Wyatt
lleva horas y horas trabajando en la sala del látex, esculpiendo con sumo cuidado la
textura de la piel de un alienígena que se necesita en un rodaje después del fin de
semana. Tiene las manos, por las que siente un exagerado orgullo --manos de largos dedos y
lampiñas tras muchos años de exposición a las sustancias químicas--, salpicadas de
resinas y pinturas; las uñas están irremediablemente picadas y rayadas. Son los zarpazos
de un insólito trabajo como director creativo del departamento de prótesis de una
compañía local de producción de efectos especiales llamada Flesh. Esa semana le toca a
una peliculita barata para una cadena de cable estadounidense pasar por la trituradora de
forma nada diferente a lo que ocurre con los derivados cárnicos en una fábrica de
salchichas.
«Es como picar carne», había
comentado Wyatt esa misma tarde al personal de Flesh y había provocado con ello
las sonrisas de los trabajadores, quienes se han convertido todos a lo largo de los
últimos cinco años en expertos modeladores, despellejadores y pintores de cuerpos de
látex y fibra de vidrio. Una especialidad de Flesh son las películas policíacas:
la creación de decenas de tortelinis y raviolis de sangre falsa embutidos dentro de
moldes en forma de torso humano y conectados con cables para su explosión sincronizada
delante de las cámaras. En los últimos tiempos, Flesh se ha introducido con
fuerza en la producción de alienígenas. Los alienígenas, en cierto modo, son más
fáciles de realizar que los seres humanos porque, como ocurre con el futuro, no existen
de verdad; cualquier laguna o dificultad se puede resolverse sin mayores problemas dando
rienda suelta a la imaginación.
Wyatt mira por la ventana: el sol ya se
ha puesto. A través de las paredes oye los runruneos y los bocinazos de los vehículos
que se apresuran de vuelta a casa, dispuestos a celebrar alegremente el paso de 1999 al
2000. Esa misma tarde, al hacer una salida de urgencia en busca de epoxi a London Drugs en
Lonsdale, Wyatt percibió cómo una gran losa de preocupaciones se alzaba de los hombros
de los ciudadanos de Vancouver Norte. Le pareció como si sobre la ciudad se hubiera
cernido durante al menos todo el mes pasado un enorme asteroide, que amenazaba a cada
momento con aplastarla como un saco de patatas.
Esta sensación había convertido la
Navidad de este año en un acontecimiento de una extraña severidad.
--La última Navidad del siglo.
Eso era lo que no habían dejado de
repetir los familiares de Wyatt, como si pudiera servir de algo.
La esposa de Wyatt, Kathleen (sin
hijos), había permanecido en su silla a lo largo del prolongado y torturante ritual de
apertura de regalos celebrado en casa de los padres de él, mientras sobrinos y parientes
políticos chillaban, hacían gorgoritos y les enviaban sutiles mensajes:
¿Por qué no tenéis niños?
Sin embargo, en este momento, el
asteroide ya se ha alejado. La ciudad brota como un plantel de semillas que germinan y se
retuercen en dirección al sol, y Wyatt se siente un poco mártir por quedarse trabajando
hasta tarde mientras todos los demás han dejado sus ocupaciones pronto para regresar a
casa y prepararse para la medianoche.
Piensa en la trama en la que su actual
alienígena, al que tiene tumbado sobre la rodilla izquierda mientras le da unos toques y
lo texturiza, participa. Unos extraterrestres rubios como la miel, se disfrazan de agentes
de la propiedad inmobiliaria y atraen a seres humanos hasta casas equipadas en secreto
para realizar experimentos biológicos. El único alimento terrestre que toleran los
agentes inmobiliarios alienígenas son las píldoras anticonceptivas. Por la noche arrasan
las farmacias de la ciudad, saqueando y matando para satisfacer sus necesidades.
No hace falta decir que el protagonista
y la protagonista relacionan los robos de píldoras con las ventas de casas y llegan justo
a tiempo para impedir que sean viviseccionados dos adorables niñitos (dos amasijos de
células que, en la vida real, se convertirán a los trece años en verdaderos monstruos
engreídos).
En la escena final, un Pontiac Sunfire
descapotable lleno de hambrientos agentes inmobiliarios extraterrestres se ve rodeado de
pistolas y destelleantes coches patrulla. Los acorralados alienígenas salen de los falsos
cuerpos humanos, se muestran en la plenitud de un horror viscoso y miriápodo y entonces
son abatidos en el acto por la policía local (con cuerpos embutidos de raviolis
sangrientos), pero no sin que antes todos los edificios de los alrededores hayan quedado
reducidos a escombros.
Fin.
La cadena televisiva hace un auténtico
negocio. Dejando de lado los efectos especiales, toda la película puede rodarse en un
máximo de doce días con un mínimo de escenas exteriores, y hace años que el dólar
canadiense no está tan bajo en relación con el dólar estadounidense. Un tercio holgado
del presupuesto se va en la escena final, lo cual da fe, siente Wyatt, de la elevada
consideración en que tiene sus habilidades el estudio.
Wyatt ha estado callado los últimos
días, como lo han estado a grandes rasgos los demás, cortando látex, mezclando tintes
de anilina y probando los tamaños de los ojos de cristal mientras reflexionaban sobre el
inminente y magnífico cambio del cuentakilómetros. Sin embargo, Wyatt tenía en la
cabeza otras cosas como para estar preocupado por una simple cuestión de números. Él y
Kathleen llevaban visitando especialistas en fertilidad desde septiembre tanto en
Vancouver como en Seattle, y los resultados, tras interminables Papa Nicolaus,
eyaculaciones forzadas, pruebas de pH, análisis de sangre e historias personales
repetidas hasta la saciedad... no habían llevado a ninguna parte.
--¿Qué quiere decir que no sabe? --le
había espetado Wyatt al doctor Arkasian--. Tiene que saberlo.
Al otro lado de las ventanas, Vancouver
tenía un aspecto gris y nublado, como si la ciudad entera hubiera sido fabricada y no
construida.
--Lo siento, Wyatt, no hay una
respuesta.
--¿Es mi esperma? ¿Es mi culpa?
--No necesariamente.
--Entonces es de Kathleen... ¿no tiene
óvulos? ¿Los tiene mal? ¿Están dañados?
El doctor Arkasian había intentado
calmar a Wyatt. No existía una respuesta clara. Wyatt imaginaba sus espermatozoides
precipitándose hacia los óvulos de Kathleen pero, a medida que se acercaban, se volvían
cada vez más lentos y acababan por quedar dormidos o morir. Wyatt imagina los óvulos de
Kathleen como huevos de gallina, todo yema y nada de clara: rezumando vapores
espermisomnolentes. ¿Duermen los óvulos? ¿Duermen y sueñan los espermatozoides? En
realidad, son sólo medio ser, así que ¿cómo iban a estar vivos?, ¿cómo iban a
soñar?
Kathleen no tiene hermanos y, al casarse
con Wyatt, su máximo deseo era tener quince hijos. La enorme familia de Wyatt fue para
Kathleen, como tan a menudo ocurre con los hijos únicos, un poderoso afrodisíaco. Lo
cierto es que lo intentan por todos los medios, pero...
Pero, ¿qué?
--Tiene que haber una causa única
--dijo Wyatt pensando en voz alta cuando volvieron justo antes de Navidad a la consulta
del doctor Arkasian--. A lo mejor es algo que he comido. Algo que haya respirado Kathleen.
Algún medicamento que hayamos tomado de pequeños...
--Sí, podría ser --contestó el doctor
Arkasian de modo trivial, con visibles deseos de sacar de su consulta a aquella pareja sin
hijos a falta de una explicación clara de su infertilidad.
De modo que ahora Wyatt ha estado
reflexionando sobre su posición y la posición de Kathleen en el mundo. Ha estado toda la
semana revisando recuerdos, recuerdos de las cosas que su cuerpo ha ingerido y absorbido
desde su nacimiento en 1964: vacunas de niño; antibióticos, sulfamidas y antimicóticos
de adolescente; gases de tubos de escape respirados durante los dos años en que trabajó
de mecánico; aditivos alimentarios, cannabis recreativo, cocaína, anfetaminas y, de modo
reciente (y sólo una vez), éxtasis... ¿Qué más?
El extraño olor que invadía la terraza
de aquel café en Roma en 1986.
La fumigación del jardín con
pesticidas. ¡Pesticidas! Ni siquiera Dios sabe qué les meten. Y luego está Kathleen con
sus píldoras anticonceptivas que, por más que lo niegue, seguro que han estado minando
al menos una fracción de su capacidad reproductora.
Deja al extraterrestre en el suelo, se
abraza con fuerza el pecho e inspira emitiendo un silbido. Mierda: los productos químicos
para fabricar las maquetas. Ahora usa sustancias químicas más limpias pero durante años
sus días ha estado cargados de tolueno, xileno, resinas y...
Wyatt se marea.
No siempre ha sido un fabricante de
cuerpos. Empezó construyendo miniaturas para la televisión y el cine. Era un trabajo muy
divertido y no le apetecía mucho dejarlo, pero Kathleen y él acababan de casarse y
necesitaban más dinero porque querían... tener un hijo.
Parte de la explicación del éxito
inicial de Wyatt como constructor de maquetas era que construía naves espaciales
extraterrestres que realmente parecían extraterrestres. Lo que casi todos los demás
diseñadores de naves extraterrestres hacían era hojear un libro de insectos, elegir uno
que les gustara y luego construir una versión modificada en metal.
Wyatt, no. En vez de eso, iba a la
biblioteca y escaneaba libros sobre moléculas farmacéuticas o plásticas, formas que no
necesitaban adaptarse a las vulgaridades de la gravedad, la luz o la biología.
--Dime la verdad, Wyatt --le había
preguntado su jefe años atrás--, ¿de dónde sacas esas ideas? Son tan... nuevas. Tan
frescas.
Para Wyatt la verdadera arquitectura del
siglo XX se hallaba a nivel miscroscópico: proteínas clonadas, superconductores,
detergentes de cadena ramificada, medicamentos... Sí, la forma molecular del
antidepresivo Venlafaxine (también conocido por Wellbutrin) había bastado ella sola para
el pago inicial de la casa cuando la convirtió en el plano del crucero extraterrestre de
una película de serie B que no tuvo ningún éxito cuando se estrenó en los cines pero
que arrasó en vídeo y en el mercado exterior. Era una molécula cuyo diseño sólo
podía ser producto de las mentes extraterrestres más malvadas y terroríficas. Bien por
ellos. Bien por Venlafaxine.
A Wyatt le habría gustado haber probado
el Venlafaxine. A lo largo de los últimos dos años, su agenesia se había convertido
cada vez más en un nudo de angustia y depresión; sin embargo, se había resistido a
tomar Venlafaxine por superstición.
El resultado final es que ha acabado con
una tenaz adicción al Ativan, unas inofensivas pildoritas blancas químicamente
emparentadas con todos los demás sedantes como Xanax, Darvon, Valium. Si se saltaba una
toma, le parecía que el cerebro se le convertía en una masa sólida de resina
epoxídica. Las reducciones progresivas habían fracasado de modo estrepitoso. Su dosis de
dos tomas diarias era limitada y detestada. Se alegraba de que nadie salvo Kathleen lo
supiera.
Kathleen, por su parte, había probado
una multitud de antidepresivos con formas de las naves marcianas más diversas y, por
último, se había conformado con un viejo recurso, Elavil, un fármaco que durante la
Segunda Guerra Mundial se administró a los pilotos británicos para lograr que volvieran
a sus aviones y al combate. Atravesaba sus días de un modo más pacífico ahora (cuando
no un poco colgada) y soportaba el período de fiestas, que era más de lo que había
esperado.
Y ahora Kathleen se encontraba en
Saskatchewan cuidando a su padre, postrado a causa del alcoholismo y con un hígado tan
blando e hinchado como un globo lleno de agua.
Wyatt, en Vancouver, estaba invitado a
la fiesta de Año Nuevo de Donny y Christine, pero dudaba mucho que fuera a asistir. La
fiesta de Año Nuevo de Donny y Christine no era un lugar en que hubiera imaginado alguna
vez hallarse en el momento del cambio de siglo. Desde chico se había imaginado...
¿dónde, en esa medianoche especial? ¿Tomando ponche con cubitos de gelatina mezclada
con champaña junto a Diana Ross en lo alto del edificio del Empire State? ¿Copulando en
gravedad cero en un transbordador espacial?
¿Nadando entre delfines bilingües en
el mar de Japón? No, Wyatt nunca se había visto a las 11:59:59 del 31 de diciembre de
1999 en casa de Donny y Christine, borracho en un 60 por ciento del microbrebaje de la
semana, sin olvidar tomar los medicamentos poco después de las campanadas y llamando a la
puerta del año nuevo con «New Years Day» de U2, una canción que Christine
elegía todos los años en una monótona repetición que había logrado convertir con
éxito en un apreciado rasgo de su personalidad.
Y entonces lo sacude la idea: no es a
Kathleen y no es a él a quienes hay que culpar, es al maldito siglo de mierda. Cien años
de extremismos. Cien años de moléculas que el universo nunca había visto antes. Un
siglo de acción, progreso, actividad y destino. Un siglo que poco a poco se ha ido
infiltrando en el sistema de Wyatt... las planas células cerebrales, las neuronas de la
médula espinal; la carne de la palma de la mano y los globos oculares... el hígado, los
riñones, el corazón... un siglo que ya palpita dentro de él... un siglo del que no es
capaz de despegarse. ¿O sí?
Wyatt coge un vaso de papel de la
máquina, pero uno de los vasos utilizados para mezclar resinas de fibra de vidrio, no los
de beber agua.
Lo llena de agua en el grifo de la
cantina y mira el contenido: transparente e inocuo. O quizá no. Cobre. Cloro. Bacterias.
Virus. Deja el vaso en el mostrador, apaga las luces y sale por la puerta de atrás,
sembrando la alarma en todo el edificio.
Hay bastante tráfico para ser la parte
de la ciudad que es y para ser la hora del día que es, las cinco y media; todo el mundo
está excitado con los preparativos de la noche. También llueve bastante, pero la lluvia
no es ninguna sorpresa en esa época del año.
Hay una pequeña retención en la
autopista cerca de Lonsdale, pero unos minutos más tarde llega casa, a su pequeña casa
en Edgemont Village. Hay dos mensajes en el contestador. Kathleen diciendo que
telefoneará justo antes de medianoche y Donny pidiéndole que lleve hielo a la fiesta.
Wyatt borra los dos mensajes y se queda de pie junto a la puerta de entrada: algunas
facturas, una alfombra con una mancha en una esquina, unas botas y un periódico por leer.
Quiero sacarme del sistema hasta el
último trozo de mierda de este siglo maldito. Quiero dejarlo limpio. Que el siglo XXI me
traiga lo que le dé la gana, pero quiero sacarme el siglo XX del sistema ahora mismo.
La idea se apodera de él de golpe. Es
una idea de verdad, no un súbito impulso fantaseado. Wyatt ve claro en el acto que tiene
que limpiarse el sistema.
Pues adelante.
Del dormitorio saca unas esposas,
vestigios de una época sexual pasada durante la cual Kathleen y él eran capaces de tener
relaciones sexuales sin una dulce oscuridad. Luego se dirige al vestíbulo, donde se pone
tres chaquetones uno encima de otro, luego cruza la puerta corredera de vidrio que da al
balcón del piso de arriba y sale a la oscuridad y al balcón de madera. Ahí, se sienta
en una pequeña silla de plástico blanco de 9,95 dólares, una silla apilable fea y
barata que había aparecido un verano de hacía unos cuantos años y había borrado del
mapa a todas las demás sillas de jardín del mundo.
--Es un superventas --había dicho el
vendedor.
Se sienta en la silla y se esposa a la
barandilla de metal. Antes de darse tiempo para pensar, lanza la llave por entre los
arbustos al arroyo colindante, que fluye con auténtico rumor alpino.
Y entonces, aunque se oye el ruido del
arroyo y la lluvia, también se oye el silencio. Un gran silencio. La lluvia chorrea por
la capucha amarilla enganchada al chaquetón más exterior.
El contraste entre el frío húmedo de
fuera y y el calor seco de dentro es chocante al principio. Aunque a continuación los
ojos se le ajustan a la oscuridad mojada y neblinosa; la piel, al frío y la humedad; y
los oídos, al tiempo y el paisaje.
«Así es cómo quiero que acabe el
siglo XX», piensa. «De forma personal... solo... meditando... en un acto de
purificación.»
Se mira el reloj. Son las once menos
cuarto; ¿dónde iban las horas? Y entonces se da cuenta de que mira el reloj. Se lo quita
y lo tira al arroyo, junto con las llaves de las esposas.
Se estremece de frío y luego se
estremece más veces. Tiene los dedos gomosos y helados. La temperatura de su núcleo
está descendiendo. Oye los coches que rugen por la zona residencial. Oye unos estallidos
aislados: petardos prematuros de los demasiado impacientes.
Al poco, empiezan a castañetearle los
dientes y se pregunta si no ha cometido un error terrible. Se levanta, intenta soltarse
dando un tirón a la barandilla y, al hacerlo, resbala y envía la silla volando a la otra
punta del balcón, se golpea además la rodilla y se ve obligado a sentarse sobre las
tablas mojadas. Y entonces suena el teléfono, y Wyatt se maldice a sí mismo y al mundo.
El teléfono suena diez veces y enmudece. Medio minuto más tarde los festejantes de toda
la ciudad estallan, vitorean y se inflaman en señal de bienvenida a los tres ceros
recién nacidos.
Adiós, 1999.
Y al cabo de una hora la juerga se
acaba. El mundo sigue siendo el mismo. No ha cambiado mucho, ¿o sí? Wyatt es incapaz de
dormir... y no será capaz de hacerlo durante días; en su cuerpo, dormir y Ativan son la
misma idea.
La temperatura de su núcleo sigue
descendiendo y grita para que los vecinos acudan a rescatarlo de la estúpida idea que ha
tenido, pero el arroyo y la lluvia hacen demasiado ruido y ahogan los gritos de tal modo
que incluso a él las palabras le parecen sofocadas antes de que hayan tenido tiempo de
alejarse de su cuerpo cada vez más frío. Los esfuerzos por arrancar la barandilla de
acero lo han dejado exhausto.
Está atrapado.
A eso de las tres de la madrugada
empieza a rebelársele el cerebro. Parpadea y no tardará en ser presa de un ataque. Una
mano huesuda le agarra la parte superior del cuero cabelludo. La respiración se le acorta
y deja de ser automática. Es consciente de cada inspiración pero, al mismo tiempo, cada
vez está más alejado de esa conciencia.
«Tengo frío», piensa. «Tengo frío y
así es cómo voy a acabar... frío.»
Los tres chaquetones ya están
empapados. Cree oír sonar otra vez el teléfono, pero no puede asegurar que no lo esté
imaginando. Lo único que quiere es que se acabe el frío y, mientras lo desea, se acuerda
de la primera vez que probó Ativan y se acuerda de lo que le gustó. Y se acuerda de
haber bromeado con su médico de cabecera sobre una posible adicción:
--¿Y si me engancho a esto?
--No te engancharás.
--Pero y si me engancho y resulta que se
quema la fábrica de Ativan... ¿qué haré entonces?
Los dos habían soltado una risa forzada
ante la pregunta.
Y ahora, en algún lugar del Pacífico,
en algún lugar al oeste de Honolulú, el siglo termina definitivamente. La línea
internacional de cambio de fecha es cruzada y, mientras ocurre, Wyatt ve la fábrica en
llamas y se imagina de pie ante ella, calentándose las manos, calentándose el cuerpo y
calentándose el núcleo mientras abandona el siglo XX, y el siglo XX lo abandona a él.
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