índex català julio - agosto 2006 n° 54 |
Baudelaire López Alejandro Tellería
Y tras Baudelaire, queriendo ser geisha pero sólo llegando a maiko, había corrido siempre la silueta alargada de Julieta, impactada por cada para ella grandioso fogonazo de sabiduría a medio cocinar que recibía de él. Ella era quien le llevaba a las fiestas con otras hijas de putas culposas y padres adinerados, quien le escuchaba cuando se lamentaba de lo solo que se sentía a pesar de tenerla al lado, quien oficiaba de monádica amante a petición, sensual a la fuerza, sus besos disparados con la única arma del dulce sabor a lápiz de colegio con punta recién afilada. Julieta era inagotable e insaciable
ante la parquedad calculada de Baudelaire, que sabía que derretiría el acero con el que la pobre se blindaba tras recibir la última de sus innumerables ofensas, calumnias y olvidos con un buen latinazgo que le escupiera en la cara. Julieta, no sabía por qué razón, perdía el control sobre sí cuando él le alzaba el dedo y se erigía como dictador del estilo, sin un duro en el bolsillo pero dandy, cuidadosamente mal peinado y oliendo a sudor hermoso, y rendía posiciones y se restregaba contra ese sudor de artista que sólo la fricción con su carne le permitiría tener. Artista mis cojones, le decía su padre, irritado hasta las vísceras con cada portazo con el que Julieta anunciaba a la familia que volvía a casa, abofeteada por la negativa que recibía de vuelta ante cualquier sugerencia de cariño que hacía a su atormentado tormento en la forma de "exigencia", "me quieres controlar" o "hay que respetar mis ausencias". ================================ Todo había empezado un tiempo atrás, cuando ambos eran más felices y menos responsables. Entonces era Julieta la que no quería saber nada del flacucho desgarbado del abrigo negro, amigo de la infancia de unos amigos de la infancia de una amiguita suya de la infancia. La amiguita de Julieta no tenía mucha confianza en él; a pesar de
lo bien que hablaban sus amiguitos de él, que se conocían del barrio desde niños
y que era medio raro y siempre había ido con ropa rara pero que habían empezado juntos la universidad, ellos en administrativas y él en periodismo, y que las ocupaciones de estudiantes les hacían verse cada vez menos y que aún así les caía bien. Sin embargo, aunque Julieta pensaba lo mismo, había algo en la lánguida figura de Baudelaire que, si no le atraía especialmente, sí le daba cierta curiosidad. No la suficiente como para evitar darle de calabazas cada vez que en la discoteca, medio borracho y rociándole la cara con el tufo por hablarle a gritos, le pedía que saliesen juntos. Julieta retrocedía dos pasos, como para que el resto viera lo pestilente del aliento que le echaba, y agestaba el ceño mientras le plantaba una de esas sonrisas desdeñosas que parecían decirle "¿cómo se te ocurre que tú y yo podemos salir? ¿No ves que con esas pintas no me llegas ni a los tobillos?" Aún así, Baudelaire no hacía ni el ademán de arredrarse ante cada desplante, y Julieta tampoco parecía querer ceder ni un milímetro en su negativa hasta que una mañana de domingo en que paseaba a la perra, muy temprano, le encontró en medio del casi desierto Parque de Los Almendros solo, camisa blanca y abrigo negro cuando casi era verano, empuñando una botella de ron, con los brazos extendidos y mirando al cielo. Se acercó a él, más curiosa que nunca, sin saber
que nunca, y nunca sabría porqué, no se fue. Él había dicho les nuages les nuages con una convicción tal, con una voz tal, con una mirada tal, con un aliento tal, que algo se activó en ella mientras Baudelaire la recorría con delicadeza tomándola por la cintura, bailando los dos a solas en una mañana estancada entre el paseo a una perra y unas cuantas nubes blancas que decoraban el cielo e hicieron que Julieta olvidara a la perra, al parque, a sus reparos pequeño-burgueses sobre el abrigo negro y la camisa blanca, el mismo abrigo negro y camisa blanca que minutos después le estaba quitando, ávida, para darle una ducha fría que le revitalizara y le permitiera conseguir todo lo que Julieta quiso conseguir ese domingo, todo el día de domingo hasta que se hizo noche, con la perra al lado y restregándose un sudor que ella no se creía capaz de tener ella misma mientras apagaba el móvil que berreaba avisándole de los mensajes recibdos para no tener que seguir diciendo a sus padres que estaba en casa de Sonia y que se habían ido a visitar a su abuela y que la abuela de Sonia tenía el teléfono estropeado desde hace meses, mamá. Lo que vino en los tres meses siguientes escapaba de su imaginación. El corazón de Julieta fuera de control como si fuese una batidora loca a la que se le ocurre cambiarse violentamente el nombre y llamarse latidora le enseñaba dentro del pecho nuevas maneras y velocidades de pulsación. Su neurosis hacía que el pisito donde Baudelaire vivía solo mirara a la calle Francia, y hasta por eso Julieta pensó que todas las alfombras, techos, y camas que él le hizo allí con flores eran lo más romántico que le había sucedido. Ni qué decir de la tina llena de champán, la sopa de letras de otoño usando sólo fideos con las letras de su nombre, o los juegos de depilación: Julieta se sentía la honrosa vengadora de las desventuras de su homónima shakesperiana, la única Julieta que podría caminar a dos centímetros del suelo, la última ahogada en tal borrachera de felicidad. Conoció a sus amigos interesantes de la facultad; se rió con la sonrisa más morrocotuda que Baudelaire había visto en su vida de su supina escasez de cultura, sentada a su lado en cada tertulia donde su preciosa mudez adornaba la fealdad de los intelectuales con olor a perfume caro y aliento a tabaco fino; se esmeraba guiándole a través del protocolo hueco de los adinerados cuando le llevaba a balnearios y discotecas de moda donde Baudelaire se lucía con sus antiguos amigos, por qué no, si la vacuidad es el postre cuando la melancolía es el plato principal del artista y para qué quieres que te diga que te quiero, Julieta, no pervirtamos nuestro vínculo alternativo a la convención de todas estas parejitas y sus eternas repeticiones del fracaso amoroso con este discurso de sociedad babeante y fofa mientras ella se seguía luciendo en la pista, hermosa, el pelo rojizo ondeándole al ritmo de la música sin poder más, consumida hasta el tuétano por el júbilo de no entender ninguna de aquellas ilustres palabras. Julieta ya había puesto nerviosos a sus padres deslizándoles la idea de irse a vivir con Baudelaire. Ellos ya le conocían, pero habían empezado a observar con atención cada uno de sus erráticos movimientos. A pesar que siempre le recibieron y trataron bien, su padre - No me termina de convencer. Hay algo que no me gusta; tampoco me preguntes, porque no sé qué es callaba y encendía un cigarro cuando ella les contaba, embelesada, sus andanzas artísticas en museos, exposiciones, inauguraciones, presentaciones, conferencias y en cuanto lugar asociable con la bohemia se metían. No les contaba, por supuesto, de las veces en que la había llevado al bar-fumadero de heroína cerca de Plaza España donde sólo pasaban música de Edith Piaf, Jacques Brel o Charles Aznavour, o al restaurante aquel en el centro donde se comía muy bien, si se evitaba escuchar los gemidos de las parejas que se mataban a polvos coreográficos en el escenario enrejado del techo que cubría todo el recinto y que permitía recrearse la vista mientras un camarero enano servía la cena. Tampoco les contaba que eso no le gustaba absolutamente nada, ni que se le volteaba el estómago de asco en aquellas extravagantes expediciones si no sentía la piel de Baudelaire rozando la suya, ni que Baudelaire ya había desaparecido varias veces sin aviso previo a pesar de haberla acostumbrado a su presencia, ningún mensaje ni llamada en el móvil de ella, ninguna señal de vida recibida del de él, y así por un promedio de tres o cuatro días tras los cuales el timbrado vibrador del móvil de Julieta le estremecía el corazón con un fino y breve cataclismo. Baudelaire volvía, combinando como un gato la cabeza gacha y el gesto altivo, contándole alguna historia donde se había metido en un problema por culpa ajena más que pidiéndole disculpas, aunque formalmente lo hacía
pero sin preocuparse por que Julieta sintiera una satisfacción: a ella todo le sabía más a algo raro que le generaba intempestivamente extrañas punzadas en el estómago y enfriamientos en la coronilla, recordando aquello que su padre no había podido definir y que, muy probablemente, tampoco ella podría. Baudelaire entonces se autoflagelaba con el cinturón Gucci de su falsa modestia diciéndole que no merecía el cariño que recibía, que cómo ella podía ser tan buena, que él debería hacerle el favor de dejarla y salir de su vi pum y Julieta ya estaba abalanzada sobre él, como un mono recién nacido y hambriento, apresándole el cuello y rogándole que no se fuera porque le quería, le amaba, le podía pagar la cuota de amor que él decía que todavía no podía pagar a la relación y pagar la suya también, le hacía feliz sólo mirarle de cerca. Justo antes de celebrar un año juntos, Baudelaire creía que sus poemas estaban tan bien hechos que se le escribían solos en castellano porque no le llegaba el francés y decía resistirse al paso de los años porque le iban haciendo volver la alegría, pero sólo de la boca para fuera porque decirlo quedaba bien, porque con veintipocos nada que conociese podía ser en realidad muy alegre ni muy triste, y porque a esa edad él era tan listo que cruzaba tranquilamente de la dicha más intensa a la tristeza más dolida según le conviniera. Uno a uno, los interesantes de la universidad comenzaron a tener su propia opinión acerca de la calidad de sus versos y empezaron cada vez más a menudo a tener la semana muy complicada para verle. La camisa blanca con abrigo negro los suplió rápidamente con otros de la universidad, más jóvenes, que formaron una égida de aprendices de perdedor para seguirle donde fuese, oliéndole gratis los pedos cada vez que a él le daba la gana de deleitarlos
con citas que se aprendía de memoria, recitaba abriendo los brazos y a las que asignaba el significado que necesitase para salirse con la suya, pues toda la vida había cuidado de no saber menos francés que quienes le rodeaban. La Julieta de Beauvoir muda estaba invariablemente presente en aquellas nuevas tertulias donde los cachorros enmudecían para escuchar a aquella copia barata de Sartre, siempre un paso detrás de él y metiéndose en la mochila los cuadernos, la melancolía y los rencores recién estrenados que Jean Paul López le daba a guardar, porque la empatía y los millones de pequeños besos con que ella premiaba cada uno de sus desplantes verbales
sólo se podían comparar a los de la Madre Teresa de Calcuta y Baudelaire sabía eso; lo sabía bien. Aquella noche en que hubo una reserva de cena para dos en el Saint-Germain-des-Prés y una botella de champagne y una barrita de hashish esperándoles cuando estuviesen de regreso en la cama, deja que yo llamo a reservar y dejo todo listo en casa, quédate un poco más con tus padres que ya no querían verle buscándola y te encuentro en el restaurante, ponte el vestido negro y los tacones altos, esta noche te diré cuánto te quiero, lo sé, he ganado la fuerza para hacerlo, esta noche, aquella en que Julieta llegó al restaurante para iluminarlo con su belleza sentada ante la mesa dispuesta finamente, finalmente, recibió el regalo que había estado pidiendo tanto tiempo, que tanto le había tardado en llegar. Baudelaire estaba allí con ella como siempre había estado, ausente, acariciándole la cara con la más bella de sus partidas, usando el tacto decidido de los charcuteros delicatessen del amor que saben que no se necesita amar a los sumisos porque basta con quererles; estaba con ella en el avión, viéndola arruinar con lágrimas su maquillaje, levantarse tras dos horas y media de esperarle en vano, y volver andando descalza la media hora del camino que terminaría en su cama de hija de familia, mientras volaba al Japón en una delegación de estudiantes a un congreso de literatura y se bebía un whisky para controlarse la acrofobia. Julieta lloró juramentos y alfombras de flores y parques de los almendros y amigos interesantes y mochilas llenas de mierda ajena y toute la vie qu'elle était passée embrassée à un fantôme sin cansarse de llorar; lloró con cada nueva fantasía en que se embarcó en los años siguientes, con cada vacío académico, con cada titulación inútil en la universidad, con cada trabajo estúpidamente interesante, con cada noviazgo bueno y malo de geisha o maiko siquiera con Alzheimer temprano. Todo terminaba en camisas blancas y abrigos negros, en poesías pútridas, en viajes de vacaciones con retorno, en la tersura de su piel vencida y ajada por un solo golpe y en abrazos despreciados, empuñando botellas de champagne que no se abrirían nunca, en nubes que siempre se movieron hacia donde ella nunca podría llegar y hablaron el francés que nunca más quiso entender; todo terminó un día en que, saliendo del cine con un novio más, que a su edad ya podría haber empezado a ser un novio menos, se encontró en la calle con un colega del trabajo acompañado de alguien que llevaba una camiseta blanca con una inscripción en ateji japonés: Julieta, te presento a mi amigo Carlos López, profesor de literatura francesa. |
© Alejandro
Tellería 2006 Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
Carné: Alejandro Tellería nació en Lima, Perú, en 1967. Escritor autodidacta desde chibolo, dejó el hueveo literario al publicar su primer libro El rey de la paja y otros cuentos (Lima: Jaime Campodónico Editor, 2001). Colaborador zampón de revistas literarias y culturales, ahorita está cocinando una novela que le esta quedando como se pide chumbeque. Vive en una jato mostra en Barcelona, España. Véase del mismo autor los cuentos: "Don Abel Velezmoro se defiende del frío invierno" (TBR, 39) y "Ana y los diez" (TBR 46). |
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