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índex català     mayo - junio  n° 48

El chubasquero de Coronel Tapiocca
Patxi Irurzun Ilundain

 

Las ciudades, a veces, son como algunas personas. Uno intuye y determina de inmediato si congeniará con ellas o no. Manila y yo supimos desde el primer momento en que nos vimos que no nos íbamos a llevar bien. Por mucho que al principio ella ofreciera su mejor cara.

Lo primero que vi cuando el avión que me había alejado doce mil kilómetros y seis horas de una vida que, aunque todavía sólo era un borrador, comenzaba a parecerse algo a lo que siempre había soñado, lo primero que vimos Josean y yo cuando ese avión se disponía a aterrizar en el aeropuerto internacional Ninoy Aquino, fue uno de esos espectaculares atardeceres tropicales que tan bien quedan en las fotos de las guías turísticas o en las descripciones de los libros de viajes: un telón de luz dorada; los rescoldos sanguinolentos de un sol herido de muerte; un pasillo iluminado en púrpura a través del cual, en cualquier momento, podía descolgarse una legión de angelitos... caídos, eso sí, pues no tardé en comprobar que semejante parafernalia sólo servía para alumbrar un pandemonio de casitas destartaladas, chabolas, rascacielos abandonados... Manila, incluso desde el cielo, era un infierno: avenidas palpitantes, surcadas como el torrente sanguíneo de un monstruo feo y peludo, por miles de vehículos: triciclos, autobuses, taxis, los coloridos y populares "jeepneys"... Todo ello envuelto en un nimbo de polución denso y oscuro.

—Más o menos como el mes y medio que nos aguarda allá abajo —imaginé, pero no dije nada (y tampoco sé si Josean lo hizo pues, para colmo, la presión del aterrizaje me había taponado dolorosamente los oídos). Después de todo, aquello entraba dentro de los inconvenientes que, leyendo entre líneas en guías turísticas con fotos de hermosos crepúsculos y en libros de románticos viajeros, habíamos aprendido que deberíamos soportar a lo largo de los 131 días que andaríamos dando tumbos por, primero Filipinas, y la remota e inquietante Papúa Nueva Guinea después.

131.

Yo sabía con exactitud los días que duraría el viaje porque para mí era como una cuenta atrás, y ya antes de salir estaba deseando volver.

6 meses atrás me encontraba recluido, por voluntad propia, en un "barnetegi", un internado en el que con la excusa de perfeccionar mi euskara tipo Tarzán (los idiomas y yo, como habría de ponerse de manifiesto a lo largo del viaje, nunca nos hemos entendido muy bien) en realidad me daba un plazo, otro más, para decidir qué hacer con mi vida.

Tenía 32 años y poco más, sólo algunos sueños sencillos, como encontrar a alguien que me quisiera y a quien querer, y la voluntad de ser escritor, que aunque firme comenzaba a resquebrajarse, pues a menudo los sueños, la voluntad, ni siquiera el amor, no llenan el estómago, ni proporcionan lo que se espera de uno para que lo respeten: un trabajo estable, un domicilio fijo, un coche nuevo cada cinco años...

Hasta entonces había conseguido sobrevivir siendo un desecho para la sociedad de mercado gracias a lo que ella llamaría "golpes de suerte": un cuento mal pagado en una revista de vez en cuando; de vez en cuando un reportaje a doble página en los suplementos de los periódicos; y los premios literarios (los que quedaban sin amañar). Muy de vez en cuando.

Aquella tarde de noviembre me encontraba encaramado a la litera, allá en el barnetegi, desenredando alguna enrevesada declinación de entre las volutas del humo azul que risueñamente expelía mi compañero de habitación, cuando a través del móvil se me apareció una santa:

—Hijo, que has ganado un premio muy gordo, un millón de pesetas, o sea, a ver en euros, pues, ummmm, sí, eso, unos 6000 euros...

—¿Un premio?... ¿Un millón?... —intenté igualmente desenredar, como si se tratara de un subjuntivo, aquella confusión de datos.

Yo no recordaba haber enviado últimamente tapas de yogur a ningún sorteo.

—Premio "El Viajero" —me dio por fin la clave mi madre.

Rápidamente comprendí. Era uno de aquellos "muy de vez en cuando". Hacía medio año había presentado, sin demasiada esperanza, un relato a un premio de literatura de viajes que organizaba El País. Eran una serie de apuntes a vuelapluma que había escrito tras un fin de semana en París y en los cuales la Ciudad de la Luz aparecía sólo como paisaje de fondo y en primer plano se veía a los camareros rumanos, a los barrenderos africanos y a algún que otro "clochard" francés. Un París, en definitiva, de carne y hueso; o al menos eso era algo que podía decir, que quedaría muy bonito cuando me entregaran el premio. En realidad yo nunca había sido un viajero, sólo un turista, un dominguero, y cumplir con la base del premio que especificaba que debía gastar ese millón de pesetas en un solo viaje iba a ser todo un problema.

Por supuesto no tardé demasiado en decidir que me encantaban los problemas.

— ¿Dónde iríais vosotros si os dijeran que tenéis un kilo para gastar en un solo viaje? — pregunté durante la cena a mis compañeros de clase.

Las respuestas fueron de lo más variopintas: vueltas al mundo hasta marearse, deshielos de glaciares patagónicos, incluso hubo quien dijo, y no me pareció lo más descabellado de todo, que él se gastaría ese millón en bonobuses para toda la vida. Pero la respuesta más inspirada —probablemente por el hachís— fue la de mi compañero de habitación, quien fue el único que me dijo lo que NO debería hacer.

—No te lo fundas todo en quince días, a todo tren ¿Tú eres escritor, no? Pues aprovecha esta oportunidad, tío. Pégate varios meses por ahí, vete a lugares a los que nadie iría. Y escribe después sobre ello.

Inmediatamente me vinieron a la mente las fotografías que un par de años atrás Josean, un fotógrafo pamplonés al cual había entrevistado, me mostró. Él estaba recién regresado de Ciudad de Guatemala, donde había pasado varios meses en el basurero de la Zona 3, en el cual vivían y trabajaban, al pie de una auténtica montaña de basura, más de 6000 familias de "guajeros". Eran fotos en las que se veía a los zopilotes sobrevolando los camiones y disputando los desperdicios a estos trabajadores de la basura; a los "huelepegas", los niños que se recomponían esnifando pegamento sus corazoncitos rotos por el hambre y el frío; a los "mareros", los jóvenes de las bandas de delincuentes, mostrando orgullosos las muescas de las balaceras en sus cuerpos... Fotos en las que, a pesar de todo ello, también aparecía gente que cantaba, jugaba, se reía, en las que se apreciaba que hasta en las condiciones más duras, en la cima de esas montañas de basura, puede ondear la bandera de la dignidad humana. Fotos, en suma, que me impresionaron, hasta tal punto que escribí varios cuentos que, unos meses después acompañarían esas mismas fotos en el libro que Josean publicó.

—Para no haber estado nunca en un basurero no están mal —me dijo él entonces—. Pero si vieras uno de verdad te caías de culo. Es flipante: yo estoy como loco por volver a pisar detritus. En cuanto tenga algo de pasta me voy para Manila, a Payatas, ¿te suena?

Por supuesto que me sonaba. Hacía apenas unos meses las lluvias habían provocado un derrumbamiento en una de las laderas de aquella otra gran montaña de basura, un alud de desperdicios que había sepultado a cientos de personas. Aquel era, desde luego, uno de esos lugares a los que se refería mi compañero de habitación, un lugar al que nunca iría nadie, por lo menos ningún ciudadano respetable, así que inmediatamente supe que, en lugar de tumbarme a la bartola al sol de Cancún, como haría cualquiera en su sano juicio, yo acabaría en Payatas, uno de los vertederos más grandes del mundo, hundido hasta la rodilla de mierda y acompañado por un fotógrafo loco.

—Soy el fotógrafo basura —se refería a sí mismo Josean—. A otros les da por escalar los catorce ochomil del planeta. Pues yo voy a currarme los basureros de todos los continentes.

Y es que además de en Ciudad de Guatemala Josean había pisado detritus en Antananaribo (Madagascar) y había pasado varios meses sacando fotos con los Traperos de Emaús, en Pamplona. Ahora su próximo destino, nuestro próximo destino, era Asia. Nuestro viaje, mi primer gran viaje había comenzado; o al menos eso creía yo.

Dicen que a veces lo mejor de los viajes son el antes y el después, los preparativos, ese gusanito que se le despereza a uno en el estómago cada vez que se despliega un mapa del lugar elegido, se calculan los kilómetros que nos separan de él, se compra uno un chubasquero en Coronel Tapiocca... Josean y yo, sin embargo, cada vez que nos reuníamos lo único que hacíamos era beber "sanmigueles" como si en Filipinas nos las fueran a racionar y necesitáramos aprovisionar bien la despensa, que a nosotros nos quedaba justamente a la altura de la barriga. A pesar de todo, durante una de nuestras odiseas alcohólicas se nos ocurrió mirar el mapa y comprobamos que Papúa Nueva Guinea, un remoto lugar del que únicamente sabíamos que de vez en cuando se zampaban a un misionero o a un turista japonés, estaba sólo a cinco centímetros de Filipinas, y pensamos que sería divertido darnos una vuelta por allá. Por supuesto, cuando los vapores etílicos se difuminaron comprobamos que esos cinco centímetros de mapa equivalían en realidad a la distancia desde Pamplona hasta Estambul. La decisión, no obstante, ya estaba tomada. Sólo faltaba, una vez elegido el destino, fijar la fecha, que habíamos retrasado ya en un par de ocasiones: una editorial estaba dispuesta a publicarme una novela, con contrato, buena distribución, pero me pareció excesivo y muy poco práctico presentar el libro en Manila, así que aún debimos esperar un par de meses, hasta junio, la época de lluvias y tifones en el sudeste asiático —ya puestos—, para partir.

—Sólo te pido una cosa —me dijo Josean—. Que en este tiempo no te eches novia.

—No te preocupes —le contesté, consciente de mi éxito arrebatador con el sexo contrario, sin tener en cuenta que el amor tiene esas cosas tan simpáticas: cuando estás solo y necesitado te conviertes en el hombre invisible; cuando estás con alguien te da la impresión de que de repente eres un irresistible adonis a los ojos de todas las mujeres —excepto a los de la tuya—; y por supuesto si te enamoras ha de ser siempre en el momento más inoportuno, de la persona menos indicada o para mantener una romántica pero nada práctica relación que debe superar todo tipo de obstáculos; si no es todo ello a la vez.

En mi caso, llevaba 32 años esperando a Malen, y tuvo que aparecérseme precisamente entonces, justo cuando yo tenía que desaparecer durante cuatro meses. Justo cuando más sencillo era perderla.

Malen era una chica del barnetegi en la que nunca me había fijado porque pensaba que un tipo como yo nunca podría aspirar a nada con una chica tan bonita. A ella le sucedía algo parecido. Nunca se había fijado en mí porque nunca había pensado que pudiera estar con un adefesio y un sinsorgo semejante. En el fondo ninguno de los dos nos conocíamos —cursábamos niveles distintos— y bastó que la casualidad nos hiciera cruzar unas palabras en una fiesta para que ella comenzara a dejar de verme feo —bueno, la casualidad y algunos vasos de sidra— y para que yo comprobara que ella era bonita también por dentro. Para que nos enamoráramos con la intensidad de quinceañeros multiplicada por dos, es decir como los treintañeros con mala suerte que éramos ambos.

Decididamente me encontraba en racha. La vida es como una montaña rusa. Hay veces que se pone cuesta arriba y parece que nunca va a remontar y otras en que se lanza a tumba abierta. Yo me encontraba en una de estas últimas. Todo iba bien. Demasiado bien. Y sin embargo... ¿Por qué sentía aquel vértigo, la certeza de que la buena racha no dudaría demasiado, incluso la sensación de que todo aquello no era verdad, o de que se trataba de una pequeña compensación por anticipado para lo que viniera después? ¿Quizás por pura rutina? ¿O era aquel viaje, que venía a entrometerse en mi vida justo cuando ésta comenzaba a parecerse a mis sueños?

—Pero hombre ¿de qué te quejas? ¿Sabes a cuánta gente le gustaría estar en tu lugar, tener esa "mala suerte"? —me regañaba Malen.

Y tenía razón. Me había acostumbrado a la mala suerte, hasta el punto de convertirla en parte de mí mismo, en un animal doméstico de mi corazón, que endurecía su piel a fuerza de dentelladas cuyas heridas curaba con cerveza o con los relatos que escribía; un corazón como un cenicero sobre la barra de un bar; un corazón acorazado con palabras, cuentos, libros como cicatrices; un corazón anestesiado, incapaz de sentir el dolor pero también la rabia o el amor. No, no tenía derecho a protestar, lo que debía de hacer era dejarme caer a tumba abierta por la montaña rusa de la vida, coger el impulso necesario para remontar cuando volvieran los malos tiempos, levantar los brazos y dejar que el viento me acariciara la cara ¿Acaso no dicen, también, que los viajes son siempre bien una huida, bien la búsqueda de algo? Yo en ese momento no necesitaba ni lo uno ni lo otro, pero si había que ponerse trascendentales el mío, mi viaje, al menos sería una prueba de amor: si Malen realmente me quería, y yo a ella, esperaríamos cuatro meses y cuarenta si hacía falta.

Sí, yo era un valiente, un machote: iba a permitir que mi corazón volviera a quedar expuesto al dolor, la rabia y el amor. Iba a reventarme sus cicatrices gritándole a Malen que la quería.

Gritándoselo desde la otra punta del mundo.

© Patxi Irurzun 2005

portada Irurzun"El chubasquero de Coronel Tapiocca" es un extracto del libro de Patxi Irurzun Atrapados en el Paraíso. Para conseguir un ejemplar llamar al: (00-34) 8848427121. O escribir a: fondo.publicaciones@cfnavarrra.es, bitarte@bitarte.net.

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.

 

CARNÉ: Patxi Irurzun. Pamplona: 1969. Es autor de un libro de cuentos, Cuentos de color gris (Ayuntamiento de Palencia, 1989), las novelas Cuestión de supervivencia (Altafaylla Kultur Taldea, 1998) y Ciudad Retrete (Txalaparta, 2002) y del minilibro El cangrejo valiente (La Olla Express, Barcelona, 2004). Ha participado en las antologías Cuentistas (Ateneo Obrero de Gijón, 2004), El Aspersor (Radio Nacional de España, 2004),  Golpes. Ficciones de la crueldad social  (DVD, 2004) y Miradas, ecos y reflejos... del zapatismo a la utopía y viceversa (CGT, 2004).  También ha escrito una guía de viajes sobre La Habana, los textos para el libro de fotografías El Bulevar del Zope de Joseba Zabalza y los guiones del álbum de comic A Chankete le olía el aliento de Juan Kalvellido (autor de la portada de Atrapados en el paraíso). Es autor del reportaje "El mural mágico", traducido a diferentes idiomas (CGT, 2004)  Ha publicado cientos de colaboraciones en diferentes medios: El Canto de la Tripulación, El Europeo, Rolling Stone, Gara, Dominical, Mono Gráfico, Vinalia Trippers... Ha ganado diferentes premios, como El Viajero, de El País-Aguilar,  el Ciudad de Palencia o el Francisco Yndurain de las letras para autores jóvenes (2003). Edita la revista literaria Borraska: http://borraska.gueb.net

Patxi Irurzun ha colaborado anteriormente en The Barcelona Review con el relato "Ese Tocho", primera entrega en TBR 43 y segunda entrega en TBR 44.

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mayo - junio  n° 48

Narrativa

Fernando Ampuero: Voces
Patxi Irurzun:
El chubasquero del Coronel Tapiocca
Eduardo Iriarte Goñi:
La indiferencia de los peces
Rafael Sánchez Villegas:

El Dictador (historia muda en cuatro escenas)

Palabras del Oficio

Sergio Ramírez: Constancias de un vicioso

Entrevista

Edmundo Paz Soldán & Alberto Fuguet

Necrológica

Marcela Restom:
Entre humo y cenizas:Guillermo Cabrera Infante

Notas de actualidad

Orden de Don Quijote para Isaac Goldemberg

Reseñas

LIBROS
Asclepios Miguel Espinosa
Historia de dos aventureros Umberto Jara

CINE/DVD
Metallica. Some kind of monster Joe Berlinger & Bruce Sinofsky

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