biografía del autor

imageJulio Ramón Ribeyro

La huella

 

 

Una mancha negra sobre el suelo lo hizo detenerse súbitamente, con la fuerza de un impacto que hubiera recibido a mansalva. En vano intentó seguir su camino. Delante de sus zapatos la mancha se recortaba amorfa, espesa e incitante, bajo la luz del mediodía.
            Lentamente se fue agachando y la pudo observar con detenimiento. Sus bordes, en apariencia lisos, mostraban de cerca sus contornos estriados, con seudópodos ávidos que se proyectaban en todas direcciones. Era una mancha de sangre. Estaba seca; sin embargo, algo había en ella de viviente que lo succionaba y lo retenía con una fuerza inexplicable. Se incorporó para mirar más adelante y pudo observar otras manchas similares que se iban disgregando al azar, como un archipiélago visto desde el aire. Unos pasos más allá todo vestigio de sangre desapareció, y, sin poder explicárselo, fue reconfortado por un sentimiento de salvación. Aquellas manchas tenían algo en común por él, a punto de que juraría que habían brotado de su propio cuerpo. Pero un trecho más adelante aparecieron otras salpicaduras, y luego otras, en una profusión irregular y bestial, adoptando formas y dimensiones alucinantes, como si la hemorragia se hubiera tornado, de pronto, incontenible. Y esa sensación de ansiedad volvió a sobrecogerlo, al extremo que sintió una especie de vértigo, que con gran esfuerzo pudo dominar. Más adelante, sin embargo, la explosión de sangre se normalizó y, con una regularidad geométrica, fueron apareciendo gotas idénticas, igualmente espaciadas, diametralmente exactas, como si hubieran sido impresas con un sello sobre el pavimento. La curiosidad, entonces, fue haciendo soportable su temor, y comenzó a seguirla con una avidez en la que había algo del suicida y del iluminado. Durante muchas cuadras anduvo preso del reguero y, en la distribución de aquellas gotas, iba descubriendo un drama humano, que, sin ninguna razón atendible, le parecía vinculado a su existencia. Las gotas, a veces, se amontonaban, para arrancarse luego en una dirección insospechada, y volverse a detener para cambiar de rumbo. La persecución fue haciéndose interesante y dolorosa, como el espectáculo de una agonía, pero también cada vez más ardua. Las gotas se distanciaban y se empequeñecían, hasta que, de pronto, desaparecieron sin solución de continuidad. En vano buscó, en las cercanías una puerta, una casa donde pudieran haberse introducido. Entonces, sintió una desesperación horrible, como si la pérdida de ese rastro significara para él la pérdida de su vida. Y se lanzó por la acera con la mirada raspando la vereda. Fue entonces que descubrió un objeto arrugado y rojo. Era un pañuelo. Estuvo tentado de recogerlo, pero se contentó con leer el monograma, y las letras entrelazadas le parecieron las de un nombre cercano al suyo. Luego, a corto trecho del pañuelo, surgieron nuevamente las manchas, pero con una copiosidad insospechada.
            El rastro, en lugar de ser rectilíneo, fue haciéndose tortuoso, como si el hombre del cual manó aquella sangre hubiera estado tambaleándose y en trance de caer. Los árboles de la calzada, las paredes de las casas, estaban igualmente salpicados. Las manchas, además, eran más frescas y herían la vista como lancetazos. La persecución, entonces, se hizo frenética. Ya no caminaba, sino corría, a pesar de lo cual notó que se estaba introduciendo en su barrio. Pronto estuvo en las inmediaciones de su casa. Más tarde, en la misma esquina, y la sangre aumentaba sin piedad arrastrándolo con la persuasión de una sirena. Por último, se detuvo en la puerta de su hogar. Estaba abierta, y las escaleras le invitaban a subir.
            Al mirar los peldaños, descubrió las manchas trepando por ellas, como un reptil implacable. Comenzó a subir. ¿A qué habitación se dirigían? Recorrieron el pasillo, pasaron delante del cuarto de sus padres, vacilaron un instante frente al baño, y siguieron, siguieron hacia su dormitorio, cada vez más vivientes, como si acabaran de ser derramadas. Un vaho caliente brotaba de ellas, y, tras enormes floraciones, se detuvieron frente a la puerta de su cuarto, que estaba entreabierta. Quiso poner la mano en la perilla, pero la notó ensangrentada, al mismo tiempo que sintió algo que caía pesadamente sobre su cama, haciendo crujir el somier. Entonces se quedó inmóvil. Recordó que el monograma del pañuelo correspondía a sus iniciales, y no le quedó la menor duda que en el interior de su habitación acababa de producirse el espectáculo de su propia muerte.

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Publicado originalmente en la revista Letras Peruanas, Lima, febrero de 1952, año II, n. º 5, p. 30

 

Biografía:

Julio Ramón Riberyo es el más grande cuentista que ha dado el Perú, al respecto la crítica del país sudaméricano es unánime, como lo es el favor del público; el reconocimiento que merece su obra se debe tal vez a la facilidad con la que sus lectores consiguen identificarse con los personajes de sus relatos, y quién sabe si con el propio autor, un costeño de ascendencia andina. En los Andes pasó una temporada durante su juventud; su mejor novela, Crónica de San Gabriel, narra este encuentro con lo que se da en llamar el Perú profundo. La consciencia de que la plasmación literaria de la problemática latinoamericana tenía que romper con los moldes acartonados del indigenismo sería secundada pocos años después por toda una generación de cuya “fiesta”, conocida como el Boom, sería excluido. Las lecturas de los clásicos del XIX y del XX  y su partida al país de Maupassant afianzaron su personalidad escéptica y una actitud de compromiso con la literatura. Empezó a mandar relatos a Lima y a publicar en los espacios literarios de mayor prestigio, de este modo se dio a conocer entre los jóvenes narradores, algunos de los cuales pronto le darían el alcance en París, como Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, nada menos. Viviría en la place Flaguière hasta pocos años antes de su muerte, ahí escribiría gran parte de su obra, cuentos, ensayos, novelas y aquellos subgéneros tan poco transitados por la literatura latinoamericana, como son el diario y el aforismo. En vida, era ya un mito en el Perú; tras su muerte, el mito cruzó fronteras. En España, Tusquets ha publicado con decoro parte de su obra, Alfaguara sacó una cuidada edición de sus Cuentos Completos, Seix Barral se hizo con las bizarras Prosas apátridas y ahora lanza La palabra del mudo, la primera antología que hiciera de sus relatos el editor salvadoreño Carlos Milla Bartres, a quien debe el título. En estos tiempos en los que el relato parece cobrar mayor interés de parte de la crítica, el lector tiene más cerca de sí la obra de este genial cuentista, una invitación a recorrer el transfondo que habita las almas de los seres anónimos, aquellos que nos rodean y que en gran medida somos todos. EEU