Almu Ballester
Bombillas
A Lidia la encerraron en el aseo. Se escuchaba un buen ruido de cuchicheos y risitas fuera. Vamos chicas, ya está, dejadme salir. Y enseguida, eco. Vamos, anda. Ya vale. Más eco. Era tan fácil aquello. Un palo de fregona cruzado bajo el picaporte y apoyado contra la pared lateral servía de cierre perfecto. Tan fácil. Elegir a una, te toca, risas nerviosas del resto de las niñas, métete ya, un empujón, murmullos de excitación, cállate que nos van a oír, saltitos, bloquear la puerta, huir de allí. Había sonado el timbre, así que Lidia se resignó: pasaría bastante rato en ese cubículo. Era el último retrete de una larga fila, casi en esquina contra la pared, el más amplio pues guardaba también útiles de limpieza. El único que podía trabarse así. Sentada en la taza del váter sin tapa, los muslos protegidos por su falda escocesa recia, sintió un poco de asco. Pero más abandono y cansancio. Sabía que las niñas no aparecerían por los aseos hasta que no terminara la clase siguiente, que correspondía a Geografía. Una asignatura aburrida y ella toda la hora allí recluida. Sola. En un limbo inadvertido. Se dedicó a mirar los mensajes rotulados en la pared de azulejos no muy blancos. Borrados los más obscenos, con esmalte, o tippex, algo de eso. ¿Usaban las monjas este cuarto de baño? ¿O tendrían una aspirante monjil entre las alumnas? Seguro. Una del opus, o dos o tres. Por qué si no iba a borrar unos mensajes y dejar otros. ¿A qué velocidad se creaban todos esos mensajes nuevos? ¿A la de cuatro, cinco encierros?
Siempre era así. Un encierro de vez en cuando. Le tocaba a una, le tocaba a otra. Casi nunca a Silvia, porque Silvia era la jefa. La madre. La lista la atrevida la cabrona. La. Habitualmente lo sufrían las mismas. El aislamiento —pagar prenda porque sí— podía coincidir con un recreo completo y entonces había suerte porque no lo notaban las monjas. Quince, veinte minutos. Pero podía ocurrir que Silvia decidiera que era poco desafío. Que era necesario encerrar durante las horas de clase. Entonces faltaba una niña y no es que se investigara mucho, eran tantas. Si la monja o profesora de turno se daba cuenta, ponía un negativo. Listo. Nunca llamaba mucho la atención, solo a partir de las dos horas de ausencia saltaba alguna alarma, como muy bien había calculado Silvia. Lidia estaba habituada a tener su hoja de asistencia poblada de rayas. Pero en ocasiones, para disgusto de la jefa, ni siquiera pasaban lista y entonces la falta de una niña a la clase ni se notaba: nadie se iba a percatar.
Ella, bueno, un poco mal sí lo pasaba. La sensación de formar parte de un juego perverso del que, sin embargo, no podía decidir las reglas. Mantenerse quieta y callada y en ese poco espacio que siempre le provocaba muchas ganas de mover las piernas, deprisa. Primero sentada y luego en puntas. Un pie, el otro, cambiar el peso de lado, según los nervios. Aunque total, siempre volvían después. A veces mucho después. Pero al cabo volvían las risitas: el palo destrabado, la puerta se abría. Listo. Ritual cumplido.
Lidia se adormilaba.
De pronto, se abrió la puerta. ¡Venga, ahí dentro! Lidi, tienes compañía. Una chiquilla asustada. Asustadísima. Seis años que, al lado de sus once, parecían la misma vida. Una de las recién llegadas a Primaria, ese septiembre. La niña y sus trenzas bien apretadas temblaban de arriba abajo. Se retorcía el niki blanquísimo con las dos manos, sin abrir la boca. Los ojos, eso sí, le brillaban mucho. Como las gotas que se quedan en el lavabo al enjuagarse tras el cepillado de dientes. Las gotas que reflejan bombillas encendidas, siempre hay muchas bombillas en los cuartos de baño, de luz muy blanca y aséptica. Lidia miraba a la niña, sin decidirse a consolarla, tan víctima como ella. Mierda, chicas, que esta es muy pequeña. Que se va a poner a llorar. Sacadnos ya. Pero en vez de risitas, respuestas o algún insulto, el silencio. Pfff. Lidia se resignó a seguir esperando, al lado de la niña rígida, de trenzas de alambre y manos de garra sobre la tela. Se fijó en la pulserita de goma que llevaba. Del mismo tipo de las que le gustaba ponerse a ella hace algunos años. De esas que siempre se pierden. La niña pequeña, tan pequeña y tan inmóvil, le recordó a la silueta de la bailarina que adornaba la pared de su cama. Casi le preguntó a su compañera de encierro si le gustaba el ballet. Pero no lo hizo, porque se fijó en que ella no parpadeaba siquiera.
Se apagó la luz. Se apagaron todas y cada una de las luces. Lidia dio un grito. Se estaban pasando. Apagar la luz era pasarse. Sí, era pasarse demasiado. Decidió que hablaría con Silvia. Lo haría. Ya estaba bien, tenía que hacerlo. Era demasiado, lo de apagar la luz. La niña pequeña seguía sin moverse. Nada de nada. Hasta que sí lo hizo. De repente. Se cayó al suelo y empezó a agitarse, mucho; sacudía cada músculo. Manos, pies, el tronco. Para arriba, para la derecha, izquierda. Manotazos y patadas como eléctricas. Eso era, como si estuviera sufriendo un calambre continuo. Y, sin embargo, seguía sin mover los ojos. Sin parpadear, ni un instante. A pesar de la oscuridad, los ojos de la pequeña eran tan blancos, los había puesto tan en blanco, que Lidia podía apreciar en ellos un fulgor, como de dos diminutas bombillas. No supo qué hacer. La niña no paraba de batir el cuerpo entero, en todas las direcciones. Trató de sujetarle las piernas, los brazos. La cara. No podía, la fuerza era tremenda para una niña tan pequeña. Sus patadas, de hecho, consiguieron que cayera el palo de la fregona y se abriera la puerta, pero qué importaba eso ahora. Y oh, dios. Palpó algo húmedo. Estaba sangrando por la boca. Lidia quiso gritar. Pero no le salió un solo sonido. Trató de parar la hemorragia de la niña de alguna manera. A tientas buscó el papel higiénico y tiró de él. Todo lo que quedaba se desprendió del rollo y Lidia formó una gran bola para metérsela en la boca a la niña, pero solo consiguió que ella le mordiera la mano al intentar separarle la mandíbula. Qué era lo que sangraba; podía ser la lengua, o los labios. La niña mordía y se mordía a sí misma y convulsionaba y sangraba y Lidia no podía detener nada de todo aquello. Por favor, para ya; por favor, para ya; por favor, para ya. Lidia lloraba. La niña en cambio tenía una mueca arriesgada. Entre la burla y el trance.
No fue Silvia quien sacó de su encierro a las dos. Fueron las patadas de la pequeña, o fue alguien que entró y no vio luz y se asustó y salió corriendo o incluso llamó a quien hubiera que llamar. O tal vez fue Lidia con sus súplicas silenciosas. Aparecieron una monja y dos profesoras, taconeos rápidos y alarmados. Se llevaron a la niña a la enfermería y a Lidia ante la directora. En el pasillo se formó un corro de cuchicheos, ninguna risita, fluorescentes todos encendidos.
Por qué la encerraste allí, le preguntaron. Es muy peligroso, la acusaron. No te das cuenta, es una cosa muy grave hacer pasar ese miedo a una niña, a una niña así, la amenazaron. Directora y jefa de estudios miraban a Lidia y ella quería agitar las manos, igual que había hecho la niña. Igual que estaban haciendo ahora las monjas. Pero en cambio, las apretaba contra la silla, debajo de sus muslos. Hablar, de eso no era capaz. Solo podía morderse la lengua, mirar los ojos parpadeantes de la directora, el cruce perfecto de brazos de la jefa de estudios. Tuvo la sensación de que si se quedaba quieta, muy quieta y rígida, todo se disolvería y terminarían por dejarla marchar. Que si se movía tendría problemas. No podía evitar, sabía que enloquecía, imaginarse bailando en aquella sala en penumbra, tratando de estirar al máximo las puntas.
Las paredes del despacho de la monja directora estaban adornadas con crucifijos, uno por pared. Diferentes materiales y formas. Lidia observó las tallas: arrojaban sombras peculiares hacia el suelo, efecto del sol filtrándose en la persiana. Aquello debía de ser lo espiritual. La monja hacía preguntas sin parar. Lidia callaba. Lo único que ella necesitaba en ese momento era saber cómo se llamaba la pequeña.
Por fin, una eternidad después, se le desencajó la mandíbula, liberó la lengua aprisionada y un poco dolorida. Cómo se llama la niña, preguntó.
No puedes ir a verla, ¿qué te has creído?
Ella no quería ir a verla, solo quería saber su nombre.
Y también saber si le gustaba el ballet clásico. Estaba casi segura de que sí.
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© Almu Ballester
Almu Ballester es una escritora nacida en Madrid en 1967. Licenciada en Filología Hispánica, especialista en Lingüística Computacional, en la actualidad combina su labor profesional con la escritura. Lectora voraz y con alma de periodista, ha sido destacada con algún premio interesante, como el del VI Concurso Relatos del Bistró de La Central. Sus relatos han aparecido en revistas literarias como Leer, Cuentos para el Andén, Luvina y antologías como Incómodos (ed. Relee). Normas de inseguridad, su primera colección de relatos, se publicó en mayo de 2017 (ed. Relee).
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