Mathias Énard
Ilustraciones de Pierre Marquès
MANUAL DEL PERFECTO TERRORISTA
Manual de terrorismo para principiantes que indica las condiciones de tiempo y dinero que se precisan, los estudios que hay que seguir, los exámenes que se han de salvar, las aptitudes y facultades necesarias para conseguirlo, el modo de establecerse y las probabilidades de perfeccionamiento y éxito en la profesión; iluminado con tablas e ilustraciones, y rematado por ejemplos e interludios divertidos, destinados a distraer el espíritu durante el estudio.
Traducción del francés de Robert Juan-Cantavella
Prólogo
Yo, Virgilio, negro de piel y esclavo por condición, me propongo transcribir aquí, con los medios de que dispongo, los consejos y lecciones que me transmitió mi Maestro en el transcurso de nuestra vida en común.
Hasta el momento de su Gran Ocultación, no escatimó tiempo ni sufrimientos en inculcarme los diez mandamientos del terrorismo, así como su filosofía y el espíritu de esta cofradía en plena expansión. Me enseñó cómo y por qué preservar la gran tradición de las innovaciones censurables, así como a distinguir entre aficionados y artistas, hasta que hizo de mí un discípulo consumado.
Tengo la esperanza de que este tratado esté a la altura del pensamiento de mi Maestro y pueda así instruir a aquellos que se propongan seguir el camino de los Artificios.
Soy plenamente consciente de los errores y variaciones que mi pobre memoria haya podido introducir en este breviario, y espero que tengáis la bondad de perdonarme si es que de algún modo he traicionado el pensamiento de mi Maestro.
Lección segunda: Tener un lado místico
Al día siguiente mi Maestro se levantó al alba como era su costumbre. Me lo encontré en plena meditación. En bata, sentado sobre un pequeño cojín redondo, con las rodillas abiertas apoyadas sobre el suelo, las manos una sobre la otra, los ojos entornados y la mirada vaga pero resuelta. Respiraba con regularidad. Muchas veces me había explicado los principios del zen tal como él lo practicaba, pero confieso que me seguía resultando igual de misterioso. Así que me tomé mi desayuno mientras lo vigilaba por el rabillo del ojo, tal como él me había ordenado. Como cada mañana, temía que desfalleciese, que se encorvase o se durmiese, ya que entonces debería servirme del bastón ad hoc (pues ésas eran sus órdenes) para sacudirle un golpe seco y contundente de arriba hacia abajo justo en el nacimiento de la espalda. Además, sospecho que lo hacía expresamente: dormirse o retorcerse apenas llegaba yo al salón para ponerme a prueba. Mis golpes siempre le parecían demasiado suaves.
—Virgilio —me decía—, golpeas como una niñata. Si tuviésemos a mano un buen japonés, bien grandote, rudo y tosco, verías tú cómo se utiliza un kyosaku: sin sentimiento. Haz lo que tienes que hacer, aquí y ahora. Aquí y ahora, Virgilio. Vosotros, negros bastardos del Caribe, siempre estáis distraídos. No le harías daño ni a un gato. O mejor dicho sí, sois capaces de mataros entre vosotros por una mujer, un pollo o una botella de ron con un salvajismo poco común, pero sin ningún método, distraídamente, en absoluto desorden. Te pido que le avientes un solo golpe, fuerte y bien medido, a un blanco que no te ha hecho nada, y tú vas y vacilas. Éste es un bastón místico, Virgilio: me vuelve a poner en mi sitio, me recuerda que tengo un cuerpo sobre esta tierra, que debo estar aquí y ahora, y nada más, sin albergar ningún otro pensamiento ni deseo. Y tú, al manejar el bastón, debes hacerlo sin odio, sin piedad, sin sentimientos de ninguna clase, sin otro interés que el de cumplir la orden recibida. Debes golpear una sola vez, eso es todo.
Confieso que en más de una ocasión estuve a punto de aprovecharme de la situación y administrarle a mi querido Maestro una paliza de la que se hubiese acordado, pero el simple hecho de ser él quien me lo había ordenado le quitaba toda la gracia. Así las cosas, yo era una niñata que temía el momento en que me tocaría volver a empuñar aquel artefacto de madera para cumplir con esta baja faena.
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Fig. 4. Alimento espiritual |
Aquella mañana mi Maestro se mantuvo derecho por primera vez, no se durmió ni tampoco se doblegó. Permaneció absolutamente inmóvil durante todo el tiempo de su sesión de meditación. Presente y ausente al mismo tiempo, aquí y ahora, como él decía, con los ojos abiertos a la nada. Así que, no sin cierta decepción, dejé el bastón en su sitio.
Una hora más tarde desplegó cuidadosamente las piernas, se estiró, se incorporó, arregló algunos pliegues en su bata y se marchó con pasos extraños hacia el jardín como si estuviese ebrio. Respiró profundamente y se volvió hacia mí.
—Virgilio, ya está, estoy listo —me dijo en tono alegre—. Acabo de alcanzar el satori. Esa iluminación que no lo es, el supremo conocimiento, Virgilio.
Aquello me sorprendió mucho.
—¿Y en qué consiste esa sabiduría?
—Es incomunicable. Podría hablarte de montañas y de ríos, pero no lo comprenderías porque no hay nada que comprender. El nirvana es una experiencia.
—¿Qué clase de experiencia?
—La felicidad, si quieres. Pero una felicidad en ausencia de felicidad. La conciencia plena del Universo.
Yo continuaba asombrado, he de confesar que se trataba de una nada envidiable. Mi Maestro parecía resplandecer con una energía interior completamente nueva.
—¿Y yo?, ¿también yo podría aspirar a esa sabiduría?
—Lo dudo, Virgilio, lo dudo mucho.
—¿Y si meditase, si también yo me sentase con las piernas cruzadas durante horas sobre un cojín negro?
—No olvides el bastón, Virgilio, no olvides el bastón. Yo no sería tan timorato como tú. Además eres demasiado delicado. Gritarías, te rebelarías y acabarías por enfurecerte. Me sentí vejado por ese último comentario.
—No sé…, tampoco soy tan delicado.
—De acuerdo, probemos. Te enseñaré los fundamentos de la meditación. Tu magnífico cuerpo de negro quedará de maravilla sobre el cojín. Pero ante todo recuerda que el zen no es en absoluto una cuestión de interés, sino todo lo contrario. No debes buscar la iluminación, ni la sabiduría ni el placer. Tienes que olvidarte de todo eso. El satori no es un fin, Virgilio. Es el zazen en sí mismo, aquí y ahora. La Consciencia te llegará a su tiempo, por sorpresa, cuando menos te lo esperes. Has de iniciar el camino, tener confianza y, sobre todo, escuchar a tu Maestro. Marchar a mi paso por el Camino de Buda.
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Fig. 5. Tentación zen |
Ese pequeño profeta rechoncho de panza arrugada siempre me había parecido muy simpático, así que no tuve ningún inconveniente en seguir su Camino. Estaba ansioso por comenzar, y así se lo hice saber.
—No te impacientes —me respondió—. Es menester que empieces según las reglas. Ven al jardín. Ahora olvida la razón por la que has venido, ten en cuenta que vas a dejar el mundo tras de ti. Cuando tu pie izquierdo rebase este umbral, no estarás más que aquí y ahora.
Vas a sentarte de cara al muro sobre el zafu en la posición que tantas veces me has visto adoptar a mí, y a meditar.
—¿Y en qué pensaré? ¿Tengo que meditar algún pensamiento en particular?
—No, Virgilio, no. Tienes que dejar que los pensamientos fluyan, sin retenerlos. Que pasen. Que te atraviesen sin afectarte. Aquí y ahora, vamos.
Así que abandoné solemnemente el mundo con mi pie derecho cuando el izquierdo atravesó el umbral, y fui a sentarme sobre el pequeño cojín tratando de reproducir la postura inspirada que practicaba mi Maestro, con los ojos igualmente hacia abajo. Me esforcé en no pensar en nada, dejando fluir los pensamientos desatinados que me inspiraba Buda. No era másque una piedra en medio del torrente. Ya empezaba a percibir toda la gracia y la dificultad del ejercicio, incluidos los calambres, y casi a sentir cierto placer, cuando un dolor extremadamente violento me desgarró la espalda. Grité. Los golpes se intensificaron, como si me estuviesen lloviendo: en la espalda, en la nuca, en los brazos cuando traté de defenderme…, aullaba de puro dolor. ¿A qué se debía esa nueva injusticia? Estaba molido.
—Maestro —le supliqué—, ¡basta, ya basta! Es suficiente, me ha quedado claro.
—Perfecto, Virgilio, ahora sí que eres un iniciado. Estás iluminado, como yo. Has comprendido la gran verdad de la religión, su sentido último, la savia de la mística, algo primordial en nuestra misión: lo que importa es tener el bastón
© del texto, Mathias Énard, 2007
© de las imágenes, Pierre Marquès, 2007
Bio:
Mathias Énard (Niort, Francia, 1972) es novelista. Se estableció en Barcelona en el 2000, donde participa activamente en varias revistas culturales. Es autor de otras dos novelas: La Perfección del tiro (Reverso, 2004) y Remontando el Orinoco (La otra orilla, 2006). Galardonado con diversos premios, entre los cuales cabe destacar el Premio de la Francofonía 2004, ha sido escogido entre los diez mejores autores franceses de menos de 40 años por la revista Technikart.
Pierre Marquès nació en 1970. Es artista visual y diseñador gráfico. Su obra ha sido expuesta desde 1992 en numerosas muestras y performances. Este manual es para él una oportunidad de recuperar el dibujo clásico como componente del arte actual. |