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Víctor Mercado Durán

imagenLa vida póstuma de Pablo Sánchez (una novela paneriana frente a la noche oscura del XXI)

 

 

La vida póstuma (Algaida, 2017) es una novela de una estructura y originalidad inusitadas cuya intriga te arrastra hasta la última página. El padre del narrador protagonista, José Ángel Arranz, fue un intelectual de la Transición ninguneado en la España posmoderna cuyo sueño de liberar al mundo de toda injusticia siempre se mantuvo en pie. Dechado de virtudes bizarras cuando no quijotescas, Arranz encarna lo mejor de un siglo que a diferencia del nuestro fue capaz de producir Obras Totales y Superconciencias de grueso calibre; pues Arranz fue poeta, novelista, político, periodista, crítico, editor y ensayista, y a punto estuvo en Venezuela de echarse al monte con las armas. Es comprensible, por tanto, que encauzando su deseo hacia objetos tan diversos como etéreos descuidara algo a la familia, a la que le tocó más bien asumir el papel de Sancho.
            Si es cierto que el padre representa a ese primer «otro» cuya aparición en el espejo arranca al «yo» del narcisismo primario para obligarlo a convivir con su imagen, fácilmente se comprenderá que un padre como Arranz, que en modo alguno lo fue todo, hubiera de tener algún que otro efecto aplastante sobre su hijo, por lo que no es casual la Carta al padre de Kafka como libro de cabecera, ni el fantaseo con crear una «Asociación de Hijos Afectados por el DGPM (Delirio de Grandeza de Padre Megalómano)» en una Barcelona postolímpica prolífica en ellas. Como no podía ser de otro modo, el tiempo narrativo inicia con una crisis de identidad que se refleja en el nombre del hijo: «Mi nombre es Max Von Sydow, y creo que eso dice ya bastante acerca de qué tipo de persona fue mi padre», nos dice con un prurito de pesar quien se sabe proveniente de la ficción o del delirio; y es que Von Sydow es el protagonista de El séptimo sello, aunque es sólo a lo que éste significa en el filme de Bergham —«el hombre frente a la Muerte»— que Max debe su nombre. Nos instalamos, pues, en lo quijotesco de un padre obsesionado por la muerte, pero más aún por trascenderla. Esto último parece que Arranz lo consiguió: como padre, reelaborando su imagen en la memoria de sus hijos a base de cartas y regalos llegados de manos de un amigo notario; pero también como intelectual, mediante la publicación de una prolífica obra póstuma que le aseguró la consagración en una España posmoderna que al fin lo cotizaba al alza. Una obra póstuma cuyos textos inéditos crecen inexplicablemente dando lugar a toda clase de especulaciones y obligando a su relectura, a su reactualización; por eso La vida póstuma está plagada de citas (no sólo del padre sino también de su crítico) que se hilvanan con las reflexiones del hijo y son, de hecho, tiempo narrativo.
            Ante todo, La vida póstuma es una novela que coquetea con lo fantástico, efecto que se produce porque se nos hace «vacilar entre una explicación natural y una explicación sobrenatural» (Todorov), ya desde el insólito primer regalo. La vacilación se sostiene porque el protagonista nunca llega a preguntar directamente al notario, así que el texto se debate entre lo «fantástico-extraño» y lo «fantástico-maravilloso» (Todorov). Cuerda que se tensa al publicarse Aquí, un poemario cuyo protagonista, Laval, habita en «la rendija del temblor», surgida de un terremoto que ha habido para frenar a la nada; y es desde aquí —afirma el crítico, quien no duda en identificar a Laval con el muerto— que Laval «nos observa y ayuda desde una especie de posición a la vez mística y laica, inmanente y trascendente. Desde un vértice imposible entre ser y nada». Para Max, ya entonces no hay duda de que su padre vive; tesis que corrobora al recibir una carta en la que su padre afirma seguir existiendo en «algo que podríamos llamar intervalo» y que cabe identificar con «la rendija del temblor», lo que supone, ni más ni menos, que el mundo de ficción de Aquí pase por real. Más tarde, Max conoce a Herzog y visita su «Librería Laval Especializada en anarquismo, feminismo, socialismo libertario y literatura fantástica», donde éste le asegura que su padre está vivo, combatiendo contra los Gart: especie de guardianes de la continuidad del orden universal que «no toleran la aparición de la conciencia humana», ni tampoco la cultura ni que ésta se expanda, porque ello significa precisamente discontinuidad. En esta ocasión, al no haber una «explicación natural», y sí una «explicación sobrenatural», el texto se asienta en lo «fantástico-maravilloso»; pero como «los elementos sobrenaturales no provocan ninguna reacción particular ni en los personajes ni en el lector implícito» (Todorov), el texto termina por asentarse en lo «maravilloso-puro», y del relato explicado por Herzog resulta una bonita alegoría de nuestro tiempo, de las fuerzas que en él entran en juego.
            No obstante, si la existencia del fantasma no nos sorprende es porque éste ya ha sido incorporado como realidad psíquica. Lo prueba que en un momento de tensión dramática Max confiese: «necesito […] saber si mi padre fue o no una buena persona»; y no: necesito saber si mi padre está vivo o no, que sería lo propio de alguien preocupado por la vida más allá de la muerte. Por tanto, aquí cualquier efectismo se subordina a lo patológico, universo propio de la obra que gira en torno al rechazo de un significante primordial: el «significante del padre». Y por eso La vida póstuma es una novela paneriana, género poco historiado pero que inequívocamente se articula en torno a esta clase de rechazo. Las crisis de identidad que sufre el personaje y que constituyen un elemento narrativo de primer orden deben ser enfocadas desde aquí. Si consideramos la novela como entidad psíquica —puesto que este texto habla y desde un yo que ahora decide hacer una digresión, ahora dotar de más intensidad a ésta que a aquella otra imagen—, podemos distinguir en él los registros de «lo real, lo imaginario y lo simbólico», que forman lo que Lacan llama «el nudo borromeo».
            Así lo «imaginario» se denota del padre omnipresente, de su presencia-ausencia paradójicamente enviscadora, más aún cuando se nos ancla en un yo, y aquí el objeto del discurso sintomáticamente es siempre él. Muchos pasajes cumplen con esta función relacionada con la fantasía sino toda la obra. Pero en cualquier caso lo importante aquí es comprender que aquello que ordena el flujo de imágenes y hace que se vuelva una y otra vez con insistencia obsesiva a un mismo tema, que nos dará después de todo la «imagen» del hijo, es un vacío de «significante». Pasemos ahora al registro de lo «real», que es siempre algo que obstruye, más o menos traumático y vivido aquí y ahora. Lo podemos observar en ese juego de luces y sombras que siempre termina por anular la toma de cualquier decisión, y en las convicciones tambaleantes por las que prevalece la «teoría de la palanca», según la cual «las cosas ya no son ni buenas ni malas, o pueden ser las dos cosas a la vez. Todo depende de la palanca con la que se las mueva. La palanca será la teoría de este siglo que está a punto de empezar», nos dice Max. Lo «real» es el retorno del vacío de «significante» en la forma de un nihilismo angustiante. Por último, lo «simbólico», espacio del lenguaje en el que se inscriben los significantes que constituyen al ser simbólicamente: La Ley, por ejemplo; toda incapacidad de Max para distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, no se deriva sino de esta falta, de esta no-inscripción. Y de ahí que cuando el personaje afirma: «necesito […] saber si mi padre fue o no una buena persona», lo que en realidad está diciendo es: necesito conocer La Ley, necesito ser capaz de distinguir lo bueno de lo malo.
            Toda relectura, toda fijación con la imagen del padre, empieza y termina con este asunto de La Ley, la cual representa este padre suyo a instancias de ese «otro» que inaugura el principio de realidad con la prohibición de no tocarás a tu madre, pero también a instancias del «Otro» que representa el orden cultural de nuestro siglo póstumo, o mejor aún: de todo lo que en él había de discontinuo, de excepcional, de revolucionario; de Cultura escrita todavía en mayúsculas. Si como afirma Lacan la «noción de padre» tiene el poder de significar, según nos permite diferenciar entre dos linajes a los que se atribuye una «introducción del significante del padre distinta», José Ángel Arranz significa todo esto. En lo que respecta a este «Otro» que es el siglo XX es su Superconciencia: el guardián de los significantes frente al «Otro» que es el siglo XXI, espejo negro en que se disuelve la conciencia y prevalece La No Ley, objetivable en la «teoría de la palanca». La vida póstuma nos habla del kairós en que se da el traspaso de poderes entre dos órdenes de lo «Otro», lapso que es concretado en los diez años que dura la narración de Max: diez años que abarcan la Olimpiada barcelonesa de 1992, que supuso una suerte de impass para el siglo XX, y el principio del nuevo milenio; diez años en los que Max debe sufrir las muertes inesperadas de todos sus seres queridos, lo que hace que (tras)pase al siglo venidero en la paneriana forma de vivo-muerto. Así las imágenes de fractura, tan presentes en la novela —la de «grieta» especialmente— y que también representan los treinta y cinco años de edad —o sea media vida— con los que Max termina su narración, ganan en intensidad. El devenir histórico significa para él la soledad y la desolación, porque el signo benevolente de su padre, que es el signo del siglo XX, ya no prevalece. Y, sin embargo, si como se ha dicho ya, el padre connota este siglo, la cuestión de «necesito […] saber si mi padre fue o no una buena persona», bien puede transferirse a: necesito saber si el siglo XX fue o no un buen siglo. Es posible que el fantasma del Sinsentido también se agite en esta dirección y que, en definitiva, la obsesión por el padre contenga después de todo esta interrogación en la que se debate la actitud, el visaje con el que encarar el futuro. En cualquier caso, lo que queda claro es que el nuevo tiempo histórico por el que el personaje es interpelado le graba a fuego lento un signo de carácter funesto. A partir de ahí algo empieza a encajar, e incluso es posible ocupar con voz propia el lugar del padre, que brilla con intensidad en la noche oscura de este siglo ya irremediablemente nuestro.


 

© Víctor Mercado Durán

Víctor Mercado Durán (Barcelona, 1982) es profesor, filólogo con máster en Teoría de la Literatura y doctorando. Combina su labor investigadora con la creación literaria. Ha publicado el ensayo Contracultura y desencanto (En su Tinta, 2016).
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