Reseñas

 

Reseñas

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portadaSuites imperiales
Bret Easton Ellis
Traducción de Aurora Echevarría
Mondadori, Barcelona, 2010

El debut de Bret Easton Ellis en 1985, con Menos que cero, fue un acontecimiento crucial, de dimensiones no sólo literarias sino incluso culturales. Con un estilo preciso, afilado, de verbo punzante y quirúrgico, Ellis desmenuzó con sobrecogedora frialdad a una generación tan bienestante en lo material como desequilibrada en lo moral, perdida en un oasis de drogas y sexo en el que sus impulsos hedonistas tomaban derivas homicidas en un intento de resquebrajar la pantalla que les separaba del mundo. Ellis prolongó su universo en la similar Las leyes de la atracción, y provocó un escándalo mayúsculo con su otra obra mayor, American psycho, radiografía de los nuevos yuppies mucho más incisiva que la entonces reciente y muy exitosa La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. American psycho, plagada de largas descripciones de marcas y productos en un retrato de la conversión del mundo en escaparate comercial, y llena de humor negro, fue muy mal entendida en su momento a causa de su violencia extrema y la asunción del punto de vista del homicida. Mucha gente ni siquiera se fijó en que todo lo narrado en el libro tenía claros visos de ser el relato de un narrador poco fiable, el producto de una mente enferma, que proyectaba sobre la realidad sus deseos reprimidos pero nunca realizados, que huía de su opresivo ambiente social mediante fantasías homicidas; pocos fueron más allá de la superficie gore del texto para calibrar la importancia de su cáustica crítica al modo de vida de toda una sociedad y una época, además de su indudable calidad literaria per se.
Autor poco prolífico, su última entrega, Luna park, se remontaba a 2005. El libro recibió críticas muy diversas, descolocando a parte de los lectores por su inusual alejamiento del estilo e incluso la temática del autor. Extraña mezcla de autoficción, metaliteratura y novela de terror, con inesperados toques sentimentales, se trata de una obra irregular, de una combinación desproporcionada, que en ocasiones parece escrita por más de un autor, pero que merece crédito por su voluntad de renovación, por sus logros, que aunque parciales, son muy notables (el sorprendente monólogo lírico del final se encuentra entre las mejores páginas que el autor ha escrito). Precisamente lo contrario sucede en su esperada nueva entrega, y continuación de su primera novela, titulada Suites imperiales: se trata de un libro más equilibrado y compacto, pero indudablemente menos ambicioso, inventivo, y, en última instancia, menor dentro de la carrera de Bret Easton Ellis, que parece empezar a acusar cierto agotamiento.

       La novela empieza evocando ciertas similitudes con Lunar park en su autoconciencia y juego con los límites de la realidad y la ficción. El narrador, Clay, habla de Menos que cero como de una novela basada en su vida pasada y escrita por un conocido que lo usó como narrador. Clay incluso comenta su versión cinematográfica (Habían hecho una película sobre nosotros, empieza el texto), lo que sirve al autor para saldar cuentas con una adaptación francamente floja. No obstante, este curioso inicio se queda en un mero apunte, un simple juego, que no se desarrolla posteriormente: la novela adoptará un transcurso mucho más lineal. En ella, Clay se ha convertido en un exitoso guionista, que, igual que 25 años antes, regresa a Los Ángeles en Navidad. Su inmadurez y estilo de vida siguen prácticamente intactos. Los personajes que le rodean tampoco parecen haber cambiado mucho, excepto por los inevitables estragos de la edad. Desde el inicio, la sensación de amenaza es evidente, haciéndose manifiesta en los mensajes anónimos que recibe el protagonista, y que le advierten de que está siendo vigilado, en otro gesto que recuerda a Lunar Park. Todo se precipitará a raíz de la relación de Clay con Rain Turner, una actriz sin talento de la que se encapricha en uno de los castings a los que asiste, que lo hará verse envuelto en serios problemas con sus antiguos colegas Rip Millar y Julian Wells.
A partir de este punto, el misterio toma forma y se desarrolla siguiendo de forma lineal una trama inspirada en el noir que explota demasiado una idea inicial bastante escasa, a la que se dan muchas vueltas para disimular su endeblez, y que termina dando muy poco de sí. Mientras que en Menos que cero hallábamos un texto sin trama en el sentido propiamente dicho, apenas un conjunto de estampas inmóviles que actuaban como significativa descripción de la apatía en que vivían los personajes, que no se veía conmovida ni por los horrores más extremos, en Suites imperiales, el intento por seguir una progresión dramática se revela parcialmente en vano.

       El estilo también muestra alguna significativa variación a nivel técnico; Easton Ellis, que siempre se ha caracterizado por un absoluto dominio de la técnica, por una prosa formalmente perfecta, sustituye la sintaxis cortante y llena de puntuación de su primera novela por un abuso de largas frases coordinadas que, por reiterativo, llega a cansar en algunos momentos. Lo que quizá resulta más grave es cierta indulgencia a la hora de añadir unas violentas escenas que nos revelan el verdadero alcance de la perturbación que afecta a la psique del protagonista, y que, si bien resultan mucho más explícitas que las incluidas en Menos que cero, también se nos muestran como mucho menos impactantes, quizá porque parecen resultar poco congruentes con el desarrollo del libro, añadidas ex profeso para causar impacto y mantener la leyenda de Easton Ellis como “escandalizador profesional”, además de para rescatar el libro de cierta sensación de monotonía en la que se había instalado, y de la que el autor parece querer escapar atropelladamente, embutiendo muchos datos relevantes en muy pocas páginas y dando lugar a un ritmo discontinuo, extraño. Más efectivas y perturbadoras resultan, no obstante, las últimas páginas, en las que Clay se verá definitivamente atrapado en poder de su perseguidor, y en particular el doloroso y poético último párrafo, que en muy pocas líneas nos recuerda las mejores muestras del talento de su autor.

       Suites imperiales, en definitiva, no es una mala novela; a estas alturas, Easton Ellis cuenta con unos recursos más que acreditados para construir textos sólidos. Lo que se echa de menos es algo más de riesgo, así como la brillantez pasada; la mezcla empieza a ser conocida, y esta nueva entrega no aporta variaciones significativas; partiendo de una materia prima algo escasa, no logra elevar el vuelo, dejando poco poso en el lector, y resultando algo irrelevante. Precisamente lo contrario que sucedía en Menos que cero y otras obras notables del autor. Marc García García

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Mad (wo)men

portadaDiario de un ama de casa desquiciada
Sue Kaufman
Traducción: Milena Busquets
Libros del Asteroide, Barcelona 2010

 

Si hacia fines de 1960, las conquistas del feminismo dentro de la lucha de los movimientos por los derechos civiles en EEUU eran un hecho consumado, no debería sorprender, en tal contexto político, la publicación de esta obra de Sue Kaufman. La novela, que salió a la luz en 1967, tuvo una exitosa recepción entre el gran público de la época. Esto impulsó su adaptación  cinematográfica, de la mano de los guionistas Eleanor y Frank Perry en 1970.
       El relato se plantea como una especie de novela de tesis, de pormenorizada radiografía social, en sus más de trescientas páginas, de los vericuetos psicológicos y reveses sentimentales del despertar de la conciencia feminista entre las mujeres de la clase alta norteamericana durante los sesenta.
       Sorprende, desde su comienzo, la desenvoltura de una voz en primera persona, que arranca la primera anotación de su diario con una especulación punzante sobre la naturaleza del género, el diario íntimo, y las diferentes variables de registros autobiográficos que se suporponen en la labor diaria de la escritura: “Hay que reconocer que informe es una palabra muy buena. Informe en el sentido narrativo, no administrativo. Informe, informar. Un informe de lo que está sucediendo. Mucho mejor que diario o memorias. Diario me hace pensar en aquellas chicas de las colonias, regordetas y tristonas, que tenían diarios de tafilete falso de color verde con candados y llaves que llevaban colgadas en cadenas de sus mugrientos cuellos. Memorias me recuerda a los cursos de literatura de la universidad, a Gide, a Wolf, Gorki o Baudelaire. Aunque debo reconocer que algo en la línea de 'he sentido pasar sobre mí el viento de la de la locura' de Baudelaire se acerca bastante a lo que tengo en mente”. (9)
       Tina Balser, la protagonista, es una acomodada ama de casa neoyorkina, cuya principal preocupación es dirigir a la troupe de empleados contratados a media jornada para mantener la limpieza y la decoración de su elegante piso en Manhattan, y cumplir rigurosamente con la agitada vida social de sus dos hijas. Además, claro, de sacar a pasear a su histérica perra Folly al Central Park dos veces al día o acompañar a su marido, Jonathan Balser,  abogado e inversionista de bolsa en ascenso, empeñado en convertirse en productor de Broadway, a diferentes tertulias y eventos sociales. 
       A sus treinta y seis años, el momento en que decide comenzar la escritura de un diario, la heroína de este relato, emprende una ardua labor de autoanálisis, donde dispara sarcásticamente contra lo que se espera de una madre ejemplar y “ángel del hogar”. “Ayer por la tarde hubo una charla en el colegio Bartlett. Como soy una ex madre nueva, me llamaron por teléfono para que asistiera. Para poder resistirlo me tomé un Equanil con vodka. La combinación fue un fracaso. En lugar de calmarme, me estimuló tanto que me convertí en la candidata ideal para la Asociación de Padres: animada, alegre, sonriente”. (89)
       De tal manera, la automedicación y el hábito de beber a escondidas, junto a otras conductas que repite y oculta compulsivamente de su familia y su marido, se agudizan con la aparición de un amante que agita las aguas de la estancada vida sentimental de Tina Balser.
       Sin embargo, no podemos reducir esta novela a una manifestación de feminismo de denuncia o a una expresión más de la contranarrativa del sueño americano.
       Y esto porque un agudo trabajo con la ironía se evidencia en la obra más famosa de Sue Kaufman. Así, lo más plausible de Diario de un ama de casa desquiciada no son los destellos iluminadores de autoconciencia identitaria que esculpe la escribiente protagonista en las divertidas páginas de su diario, sino su marcial puntería con la cual desnuda oblicuamente un extendido “mal de la época”: el psicoanálisis.
       Mientras un tal Woody Allen estaba haciendo sus primeros bolos como comediante,  Kaufman ridiculizaba, con esta obra,  la moda del psicoanálisis entre las clases acomodadas de Nueva York. En tal dirección, su  novela satiriza el poder depositado en la terapia freudiana,  en la figura del Dr Popkin, cuyas interpretaciones son ingeniosamente desmanteladas por la protagonista:
       “Finalmente llamé a Popkin y fui a verlo, preparada para una especie de puesta a punto, tal vez para un refrito de la historia de Electra, con algún giro inesperado del estilo El rey debe morir para animar un poco la cosa (...) Cuando lo dejé, estaba poniendo una servilleta de papel limpia en el reposacabezas de su diván”.(13)
       “En aquel momento hice algo nunca visto: me incorporé en el diván y me di la vuelta para mirarlo.
       -¡Formas fetales! Manchas fecales!- exclamé con voz ahogada-. Estoy  hasta la coronilla de que todo se reduzca al retrete o al sexo!”. (33)
       Así, el sarcasmo y la ironía direccionados contra la terapia psicoanalítica, devienen, desde el comienzo de la novela,   un elemento central en el relato de  Kaufman/Balser. Una molotov que, arrojada contra la figura del psicoanalista de la familia,  se adelanta, con bastante anticipación a la ridiculización de la dependencia del psicoanálisis que exhiben, años más tarde,  los neuróticos alter egos del comediante neoyorkino de ascendencia judía, calva incipiente y eternas gafas de pasta:
       “¡Dios! Yo pensaba que sólo escuchaban, no que también hablaran. Pero he descubierto que hay dos tipos de psicoanalistas: los que hablan y los que escuchan. Me ha tocado uno de los que hablan. Me escucha y, luego, habla él. Y no sólo habla, ¡Dios!¡Hay tantas cosas de mí que le parecen mal! A veces me dan ganas de levantarme del diván y tirarme por la ventana de su consulta de la Quinta Avenida”. (325)
       En este sentido, la crítica del psicoanálisis regula, la tensión narrativa, desencadenando el enfrentamiento, anunciado desde las primeras páginas, entre el matrimonio Balser. Cuando Jonathan Balser pretende obligar a la protagonista a retomar el psicoanálisis, estalla el conflicto. Tina lo manda a psicoanalizarse a él, como “el marido modelo de psicoanalizada curada” (234). A continuación, una discusión conyugal se desencadena, durante la cual la protagonista  se transforma en la medium de una walquiria sufragista, vociferando  un discurso antipatriarcal. Y aquí, la escritura de Kaufman no puede sino despertar ternura.
       La cándidez del retrato que hace la protagonista de su marido como el macho enérgico y dominante, sólo despierta nostalgia de lo mal que nos ha hecho la liberación sexual y el feminismo, cuando, después de todo, ahora sólo podemos soñar con una holgada vida de  ama de casa, entregada a la familia y a un marido diplomático, a lo Clarice Lispector.
       De tal manera, la crisis matrimonial de los Balser cataliza la incipiente resistencia de Tina, quién sólo  aspira a sanear su presunta inestabilidad mental, reemplazando el psicoanálisis por el poder catártico de la escritura: “Como siempre, lo he escrito por si sirve de algo. Como siempre, escribirlo me ha ayudado. Estoy más tranquila de lo que he estado en los últimos doce días” (311).
       Además, en un contexto en el que los guiones de TV disputan con el cine en chispa y originalidad, la traducción al castellano de Diario de una ama de casa desquiciada debe leerse atendiendo tanto a las crisis existenciales de las acomodadas “Desperate housewives” y  a su ingenioso mix de comedia, drama, misterio y culebrón; tanto como al sixties revival, catapultado por el riguroso espíritu vintage de “Mad men”. La ilustración de la portada (de Marcos Torres) combinada con el rosa chicle de fondo, presenta a la novela de Kaufman como un elegante objeto-libro, imprescindible en el ajuar de cualquier adicto al glamour nostálgico. Ana Llurba

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Poesía e infancia hacen buenas migas

portadaVersos que el viento arrastra
Karmelo C. Iribarren
Ilustraciones: Cristina Müller
El Jinete Azul, 2010

El poeta Karmelo Iribarren ha entrado en el difícil género de la literatura infantil con Versos que el viento arrastra, un poemario que es una delicia para todos los públicos, ilustrado por Cristina Müller y editado con buen gusto por El Jinete Azul. Una farola, la lluvia, el tiempo, las estaciones de tren, la tristeza, el viento o las modestas aventuras del día a día han sugerido al poeta estos versos claros e imprevistos que, pese a estar dirigidos principalmente a un público infantil, en ningún momento ablandan o dulcifican la realidad. En los poemas de este libro conviven sin problemas el sentido del humor, la tristeza, la muerte, el amor, el misterio.

       Aunque a primera vista pueda parecer rara la combinación de literatura infantil y poesía, por la dificultad que puede entrañar la lectura cabal de un poema, es frecuente, sin embargo, verlas unidas. En 2001 publicó Harold Bloom una selección de relatos y poemas para ser leídos por niños “extremadamente inteligentes” de todas las edades; de Miguel Hernández y García Lorca, entre otros, se han publicado antologías especialmente dedicadas a niños; el célebre Maurice Sendak, para algunos de sus relatos infantiles, recurrió al verso rimado; hasta Josep Carner escribió poesía para niños (Bestiari, 1964). Todos ellos coinciden, y ahora, también, Karmelo Iribarren (quizá Bloom se exceda un poco en su antología; imagino que algunos textos pueden ser algo inaccesibles para niños, por muy “extremadamente inteligentes” que sean), en adecuar el lenguaje poético a la edad de sus lectores.

       Centrándonos en Iribarren, hay que destacar su sencillez y su capacidad para extraer imágenes del día a día, que convierten al poema en una cosa familiar y reconocible para el lector, tenga la edad que tenga. Las metáforas complejas no emocionan si tienes cinco años; emociona poder reconocer en unos versos las cosas a las que estás acostumbrado, y ver que el poeta las ha visto con otros ojos. Por ejemplo: al hablar de unas estatuas, describe cómo se ríen del tiempo, del calor y del frío, para acabar con un “¡Bah! // Tonterías / de seres / humanos”; en otro poema, donde describe la actividad de una chimenea, nos dice que “el humo / asciende rápido / hacia el cielo gris // para camuflarse”. Los lectores reconocemos el entorno de estos poemas, y nos dejamos cautivar por el encanto de esa nueva visión, por ese amable punto de extrañeza que el autor añade. En uno de los poemas, la fachada de un edificio se convierte, de noche, en un crucigrama. Son imágenes diáfanas que nos sugieren una lectura creativa de cuanto nos rodea. Al lado, las ilustraciones de Cristina Müller, (que, más que un apoyo al texto, son un complemento perfecto), dilatan a veces el significado del poema, otras, lo matizan.

       Hay también una voluntad didáctica en sus poemas, como en el primero de todos, donde nos habla de los placeres del libro, como si al hacerlo nos previniese, también, de una posible sobrepoblación de libros electrónicos, que ni se abren ni huelen. Además, y casi como por accidente, van surgiendo pequeñas joyas que recuerdan a las Greguerías de Gómez de la Serna: “El viento / es el lector de periódicos / más rápido del mundo”, o “La lluvia / le saca granos al río / y hace llorar / a las ventanas”.

       Un poemario, en fin, para leer y releer, conmovedor, y con algún que otro punto donde el sentido del humor se vuelve un poco macabro (pienso en el final del poema “La tristeza”). Distinto a Seguro que esto te suena u Ola de frío, Versos que el viento arrastra es un giro en la obra del poeta Karmelo Iribarren, que no sabemos si se verá continuado en sus siguientes libros, pero que ya de por sí es una alegría y un estreno admirable dentro de un género, como decía al inicio, difícil. Cierro el libro sin estar muy seguro de si es realmente un libro infantil, alegre, y con la sensación de haber conocido a un nuevo Iribarren que nos ha demostrado que, una vez más, poesía e infancia hacen buenas migas. Mario Amadas

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portadaEl Cuervo
Lou Reed y Lorenzo Mattotti
Alfabia, Barcelona, 2010

The raven, el último disco de canciones que editó Lou Reed antes de su (más bien desafortunada) dedicación a la música exclusivamente instrumental (ya sea en la deriva lounge/chill-out de Hudson river meditations, destinado a acompañar las sesiones de Tai-Chi, o al noise extremo plagado de feedback de sus experimentos con John Zorn o el Metal Machine Trio) fue un proyecto inusual y especial. Adaptación de una obra teatral escrita por el propio Reed por encargo del célebre director Robert Wilson en que se recreaban los argumentos e imaginería de Edgar Allan Poe, en su plasmación en CD The raven constituía una brillante mezcla de spoken word (servido por las voces de actores consagrados como Willem Dafoe, Steve Buscemi o Amanda Plummer) con rock urbano al más puro estilo del ex Velvet Underground y colaboraciones de lujo que lo acercaban al jazz-funk (Guilty, con el inventor del free-jazz, Ornette Coleman), el gospel (I wanna know (The pit and the pendulum), con The Blind Boys of Alabama), el music-hall (Broadway song, con el ya mencionado Steve Buscemi, aquí en funciones de cantante) o el glam de la época Transformer (Hop-Frog, con el productor y principal inspirador de aquél disco, David Bowie). Bellísimas baladas como Vanishing act o Guardian angel, instrumentales potentes o directamente ruidistas como A thousand departed friends o Fire music y nuevas versiones de algunos de sus clásicos redondeaban uno de sus trabajos más interesantes de las últimas décadas, sobre el que Reed vuelve en la obra que nos ocupa, donde el reputado ilustrador Lorenzo Mattotti aporta el contrapunto gráfico a los textos del cantautor neoyorkino.

       Conocido por su exploración de los submundos urbanos, con sus correspondientes dosis de sexo, droga, violencia y muerte, no sorprende que Reed haya encontrado en la obra de Poe un espejo en el que verse reflejado. Textos propios, como los correspondientes a las canciones The bed (de su extraordinario disco conceptual Berlin) o Perfect day, uno de sus grandes hitos(reinterpretado de manera tan interesante como perturbadora en el disco por Antony Hegarty, el líder de Antony and the Johnsons, en el que fue su descubrimiento para el gran público) aparecen puestos en boca de los personajes de El cuervo, probando que ambos imaginarios resultan perfectamente compatibles y se alían de manera fructífera.
El cuervo no es una obra teatral al modo clásico, con un argumento lineal; se trata, más bien, de una exploración del mundo de Poe a través de la intersección, recombinación y reescritura de diversos de sus textos. Estructurada en 2 actos, con dos prólogos (El gusano conquistador, al estilo de la tragedia griega, y Canción de Broadway, puro cabaré) en los que se define el escenario, se nos avanza lo que veremos, y se nos prepara, de dos maneras muy diferentes -solemne la primera, irónica la segunda- para la experiencia, el texto se articula a partir de un diálogo entre un Poe envejecido y él mismo cuando era más joven, en el que se recuerdan algunos de sus hitos vitales, que no son otros que los narrados en sus obras más destacables. Reed, que trata con éxito de mantener la rima, el ritmo y el lenguaje decimonónico de los textos de Poe, convierte estos en proyecciones autobiográficas, transformando al autor en los criminales protagonistas de El corazón delator y El tonel de amontillado o los enamorados dolientes de Ligeia y El cuervo. Algunos textos, como es el caso de este último, son reescritos de forma brillante, adquiriendo un nuevo sentido: Lenore, la enamorada, ya no es aquí una inocente joven muerta prematuramente, sino una vil traidora de funesto recuerdo.

       Otros personajes e ideas de Poe desfilan por estas páginas, extraídos de relatos y poemas como Hop Frog, La caída de la casa de Usher, El pozo y el péndulo, Annabel Lee e incluso el ensayo The imp of the perverse. Por su parte, el trabajo de Mattotti completa la apuesta de Reed de manera notable. El ilustrador italiano pasa de la abstracción en torno a las ideas y sensaciones plasmadas en el texto a la referencia más directa a los hechos, basculando entre la inquietud, lo ominoso, y una sensualidad enfermiza y morbosa muy presente en la obra. Para ello hace uso de una técnica versátil, alternando blanco y negro y color, lápiz, pluma y pincel, y pasando del trazo caricaturesco y crudo del primer George Grosz al colorismo inquietante que caracterizó a Giorgio De Chirico - con parada intermedia en las animaciones de Gerard Scarfe para The wall de Pink Floyd (obra con la que él mismo compara su proyecto) -, y retratando figuras grotescas, monstruosas, humanos a medio hacer, con la inexpresividad intranquilizadora de los maniquíes. Todo ello viene servido en una lujosa edición en tapa dura que tiene la delicadeza (prácticamente una obligación ineludible, en este caso) de conservar los textos originales en un apéndice final (las características propias del libro hacen difícil yuxtaponer ambas versiones, opción siempre preferible para poder contrastar la traducción, bastante atinada en este caso).
Si bien la plasmación en libro de El cuervo parece quizá la más prescindible de las variaciones en torno al universo de Poe que ha realizado Reed (quien asegura haber culminado ya su proyecto al respecto después de 10 años de dedicación), su aparición viene a llenar el hueco que dejó la falta de un libreto adecuado en la versión en disco, ayudando a entender un proyecto en el que los textos son tan importantes como la música (incluso más, en muchos casos), y haciéndolo, gracias a las ilustraciones de Mattotti y la cuidada presentación de Alfabia, de forma elegante, sugerente y atractiva. Marc García García