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imagenSalvador Luis

La desquiciada bailarina Zelda Sayre

 

Al pensar en ella me resulta inevitable no evocar la imagen del tutú. Tutú es una palabra que siempre me ha conmovido, tan escueta y sin embargo tan musical. Tutú. Tutú también es el nombre vulgar de un ave de rapiña, pero el tutú que evoco no tiene plumas ni se alimenta de carroña: es el traje que vestía Zelda en la primavera de 1930, cuando sufrió su primera crisis nerviosa ante la mirada atónita de una muchedumbre de cuerdos. Me sitúo en esas mismas calles, quizá tomando un café o a punto de subir al tranvía y, de súbito, como un vendaval en la planicie, aparece el bendito tutú rosa pálido dejando tras de sí nada más que bocas abiertas. Desde luego, tan solo es rosa pálido en mi imaginación, ya que no cuento con un dato más estricto que me impida colorearlo con ese lápiz.
      Se apellidaba Sayre y no Fitzgerald, o no siempre Fitzgerald. Supongo que es una aclaración justa, a pesar de que algunos dirían que no se puede hablar de Zelda sin transformarla en un personaje de carne y hueso del universo de su esposo. En ocasiones Zelda pierde la individualidad y carga con el fardo de la debacle del novelista convirtiéndose en una suerte de ultradesalmada Yoko Ono del foxtrot. Sin embargo, hubo una Zelda Sayre antes de Zelda (Sayre) Fitzgerald. Y esa era la mujer que Scott amaba. Y la amaba, precisamente, porque jamás hubiese podido inventar un personaje con esas medidas.
      De algún modo, la mayoría de las malas relaciones humanas son parasitarias, algunas más cordiales que otras, pero sin duda suele existir un sujeto que se alimenta y crece con sustancias producidas por un organismo mayor que lo acoge. Si prestamos un poco de atención, en el caso de Zelda y Scott este postulado de la relación amorosa parasitaria se cumple de manera perfecta. En cierta forma, Zelda no es solo la benefactora del novelista sino también del hombre. Es sabido, por ejemplo, que el manuscrito original de A este lado del paraíso fue rechazado por Scribners Book Co. al menos una vez antes de su publicación; esto podría mirarse como una nadería, no obstante, si Zelda no hubiese condicionado su matrimonio a cierta estabilidad económica, tal vez Fitzgerald no habría revisado el libro tan arduamente para que la misma editorial lo publicara unos cuantos meses después y ambos pudieran casarse. Qué mejor incentivo para Scott: o recibes un adelanto por tus libros o te despides de mí para siempre, eso pondría en marcha a cualquiera. En este caso, desde luego, los papeles se invierten, ¿quién es el personaje y quién el autor? ¿Existe un universo sayriano que contiene el universo de Fitzgerald? ¿Existe Scott sin Zelda? La hipótesis de la invención de Fitzgerald por parte de su mujer cobra mayor fuerza cuando reparamos en la Daisy Buchanan de Gatsby (una especie de aproximación ficcional a su mujer), o en la temática de la traición que se intensifica en la obra de Fitzgerald a partir de aquel coqueteo de Zelda con un joven aviador francés llamado Edouard Jozan. Scott anotó en uno de sus cuadernos que sabía que luego de aquel incidente de septiembre de 1924 algo irremediable había ocurrido. Aunque lo más preciso sería decir que lo irremediable acaeció en julio de 1918, cuando Scott y Zelda tuvieron su primera conjunción en un salón de baile.
      Con el correr del tiempo la relación marital viraría. Zelda siempre fue un espíritu impetuoso y un día tomó la decisión de escribir «en serio». Durante su adolescencia ya había cultivado diarios y epístolas, y aunque en algún momento Fitzgerald pensó que eran escritos enternecedores, con el paso de los años se dio cuenta de que no le convenía tolerar que Zelda, solamente una flapper, la «muchacha más atractiva de la escuela secundaria Sydney Lanier de Montgomery, Alabama», según los compañeros que votaron por ella, fuera una persona dotada para la literatura. Para él ya era más que suficiente que su mujer fuese un rostro de ojos azules con quien perderse en coches descapotables y darse chapuzones en la fuente del Hotel Plaza. Es cierto que publicaron algunos cuentos como pareja, unos pocos aparecieron con la firma de Scott a pesar de que provenían de la pluma de Zelda, pero se trató de una decisión compartida para ganar un poco más de dinero cuando este hacía falta. En alguna entrevista, sin embargo, Zelda habló de un diario que desapareció misteriosamente al principio de su matrimonio, y de un tal «Sr. Fitzgerald», así le llamó aquella vez, que parecía creer que «el plagio empezaba en casa.» El comentario es de 1922, época en la cual Zelda todavía estaba en control de sus facultades mentales.
      No cabe duda que Fitzgerald la amaba, y nadie podría poner en tela de juicio su bagaje literario, inspirarse en el diario de la esposa no es el crimen más grave que un escritor puede cometer; pese a ello, es obvio que no estaba del todo conforme con el potencial literario de Zelda y más de una vez le pidió que no volviera a escribir ficción. Resultaba más conveniente que ella fuera su musa y no su competencia. A cambio de ello, Fitzgerald pagó los viajes a la Riviera francesa, la casona en Delaware, y apoyó la pintura, las lecciones de ballet y el alcoholismo de ambos, que en su caso lo hundió antes de tiempo.
      No es ingenuo pensar que en esta relación parasitaria Scott hace el papel de parásito y Zelda el del organismo que provee. Es cierto que Zelda no proporciona directamente los bienes materiales, pero sí gran parte de la experiencia vital, y es a partir del diagnóstico de la esquizofrenia, la primera muerte de Zelda Sayre, que Fitzgerald se apaga como ser humano y como autor. Luego no sería más que un borracho, un guionista mediocre que alguna vez mantuvo a Ernest Hemingway. Vería a su esposa por última vez en 1939 durante un triste viaje a Cuba, y un año más tarde, en el apartamento de una mujer que, casualmente, le recordaba mucho a Zelda, su cuerpo quedaría deshabitado.
      Zelda Sayre se fue entre flamas ocho años después, aguardando una sesión de electroshock en el sanatorio donde fue recluida porque ya le era imposible desenvolverse en sociedad.
      Cuando pienso en ella, no pienso en una mujer calcinada, o en el incendio que la escoltó junto a otras pacientes hacia el otro mundo. Yo más bien prefiero evocar el tutú. Zelda ya había enloquecido y esta, efectivamente, es una imagen que eterniza su ocaso, pero no importa que Zelda haya saltado de un taxi en movimiento y que no desee llegar tarde al estudio de la profesora Egorova, donde practica ballet; no importa que uno de sus ojos carezca de retina, y que esa peculiaridad, que en la cordura la hiciese una de las jóvenes más bellas y encantadoras de Montgomery, se haya convertido más tarde en la primera insinuación de su demencia. Eso es lo de menos. Por un instante tan solo prestemos atención a ese tutú, observemos cómo se agita mientras Zelda corre. Tutú es una palabra tan escueta y sin embargo tan palpitante: tutú.

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© Salvador Luis 

Del libro de cuentos Otras cavidades (Elektrik Generation, EE.UU.: 2017)

 

Salvador Luis (Lima, 1978) estudió dirección de cine y un doctorado en Romance Studies (University of Miami). Es autor de Miscelánea o el libro geminiano (2006), Zeppelin (2009), Prontuario de los pies y de los zapatos (2012), Shogun inflamable (2015), Otras cavidades (2017), Piezas (2018) y Tres baladas (2019, en coautoría con Juan Manuel Candal y Ramiro Sanchiz). También ha preparado diversas antologías de cuento iberoamericano, entre ellas Asamblea portátil (2009), La condición pornográfica (2011) o Kafkaville (2015), y la colección de ensayos Salón de anomalías. Diez lecturas críticas acerca de la obra de Mario Bellatin(2013). Actualmente, se desempeña como catedrático de cine y literatura en los Estados Unidos. Sitio web: www.salvadorluis.net


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