índice | índex | navegación                              enero 2000  num 15

                            biografía  |  versión en inglés

EL TELÉFONO H O T L I N E!
DE LA ESPERANZA

por Len Kruger
Traducción: Ana Alcaina

 

Jimmy dio un respingo ante el periódico que tenía frente a sus ojos. El señor y la señora Moffett de Shaker Heights se complacen en anunciar el enlace matrimonial de su hija, Sheila Marie, con el señor John Browning. Consternado, examinó la foto que el periódico local publicaba de la novia: la barbilla bien alta, una sonrisa estirada y tensa y un ramo de flores que retoñaba de su regazo. Jimmy había estado enamorado de Sheila Marie Moffett en sus tiempos de universitario, cuando ambos acudían a la Universidad de Cleveland a estudiar la carrera de ingeniería química. Después de diez años, Sheila todavía ocupaba sus pensamientos. Jimmy fantaseó con la idea de que ella no se había casado con el señor John Browning, de que también vivía sola en Washington D. C. y de que también estaba sentada en la sala de lectura de la Biblioteca del Congreso a última hora de un sábado por la tarde, hojeando números atrasados de la prensa local.
      Las luces empezaron a parpadear, el aviso para los clientes de la biblioteca de que el edificio estaba a punto de cerrar sus puertas. Jimmy hizo una fotocopia del anuncio de boda y se la metió en el bolsillo del pantalón. De camino a la salida, se detuvo en el tablón de anuncios que había junto a la entrada principal. «Abstenerse de colgar anuncios ajenos a esta comunidad», decía. «Prohibido colgar solicitudes de empleo.» Llamó su atención una tarjeta perforada que con letras grandes y onduladas proclamaba: «Aprenda técnicas de comunicación y ayude a los demás. Haga nuevas amistades. Las sesiones de formación empiezan el 24 de octubre. ¡Llame al teléfono de la esperanza ahora!» En el otro extremo del tablón, otra tarjeta anunciaba lo siguiente: «¿Se siente solo? ¿Angustiado? ¿Confuso? Hay alguien dispuesto a escucharle. Llame al teléfono de la esperanza. Todas las llamadas son confidenciales». Ambos estaban escritos en la misma tinta roja.
      Jimmy se acordó de cuando Sheila le habló de su trabajo como voluntaria en el teléfono de la esperanza. Se había quedado impresionadísimo.
      —Me veo del todo incapaz de hacer algo así —le había dicho en aquella ocasión, con las manos en los bolsillos, arrastrando los pies por el pasillo poco iluminado de la residencia de estudiantes donde ambos se alojaban—. No estoy capacitado. No sabría qué hacer.
      —¿Capacitado? —Ella se había echado a reír junto al umbral de su puerta, con la llave en la mano—. Ellos se encargan de formarte. Tú sólo tienes que ser una persona. —Desapareció en su habitación y lo dejó solo en el pasillo.
      —¡Eso sí lo sé hacer! —había gritado Jimmy tras ella al tiempo que oía el ruido de la puerta al cerrarse.
      De vuelta en su apartamento, Jimmy se tumbó en la cama, apoyó la cabeza en la almohada y contempló la fotografía durante largo rato. Acarició con los dedos los labios de Sheila, sus ojos, su cuello largo y blanco, y olió la tinta de la fotocopiadora en las puntas de sus propios dedos. Había un teléfono en una mesita de noche junto a la cama, a la altura de los ojos y al alcance de la mano. El aparato estaba recubierto de un caparazón de plástico semitransparente, de manera que su sistema de circuitos relucientes quedaban al descubierto, destripados, con los cables enmarañados en una especie de nido. Jimmy miró al teléfono, como si éste fuese a sonar en cualquier momento y él fuese a levantar el auricular para que una voz paciente le dijese qué hacer. Marcó los primeros seis dígitos y se detuvo, con un nudo en el estómago. Tengo que hacerlo, se dijo. Marcó el séptimo número.
      —Hola, le habla el teléfono de la esperanza. —Era un voz de mujer, amistosa y directa.
      —No se preocupe, no tengo ningún problema grave ni nada así —dijo Jimmy.
      —Me alegro de oír eso —contestó la mujer riéndose—. Y dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
      —Llamo porque quiero hacerme voluntario —le explicó Jimmy—. Vi el anuncio en la Biblioteca del Congreso, ¿sabe usted? El que habla de las sesiones de formación, no el otro. Quiero asistir a esas sesiones. —Estaba hablando demasiado deprisa, pensó para sus adentros. ¿Había entendido aquella mujer lo que quería?

 
***

      Hannah hablaba muy a menudo con todos los teléfonos de la esperanza. Les decía a los de la línea de drogodependencias que era adicta a la cocaína y que quería dejarlo, pero que todos los centros de desintoxicación estaban llenos y, sí, ya los había llamado a todos. Les decía a los de la línea de ayuda a mujeres maltratadas que su marido llegaba a casa borracho y que le pegaba palizas cada vez que perdía dinero en las carreras de caballos. Les decía a las líneas de asistencia al consumidor que sus electrodomésticos eran defectuosos.
      —Mmm. La suya parece una situación muy difícil —contestaban en toda clase de voces, estridentes y quedas, alegres y deprimentes—. ¿Cómo se siente?
      —¿Le ha pasado algo parecido alguna vez?
      —Preferiría hablar sobre usted y sus problemas.
      —¿Por qué? —preguntaba Hannah—. Usted es mucho más interesante.
      Las líneas telefónicas le decían a Hannah que ya no podían hablar con ella. Las voces, siempre educadas y comedidas, le sugerían que hablase con su psicoterapeuta, que ellas no podían ayudarla.
      —Pero usted ya me está ayudando —replicaba ella—. ¿Con quién estoy hablando, por favor?
      Las voces dejaron de darle sus nombres.
      —Lo siento, pero esta línea de apoyo no puede ayudarla —decían—. Por favor, acuda a su psicoterapeuta.
      Sin embargo, el psicólogo de Hannah estaba indispuesto. Había sufrido una embolia y había perdido la capacidad de hablar con normalidad. Había recibido un golpe en la cabeza durante un partido de béisbol y tenía amnesia. Estaba en Hawai. Estaba en Tahití. Se había caído de un caballo en la pampa argentina. Lo habían raptado unos parapsicólogos en el Triángulo de las Bermudas.
      Era imposible hablar con él.
      —Lo siento, pero esta línea de apoyo no puede ayudarla. Acuda a su psicoterapeuta —seguían diciendo.
      Hannah sabía cómo resistir. Podía disfrazar su voz a la perfección: una colegiala con voz de pito, una respetable anciana algo ronca, lo que hiciese falta. Podía insuflar la desesperación más pura en su voz y a veces hablaban con ella y le contaban cosas. Apuntaba notas en un viejo cuaderno de redacciones que escondía bajo el colchón. Linda: le gusta la comida china. Matt: se perdió en Disneylandia cuando tenía cinco años. Andy: nunca va a votar.
      —No sé ni de lo que soy capaz de hacerme a mí misma —dijo Hannah una noche, con la voz rota magistralmente—. ¿Sabe lo que quiero decir? ¿Se ha sentido alguna vez... como si ya... no pudiese más...? —Sollozaba en el teléfono.
      Se oyó una pausa cargada de preocupación y, acto seguido, una voz le contestó:
      —Eres Hannah, ¿verdad? —Reconoció la voz. Dave: de Massachusetts. Dave parecía aliviado—. Lo siento, pero se supone que ya no podemos hablar contigo. Estás en la lista.
      —Y se supone que no puedes decir lo que se supone que no puedes decir —repuso Hannah. Por fin estaba llegando a alguna parte. Bajó el tono de su voz hasta convertirla en un susurro de confianza—. Dime, Dave, ¿qué te parece esa política? Parece como si te sintieras un poco mal por no poder hablar conmigo. Pareces una persona realmente compasiva.
      La voz hizo una pausa.
      —Esta línea de apoyo no puede ayudarla. Por favor, hable con su psicoterapeuta.
      —¡Está muerto! —exclamó Hannah—. ¿Qué se supone que debo hacer ahora?
      —Tengo que colgar, de verdad.
      —El pobre hombre murió. En serio. Estaba volando en ala delta en Hawai y tuvo un paro cardiaco. Su cadáver realizó un aterrizaje perfecto. Tuvieron que arrancarle los dedos helados de los mandos de control.
      —Vale, ahora voy a colgar. Por favor, vaya a ver a su psicólogo.
      —Lo haré si lo haces tú —dijo Hannah—. ¿Por qué no empezamos, Dave? Tú primero.

***

           Había doce mujeres y tres hombres sentados en un círculo de sillas. Cada uno llevaba una etiqueta con su nombre: Brenda, Melissa, Pam, Andrea, Beth, Janet. Jimmy se quedó asombrado ante semejante desproporción. Doce contra tres. Cuatro mujeres por cada hombre. Inclinó el cuerpo hacia delante en su silla, escuchando el discurso inaugural de la Directora de los Voluntarios, una mujer de mediana edad llamada Margaret.
      —¿Cuál es el perfil del buen voluntario de las líneas de apoyo? —preguntó al grupo. Su pregunta retumbó por el auditorio vacío de una iglesia que olía a amoníaco—. ¿Qué adjetivos emplearíais para describirlo?
      Un aluvión de manos se levantaron.
      —¿Amable?
      —¿Compasivo?
      —¿Servicial?
      —Muy bien —señaló Margaret. Sus ojos recorrieron el corro—. ¿Algo más?
      Jimmy se fijó en que la mayoría de las mujeres tenían entre veinte y treinta y tantos años, todas bastante atractivas. Había otros dos hombres en el grupo, pero le pareció que uno de los dos era gay, y el otro al menos rondaba la cincuentena.
      —¿Qué os parece «comprensivo»? —preguntó Margaret. El grupo asintió. Margaret asintió—. Eso es. Comprensivo. El buen voluntario de los teléfonos de la esperanza sabe escuchar y utiliza técnicas de atención activa para reflejar los sentimientos de la persona que llama, realizar preguntas abiertas y explorar las opciones. El voluntario o la voluntaria nunca juzga a la persona que llama ni ofrece consejos ni responde a preguntas personales.
      Jimmy se preguntó si Sheila habría conocido al señor John Browning de Shaker Heights en una sesión de formación para líneas de apoyo. A lo mejor respondían juntos a las llamadas y un día ella se deprimió por alguien que llamó diciendo que se iba a tirar por un puente o algo así y el tal John Browning le ofreció consuelo. Se lo imaginó llevándosela a su apartamento, quitándole muy despacio la etiqueta con su nombre con la punta de los dedos y restregándose ligeramente contra la suavidad turgente y redonda de sus pechos.

 
***

           El doctor Olson era el nombre del psicoterapeuta de Hannah. Calzaba mocasines marrones y no llevaba corbata. Se sentó junto a ella en un sofá largo y negro y se apartó de un manotazo el suave flequillo que le cubría la frente y que no dejaba de metérsele en los ojos.
      —Y bien, Hannah —dijo—. ¿Qué tal estamos hoy?
      —Y bien, Dough —contestó ella. Siempre los llamaba por sus nombres de pila—. ¿Qué tal sus vacaciones en las Bahamas? ¿Cómo era la comida?
      —Hablemos sólo de usted, ¿de acuerdo?
      —¿Le pusieron una película en el avión? ¿Alquiló los auriculares?
      —Los auriculares —respondió el doctor Olson al tiempo que lanzaba un suspiro y consultaba el reloj de su escritorio— eran de regalo.
      —Quiero enseñarle un artículo del periódico —dijo Hannah desplegando un trozo de diario—. Aquí dice que la ciudad va a instalar cabinas telefónicas en el puente Duke Ellington. Como profesional de la salud mental en ejercicio y de cierto renombre, estoy segura de que sabrá, Dough, que el puente de Duke Ellington es un punto para saltar muy popular entre los residentes deprimidos del distrito de Columbia.
      —¿Y qué es lo que hace de esto algo significativo para usted? —El doctor Olson volvió a retirarse el pelo de los ojos.
      —A eso voy. Esas cabinas están conectadas directamente con un teléfono de la esperanza. ¿Sabe lo que eso significa? Sólo tienes que descolgar el teléfono y automáticamente estarás hablando con un voluntario que tratará de convencerte para que no te tires del puente. Es como esos teléfonos de cortesía de los aeropuertos que van a dar directamente a un hotel. ¡Ni siquiera tienes que marcar el número!
      —¿Se identifica usted con esas personas que se tiran del puente de Duke Ellington, Hannah?
      —Para nada, Dough. Estoy pensando en ese voluntario del teléfono de la esperanza, ese voluntario valeroso y desinteresado que ni siquiera recibe una paga por todas las molestias que se toma. Piense en ello. El que está a punto de tirarse lo llama y le dice: «Hola, ¿qué tal? Te llamo desde aquí, colgado del puente Duke Ellington, con unas magníficas vistas del precioso parque de Rock Creek». ¿Se imagina la presión a la que está sometido ese pobre voluntario? Una sola palabra de más, un pequeño desliz, tal vez una entonación equivocada en la voz, un acceso de tos, un tartamudeo, un acento particular, lo que sea, y ya está... se acabó. ¿Se imagina lo que pueden llegar a oír por ese teléfono? ¡El grito de quien acaba de llamarles, haciéndose cada vez más y más débil mientras la persona cae en picado en el vacío¡ ¡El ruido del teléfono descolgado al golpear contra la barandilla! ¡Los gritos y los aullidos de horror de los transeúntes!
      —Hannah —empezó a decir el doctor Olson con gesto impasible—. ¿Todavía llama usted a los teléfonos de la esperanza?
      Hannah no respondió. Imaginó una voz hablando amablemente con gente desgraciada, gente que se tambaleaba en las cornisas azotadas por el viento de una ciudad de luces parpadeantes y tráfico infernal.

 
***

      Todas las mañanas, Hannah se leía el periódico de cabo a rabo, desde los anuncios de neumáticos en la sección de deportes a los editoriales sobre el fondo monetario internacional. Leía las críticas cinematográficas y les prestaba especial atención a las sinopsis, analizando su progresión lógica y verosimilitud. Leía las necrológicas y se imaginaba cómo un ligero cambio en las circunstancias —un nombre distinto, por ejemplo, o tal vez una configuración diferente del vello facial— podía haber modificado el curso de la vida del fallecido, de haberlo sabido el interesado en persona.
      Los anuncios clasificados eran su sección favorita; miles de nombres reclamando atención, gritándole para que les hiciese caso. Rezumaban vitalidad por los cuatro costados y contenían todas las posibilidades del azar.
      «Hola, Mike, llamo por el sofá cama», solía empezar diciendo, en tono oficial y como de mujer de negocios. «¿Podría hablarme un poco más de él? Exactamente... ¿qué es lo que puede uno encontrar bajo los cojines? ¿Acaso alguna hendidura indecorosa en el colchón?»
      «Y dígame... ¿duerme usted boca arriba o boca abajo?», susurraba.
      Nadie le decía nada. Hannah releyó las páginas de los clasificados en busca de los anuncios de las sesiones de formación para los teléfonos de la esperanza, a sabiendas de que al cabo de unas semanas una nueva tanda de voluntarios estaría respondiendo llamadas. No reconocerían su voz. Tal vez hablarían con ella.
      —Teléfono de la esperanza —dijo la voz—. ¿En qué puedo ayudarle? —Hannah nunca la había oído antes. Se oía estática en la línea, oscilando en tono e intensidad. Se sentó con las piernas cruzadas en la cama y empezó a enrollarse el cable del teléfono alrededor del dedo índice sin parar.
      —Hola, ¿con quién hablo, por favor? —preguntó. Hablaba en voz baja, de complicidad.
      —Me llamo Jimmy. ¿Y usted?
      —Hola, Jimmy. ¿Puedes hablar conmigo esta noche? —Recitó un melodrama de amor traicionado, promesas rotas y esperanzas truncadas—. Pete, mi novio, tiene un contestador automático, Jimmy —le explicó—, y cuando llamo, sé que él está ahí escuchando mis súplicas de que se ponga al teléfono. Se queda ahí, como si nada, escuchándome llorar en esa máquina. Me siento tan impotente... ¿Me comprendes, Jimmy?
      —Parece enfadada.
      —¡Sí! Eso es exactamente, Jimmy. ¿No estarías enfadado si estuvieses en mi situación?
      —Parece muy enfadada a causa del rechazo de... mmm... ¿Pat?
      —No, Pete.
      —Pete. Vale.
      —Oye, ¿te ha pasado algo parecido a ti alguna vez, Jimmy? ¿Has querido alguna vez a alguien que no te correspondía? —Se produjo una larga pausa y Hannah se lo imaginó con la boca temblorosa y recorriendo la habitación con ojos agitados y nerviosos—. Perdona si te he hecho sentir incómodo, Jimmy.
      —No estoy incómodo.
      —Ahora me siento mucho mejor hablando contigo y escuchándote.
      —Parece muy preocupada por el problema del rechazo y las relaciones y todo eso —dijo Jimmy—. ¿Cómo se sintió cuando Pat le dijo que no quería volver a verla?
      —Escucha, ésta es mucho mejor... ¿Cómo me sentí —empezó a decir, con la voz en un susurro—, cuando no se abrió mi paracaídas?
      —Me parece que no la sigo.
      —¿Cómo se llamaba, Jimmy?
      —¿Quién?
      —La mujer de quien estabas enamorado pero que no te correspondía. ¿Cómo se llamaba?
      —Mmm... Se supone que no debo hablar de eso.
      —Lo entiendo, Jimmy. Parece que hay otros voluntarios ahí contigo en tu mismo turno y no puedes hablar conmigo ahora mismo. ¿Cómo te sientes con respecto a eso?
      —¿Cómo me ha dicho que se llama? —preguntó él. A Hannah le encantaba cómo sonaba su voz. Colgó el teléfono con ternura.

 
***

      La ubicación de la centralita del teléfono de la esperanza era secreta. Jimmy se había imaginado una sala de control de alta tecnología con hileras de gente con auriculares y acaso un mapa gigantesco de la ciudad en la pared con lucecitas rojas parpadeantes.
      Después de la sesión de entrenamiento, realizó una visita guiada a la centralita, que parecía una sala de estar desordenada. Había un par de sofás destrozados que olían a moho y una mesita de café donde la gente apilaba revistas junto a los teléfonos y apoyaba los pies.
      Jimmy trabajaba los sábados por la noche, en el turno de nueve a una. Descubrió que el trabajo en sí era mucho más aburrido que el entrenamiento. La mayoría de las llamadas eran menos urgentes, suponían unos retos mucho menos importantes. A veces, mientras escuchaba a una persona que llamaba para hablarle de un mal día en la oficina o de una disputa familiar, Jimmy abría un ejemplar de la revista People en su regazo y miraba las fotos de actrices famosas sentadas en sus salas de estar con sus caniches acurrucados en sus regazos. «Mmm, sí, ya, ya veo. Lo comprendo. Cómo se siente...», decía al tiempo que pasaba las páginas. La llamada se prolongaba aún durante unos minutos y luego terminaba. Oía un repentino sonido metálico y lo más probable era que nunca volviese a hablar con esa misma persona de nuevo.

***

       —¿Sabes quién soy, Jimmy?
      Sólo se oía el silencio.
      —¿Hay otras personas ahí contigo, Jimmy? ¿Temes que te oigan hablar de ti mismo? Di sí o no, no sabrán a qué te refieres.
      —Sí.
      —¿Recuerdas que la semana pasada te pregunté si alguna vez habías estado enamorado de una mujer que no te correspondiese? Si la respuesta es sí, haz un comentario que describa mi estado de ánimo, si es no, hazme una pregunta.
      —Parece enfadada.
      —Bien. No le dirás a nadie que has estado hablando conmigo, ¿de acuerdo?
      Jimmy echó un vistazo a sus compañeros de turno. Uno estaba aplastando unas galletitas saladas, arrugando el celofán, esperando a que sonase el teléfono. El otro estaba leyendo las direcciones de varios centros de acogida para casos de emergencias del archivo principal:
      —Vale, he encontrado uno. No, espera, no admiten niños. Vamos a ver qué más hay por aquí...
      —No —contestó Jimmy.
      —Bien. Ahora escúchame con mucha atención, Jimmy. Voy a darte instrucciones sobre cómo decirme el nombre de la mujer de quien estabas enamorado. Sólo tienes que dirigirte a mí con ese nombre utilizando la terminología y las frases típicas del teléfono de la esperanza.
      —¿Qué?
      —«¿Qué?» ¿Jimmy? ¿Has dicho «qué»? Creo que eso no les va a parecer demasiado comprensivo y/o terapéutico a tus compañeros de turno. Limítate a decir: «Por lo que me cuentas, querida niña, veo que te sientes mal por las cosas que te decía tu padrastro». Sólo que en lugar de decir «querida niña», sustituye esa expresión por el nombre de la mujer de quien estabas enamorado.
      —Por lo que me cuentas, Sheila, veo que te sientes mal por las cosas que te decía tu padrastro.
      —¡Sheila! Qué nombre más bonito, Jimmy. ¿Era guapa?
      —Sí.
      —No digas sólo «sí», Jimmy. Di «sí, ya veo, ajá», como el eficiente voluntario capaz de conducirme por el sendero de la autorrevelación que eres. Todas las palabras cuentan. ¿Es que no has aprendido nada?
      —Sí, ajá. Tienes razón.
      —«Tienes razón», eso no está mal. Eres un innovador. Bueno, y dime: ¿tuvisteis Sheila y tú relaciones sexuales alguna vez?
      —No. —Jimmmy miró a sus compañeros, que habían dejado sus respectivos teléfonos y ahora le estaban observando—. Eeeh... no, lo lamento pero el teléfono de la esperanza no puede decirte lo que tienes que hacer, aunque sí que podemos, eeh, sopesar las opciones.
      —¡Muy bien, Jimmy! Bueno, quiero decir que me sabe muy mal que nunca te hayas acostado con la guapa Sheila, pero que está muy bien que hayas soltado esa parrafada para despistarlos. No confíes en nadie, Jimmy. No hace falta que te diga que los teléfonos de la esperanza de esta ciudad están llenos de espías.
      —¿Ah, sí?
      —¿Y por qué crees que Sheila nunca te quiso, Jimmy?
      —Por lo que dices, parece que tu, eeh, padrastro no se sentía atraído por ti, sencillamente, y aparte de eso, ella nunca... no sé, nunca se tomó la molestia de llegar a conocerme de verdad.
      —¿Jimmy? O esto no está saliendo bien o está saliendo demasiado bien, todavía no sé qué pensar. ¿Estarás solo el próximo sábado por la noche? ¿Qué te parece el turno de las once de la noche a las ocho de la mañana? ¿Podrás arreglártelas para estar ahí?
      —Parece como si te hiciera mucha ilusión.
      —¿Y a ti no te la haría, Jimmy?

 
***

     Jimmy entró en la centralita a las once menos cuarto. La primera llamada que atendió era de un divorciado de mediana edad cuya ex mujer no dejaba de llamarle para pedirle más y más cosas.
      —¿Quién se habrá creído que es? —no dejaba de repetir.
      —Vaya —exclamó Jimmy—, parece usted enfadado por el hecho de que su ex mujer no deje de llamarle.
      —Hijo, ¿has estado casado alguna vez? —le preguntó el hombre.
      —No —contestó Jimmy—, nunca.
      Las segunda llamada de Jimmy era de una mujer que decía estar en pleno ataque de nervios. Respiraba con dificultad y hablaba muy deprisa. Jimmy apenas lograba entender lo que decía.
      —¿Está usted bien? —le preguntó—. ¿Quiere que llame a una ambulancia?
      —¿Es usted médico?
      —No, sólo soy un voluntario.
      —¿Qué debo hacer? Dígame qué debo hacer.
      —Parece que ésa es una decisión que debe tomar usted. ¿Cuáles son sus opciones?
      —Oh, Dios, olvídelo, ¿vale? —dijo, y colgó.
      El teléfono volvió a sonar. Jimmy contestó y la línea se quedó muda. El teléfono sonó de nuevo y de nuevo volvieron a colgar. Después de que le colgaran cinco veces más, Jimmy retiró el aparato de la horquilla y trató de bajar el volumen del timbre haciendo girar una manecilla blanca que había en la parte inferior del receptor. Eran las dos y media de la mañana. Las sirenas aullaban en alguna parte de la ciudad, a lo lejos. Volvió a colocar el teléfono en su sitio y sonó con más virulencia que antes.
      —Eh, tío, ¿dónde están las titis esta noche? —preguntó una voz masculina y áspera.
      —¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Jimmy. Volvieron a colgarle el teléfono. Jimmy colocó de nuevo la manecilla en su posición inicial. Al cabo de diez minutos, el teléfono sonó de nuevo. Era un sonido metálico y amortiguado, como si fuera de juguete.
      —Teléfono de la esperanza.
      —Hola, Jimmy. Hoy no hace falta que hables en clave, ¿verdad que no?
      —No. Así que... ¿de qué quieres hablar?
      —Se supone que soy yo la que debe hacer esa pregunta.
      —No estoy seguro de que debamos hacer esto.
      —¿De qué te gustaría hablar, Jimmy? —Jimmy miró el póster multicolor de tonalidades brillantes que ocupaba la pared. Modelo de apoyo psicológico: establecer comunicación, explorar la situación, explorar las opciones, llegar a un acuerdo. Miró por la ventana. Desde el noveno piso veía las calles brillar en la oscuridad. Pensó en el gigantesco mapa de la ciudad con las lucecitas rojas parpadeantes.
      —Bueno, creo que ya lo sabes —dijo Jimmy al tiempo que desplegaba la fotografía de Sheila, ahora muy gastada, casi destrozada y rugosa al tacto.

 
***

       Jimmy se sentó a su mesa el lunes por la mañana para leer un boletín sobre ingeniería química. Sonó el teléfono.
      —¿Por qué has estado hablando con Hannah? —preguntó Margaret, alzando la voz.
      —¿Con quién? —repuso Jimmy. Agarró el teléfono con fuerza.
      —Has estado hablando con ella los sábados por la noche. Por lo visto, se está identificando con el nombre de Sheila estos días. Le ha estado contando a otros voluntario del teléfono de la esperanza sus conversaciones contigo.
      —¿Cómo sabes que se llama Hannah?
      —Jimmy —Margaret suspiró—, ¿has leído alguna vez el libro con los historiales de las personas que llaman repetidas veces? Se supone que debes leerlo, ¿sabes? Hannah está en la lista. Se supone que no debes hablar con ella.
      Jimmy miró por la ventana. Dos hombres estaban descargando unos archivadores metálicos de una furgoneta; las venas de sus brazos parecían a punto de estallar.
      —Hannah dice saber unas cuantas cosas acerca de ti. Cosas... —Margaret parecía violenta—, muy personales y de naturaleza sexual. Supongo que se lo habrá inventado.
      —Pues claro que se lo ha inventado —intervino Jimmy—. Vamos... está loca, ¿no?
      —Espero que no utilices esa terminología cuando estés al teléfono como voluntario. El término correcto es «persona con un trastorno mental».
      —De acuerdo. Bueno, ¿y no es posible que una persona con un trastorno mental se invente cosas sobre otra persona sin ningún trastorno mental por ninguna razón aparente?
      —¿Por qué parece Hannah estar obsesionada contigo, Jimmy?
      —Vale. En primer lugar, me dijo que se llamaba Sheila, no Hannah, y por eso no leí su historial en el libro. No la vi en la lista. No sabía que era Hannah.
      —¿Cuál es la naturaleza de tus conversaciones con esta persona?
      —Así, resumiendo un poco... Me dijo que se llamaba Sheila, que era nueva en la ciudad, que se sentía muy sola y... bueno, que no sabía cómo conocer gente nueva y todo eso. Fue muy comprensivo con ella, reflejé sus sentimientos de soledad y alienación tal como tú nos enseñaste y luego exploramos su opciones... lo típico, apuntarse a un club, tomar parte en actividades sociales, asistir a clases, realizar trabajos como voluntaria... Eso es todo, básicamente. Cada vez que hablo con ella, charlamos sobre cómo le van las cosas y discutimos otras estrategias que puede emplear para conocer a gente. Pensaba que estaba ayudándola de verdad, pero ahora me dices que todo no es más que una mentira, estoy indignado. Verás, era tan convincente...
      —Ya lo sé. No eres la primera persona a quien le hace esto. En el futuro, Jimmy, ten más cuidado con las personas que llaman. Y la próxima vez que hables con Hannah, dile sólo que no puedes hablar con ella y cuelga el teléfono.
      Jimmy cerró el boletín que tenía sobre su mesa. Trazó una línea gruesa y azul sobre su nombre en la ventana del destinatario de correo.
      —Así que no soy el primero, ¿eh? —dijo al teléfono.

 
***

     —Teléfono de la esperanza.
      —¿Lees la página de las tiras cómicas, Jimmy? ¿Lees el horóscopo? ¿Pueden delimitar y catalogar tu esencia unas personas que creen que la Tierra ocupa el centro del sistema solar?
      —No lo entiendo. ¿Por qué les hablaste a los otros voluntarios de mí?
      —Forma parte de mi programa de perfeccionamiento del teléfono de la esperanza. Te expuse como modelo al que pueden aspirar los demás.
      —¿Qué les dijiste?
      —Te puse por las nubes. Tendrías que haberme oído. Te llamé trabajador milagroso, un auténtico mago. Mis problemas se han solucionado, les dije, como se soluciona una congestión nasal. Siento la mucosa disolviéndose. Puedo respirar. Me has curado, Jimmy.
      —Pero se supone que no debo volver a hablar contigo. ¿Qué vamos a hacer?
      —No vas a durar mucho en este teléfono de la esperanza, Jimmy.
      —¿Cómo lo sabes?
      —Parece como si no supieses que yo sé lo que tú sabes.
      —¿Qué?
      —Sé quién eres. Verás, no eres mi primer Jimmy, Jimmy.
      —¿Pero soy el mejor?
      —Quiero que hagas algo por mí.
      —Lo que sea.
      —Cuéntame un cuento. Abre el libro con la lista de personas que llaman repetidas veces. Busca la entrada con el nombre de Hannah.
      —Un momento... Vale, aquí está. Mujer, entre veintitantos y treinta y pocos años. Habla en voz baja, a veces sólo susurra. «¿Puedes hablar conmigo esta noche?» Muy manipuladora. Cuenta mil historias diferentes, pero ninguna de ellas es cierta.
      —Los dos somos escorpio, Jimmy. ¿Lo sabías? Escucha esto: «Acaba lo que empieces. Crea tus propias tradiciones. Lábrate tu propio porvenir. Huye de quien da por sentado que te conoce. Sigue adelante».
      —Después de contarte su historia, te hará muchas preguntas personales y se negará a hablar de sí misma. Hannah está en la lista de personas con quien no se debe hablar. No hablar con ella.
      —«La popularidad se dispara. La oposición se disuelve. Escucha a los desconocidos misteriosos que hablan cuando les hablan».
      —Hannah es una personalidad límite. Cuando tenía catorce años, su padrastro abusaba sexualmente de ella cada vez que su madre salía fuera de la ciudad en viaje de negocios. Ahora vive con su madre, quien nos ha pedido que no hablemos con ella. Si llama, hay que decirle que el teléfono de la esperanza no puede ayudarla e indicarle que hable con su psicólogo.
      —Por supuesto, los dos sabemos que los periódicos publican horóscopos sólo para que sus lectores se entretengan, ¿verdad, Jimmy? Yo también tengo una entrada para ti, pero es demasiado larga para leértela por teléfono.
      —Pues ven aquí. Te daré la dirección. No hay nadie más, estaremos solos.
      —¡La dirección secreta del teléfono de la esperanza! ¿Me la darías de verdad? Ninguna otra persona me ha hecho nunca semejante regalo. Estoy emocionada.
      —Es el número 4823 de la avenida Vermont. Noroeste. Apartamento 923. Noveno piso.
      —Eso tiene que ser una violación flagrante de tu juramento como voluntario. ¿Cómo es, Jimmy? Primero, no hacer daño. Segundo, no responder preguntas. Tercero, contar un montón de mentiras.
      —Ven aquí. Ahora mismo.
      —Jimmy. ¿Es que no prestaste atención a mi historial? ¿No se te ha ocurrido que no me dejan salir más que a ciertas horas? Tengo prohibido vagar por las calles a las dos de la mañana.
      —Quiero verte. Quiero tocarte.
      —Y no te olvides del olor y del sabor, Jimmy. Parece que ya estás preparado para el siguiente paso en nuestra relación.
      —Sí.
      —Bueno, pues ten cuidado con ese siguiente paso, Jimmy. Es el no va más.

***

           Le dijo que se encontrara con ella el domingo por la tarde, entre las dos y las tres, en el puente Duke Ellington.
      —Pero, ¿cómo te reconoceré? —le preguntó Jimmy.
      —No te preocupes por eso —contestó ella—. Cuando me veas, lo sabrás.
      Jimmy avanzó por el puente, recorriendo primero un andén y luego el otro. Miraba a todas las mujeres que pasaban, escudriñando sus rostros. Se acercó a algunas de ellas, a las que llevaban el pelo largo y suelto y tenían un brillo maníaco en los ojos.
      —Hannah —decía—, ¿de verdad eres tú?
      Pasó una hora. Luego, otra. El sol se escondió tras los árboles del parque de Rock Creek y Jimmy percibió el frío del otoño. Echó a andar de nuevo por el puente y, hacia la mitad, se detuvo. Las barras blancas de las rejas se erguían en el aire desde el suelo y se torcían como si fuesen manos extendidas y dispuestas a atrapar algo en cualquier momento. Jimmy vio una cabina telefónica pintada de azul junto a la reja. «Teléfono de la esperanza», rezaba un cartel. Línea directa con alguien que se preocupa por ti.
      Abrió la portezuela de la cabina y la bisagra chirrió. El teléfono estaba acurrucado en su cajetín como si fuera un cuerpo metido en un sarcófago antiguo. ¡Qué irónico!, se dijo. Muy típico de ella, se rió para sus adentros.
      Cogió el teléfono.
      —Teléfono de la esperanza —dijo una voz de mujer—. ¿En qué puedo ayudarle?
      Jimmy se puso a mirar por la reja y sintió el helor de los barrotes en la frente. Unas hojas naranjas y amarillas flotaban a la deriva por el riachuelo del parque, tan abajo que la escena parecía un cuadro.
      —¿Oiga? —exclamó la voz—. ¿Hay alguien ahí?
      Jimmy percibió el débil gemido y el crujido del aire muerto modulado a través de transmisores, interruptores y circuitos y oyó el respirar de alguien en la distancia.

© 2000 Len Kruger
Traducción: Ana Alcaina

versión en inglés


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biografíaLen Kruger

Leon Kruger vive en Washington, D.C. Relatos suyos han aparecido en Zoetrope All-Story y en las publicaciones electrónicas Blue Moon Review, Cross Connect y Kudzu.

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