé en los antiguos trabajos que había tenido: camionero, cavador de pozos, recolector de almejas con una linterna, guardabosques, silbador, primo por un dólar, pavo por un pavo, ayudante de camarero en Duncan, leñador y maestro de la motosierra, atador de troncos, buscavidas, ahumador, transportista, vigilante nocturno, medidor, operario de cinta transportadora, obrero en un fábrica de cajas, conductor del tren lechero y conductor de una carretilla elevadora anaranjada con una gran batería en la parte de atrás. Antes el humo significaba dinero, pero ahora todos los trabajos se han convertido en humo, trabajos de amor perdidos. Anduve de espaldas y pensé en los entierros de cerdos en el bosque. Es legal, pero de todos modos sigue habiendo algo ilícito en el hecho de enterrar un cuerpo el bosque.
      Pensé en el cantante de los Wailers carbonizado en la caravana en llamas y en la estufa que lo mató. ¿Ardieron también sus árboles de Navidad?
      Tengo demasiados amigos muertos por cosas triviales. Ramas que golpean cabezas y crean viudas, una sierra en una arteria, tocar el cable equivocado o escalar el porche con una botella de vino en la mano, o sencillamente algunos de esos productos grasientos que comes con demasiada frecuencia.
      Convirtieron su camión lleno de troncos en un acordeón, o retrocedieron en la nieve con el 4x4 junto a un precipico; pensando que sólo estaban dando la vuelta, dos tipos y dos mujeres. El coche se va para atrás con ellos dentro, el capó apuntando al cielo, cuando el conductor sólo intentaba dar la vuelta, para volver a casa. Imginad su sorpresa, con la terrible luz del salpicadero iluminándoles la cara.
      Anduve de espaldas maldiciendo el puma y recordando todos los autobuses abollados y los camiones enlodados, los camiones de la compañía con tu fiambrera negra y el café azucarado y largos recorridos enlodados entre árboles, conduciendo por pistas madereras hasta el sarao y luego volver, horas y horas, minúsculas tabernas mucho más tarde con la última luz, árboles en el aparcamiento, el agua una curva plateada en los ventanales, el viento soplando contra el cristal, y beber hace sentirse bien y lógico. Está oscuro y debería encontrarme ya camino de casa, es cierto, pero todavía no. Hay huevos escabechados y unos fabulosos emparedados de dos pisos y otra ronda, conchas de ostras apiladas fuera, cajas y barriles de cerveza apilados dentro, suficiente cerveza para que flote un tronco, para que flote una barcaza, empezar una pelea en el aparcamiento, el personal, los amigos, los enemigos, las fabulosas novias y antiguas novias que nunca imaginaron que fueras así, qué sabe en realidad uno de los demás, y tus amigos mueren demasiado jóvenes, tocan bien la armónica y avanzan inocentemente en la nieve sólo un palmo más junto a un precipicio; las bromas y caras jocosas dejadas plantadas, las sonrientes horas que creías disponibles, las sonrientes horas que creías sin fin.
      Una joven del 4x4 se arrastró desde el pie del enorme precipicio; se arrastró durante kilómetros buscándome para que la ayudara y poca era la que yo tenía; la vi arrastrándose como una tortuga a la luz de los faros y me detuve, pensando: ¿qué malditas diabluras habrán hecho esos chiquillos ahora?, y luego descubrimos lo que había ocurrido y toda la ciudad quedó conmocionada.
      Iba conduciendo mi Cougar del 68; era un coche muy bueno, pero tuve que venderlo hace un tiempo a un chico del que sabía que lo estrellaría en Kangaroo Road, que destrozaría mi Cougar del 68. Lo vi alejarse y tuve la visión de su cabeza estrellándose contra el limpiaparabrisas y mi estupendo coche verde chocado contra un árbol junto al embalse.
      Cómo echas de menos ese trabajo que maldecías y los tipos que te sacaban de quicio; echas de menos el coche que se estropeó, la vida que nunca fue dulce, pero que ahora vista retrospectivamente lo parece.
       
      La cara del puma es una máscara. De cachorros los ojos son azules pero más tarde se vuelven amarillos. Sus ojos oscuros con casi bizcos; ojos extraños, hipnóticos, círculos en un triángulo, ojos redondos y rasgados y triangulares al mismo tiempo, una misteriosa geometría, ojos oscuros feroces y relajados, como un buen luchador, la ancha nariz de un boxeador, el pelo de punta como un diminuto tapete erizado.
      Me miraba y se aplastó la nariz, la boca echada para atrás, cuatro hermosos dientes curvos, dos arriba, dos abajo, una pinza perfecta. Mostrando los dientes, ese puma me hizo volver desde la porquería, las piedras, el monte y el valle hasta la adrenalina y la sensibilidad; ese puma me hizo volver hasta la sensación, la sangre, el buen pan, la cerveza IPA, elegir, la fuerza del hogar, respirar. Puse en marcha mi cerebro en el bosque.
      Desde la resina, el pino y la trementina, el puma me regresar de espaldas hasta la vida. El animal dejó de seguirme cuando vio el oxidado coche y se esfumó en dos segundos, me desvaneció como un fantasma, sin pesar en el rostro. Quizá un pequeño gesto de vergüenza, no le gustó el monótono coche.
      Las ropas desgarradas, y los arañazos que empezaban a doler más, al rato de la herida, como en el hóckey cuando no te das cuenta de algunos moratones hasta más tarde. Bañado en sangre, maloliente y temblando, una vez a salvo, me quedé sin hacer nada, sentado en el coche y pensé en mi amiga, mi chica, en lo cerca que había estado.
      El estúpido coche se pone en marcha. Conduje el Reliant hasta la ciudad, pasé ante un terreno con árboles de Navidad, y pensé de nuevo en el tipo chamuscado de los Wailers, pero todo estaba bien: me tomaré un grog o un ponche de huevo en memoria de él y su vieja banda de guitarras distorsionadas. Creo que lo apreciará más que lo de deprimirse y ponerse a pensar en la muerte, los gases y el fuego.
       
      Las estrellas y las constelaciones flotan como camisas en el cielo de diciembre. Los anillos de Saturno y las lunas de Júpiter se mueven por encima de su reluciente caravana blanca. El porche y la puerta tienen una luz amarilla; unas diminutas luces azules y rojas brillan en dos arbustos. Avancé cojeando entre los sedosos colores, la vi leyendo en el sofá.
      Su cocina era cálida y acogedora; un buen olor de sopa salía de la cocina, toda la carvana crujía cuando andabas. Cruje como un barco, cruje como yo. La sopa reposa bajo una llama, y las llamas acabaron con el cantante de los Wailers, pero la sopa me calentará el estómago, me restaurará. Sopa es igual a vida en este momento. El pobre puma pasa hambre; no me ha comido. Espero que tenga una buena Navidad, que encuentre conejos gordotes, un pequeño venado o un chihuahua envueltos en un pulover como un burrito.
      ¿Has traído un árbol?
      Eh. La verdad es que no. Se me ha olvidado el árbol.
      ¿Cómo se te puede olvidar? ¿Has estado bebiendo otra vez? ¿Qué te has hecho en los pantalones? Pareces... ¿es sangre esto? ¿Te has metido en una pelea o te has topado con una mujer salvaje?
      Bueno, sí. Justo eso. Las dos cosas. Una gata de mil demonios.
      Pensé en la cara del puma. El animal pensó que ya me tenía muerto, pero había también una especie de resignación tristona y un resentimiento velado en su rostro. Un país perdedor. Los dos hemos perdido una conexión, perdido un mundo. Intenté explicar eso en la cocina.
      Ella sabía que pasaba algo. Sabía que le estaba contando algo y se quedó callada, porque es lista y espera que termine de irme por las ramas y vaya al grano.
      No tengo trabajo de verdad, nada entre manos, ni crédito alguno y no hay aserraderos donde necesiten gente y bajo nuestra ventana no pasan salmones reales. En Bedford Falls nadie me trae canastos llenos de dinero y el único trabajo que he podido conseguir es enterrando cerdos para una mujer de la universidad pero ahora estoy de vuelta al mundo y me voy a tomar una buena sopa de pescado humeante y después una buena cerveza y a lo mejor hago un crucigrama directamente con bolígrafo, porque soy prudente y temerario. Y a lo mejor algunas alitas de pollo superpicantes —alitas suicidas las llamábamos— y a lo mejor almejas en un cubo metálico y puede que otra cerveza y a lo mejor un baño con un poco de sal para mis múltiples cortes del puma, y esa cama grande y blanda que tiene con su crujiente y afiligranada cabecera repiqueteando en morse contra la pared.
      Había salido del bosque. No me había convertido en unos despojos, no estaba comiendo comida de hospital. Me sentía como si hubiera sacado un doble seis.
      Que tengáis una muy feliz Navidad, dijo una radio de baquelita roja sobre el hule. Decidí que me gustaba esa radio.
      Tienes razón, feliz Navidad para ti también, respondí. ¿Está lista esa sopa? Huele muy bien.
      Por favor, ¿no?, dijo ella, con cautela.
      Dije la palabra mágica y fui recompensado, y pensé: Si llego a vender la casa de la isla, buscaré un Cougar del 67 o del 68, un coche con estilo, pintado de verde claro, brillante, le pondré unos buenos neumáticos, con agarre, control.
      Me veo colocado detrás de un parabrisas oscuro, con mi cerebro dirigiendo el coche, y todos los cables rojos y verdes de mi mundo funcionando. Reflejado en mi reluciente cromo los brillantes planetas y los oscuros bosques nos pasan a toda velocidad como la más fugaz de las estaciones.

© Mark Anthony Jarman
© Traducción: Juan Gabriel López Guix
 

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

biografía

Los relatos del canadiense Mark Anthony Jarman han sido seleccionadas en los premios Journey, National Magazine, Pushcart y O. Henry. Ha publicado una novela, Salvage King, Ya!: A herky-jerky picaresque; tres colecciones de relatos, Dancing Nightly in the Tavern, New Orleans Is Sinking y 19 Knives; una colección de poemas, Killing the Swan; y ha compilado la antología Ounce of Cure: Alcohol in the Canadian Short Story. Nacido en Edmonton, ha enseñado en la Universidad de Victoria y en la Universidad de Nueva Brunswick en Fredericton. «Puma» pertenece a su último libro de relatos, 19 Knives (Stoddart Publishing, 2000).

foto: Mark van Dam

Traductor
Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés y francés. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 1997). jglg@acett.org
     
 

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