|  El
    escritor, McOndo
 y la tradición
 Por Edmundo Paz Soldán
 Comencé a escribir en serio cuando estudiaba en Buenos Aires, hacia 1986. Tenía
    diecinueve años. La ignorancia es atrevida: yo no conocía la tradición boliviana, y
    decidí crearme la mía propia y mirarme en el espejo de Borges, Kafka y Vargas Llosa. Con
    mis primeros cuentos armé mi primer libro: Las máscaras de la nada. Los amigos
    del libro lo publicó en Bolivia en 1990. En ese entonces no sabía cuáles eran mis
    proyectos estéticos o narrativos, pero no me importaba mucho. Importaba escribir. De las
    primeras lecturas críticas que se hicieron de mi obra, recuerdo que alguien escribió que
    mis cuentos eran "atemporales" y que podían ocurrir en cualquier lugar. Lo
    tomé como un elogio. Luego me di cuenta de que para muchos críticos locales, se trataba
    de una crítica: un escritor boliviano debía necesariamente hablar de la aguda crisis
    social del país, y si era posible utilizar el campo y las minas como territorios para la
    ficción.
 Cuatro años después publiqué mi segundo libro de
    cuentos, Desapariciones, en la misma vena narrativa de Las máscaras. Algo
    ocurrió poco después: tuve una polémica con Cé Mendizabal, un crítico y escritor
    boliviano. Yo defendía la importancia de los premios literarios en un país como Bolivia,
    en el que hay pocas posibilidades de publicar libros; Cé defendía a sus amigos que
    andaban de poetas malditos en los cafés de La Paz, llevaban sus manuscritos bajo el brazo
    y tenían el noble gesto de ni siquiera intentar publicarlos. A partir de ahí comenzaron
    a surgir las críticas, sobre todo de parte de esos poetas y narradores que se las daban
    de malditos algunos periodistas, algunos críticos, muchos ellos de la carrera de
    Literatura de la universidad estatal de La Paz-. Se me dijo que en mis libros no estaba el
    país. ¿Dónde estaban los campesinos? ¿Dónde, los mineros? Se me dijo que yo no
    sufría, que Bolivia no me dolía (supongo que esos críticos con los que jamás había
    intercambiado palabra alguna me conocían muy bien; y supongo que también pensaban que la
    medida del escritor la daba el sufrimiento: país sufrido como pocos, me pregunto,
    entonces, porque no tenemos la mejor literatura del mundo).
 Estas críticas las viví con un gran sentido de
    culpa. Era inmaduro. Y la formación católica, bueno, no es fácil desecharla del todo.
    Decidí expiar la culpa con una novela: Alrededor de la torre. Era mi novela
    "boliviana", en la que me atrevía a mirar de frente el problema del racismo en
    el país. Y las críticas arreciaron: imagino que a algunos la novela, simplemente, no les
    gustó. Soy el primero en reconocer sus defectos. Pero otros dijeron que alguien que
    jamás había sufrido en carne propia el racismo era el menos indicado para escribir sobre
    ese tema (si los escritores sólo pueden escribir sobre lo que viven en carne propia,
    digamos adiós a la literatura). Ciertos frentes de batalla estaban trazados: yo no
    convencería a mis críticos de nada ni ellos tampoco a mí. Eso me liberó.
 Fue más o menos en ese período que participé en la
    malhadada antología McOndo. La antología, editada por los escritores chilenos
    Alberto Fuguet y Sergio Gómez, era un intento de presentar una muestra de la nueva
    narrativa latinoamericana: urbana, hiperreal, reacia al realismo mágico, muy a tono con
    la cultura popular norteamericana y con las nuevas tecnologías que iban apareciendo en el
    paisaje del continente. Ya sabemos que McOndo cometió muchos errores y
    simplificaciones: no se puede, por ejemplo, combatir un estereotipo Latinoamérica
    es el continente del realis
  mo mágico, donde todo lo extraordinario es cotidiano con otro
    Latinoamérica como este gran universo urbano repleto de centros comerciales y
    celulares. De todos modos, la antología fue importante porque, junto al manifiesto
    publicado ese mismo año por los escritores del Crack, presentaba en escena, acaso de
    manera algo visceral, a una nueva generación de narradores latinoamericanos que intentaba
    recuperar lo mejor de la tradición literaria latinoamericana y a la vez, de manera
    paradójica, intentaba romper con esa tradición. En lo personal, formar parte de McOndo
    me ayudó a comenzar a leer a mis contemporáneos: leer a escritores como Alberto Fuguet o
    Rodrigo Fuguet me ayudó a soltarme, a tener una visión más irreverente y menos solemne
    de la literatura, a afianzarme en mi propio proyecto aunque ello significara sentirme un
    poco solo dentro de la tradición de mi país. Decidí, entonces, volver al principio, pero con una
    diferencia: ahora, no era la ignorancia la atrevida, sino el conocimiento de causa. Si al
    principio no sabía de crítica o literatura nacionales, ahora sí sabía, pero tampoco me
    interesaba mucho entroncarme en la tradición boliviana o esforzarme por seguir cierto
    dogmatismo crítico. Las tradiciones, ya lo sabemos, se pueden tornar agobiantes cuando se
    las vive como obligaciones. Y las lecturas críticas son sólo eso, lecturas de críticos,
    ejercicios del criterio que pueden tornarse descriteriados cuando se convierten en culto
    de algo: del color local, de los que han sabido retratar mejor que nadie al aparapita
    paceño, del centro, de los márgenes, del margen del margen. Y sí, me alejaba de la
    tradición sabiendo, paradójicamente, que ese alejamiento era parte de la tradición: por
    más que dé mil volteos, desconozca o niegue a la literatura nacional o ambiente mi
    próxima novela en la China, soy parte de una literatura nacional. Como también me
    gustaría ser parte de la literatura latinoamericana, de la norteamericana y, por qué no,
    de la universal. Todo escritor debería aspirar a la universalidad.
 Por supuesto, estoy consciente de los riesgos que
    implica mi proyecto narrativo: juntar elementos aparentemente incongruentes entre sí,
    elaborar una reflexión sobre el impacto de las nuevas tecnologías la fotografía
    digital, la computadoraen el contexto de una novela realista, tradicional, de corte
    político-social, ambientada en uno de los países más atrasados del mundo. Digamos,
    juntar Borges con Vargas Llosa, y añadirle un toque de Philip Dick. Ahora sí, lo puedo
    decir: mi proyecto se funda en las críticas que recibí en Bolivia hace algunos años. Y
    me gusta el riesgo, que me digan que no se puede hacer lo que hago, o que lo que hago no
    cuaja del todo. Como dijo Roberto Bolaño, las malas críticas me las he ganado en el
    frente de combate, y no en simulacros de guerra. Incluso a ratos me arrepiento de todas
    las polémicas en las que incurrí. Parafraseando a Hemingway: mis ataques habrían valido
    la pena si al menos una de mis frases hubiera podido lograr que mis críticos escribieran
    mejor (sí, lo sé, esos críticos también pueden parafrasear a Hemingway).
 Para mí, lo ideal sería que la novela pudiera crear
    un mundo autónomo y no tuviera que depender de la realidad para legitimarse. Creo
    firmemente en las ideas de Vargas Llosa acerca del "elemento añadido" en la
    ficción. Es decir, mi versión de Cochabamba, o Bolivia, o América Latina es una
    versión distorsionada, en la que se encuentran añadidos muchos elementos que no forman
    parte de la realidad, o se encuentran radicalizadas ciertas tendencias incipientes de esta
    realidad. Quizás haya más piratas informáticos en El delirio de Turing que en
    Bolivia. Pero no se trata de analizar cuán fiel a la realidad es mi versión de ésta,
    sino de ver si mi versión distorsionada puede alcanzar una autonomía estética, una
    coherencia narrativa propia. Por supuesto, cuando uno conoce muy bien el referente
    cuando uno es boliviano, o latinoamericano-, ese referente se cuela en la lectura y
    a veces es imposible separarlo de la versión de éste que uno está leyendo. Y coteja. Y
    no se la cree. Son los riesgos, en todo caso asumidos. Prefiero, en todo caso, fracasar en
    el intento que dedicarme a escribir novelas en las que no haya apuesta alguna. Hace unos
    quince años yo buscaba leer novelas perfectas, redondas, obras maestras. Ahora, me doy
    cuenta que Philip Dick no escribió ninguna novela redonda bueno, quizás Ubik
    y sin embargo sus novelas imperfectas me dicen mucho más que las novelas redondas de
    muchos otros. Cruzo los dedos para que al menos eso me salve. Que los lectores no
    encuentren la perfección en mis obras, pero que descubran algo que les haga mirar el
    mundo de otro modo.
 
 
 
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