biografía del autor

imageXimo Folch

El reino animal, la república vegetal, el imperio mineral y los estados soberanos humanos

 

 

Como es natural, Laura y Pedro circulaban con su coche por la carretera mientras los escarabajos campaban a sus anchas sobre los ajos que, al lado de la carretera, esperaban una hidra de malla que les diera una familia. El maíz enlatado se conserva mucho mejor y está mucho más bueno que el congelado, argumentaba Pedro. Laura, naturalmente, no estaba de acuerdo, de lo contrario nunca hubiera empezado tal conversación, y decía que el maíz enlatado sabía a lata. Los escarabajos, mientras tanto, se ajustaban a su papel de escarabajos y no expresaban su opinión, a la vez que los ajos se sabían, junto a las patatas y las cebollas, una especie superior. Era domingo. El sol brillaba, como tiene que ser. La mañana empezaba bien.

La carretera seguía recta hasta donde alcanzaba la vista, pero Laura y Pedro se desviaron de ella a la altura del cartel indicativo. Pedro pretendía haber aceptado a regañadientes aquellas vacaciones en el centro naturista pero, a decir verdad, estaba encantado. Así que os vais a un centro nudista, les decía un amigo tres días antes. No seas burro. Son naturistas, no nudistas. Se les distingue porque sólo los naturistas pueden sonreír mientras se comen una ensalada de brécol. Laura se hacía la ofendida, pero no podía evitar que le hiciera gracia el humor de Pedro. A ella tampoco le despertaba especial simpatía el vegetarianismo, y desde luego no le despertaba el apetito. Sin embargo, sí creía que aquellas vacaciones habían sido una gran idea, suya, por supuesto. Les haría bien el aire libre, el mar, olvidarse de sus trabajos y de las caras de siempre, y les haría bien olvidarse de sus pudores y sus estúpidos prejuicios. Pedro le respondía asegurando que no pensaba pensar en ninguna cara en toda la semana.

Dicen que un clavo quita otro clavo. Con las piedras no sucede lo mismo, como pudo comprobar Pedro. La fijación de aquellas piedras en el suelo no era natural. Era sobrenatural cuanto menos, y seguramente incluso artificial, con el objeto de fomentar la venta de colchones neumáticos en el supermercado del camping. Pedro no pudo sino sucumbir a aquella sofisticada estrategia de marketing y compró el colchón más grande de todos. Algo similar sucedió con los mosquitos, que, artificiales o no, resultaron ser un reclamo infalible para la venta (y la compra, claro está) de repelente para insectos que hasta el estudio de mercado menos riguroso hubiera aconsejado comprar en aquel camping. Aquella primera noche, Pedro aprendió dos cosas: que el nudismo es una práctica que expone más partes de la anatomía a las picaduras de insectos y que, incluso entre naturistas, existe un protocolo de elegancia y es más aconsejable no pasear ciertas zonas del cuerpo cubiertas de granos.

A la mañana siguiente fueron a la playa y después de un baño y de decidir tácitamente dejar olvidadas las paletas en la arena fueron a un chiringuito de madera a beber batidos de sandía. Allí Laura sintió un deseo irrefrenable de socializar. Irrefrenable a pesar de los esfuerzos de Pedro, que ataviado únicamente con un pareo y sin saber dónde posar su mirada, no se encontraba en el momento más sociable de su vida. Paco y Mónica, pues así se llamaban los elegidos por Laura, les acogieron con la hospitalidad de los veteranos. Era ya su quinta visita al camping. Cada vez que podían se escapaban allí, les contaron, y así empezó un panegírico eterno sobre las bondades del naturismo, la naturaleza en sí misma, el sol y el agua mineral. A Pedro, quien evidentemente era el menos relajado y el más incómodo del lugar, empezó a molestarle la superioridad que aquellos hippies mostraban hacia él desde su larga experiencia y su amabilidad absoluta, hasta que, llegado un punto, decidió ser él quien tomara la palabra. Laura, habitualmente, sabía aplacar los momentos de ira de Pedro, pero no fue así en esta ocasión y empezó a temerse lo peor. Creo que en esta conversación hay varias contradicciones, dijo Pedro. Para empezar, no paráis de hablar de liberaros de prejuicios y creo que no dejáis de caer en uno de los prejuicios más típicos de nuestro tiempo. Paco, sin mostrar sorpresa ni alterarse lo más mínimo, le preguntó cuál era ese prejuicio. El prejuicio de lo natural, respondió categórico Pedro. Parece como si todo lo natural fuera bueno, como si ser natural fuera una cualidad en sí. ¿Y no lo es?, preguntó Mónica. Pues no, o al menos no necesariamente. Los alimentos que tomamos, argumentó Paco, están manipulados, repletos de hormonas y toxicidas que nosotros ingerimos de forma inocente. Y lo mismo sucede con cuestiones morales y sociales. El pudor, por ejemplo. El pudor es algo que te lo puede hacer pasar muy mal y que nunca te lo hará pasar bien, y por lo tanto hay que desecharlo. El pudor domina nuestras actitudes y nuestro comportamiento, acabamos por hacer aquello que se espera de nosotros y dejamos de ser libres.

Aquí Pedro tuvo que parar y tomar aire antes de responder. Aire puro y limpio del Mediterráneo, que entró por sus vías respiratorias y salió por las mismas sin escandalizarse ni juzgar a nadie. En cuanto a los aspectos sociales del término “natural”, no voy a negarte que la cultura y las costumbres ejercen una presión coercitiva sobre el individuo que determina su conducta todos los días y a todas horas, pero ello no puede llevarnos a afirmar que lo natural sea bueno. ¿O acaso pretendes vender el mito del buen salvaje, sin domesticar, que no reprime sus instintos violentos, por poner un ejemplo? Por otra parte, es demagógico afirmar que la manipulación de los alimentos es mala de por sí. La manipulación de alimentos se puede hacer bien o mal, es todo una cuestión de supervisión, pero la manipulación garantiza medios de conservación y de higiene que la sabia naturaleza no puede ofrecer. ¿No bebes leche uperisada? ¿No tomamos una simple aspirina cuando nos duele la cabeza? ¡Si hasta el simple hecho de cocinar es un acto de manipulación que desdice el mito de lo natural!

Llevado por el fragor de su discurso, a estas alturas Pedro estaba de pie mientras que su pareo había decidido quedarse enganchado en el saliente de un clavo del banco de madera en que se encontraban, de forma que sus genitales se agitaban casi tanto como su voz.

Pero tío, dijo Paco conciliador, no te pongas así, tú come lo que te apetezca que yo ya comeré lo que me venga en gana. Buen rollo. Pedro, entonces más calmado, volvió a sentarse dudando si había logrado una victoria o simplemente había meado fuera del tiesto. Siento, dijo, siento haberme puesto un poco nervioso. No te preocupes, dijo Paco, tal vez intentando quitarle hierro al asunto o tal vez intentando anotarse el último tanto, estás estresado, te alteras con demasiada facilidad. Tal vez deberías cuidar un poco más lo que comes. Tres décimas de segundo más tarde, Pedro había saltado por encima de la mesa y agarraba por el cuello a Paco. Cinco segundos más tarde su corazón dejó de latir, la presión de sus manos sobre el cuello de Paco disminuyó y su tez se puso azul como el Mediterráneo. Diez minutos más tarde, Pedro estaba oficialmente muerto. A decir del médico que le hizo la autopsia, Pedro falleció debido al estrés del momento y a la falta de hierro que provocaron en él una parada cardiaca irreversible. Ahora bien, si Pedro murió de muerte natural o ésta fue inducida artificialmente, ni el médico ni nosotros somos quienes para decirlo.

 

Biografía:

Ximo FolchXimo Folch (Castellón, 1975) cursó estudios de Filología Inglesa. Amante de los libros, los presta, los reserva, los sella y los coloca en la estantería cuando es necesario. Cuando el director de la biblioteca en la que trabaja no mira, aprovecha para escribir algún relato, que publica ocasionalmente en publicaciones locales a la espera de una cazatalentos de formas sinuosas.