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índex català   mayo - junio  2003  n° 36

-Brooklyn Bound train

RETRATOS DE MUERTOS
David Hernández de la Fuente

      "Hay retratos de muertos en procesión en mi cabeza, como una manifestación aguerrida y noble para el memento mori. Hay retratos de muertos que han fascinado a todas las generaciones de hombres. Retratar a un hombre muerto, guardar su imagen una vez la vida le ha abandonado, es capturar en la retina del tiempo el testimonio de un mártir paradójico en un espejo de cámara oscura. Hay retratos de muertos que han adquirido fama por su delicadeza, por su cosmética alteración de lo inerte. Te voy a decir cuáles he recortado para ti antes de que te vuelvas a mirar al espejo. Prométeme que no te mirarás al espejo sin haber leído estos retratos. Y lee estos retratos como en una galería de arte, no como si estuvieran escritos en papel. Olvida que esto es una carta en papel que va dirigida a ti, mi amor."
      Beatriz se despierta en punto con radio nacional y camina en bragas, descalza sobre las baldosas frías, hacia el baño. Orina y se limpia. Después se lava la cara y se mira al espejo. Hoy tiene prisa. El espejo se llena de salpicaduras de agua, que caen también sobre sus pómulos con los restos de la noche.
      Camina descalza por el suelo de loseta que separa el cuarto de baño de su dormitorio. Es un trecho corto, de unos cinco metros en los doscientos metros cuadrados que tiene el chalet en el que vive, la vivienda familiar que la juez le otorgó con la custodia de Nacho.
      Beatriz se aclara la garganta a duras penas y grita destemplada:
      –¡Nacho! ¡Ya es la hora!
      "Hay retratos de muertos egipcios de la época romana. Recuerdan también ellos, como Horacio, el motto del memento, mucho mejor que cualquier catecismo apocalíptico. Ver a esa guapísima muchacha de Antinópolis, de mirada romántica digna de un salón de te, al lado de un cráneo bañado en oro con los rizos de la permanente eternamente pegados. Aquella dama orgullosa en el más allá con sus joyas o su peinado de moda –quizá porque Sabina emperatriz lo llevó– o esos niños que sujetan su palomita junto al ankh, están junto a los huesos con carne marchita de un sarcófago abierto. No es muy cosmético ver al retrato junto al modelo. Y tú, joven de barba y ojos encendidos, muy encendidos en la sombra de tu cara, por amor a Cristo o a Anubis, a la viña eterna o a tu novia. El abrazo negro de Anubis, que toca tu túnica blanca cuando aún miras esperanzado al futuro, o al turista que te observa desde el futuro, conviene tenerlo en cuenta, conviene. Anubis negro te pone la mano en el hombro, Hermes psicopompo te pone la mano en el hombro y tu túnica blanca se estremece sobre tu piel ajada."
      El carril derecho está completamente atascado. La salida de la carretera de La Coruña se pone siempre así a esta hora. Beatriz tuerce el retrovisor del coche, que se lamenta con un crujido, y lo dirige hacia sí misma, de forma que refleja aproximadamente un tercio de su cara. Desde la nariz al nacimiento del cabello. Se mira los ojos cansados y llenos de sombra de ojos. Debajo, su piel grasa de mujer de cuarenta y tres años se hunde presionada por su dedo índice. Nacho, su hijo pequeño, le pone la mano en el hombro y dice:
      –Mamá, otra vez vamos a llegar tarde.
      "Hay retratos de El Fayum de señoras de ojos bovinos que delatan su muerte al ojo experto y pacíficamente se dejan morir y pintar por el fúnebre artista, con sus racimos de joyas que penden de sus largas orejas, que pesan en su cuello grasiento por los siglos de los siglos. Y el cadáver negro, el cadáver de la momia más negra y de pelo más crespo, ¡es tal su pequeñez! ¡Qué momento el de su muerte! Nació del todo en vida, tan vacía como su triste cuerpo embalsamado por algún remoto doctor egipcio. Esas manos renegridas, los pies arqueados que surcaron arena y vida. Esa momia entre negro y oro nos susurra, nos susurra. Y su calvicie es más que atemporal. Caras, caras, caras. Es lo que importa. Lo que deja huella, aún descarnada, son sus caras. Caras como espejo de la muerte, caras mortales y únicas, irrepetibles. Con el hálito de humanidad que puedes ver tú también en el espejo. Caras bastas, groseras, refinadas y morenas, de labios gruesos y piel curtida, de tez rojiza y cabello rubio, cejijuntos, de rizos abundantes y colmillos de un aliento pretérito, de una lengua olvidada. Caras, caras, caras, lo que importa son sus caras."
      En el atasco que la lleva al trabajo, Beatriz tiene tiempo de retocarse una vez más los labios en el espejo retrovisor del coche, que ya está indefectiblemente dirigido hacia su cara y no refleja los coches que circulan por detrás.
      Su cara se distorsiona por un momento cuando las cejas se arquean. El minúsculo cepillo pasa por sus pestañas y las llena como de una pez negra y aceitosa. Sus labios se tuercen hacia un lado para fumar un cigarrillo que llena de pez negra la rosada materia de sus bronquios que quedan por un momento entumecidos, como embalsamados en la negritud. El coche que está parado delante de Beatriz en la carretera de La Coruña –un viejo Peugeot de 1978 que aún no ha pasado la inspección técnica de vehículos– ennegrece el aire con su humo denso.
      "Hay retratos de muertos del Oeste americano, de los variados escenarios de Arizona, ese planeta que es un país. Flagstaff, cruce de trenes de siniestra armonía. En sus calles polvorientas de frontera no hace mucho que rodaban enormes bolas de polvo del desierto. Sus retratos de muertos están edulcorados también. Son emigrantes de grandes bigotes con ojos descaradamente abiertos y ojeras muy mal maquilladas. ¿Por qué será tan difícil maquillar a un muerto? Incluso la raya del pelo delata el rigor mortis que les mantiene muy lejos, mucho más lejos que el fondo de esa fotografía ochocentesca de descoloridos tonos. Flagstaff es un oasis ferroviario en medio de Arizona. Al norte, ya todo es piedra verde, cumbres y túmulos indios. Al sur, en cambio, piedra amarilla y roja, de pueblo desértico e iluminado por un sol eterno. Los más viejos del lugar guardan en sus casas fotografías añejas de los tiempos legendarios de la frontera y del OK Corral. Y los hombretones con bigote y ojos muy abiertos visten camisas de domingo como si se hubieran arreglado para morir en un lodazal de un disparo. Las mujeres son anchas y paridoras colonas, que miran el objetivo postrero con un aire coqueto aún después de la muerte. Hay niños tiesos, muy tiesos y engalanados, e incluso mexicanos o trabajadores orientales del ferrocarril de esos que forjaron América. América, que crece ahora en todo el mundo, mastodonte forjado por emigrantes muertos con cristal y acero."
      En el parque empresarial, como llaman al lugar donde trabaja Beatriz por un buen sueldo, hay una plaza pavimentada con la piedra más cara y más pulida, casi un espejo. También el edificio, cristal y acero, refleja la fuente que hay en la plaza. Es el edificio número cuatro. Allí tiene la sede la empresa de cosméticos y belleza en la que trabaja Beatriz. Beatriz se asoma a la ventana del cuarto de baño de señoras mientras fuma y no ve nada de lo que hay fuera.
      Se da la vuelta hacia el lavabo y abre el grifo muy poco, lo justo para que el agua solamente gotee. Apaga su cigarrillo poniéndolo debajo del grifo y lo arroja –papel y ceniza húmeda– a la papelera que hay cerca de la ventana. Se da la vuelta de nuevo y, tras apoyar su bolso de Prada sobre el mármol del lavabo, saca una cajita de metal. Por dentro está forrada de espejitos y tiene una bolsa de plástico con menos de dos gramos de cocaína. Su ojo azul intenso se ve reflejado todo él en grande en la cajita mientras aspira fuertemente los polvitos que hay sobre el espejo.
      "Hay retratos de muertos de la memoria, como ese de Keats que le hizo su amigo Joseph Severn de forma póstuma. Ay fugaces Póstumo, Póstumo. Toda la memoria no es sino un retrato póstumo. Severn pinta a su amigo de la urna griega como lo recuerda. Pero de la memoria emergen los muertos con su figura indisimulable. El pobre amigo no ha podido hacer sino el retrato de un muerto. Keats está en su posición favorita, un loto arqueado de lectura, con la mano izquierda sobre la cabeza, como si por ella entraran también las letras que su otra mano señala. Ay romano de Inglaterra, ya estás lejos en ese retrato, lejos de la campiña inglesa y de la piazza di Spagna. El paisaje y las sillas también señalan que el poeta ha muerto y el cuadro de cara borrada que hay en la lúgubre pared. Qué diferencia con el dibujo que le hizo Brown cuando sólo tenía veinticuatro años. Keats ya está en las lejanas Hespérides, casi el jardín inglés que se ve en sus ojos está cargado de manzanas del más allá. Keats el poeta ya es bálsamo de whisky, urna inglesa llena de cenizas sentimentales esparcidas por Grecia y por Italia."
      Beatriz se pide en la barra un whisky con ginger ale. Los compañeros de trabajo son agradables y, a veces, después del trabajo se va con ellos a un pub que hay a diez minutos de coche del edificio cuatro. Hoy habla con ellos de algunos temas del día mientras fuma cigarrillos y echa su ceniza sentimental en un cenicero rojo de Cinzano. Quisiera que alguno de esos compañeros de trabajo le gustase, y acostarse con él, acaso casarse otra vez y vivir otra historia.
      Pero seguramente ya es tarde para eso, aun está reciente el divorcio y el suicidio de su ex marido. Probablemente lo mejor es tomarse otro whisky con ginger ale.
      "Hay retratos de muertos que son como un espejo. Hay retratos que nos enseñan a unos muertos tan cercanos, tan llenos de vida y carne que son como un espejo. Como el espejo que, sin saberlo nosotros, nos refleja también un poco muertos. Como el que te refleja por la mañana cuando te pintas los labios, Beatriz, e intentas disimular tus ojeras. Como todos los días y todos los espejos. Todo es muerte y cosmética, Beatriz. ¿Lo has pensado? Cosmética, como tu trabajo. Tiene gracia, ¿verdad? En el Louvre, el británico o la National Portrait Gallery, qué más da. Incluso en tu cuarto de baño de baldosas frías. Todos nos vemos reflejados en esos espejos de cámara oscura que son los retratos hechos a personas muertas. Un espejo postrero. Y a ese último espejo no le puedes engañar. Te quiere, en la muerte, Horacio."
      De vuelta a casa, Beatriz conduce su coche por la cuesta de las perdices. Es de noche y el espejo retrovisor mira hacia su cara. El espejo de cortesía también y ella piensa en que el chalet es muy grande para ella y Nacho ahora que están solos y que tal vez habría que venderlo. La cuesta de las perdices se alarga ante ella más de lo normal. Ha bebido y está mareada. Piensa que tal vez no debería beber tanto, que quizá no debió divorciarse porque no le gusta estar sola. Beatriz pierde el control del coche en la cuesta de las perdices y se estrella violentamente contra un poste de señales. El golpe hace añicos el espejo retrovisor, que está dirigido hacia su cara.

© David Hernández de la Fuente 2003

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HernandezDavid Hernández de la Fuente (Madrid, 1974) es autor de los  ensayos “Lovecraft. Una mitología“ (2004), “La mitología  contada con sencillez“ y del libro de relatos “Las puertas del sueño“ (2005), por el que recibió el VIII Premio de Narrativa Joven de la Comunidad de Madrid. Ha sido antologado en obras como “Inmenso estrecho. Cuentos sobre inmigracion“. Como traductor, se ha especializado en literatura clásica (“Dionisíacas“, 2001 y 2004, “Cantar de Ruodlieb“, 2002, Voltaire, “Micromegas“, 2003, etc.) y ha prologado, anotado y editado obras como “Cervantes y la invención del Quijote“, de Manuel Azaña. Licenciado en Derecho y Filología Hispánica y Doctor en Filología Clásica por la Universidad Complutense, ha sido investigador de Literatura Clásica en diversas universidades (actualmente en la Universidad Carlos III de Madrid). Colabora habitualmente en revistas de historia y crítica literaria (“Historia National Geographic“, “Revista de Libros“, etc.) y es autor de numerosos artículos de su especialidad.

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