índex català septiembre-octubre n° 38 |
Roberto Bolaño, realmente visceral El autor de Los detectives salvajes nos decía adiós el mes de julio. The Barcelona Review no puede sino recordar a un escritor que desafió los límites de la literatura y nos dejó sobre la mesa una apuesta literaria renovadora y enérgica por la que lectores y escritores se han dejado seducir. Jorge Carrión le rinde homenaje a través de un recorrido por su obra (ficticia, posible, imposible y real). No podía ser de otra manera. Soñé que estábamos soñando, habíamos perdido la revolución antes
de hacerla y decidía volver a casa. Uno Imaginemos que esto no fuera un artículo sobre Roberto Bolaño, sino un relato de Bolaño sobre sí mismo. ¿Cómo sería formalmente? Probablemente dos serían las formas posibles que podría tomar esa ficción, en lo que al punto de vista narrativo respecta, a juzgar por los mejores cuentos que sobre seres reales o imaginados escribió el autor de origen chileno. Por un lado, tendríamos una estrategia de tipo historicista, en boca de un narrador omnisciente, que hablaría tal vez de los padres del escritor, de una gestación dilatada, difícil -en la irónica tradición de Tristram Shandy- que culminaría con el nacimiento en Santiago de Chile, 1953, de Roberto Bolaño. Se repasaría a renglón seguido su trayectoria vital, con cierto énfasis quizá en los años de adolescencia pasados en México, en su experiencia en la guerrilla, en su errabundeo (un tanto salvaje, incluso judío) a la zaga de un hogar que acabaría por encontrar en el noreste de España (y se daría a entender, de soslayo, que el hogar puede ser, más que una patria, una pareja, la consecuente familia, una editorial que te apoye, incluso el reconocimiento, con sus premios y traducciones: cóctel de caos, no obstante, nunca de armonía). Todo eso halló en Blanes, uno de los primeros pueblos, o de los últimos, de la Costa Brava, adonde se instaló hasta su reciente muerte. Blanes: periferia de Barcelona, en consonancia con su reivindicación del margen, del extrarradio de la República de las Letras. El cuento acabaría con el funeral de Bolaño, durante el cual la atención posiblemente se dirigiría hacia algún detalle aparentemente insignificante, pero que acabaría por manifestar una importancia mayúscula. El otro tipo de relato bolañiano por excelencia enfocaría al sujeto indirectamente, mediante un narrador en primera persona, que en el presente narrativo ha sido visitado de imprevisto por un personaje, seguramente anónimo, un detective chileno tal vez, interlocutor sin identidad definida, porque el interlocutor no importa, porque no es más que un trasunto del lector, su sombra dentro del espacio literario, alguien ávido de una historia (dice el protagonista del relato de Llamadas telefónicas -Anagrama, 1997- "La nieve": "Primero hay que vaciar la botella, dijo, luego el alma. Me encogí de hombros. Aunque yo, añadió, como es natural, no creo en el alma. Pero la cuestión fundamental es el tiempo, ¿verdad? ¿Tienes tiempo para escuchar mi historia?"). Y no hay mejor historia que una biografía. Si en el otro tipo de relato comentado la biografía es narrada desde la retórica del informe policial, siguiendo un orden cronológico propio del artículo periodístico o de la novela negra clásica, en el patrón que se plantea ahora el yo se sirve de la confesión para dibujar, con cuatro trazos ejecutados desde las entrañas del recuerdo, un retrato esencial de la persona que se evoca. Un ejemplo de nuestro relato imposible de Roberto Bolaño sobre Roberto Bolaño podría ser el que sigue: un anciano argentino pasea por el jardín de un geriátrico, acompañado por un personaje anónimo que escuha atentamente su monólogo, y anota de vez en cuando palabras clave. A medida que avanza su discurso, descubrimos que se trata de Rodrigo Fresán y que su historia, aunque ha empezado hablando de ese jardín de ancianos, de los tipos que ha frecuentado en él, incluido un productor de películas de serie Z que decía haber conocido a Ed Wood, ha ido derivando hacia la llegada del entonces joven escritor a Barcelona, a principios de siglo, cuando conoció a Bolaño. Un Bolaño que al poco tiempo sería un moribundo, con quien Fresán compartió instantes de auténtica amistad. El relato se convertiría en una confesión. Y ésta acabaría por apuntar hacia una anécdota, un momento, que revelará cierta verdad del alma, o incluso dos verdades: una del sujeto Bolaño; otra del personaje Fresán. Seguramente, en el primer tipo de cuento, también se hubiera alcanzado esa misma certeza absoluta. Ese mismo detalle que cifra un destino, una esencia. Una palabra de Jorge Herralde en el funeral, antes de que se le partiera la voz. Una fijación, como la que el escritor tuvo por Vallejo (azular y planchar todos los caos). Un rosebud, una fotografía, una mirada, un llanto. Algo que es la punta del iceberg del cuento, la escafandra que enfundarse para descubrir la montaña de hielo que es toda existencia humana. Tanto el narrador omnisciente como el personaje llamado Fresán revelarían en algún momento el secreto de Bolaño. Pero sin artificio literario no se puede descubrir el secreto de una persona. Y al cabo esto no es un cuento de Roberto Bolaño. Dos No, desgraciadamente, este texto es un artículo crítico-necrológico, por llamarlo de algún modo, y no un relato del excelente escritor chileno. Sin duda, tanto el lector como el autor de estas líneas preferirían leer una ficción de Bolaño sobre Bolaño, una ficción que hablara sobre él mismo sin máscaras (como la de Arturo Belano, su recurrente alter ego). Una larguísima confesión, como Nocturno de Chile (2000), en que el narrador se vaya desvistiendo hasta quedar desnudo, en pasado y alma, frente al lector. O un diálogo entre dos personajes mezquinos como los del relato "Detectives", que en cierto momento hablan de cuando vieron a Belano en prisión y éste se miró en un espejo que no le devolvió la imagen conocida, sino la de su otro, el transformado por la pérdida, por la culpa sin culpable, por la miseria de la historia colectiva. Dos libros me interesará leer, especialmente, sobre Bolaño, en un futuro que no debería ser demasiado lejano. En primer lugar, la edición crítica de su obra maestra, Los detectives salvajes (1998), que con los premios Herralde y Rómulo Gallegos aparcó para siempre la invisibilidad de su autor. Toda la literatura de Bolaño es de un modo u otro metaliteraria -La literatura nazi en América (1996), Estrella distante (1996), Monsieur Pain (2000)... -. Pero ninguna de sus obras publicadas hasta el momento lo es en el grado de Los detectives salvajes. Esa novela es, además de una lúcida disección del exilio y de un divertido recorrido por la hiperbólica adolescencia (que contrapuntea, trágicamente, nuestra madurez), y entre otras muchas cosas, una parodia de la vanguardia -al tiempo que una novela realmente vanguardista- y una enciclopedia de literatura. Para el descubrimiento de esa dimensión enciclopédica de Los detectives salvajes se impone una edición crítica en que cada alusión literaria sea desvelada. Intuyo que son muchísimas las tradiciones que explora Bolaño en su opera magna, y que su exploración no estuvo exenta de cierto sistematismo, suerte de ajuste de cuentas con la cultura oficial, que él detestaba, forma de demostrar que todo autor es antes lector. Y que él era un lector enorme. Por ejemplo, en la novela se le dedican unas pocas páginas a la literatura guatemalteca. El pretexto es que Ulises Lima (co-protagonista de la obra junto con Arturo Belano) pasó en algún momento de su huida por un congreso de literatura en Managua. Eso le sirve al narrador para introducir en la ficción a Pancracio Montesol, que "aunque era guatemalteco venía con la delegación mexicana entre otras razones porque no existía ninguna delegación guatemalteca y porque vivía en México desde hacía por lo menos treinta años"; la alusión a Augusto Monterroso es evidente. Bolaño aprovecha la coyuntura para recordar lo reaccionario que era Octavio Paz, y después cita a Monteforte Toledo y a Miguel Ángel Asturias; sólo faltaría Cardoza y Aragón, la publicación de cuyas obras completas no en vano fue vetada por Paz en México, para que los cuatro escritores guatemaltecos más importantes del siglo XX aparezcan en la novela, como el capítulo de un manual de literatura consagrado a ese pequeño país centroamericano. El otro libro que todo lector voraz de Bolaño desea leer es su biografía. Evidenciará el itinerario vital de un auténtico maldito. Hasta su aparición, podemos leer y releer su obra de ficción, plagada de momentos autobiográficos. Incluso libros que cuando aparecieron los juzgamos innecesarios, primerizos, impublicables (especialmente dos: Amberes -2002- y Tres -2000-, con su retórica balbuceante y su sentimentalismo de juventud), podemos leerlos ahora como obra póstuma. Sí: obra póstuma que con su datación nos escupe a la cara la presencia de la enfermedad, la ruina del cuerpo, el contrarreloj de sus libros últimos. La necesidad de recuperar un tiempo sin enfermedad, sin ruinas, sin fecha de caducidad, que es precisamente el de la juventud sentimental y retórica. Es sin duda significativo que un texto de corte autobiográfico fuera el escogido por Bolaño como prólogo de Amberes. Una introducción cuyo título remite al caos que se ha venido citando: "Anarquía total: veintidós años después". En él leemos: "Después de la última relectura (ahora mismo) me doy cuenta de que no sólo el tiempo importa, de que no sólo el tiempo es motivo de terror. También el placer puede aterrorizar, también el valor puede aterrorizar". El sexo, sí. Pero sobre todo la violencia, en sus infinitas epifanías, es uno de los temas clave del chileno (mexicano-español-apátrida: "me sentía a una distancia equidistante de todos los países del mundo"). Su consecuencia es el horror conradiano. Con esta cita de Chéjov arranca Llamadas telefónicas: "¿Quién puede comprender mi terror mejor que usted?". Ese usted es el lector, soy yo, eres tú; interlocutores en silencio, receptores de la confesión. "Mi enfermedad, entonces, era el orgullo, la rabia y la violencia", sigue Bolaño en ese prólogo que tal vez sea el epílogo de una vida. En el prólogo original, fechado en 1980 y situado al final del volumen, había escrito más de dos décadas antes: "líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más". Tres Me temo que hay que haber vivido y leído tanto como Bolaño para leerlo con propiedad. Hay que haber dormido en un sofá prestado, completamente enamorado de tu anfitriona, en Israel, para comprender la escena que, personalmente, cada vez se me antoja como neurálgica en el mapa nervioso de Los detectives salvajes, una novela a la que como a Rayuela o como a Respiración artificial es necesario regresar periódicamente. Leamos: "Claudia y yo que por aquellas fechas aún creíamos que íbamos a ser escritores y que hubiéramos dado todo por pertenecer a ese grupo más bien patético, los real visceralistas, la juventud es una estafa. (...) ¿de qué se trata, pues? Y Norman, para mi alivio, dejó de mirarme y se concentró durante algunos minutos en la carretera, y después dijo: de la vida, de lo que perdemos sin darnos cuenta y de lo que podemos recobrar". Inmediatamente después de evocar eso, Norman visualiza a Ulises, mucho tiempo atrás, enamorado de Claudia en Tel-Aviv. Dormía en el sofá y de noche temblaba y gemía, y no sabía el narrador si era porque lloraba o porque se masturbaba. Concluye que seguramente lloraba en sueños: "una vez me quedé y lo comprendí todo, de un solo golpe". De nuevo, la pérdida, y la memoria y la escritura que tratan de recuperar, como si se tratara de una quimera. De nuevo un instante que explica una existencia. De nuevo, el llanto. El protagonista de "La nieve" habla de "aquella tarde de llanto que cambió mi vida", la catarsis, como la de Joanna Silvestri, del relato homónimo, que también llora hasta que le sangra el alma al ver cómo el único paréntesis de felicidad que hubo en toda su vida está a punto de cerrarse. El mismo llanto brota del sofá israelí de Los detectives salvajes. El año pasado coincidí en un tren de cercanías (Barcelona-Blanes) con Rodrigo Fresán, Ignacio Echevarría y Roberto Bolaño. Lo traigo a colación porque aquel trayecto iluminó a mis ojos otro capítulo neurálgico de la novela, el del duelo en una playa del Maresme. Bolaño y Fresán hablaban de una adaptación del Infierno de Dante, que nadie conocía a excepción del chileno, quien no sólo aseguraba haberla visto, sino que además era capaz de enumerar al director, los actores, etc. Echevarría escuchaba y reía ante aquella demostración de cómo la ficción sobre la ficción puede asumirse visceralmente como realidad. Entonces, al ver la silueta del crítico contra la playa sin nombre que desfilaba más allá de la ventana del tren, le pregunté acerca de su duelo con Belano en la playa de Sant Pol, pues en cierta escena de Los detectives salvajes Arturo Belano se bate con un crítico literario llamado Iñaki Echevarne, y a nadie se le escapó que se trataba de él. Aún no conocía a Bolaño cuando la novela se publicó, me respondió Echevarría, no te imaginas lo que me sorprendió leer aquello. La reseña que publicó en Babelia fue más que favorable. Lo que otorga al fragmento en cuestión un aura inquietante. En la ficción, el testigo que Belano ha escogido como padrino del duelo se pregunta: "¿Y si la reseña es buena? ¿Y si a Echevarne le gusta la novela de Arturo? ¿No sería entonces, además de un acto gratuito, una injusticia desafiarlo a duelo?". Por tanto, en el momento en que Bolaño estaba ultimando su obra maestra decidió que ésta se enfrentara, dentro del universo que ella misma había creado, con el crítico español más influyente de su momento histórico. De modo que Echevarne asistió a la playa de Sant Pol que Belano había escogido como marco de una escena que "era el resultado lógico de nuestras vidas absurdas". El duelo, con espadas, tuvo lugar. El arma blanca de Belano incluso llegó a acompañar el latido de Echevarne, cuando se posó sobre su corazón, pero después se retiró, con el convencimiento de que el autor -su obra- habían superado el juicio crítico, y siguieron combatiendo "como dos niños tontos". Dirá desde el presente narrativo, en 1994, Iñaki Echavarne: "Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan". En un relato anterior, "Detectives", ya mencionado, parte del ingente material narrativo que preparaba la gestación de Los detectives salvajes, se daba la clave del tipo de arma escogido y del lugar: "a los chilenos no nos gustan las armas de fuego, sino las blancas, debe ser por el mar". En el mismo cuento se afirma que "los muertos siempre nos miran". Dejaremos, pues, de hablar de Él. Es de justicia, porque lamentablemente a partir de ahora nos acompañará tan sólo su Obra. Leerla y releerla, crítica y visceralmente: no hay mejor homenaje. |
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BIO: Jorge Carrión es escritor. Colabora habitualmente en las revistas Lateral y Letras Libres y es el responsable del cuaderno transurbano del diario Avui. Ha publicado la novela Ene (2001) y ha editado la antología de joven literatura Amor global (y otras infamias) (2003). Ha sido recientemente antologado en Gaborium, volumen misceláneo sobre García Márquez a cargo de Julio Ortega (con el texto "Crónica de la ciudad doble"). Durante los dos últimos años ha coordinado, con Manuel Guerrero, el ciclo "Narradores contemporáneos", en la librería Robafaves de Mataró, al cual debería haber asistido Roberto Bolaño. Actualmente vive en un automóvil en algún lugar de Argentina. Sobre Roberto Bolaño véase en The Barcelona Review la reseña y fragmentos "Un paseo por la literatura" de Tres (número 22) y la reseña de Putas asesinas "De lo que se puede y no se puede contar" (número 27). |