Clementine Sump acababa de llegar a lo más alto.
La subida había sido
larga; el descenso aún lo sería más. Lucía un sol radiante de verano, y soplaba una
cálida brisa que le apartaba de la cara la melena más o menos rubia. Prácticamente
alcanzaba a ver toda la ciudad: el instituto del que había sido alumna, ¡Linces,
Linces!, el fermento de la deslealtad fosilizado en su interior; la cara sonriente del
depósito de agua, desfigurada por los colmillos pulverizados de quién sabe qué apuesta
olvidada; y el recinto ferial, escenario de varias humillaciones románticas. Qué
uniformidad la de Blessed Heights. Clementine movió la cabeza hasta devolver a su pelo la
forma original. La ciudad desapareció a sus pies.
--¡Hace demasiado
viento! --gritó a su padre y coadjutor--. ¿Y si lo dejamos para mañana?
--No hagas caso del
viento, tesoro. Tiene que ser hoy. Mañana es sábado: por la mañana me esperan en el
despacho y por la tarde tenemos la barbacoa del año. Ahora es cuando, cariño. Ahora o
nunca. Tienes que ser valiente. ¿Te acuerdas de la primera vez que fuiste a nadar? Al
principio te dio miedo saltar, ¿verdad? Pues esto es lo mismo, sólo que un poco más
alto.
Clementine miró hacia
abajo y tragó saliva.
--Créeme, corazón. Tu
padre estará a tu lado en cada metro del recorrido. Me va a doler tanto como a ti.
--¿Ah sí?
--Pues claro --dijo el
padre--. Las demás chicas del barrio lo han hecho hace tiempo. ¿No querrás ser el
patito feo otra vez, verdad?
--Suni Smith no. Y no es
la única ni mucho menos.
--Los padres de Suni son
ateos.
Clementine se echó a
temblar. Aun con las puntas de los pies a varios centímetros del vértice, las rodillas
le temblequeaban como a un cartero borracho.
--No quiero morir
--protestó con un hilo de voz.
--Pero si se trata
precisamente de todo lo contrario. ¿No te das cuenta? Jamás se me ocurriría proponerte
algo en lo que no tuvieras al menos el setenta por ciento de posibilidades de sobrevivir.
--Gra... gracias.
--Y salta ya de una vez.
--¡No puedo!
--Pues claro que puedes,
mujer --dijo el padre con confianza--. Tú relájate y déjate llevar. Un paso más,
vamos. Es un gran paso, pero me haría sentirme muy orgulloso de ti. Y acuérdate de la
fiesta de mañana. ¡Qué alta ibas a llevar la cabeza! Entre esto y el acordeón, casi
serás el alma de la fiesta. Que, con tu carácter, no es moco de pavo.
Clementine se arrodilló
sobre el caballete, con un pie a cada lado y la cabeza gacha, aferrándose a las tejas de
madera basta como queriendo alcanzar con los dedos las placas de aislamiento.
Oyó un largo suspiro a
sus pies y la voz de su padre que le decía:
--Mira, cielo, a lo mejor
es que te da vergüenza hacerlo delante de mí. Ya te pasaba cuando tu madre te empezó a
quitar los pañales. ¿Qué te parece si me voy adentro a leer el periódico? Con un poco
de suerte, cuando acabe ya te lo habrás quitado de encima.
El hombre se fue sin
esperar respuesta. Su hija percibió la frustración que se escondía tras aquel tono de
voz. Quería complacerlo. Más que nada en el mundo. Pero una de dos: o era dura de
mollera, o demasiado aprensiva. Clementine recuperó el equilibrio, retrocedió y se
deslizó hasta un punto menos elevado del tejado, a la espera de que su padre volviera con
la escalera.
Desde allí dominaba el
espacioso jardín de don He Vuelto A Nacer, el mismo donde se celebraría la fiesta del
día siguiente. Habían instalado una gran carpa blanca y un escenario provisional para
los músicos, forrado con tela de bandera. Dentro de pocas horas estaré ahí, se dijo
nerviosa, y deseó no haberse presentado voluntaria para contribuir a amenizar la velada.
Entonces se puso a tararear una melodía acompañándose con un instrumento invisible. Le
sudaban las manos.
Bajo la atenta mirada de
la señora de la casa, el jardinero estaba plantando un semicírculo de cactus --una
variedad enana de los cactus gigantes de Arizona-- junto al escenario. En aquel clima
nórdico no durarían más allá de septiembre, pero hacían juego con la casa: una casa
de una sola planta transmutada en hacienda española en la misma época en la que Bob Fist
se había transfigurado en don He Vuelto A Nacer y transformado para siempre los mores
sociales de Blessed Heights.
Hablando con Zeus, el
hijo del anfitrión, Clementine se había enterado de que éste estaba de gira por el
Oeste --en Granite Falls o Mullholland Falls, no sabía exactamente dónde había querido
decir--, y de que tenía intención de regresar justo a tiempo para la fiesta. Así pues,
habría suspense y entrada trascendental. En un cierto sentido, Clementine amaba a Zeus,
pero sus complejos la mantenían alejada de él la mayor parte del tiempo. Al fin y al
cabo, ¿qué se le podía decir a alguien que había estado donde había estado él? Al
lado de aquella experiencia, los estudios, los amigos, la actualidad, el tiempo y hasta el
mismísimo mundo debían de parecerle cosas de niños.
Ni que decir tiene que el
problema tenía fácil solución. Zeus y ella iban a tener muchas de cosas de qué hablar
si se decidía finalmente a seguir el consejo de su padre y a dar el paso que la separaba
del universo.
Lo cierto es que la
comunión con el cosmos estaba muy bien como tema de conversación. Lo malo eran los ratos
en el caballete del tejado, con el viento en la cara y el verde amenazador del césped a
sus pies.
--Papá, ¿puedo bajar
ya? --Clementine acompañó su súplica con un golpe de playera.
El hombre reapareció,
apoyó la escalera en el canalón con aire alicaído, y la sostuvo mientras Clementine
descendía por ella.
--Lo he intentado, papá.
En serio --dijo en cuanto sus pies rozaron el añorado suelo--. Yo no quiero ser mala.
Quiero que te sientas orgulloso de mí. Pero me dan miedo las alturas, no sé. A lo mejor
podríamos hacerlo de otra manera, sin que tuviera que subir tan... arriba.
--Cariño, has hecho lo
que has podido, y eso es lo más que un padre puede pedir a sus hijos.
--No tengo por qué ir a
la fiesta --dijo Clementine mientras ayudaba a su padre a transportar la escalera hasta el
garaje--. Les puedes decir que me he puesto enferma. Ahora mismo me noto la parte del
estómago bastante revuelta. Con un poco de suerte, mañana me despierto en la UVI.
Pero el hombre no estaba
dispuesto a albergar ninguna esperanza. Parecía inconsolable. Por fin cogió un martillo
del tablero ennegrecido y se puso a dar martillazos. Clementine no insistió. Sabía por
su madre que contra el martillo no valían razones. Así pues, entró en la casa, cogió
su acordeón y estuvo ensayando hasta la medianoche.
*
El rayo fue como una
sonrisa en la oscuridad, una segunda oportunidad. Clementine se despertó sudorosa y
desorientada. Las sábanas le parecieron una camisa de fuerza y se deshizo de ellas a
patadas. Se incorporó. ¿Qué hora era? Las dos y trece minutos. La lluvia golpeaba los
cristales. El viejo roble del jardín vibraba, temblaba y se balanceaba.
Uuu, uuu, uuu, aullaban
las sirenas.
--¡Vamos, Clem! --gritó
el hombre desde la puerta--. Andando. ¿No oyes las sirenas? --El pijama de rayas asomaba
por debajo del impermeable negro.
--Ya voy --dijo ella
medio atontada mientras se dejaba caer de la cama. El hombre la precedió por el pasillo
hasta la cocina. Luego abrió la puerta del sótano, cogió un paraguas y se dirigió con
su hija hacia el garaje.
--Es una señora tormenta
--comentó el hombre mientras hacía retroceder el coche hasta la calzada inundada--. La
más fuerte del año, ¿qué te juegas? ¡Qué relámpago, madre mía!
--Qué oscuro está.
--Clementine estaba limpiando la ventana empañada con la manga de su camisón--. No
vería un tornado aunque nos pasara por delante de las narices.
Una manzana más allá,
al llegar a Heaveland Park, el hombre abrió la portezuela del copiloto, entregó el
paraguas a Clementine y la urgió:
--Buena suerte, cariño.
Acuérdate de sostenerlo arriba.
Clementine, aún medio
dormida, ascendió sin entusiasmo hasta el promontorio más alto del parque y resistió el
embate del viento mientras el paraguas rojo se movía en todas direcciones. Finalmente
consiguió abrirlo con el pie y pudo levantarlo tímidamente por encima de la cabeza.
Un trueno retumbó en sus
oídos. Ése ha caído cerca, pensó, y levantó un poco más el paraguas.
En aquel preciso instante
el chaparrón se transmudó en llovizna y el viento y las sirenas cesaron. Clementine se
asomó al borde del paraguas maltrecho para mirar el cielo. Nubes de blanco y azul
guarnecían las estrellas. Un amasijo de hojas verdosas cubría los campos de juego.
Reinaba el silencio, pero no un silencio absoluto. En algún lugar, en Apple Creek o en el
rancho Überalles, el cielo ofrecía un aspecto violento, y se oían las carcajadas de un
niño o de una niña. Lo que desde luego no reinaba aquella noche en Blessed Heights era
la alegría. Clementine echó un vistazo al coche. Su padre parecía tan arrugado como el
paraguas.
De vuelta en el
automóvil, al otro lado del barrizal, la esperaba un buen rapapolvo.
--Pero, bueno, ¿es que
tú eres tonta? --la riñó el hombre mientras la tapicería de cuero beige se iba
cubriendo de gotas de agua.
--No es culpa mía --se
defendió Clementine--. Ha parado de llover de repente. Ha sido un cosa rarísima.
--Si la señora no fuera
tan remolona, aún la habríamos pillado a tiempo.
--Lo siento --bostezó--.
Es que tengo mucho sueño.
--¿Tienes idea de lo
mucho que esto significa para mí? ¿De lo que significa para toda la familia? --preguntó
el padre--. Pues te lo voy a decir, por si no lo sabes. Si, gracias al esfuerzo de tu
querido papaíto, la agencia Mitzner consigue la firma del señor Bob Fist, o sea, de don
He Vuelto A Nacer, o sea, de don Nueve Meses En La Lista De Los Más Vendidos Del New
Jersey Times, nuestro nivel de vida se dispararía. Entraría un montón de dinero en
casa. Y a toca teja, además.
Tejas, pensó Clementine.
--Lo malo, queridísima
hija, es que, por muy cerca que vivamos de su casa, no tenemos ninguna excusa para
acercarnos a él. No tenemos nada de qué hablar, nada que nos una. Bob ha visto la muerte
de cerca y ha vivido para contarlo. Es una persona especial.
Clementine sabía que su
padre tenía razón.
--Piensa en la fiesta de
mañana, por ejemplo --continuó el padre--. Si yo pudiera abordar al señor Fist al lado
de la ponchera y decirle: «¿Sabías que mi hija ha visto la luz hace poco, Bob? Sí
señor, se está haciendo mayor. Oye, por cierto, tú que vas y vienes de las puertas de
la muerte, ¿no has pensado en hacer algo para que tu familia no tenga por qué
preocuparse si, en una de éstas, el Ser de Luz decide que tu tarea en este plano de
existencia ha concluido?» Eso es lo que yo llamo una buena excusa. Eso es una excusa como
la copa de un pino.
--A lo mejor cojo una
neumonía... --intentó animarlo Clementine.
--Lo del rayo nos habría
ido de perlas --dijo el padre en voz baja, ya más sereno, mientras regresaban a casa--.
Al señor Fist le han caído encima siete rayos, y su experiencia de la muerte ha sido
más profunda cada vez. El Ser de Luz le ha revelado el futuro del mundo. Siempre dentro
de una bolsita de papel como las que te llevas tú a clase. Sólo que, en vez de un
bocadillo de jamón y una galleta de avena, en sus bolsas hay datos cruciales sobre el
futuro de nuestro mundo. Sobre el futuro de la Tierra. De las trescientas cuarenta y una
revelaciones que ha encontrado en esas trescientas cuarenta y una bolsitas, ciento doce ya
se han hecho realidad.
--Caray --exclamó
Clementine.
--Yo no te pido nada de
eso --dijo el hombre--. Yo me conformaría con que vieras el túnel, o con que vieras
pasar tu vida como una película. Ésa es la clase de experiencia de la muerte que deseo
para ti. Me parece que no soy un padre demasiado exigente, la verdad.
Clementine se retorció
la manga del camisón y la alfombrilla con agua de lluvia.
--Si vieras la póliza
que le he preparado --dijo el padre--. Hecha a medida. Bueno, en realidad, no es más que
un seguro de vida a todo riesgo con una cláusula especial dedicada a las experiencias de
retorno de la muerte. Pero es una maravilla.
Clementine no lo dudó ni
un momento.
Se sentía culpable. Ella
quería ser una hija modelo. Si hubiera sido unos cuantos años más joven, una ingenua
adolescente, tal vez habría sido capaz de dar el gran paso sólo por quedar bien. De
momento ya había estado a punto. Y quién sabe. Quizá en otras circunstancias, y con el
estímulo adecuado, aún sería capaz de darlo por el bien de la familia.
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