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índex català     mayo - junio  n° 48

Palabras del oficio

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El escritor nicaragüense, Sergio Ramírez, analiza en esta quinta entrega de "Palabras del Oficio" sus primeras experiencias como lector, y nos habla abiertamente del papel que jugaron el secretismo y la sensualidad en esa suerte de rito iniciático.

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Constancias de un Vicioso
Sergio Ramírez

 

El libro de mi infancia que mejor recuerdo es La condesa Gamiani. Curioso para un niño. Era un libro clandestino, más bien un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tan manoseado. Su dueño era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como un personaje de D.H. Lawrence. Vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza. Su otra hermana, Paquita, de una belleza mística, se había ahogado a los quince años en las aguas de la laguna de Masaya, vecina a mi pueblo de Masatepe.

Marcos Guerrero guardaba la copia a máquina de La condesa Gamiani en un cajón de pino, de esos de embalar jabón, junto con libros tan dispares como El Conde de Montecristo, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila. Esa era su biblioteca secreta, y la primera a la que tuve acceso. De modo que mi lectura de La condesa Gamiani, que pasaba de mano en mano entre mis compañeros de la escuela, fue una iniciación no sólo en el rito de la lectura, sino también en el de la sensualidad.

Era una condesa muy refinada en sus apareamientos no sólo con hombres de cualquier calaña, criados o nobles, y con otras mujeres, sino también con animales, principalmente perros de caza. "morirás, pero de placer", le decía a la inexperta Fanny, que cae en sus brazos. Sólo muchos años después, en mis correrías por tantas librerías, volví a encontrarme con La condesa Gamiani, y descubrí que aquel libro inolvidable no había sido escrito por una mano anónima. Era una obrita de Alfred de Musset, Gamiani, dos noches de pasión, no por menor no menos deliciosa para un adolescente ansioso de penetrar en los secretos de la carne, con todo lo que entonces tenía para mí de mito y adivinación a ciegas.

Esa sensualidad de las lecturas ha permanecido intacta en mí desde entonces, y se ha trasladado al cuerpo mismo de los libros. Siempre entro en ellos oliéndolos, y no dejo nunca de recordar aquellos tomos en rústica de cuadernillos cerrados que era necesario romper con un abrecartas porque en la imprenta no los refilaban. Por eso es que desconfío tanto de esas horribles predicciones de un futuro en que no habrá más libros que acariciar y que oler, y esas caricias deberemos traspasarlas a las frías pantallas de cuarzo.

Las lecturas primeras persisten siempre en la memoria, como las huellas de un camino que todavía no sabemos adónde habrá de llevarnos. Y volvemos a veces a andar sobre esas mismas huellas, volvemos a encantarnos, o nos desencantamos. A El Infierno de Henry Barbousse regresé años después, encandilado aún por los fulgores que me dejó su primera lectura. Mejor no hubiera regresado. Sentí el libro pobre, lleno de lugares comunes, y sería seguramente porque cada lectura está teñida en cada momento por un aura particular, y por el estado de ánimo que nos domina, que tiene que ver con las carencias, o con los que excesos de la edad.

También están los libros desaparecidos, extraviados o robados, que echaremos siempre en falta, como aquel pequeño tomo de la editorial Aguilar con las poesías completas de Rubén Darío, empastado en cuero e impreso en papel biblia, como un misal, que me regalaron una vez las autoridades del Ministerio de Educación Pública porque participé en la eliminatoria nacional de un concurso escolar de declamación, recitando la Salutación del optimista con voz altisonante: ¡ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda…! Gracias a ese obsequio seguí aprendiendo a Darío, y pude repetir de memoria sus poemas, para medirme con otros que se precian de conocerlos tan bien como yo, en justas de cantina, o en tertulias hasta el amanecer. El único que me ha derrotado alguna vez es Gabriel García Márquez. "Y la carne que tiene con sus verdes racimos…", dije yo. "Y la carne que tienta con sus frescos racimos…", corrigió él.

También a Chejov regreso con toda confianza, como quien visita una casa a la que se puede entrar sin llamar porque sabemos que la puerta no tiene cerrojo, y lo imagino siempre sosteniendo sus quevedos de médico provinciano para examinar a las legiones de pequeños seres que se mueven por las páginas de sus cuentos y sus piezas de teatro, tan tristes de tan cómicos, y tan desvalidos, repartidos en las catorce categorías del escalón burocrático fijado por las ordenanzas de Pedro el Grande, cada quien vestido con su uniforme de rigor, y todas aquellas mujeres que envejecen mientras esperan.

Son los que me enseñaron a escribir, como O. Henry también, ahora tan olvidado, pero cuyo cuentos, que repasé tantas veces, siguen siendo para mí una lección de precisión matemática, como perfectos teoremas que se resuelven sin tropiezos, qué mejor ejemplo sino que Los Reyes Magos; y lo imagino aburrido en su exilio del puerto de Trujillo en la costa del caribe de Honduras, adonde había huido después de defraudar a un banco, y donde escribió su novela De coles y reyes; y Horacio Quiroga y sus cuentos de Amor, de locura y de muerte, que me hicieron aprender que un buen cuento depende de su comienzo preciso, y de su final sorpresivo.

Y La perla, de John Steinbeck, el primero que leí en inglés, como tarea, esforzándome en noches de desvelo con el diccionario Webster de bolsillo, durante aquel curso de verano en al escuela de idiomas de la Universidad de Kansas en Lawrence, en 1966. Y la vez que tirado sobre la hierba bajo un tilo en el Volkspark de Berlín en 1973, cerré el ejemplar de La metamorfosis al terminar la lectura, y le dije triunfalmente a Tulita, mi mujer: "ya puedo leer a Kafka en alemán".

Tengo más libros de los que alcanzaré a leer durante mi vida, y sin embargo, cada vez que entro en una librería me domina la avidez de quien no es dueño de uno solo y regreso siempre de cada viaje con más, o me los hago enviar por correo, como la vez que compré en una librería de viejo en Clermont-Ferrand La Comedia Humana de Balzac, treinta tomos empastados en amarillo por novecientos francos, qué vicioso desde niño puede perderse de una ganga así, me dije, y cuando ya cerrado el trato le pregunté al librero porqué una colección tan barata, dio una chupada a su Galoise y me respondió que porque ocupaba mucho espacio en sus estantes. Allá él.

 

© Sergio Ramírez 2005

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RamirezCarné: Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). En 1977 encabezó el grupo de los Doce, en respaldo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) contra el régimen de Somoza. En 1979, integró la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. Fue electo vicepresidente en 1984. Desde 1990 hasta 1995, como diputado ante la Asamblea Nacional, encabezó la bancada sandinista. En 1995 fundó el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS) del que fue candidato presidencial en las elecciones de 1996. Desde entonces se ha retirado definitivamente de la vida política. Ha publicado Charles Atlas también muere (cuentos, 1976), ¿Te dio miedo la sangre? (novela, 1978), finalista del Premio Latinoamericano Rómulo Gallegos; Castigo Divino (novela, 1988), Clave de Sol (cuentos, 1993), Un baile de máscaras (novela, 1995), Cuentos Completos (1998), Margarita, está linda la mar (Alfaguara, 1998), Premio Internacional de Novela Alfaguara 1998, Adiós muchachos (1999), memoria personal de la Revolución Sandinista; Catalina y Catalina (cuentos, 2001), Sombras nada más (novela, 2002), Mil y una muertes (novela, 2004). Condecorado con la Orden de Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno de Francia (1993). Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.

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Otros títulos en "Palabras del Oficio":

El escritor, Macondo y la tradición por Edmundo Paz Soldán (TBR 42)

Guías mestizos, dioses antiguos y novelitas inútiles por Francisco Casavella (TBR 43)

El estatuto del desubicado por Juan Bonilla (TBR 44)

Poesía en la Patagonia  por Concha García (TBR 46)

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mayo - junio  n° 48

Narrativa

Fernando Ampuero: Voces
Patxi Irurzun:
El chubasquero del Coronel Tapiocca
Eduardo Iriarte Goñi:
La indiferencia de los peces
Rafael Sánchez Villegas:

El Dictador (historia muda en cuatro escenas)

Palabras del Oficio

Sergio Ramírez: Constancias de un vicioso

Entrevista

Edmundo Paz Soldán & Alberto Fuguet

Necrológica

Marcela Restom:
Entre humo y cenizas:Guillermo Cabrera Infante

Notas de actualidad

Orden de Don Quijote para Isaac Goldemberg

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Asclepios Miguel Espinosa
Historia de dos aventureros Umberto Jara

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Metallica. Some kind of monster Joe Berlinger & Bruce Sinofsky

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