¿Era la daga de mi padre? ¿O era el cuchillo que la nodriza utilizaba para descuartizar las liebres antes del almuerzo? Alrededor de mis dedos, que comenzaban a temblar un poco. Aquí huele mal. Me giré y dejé que mi vista descansara en las áridas colinas detrás de la ventana. El aire del otoño suavizó mis mejillas. Poco después, cambié la daga de mano y observé la sangre que comenzaba a espesarse en diminutos coágulos que caían como gotas de mercurio. Miré mis desnudos brazos teñidos por los gritos de la escena anterior, mi pelo ahora escarlata, mis doradas trenzas agitadas por la furia. Tragué saliva y dejé que la daga resbalara de mis dedos y acompañara la caída de las gotas rojas. Un sonido metálico al chocar contra el suelo de mármol me recordó que todos dormían. Me acerqué a mis hijos, los arropé por última vez y acomodé las facciones de sus rostros para disimular el pánico de sus últimas horas de vigilia. Si hubiese dudado por un momento, me dije, esos pequeños cuerpecitos estarían correteando sobre las piedras del templo de Apolo. Pero ¿por qué no había preparado una poción letal? Cogí cuatro monedas y las coloqué cuidadosamente sobre sus párpados. Traje la silla y me senté junto a su lecho y me quedé un buen rato mirándolos. Pobrecitos, me dije, y fue mi único instante de compasión. Porque alguien llamó a la puerta.
¿Era Jasón que venía a reprocharme la muerte de su esposa? ¿O era el testarudo Creonte, su suegro, acompañado de unos cuantos soldados que volvían para arrancarme de mi casa por la fuerza? Infeliz de mí, pensé, desde el momento en que escuché las embriagadoras palabras de ese argonauta. Desterrada de mi patria, de mi padre, de mi trono por seguir a ese bocazas. Yo, que fui hechicera de la Cólquide, que traicioné a mi padre y a mi reino por amor a un mísero humano, he vengado mi honor y mi vergüenza asesinando a sus hijos. Que entre y lo vea con sus propios ojos.
Me levanté con ímpetu y abrí la puerta de par en par. Fuera, un nervioso mensajero venía a comunicarme las noticias de palacio. Mi exquisito regalo para la princesa de Corinto, la que me había robado a Jasón, se había incendiado abrasando su cuerpo. Vestida con el peplo envenenado, bellísima ante la mirada del espejo que la vio retorcerse instantes después, no pudo hacer otra cosa, aterrorizada por el beso de la muerte, que gritar el nombre de su padre, Creonte, quien acudió a su llamado para morir carbonizado poco después. Y agregó:
–Jasón está de camino, señora, y no viene de buen humor.
–Gracias, muchacho, y vete antes de que el hermoso Apolo extienda sus brazos y reconozca a los forasteros.
Un torbellino de tierra amarillenta me impidió divisar el enfurecido rostro de Jasón. Allí viene, parece que galopa como un centauro. Si yo no he sido capaz de derramar ni una lágrima, este insolente no sabe que la rabia que ahora lo atormenta le consumirá la razón. Será mejor no tenerlo demasiado cerca.
Dejé la puerta entreabierta y corrí hacia la planta superior para observar la escena desde cierta altura. Jasón entró tropezando mientras relinchaba mi nombre con los brazos extendidos hacia el cielo. Al ver el sacrificio de los pequeños cuerpecitos, cayó arrodillado y maldijo el vellocino.
Ahora te acuerdas de mí, le grité, y subí perseguida por el odio de aquella bestia hasta los tejados, en donde mi carro de fuego alado me aguardaba para alejarme de Corinto.
© Verónica Nieto Foco 2008
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Biografía:
Verónica Nieto Foco nació en la provincia de Córdoba, Argentina, en donde vivió hasta los 18 años. Junto a su familia, se traslada a Málaga, en donde estudiará Filología Hispánica, y más tarde a Barcelona, en donde reside actualmente. En esta ciudad se licenciará en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, y cursará un postgrado en Técnicas de Edición y diversos cursos que están relacionados con el sector de la edición, en lo que trabaja en la actualidad.
De la misma autora lea en TBR 53 “El sacerdote de Emesa”