Durán
había levantado esa casa con sus propias manos, en tiempos en que
no le dolía arquear la espalda ni hombrear bolsas. La había
construido en sus vacaciones de verano, con la ayuda de un par de peones,
desoyendo las protestas de su mujer y sus hijos. La había equipado
con todas las comodidades, parrilla, hogar de leña, cerámica
italiana, garaje doble.
Ahora recordaba esos veranos de
trabajo con orgullo. Vivía rodeado de médano y playa. Una
vez por semana iba al pueblo en la camioneta para abastecerse, y todos lo
decían don Durán. Era don Durán y tenía su casa,
su playa y su soledad, mientras muchos amigos vivían una vida de
deudas, enfermedades, nietos u otros incordios.
En sus días claros Durán
se creía el rey de la creación. Aquí soy feliz, aquí
no me jode nadie, pensaba. Tenía una buena jubilación. Tenía
TV cable, una biblioteca bien provista, un estéreo donde podía
escuchar Ellington o Gillespie a todo volumen sin que nadie protestara,
porque sus vecinos más próximos vivían a dos cuadras.
Tenía sus rentas, sus propiedades, tenía esa casa de playa
donde no se había entrometido ningún arquitecto con ideas
absurdas. No le debía cuentas a nadie.
Pero también había
días oscuros.
En los días oscuros pensaba
que sus hijos sólo lo visitaban un par de veces por año, y
de mala gana, que su mujer era su ex y vivía hacía diez años
con otro hombre, que en el pueblo todos le decían don Durán
pero nadie le convidaba una cerveza. Tenía una buena cuenta en el
banco y una despensa bien provista, pero nadie lo llamaba por el nombre
de pila.
Había cumplido con el sueño
de su vida, pero era un viejo imbécil en una casa imbécil
en una playa perdida al borde de la Patagonia, en el sur de un país
imbécil que estaba tan al sur que se caía del mapa.
En sus días oscuros Durán
rezaba pidiendo un milagro. No creía en los rezos ni en los milagros,
pero no tenía nada mejor que hacer. No esperaba la visita del presidente,
ni tenía una cita con Kim Basinger.
Una tarde de primavera Durán
miraba el mar desde el frente de la casa, echado en la reposera. El Atlántico
estaba oscuro, encrespado. En el horizonte los nubarrones se apilaban como
cerros, engullendo los últimos rayos del sol. Por la ventana llegaba
la música del estéreo, Thelonius Monk tocando 'Round Midnight.
Era uno de sus días oscuros.
Durán escuchaba a Monk y rezaba pidiendo un milagro.
Una muchacha se acercó
por la playa.
Durán se irguió
en la reposera, la observó. Recortada contra el poniente, parecía
un espejismo. Tal vez fuera el milagro en que no creía.
Tenía shorts, un top, un pulóver
sobre los hombros, el pelo envuelto en una toalla anudada. El único
adorno que llevaba era un anillo de piedra. Tenía buena silueta,
pero la ropa no le sentaba bien, como si fuera prestada. Y había
algo raro en su andar.
La muchacha se acercó,
sonrió o hizo una mueca que parecía una sonrisa.
-¿Te puedo ayudar en algo?
-preguntó Durán, con voz de buen vecino. Notó que el
anillo de la muchacha tenía unos garabatos. Pensó que le gustaría
hacer algo más que ayudarla. Hacía rato que no estaba con
una mujer.
-Tengo hambre -dijo la muchacha.
Y a mí qué, pensó
Durán. De pronto lo envolvió la oscuridad de sus días
oscuros. Sintió ganas de mandarla al cuerno, pensó en la desfachatez
de esa mocosa. Mocosa no era la palabra adecuada. Al principio le
había dado unos veinte años, ahora le daba treinta, o cuarenta.
Tal vez era el modo de andar, desgarbado pero maduro a la vez. La tez olivácea
no tenía arrugas, pero tenía una textura terrosa. Y la voz.
Había algo raro en la voz, como ruido de piedras chocando bajo el
agua. El acento era extranjero, o muy castizo.
Durán se levantó
de la reposera. Notó que la mocosa, la muchacha, la mujer, tenía
un olor fuerte, a algas o salitre. Por qué no, pensó. No tenía
nada mejor que hacer. No esperaba la visita del gobernador, ni tenía
una cita con Sharon Stone.
-Adelante -dijo-. Podemos destapar
un vinito chileno.
Durán había prendido
el fuego del hogar. Por la ventana se veía el brillo de la espuma,
un mar borroso, los cerros de nubarrones. El estéreo seguía
tocando Thelonius Monk. La mujer había comido famélicamente,
en silencio y con ojos desorbitados. Como una refugiada somalí, pensó
Durán.
-¿Se te ha pasado el hambre?
-le preguntó, bebiendo una copa del vino chileno. Quería que
la frase sonara a insinuación. Hambre podía llevar
a otras cosas.
-Hambre. Sí -dijo la mocosa
o muchacha, mirando las sobras como si no pudiera creer que ella hubiera
comido lo que faltaba.
Durán se sintió
ridículo, desconcertado. Tal vez la mujer le tomaba el pelo. Le preguntó
si era de la zona.
-¿De qué zona? -preguntó
ella, pronunciando cada palabra como si le dolieran las articulaciones de
la cara.
Durán suspiró. ¿Le
tomaba el pelo o venía de Marte? Notó que ella miraba cada
objeto de la habitación como si nunca hubiera visto nada parecido:
televisor, estéreo, libros, la foto de la repisa donde Durán
posaba con sus hijos. Se detuvo un instante en la pantalla del televisor,
que estaba encendido pero sin volumen. Pasaban imágenes de guerra:
una película de Rambo, o el noticiero de la CNN.
-Sólo quería saber
si somos vecinos -dijo Durán. También quería que la
frase sonara a insinuación (como buenos vecinos podríamos
terminar en la cama) pero en cuanto la dijo le pareció estúpida.
Ya no estaba para esas cosas.
La mujer no contestó. Durán
le preguntó si le gustaba el jazz o si prefería otra música.
-Música -repitió
la mujer, mirando el fuego.
Durán curvó los
labios, se sirvió más vino, se acercó a la ventana,
miró los nubarrones. Recordó que no se habían presentado,
no se habían dicho los nombres, y se sintió raro. Era como
si portarse raro fuera natural con esa mujer. Pero aunque viniera de Marte,
al menos tendría un nombre.
Se volvió hacia ella, pero
no le pudo preguntar. Notó que ella lo miraba con intensidad.
-Quiero contarte una historia
-dijo la mujer con repentina fluidez.
-¿La historia de tu vida?
-preguntó Durán, tratando de ser gracioso.
-La historia de mi vida, y la
historia de mi muerte -dijo ella con toda seriedad.
Durán se encogió
de hombros, aunque no quería encogerse de hombros. No sabía
qué hacer ni qué decir ni qué sentir. No sabía
si reírse o alarmarse, y lo que hizo fue teclear el control remoto
para cambiar el televisor de canal. Se sentó frente a la mujer sin
responderle, pero ella no esperó una respuesta.
Se desanudó la toalla que
le cubría la cabeza, y sacudió el pelo negro, que le cayó
como una cascada sobre los hombros.
Eructó, le clavó
los ojos y le contó la historia de su vida y la historia de su muerte.
Nací en una isla de arena
y rocas. Sólo teníamos un par de aldeas pesqueras y las ruinas
de una ciudad que ya entonces era antigua. Era una ciudad magnífica
cuya historia conocíamos a través de las leyendas de mi gente,
y era lo único que me disuadía de ceder a la tentación
que presentaba mi isla, la de creer que el mundo era un lugar apacible cuyas
únicas convulsiones eran los embates de la pasión y del mar.
Mi primera fuente de información
sobre el mundo externo fue esa ciudad, cuyas paredes tiznadas y cuyos frisos
desleídos hablaban de esplendores y horrores que me dejaban muda,
y que me hicieron temer por mi fragilidad en un mundo despiadado: mujeres
apareándose con toros, dioses sanguinarios que jugaban con los hombres
y a la vez eran juguete de otros dioses. Las paredes tiznadas, las lanzas
oxidadas y los esqueletos apilados en las mazmorras me enseñaron
que los frisos no mentían: si había dioses, eran crueles y
jugaban con nosotros; si no los había, nuestro destino era aún
más incierto. Tal vez nosotros, los pobladores de un par de aldeas
polvorientas, descendiéramos de esa gente que en otros tiempos había
llevado la imaginación, la lujuria y la bravura a tales extremos.
En cuanto a las mujeres y los
toros, alguien me reveló que eran imitaciones de otros frisos que
él había visto en otra isla, de la cual me narró bellezas
deslumbrantes.
Ese alguien era Perseo, un artista
que había ido a nuestra isla en busca de sosiego y de paz, según
se decía. Se llamaba Perseo, como el semidiós que tanto respetábamos
en mi isla, porque su estatua aparecía con frecuencia en las ruinas
de la ciudad incendiada, pero Perseo no creía en los dioses.
Conocí a Perseo cuando
era niña, y entonces me parecía un viejo. Yo ayudaba a mi
padre con los aparejos de pesca después de un día de trabajo.
Era una tarea que normalmente hacían los hijos varones, pero mi padre
no tenía hijos varones y había perdido a su otra hija en una
tormenta. Una enfermedad había matado a mi madre.
Perseo vivía en una casa
en la cima de un cerro, uno de los pocos cerros que había en nuestra
isla chata. Se hablaba de él en la aldea, quizá porque no
había mucho de qué hablar, pero era la primera vez que yo
lo veía. Para mí era una leyenda, aunque entonces yo no conocía
esta palabra, o quizás, en mi tosca lengua natal -un dialecto de
lo que hoy llaman griego-, esta palabra fuera sinónimo de conocimiento.
Perseo intercambiaba estatuas
por alimentos. Hoy mi razón me dice que es increíble que en
ese villorrio alguien se interesara en las estatuas, pero mi corazón
me recuerda que esas estatuas nos habían traído un soplo de
vida. En parte porque el extranjero se llamaba Perseo, en parte porque en
las estatuas veíamos una estilización de las cosas que vivíamos
todos los días. Cuando Perseo hacía la estatua de un pez,
nunca más veíamos el pez del mismo modo.
Ese atardecer Perseo se acercó
a mi padre para pedirle pescado y vino. Le ofreció una talla que
representaba la ciudad en ruinas, pero la ciudad de la talla no estaba en
ruinas, sino que evocaba en detalle todos los esplendores de la ciudad que
había sido.
Mi padre la miró con recelo.
Yo la miré embobada. Me vi a mí misma en miniatura, caminando
por la ciudad en miniatura tal como caminaba con frecuencia por la ciudad
en ruinas.
-¿Por qué a mí?
-rezongó mi padre-. Nunca me has ofrecido nada.
Era verdad, y era llamativo, porque
hacía años que el extranjero vivía en nuestra isla.
-He sido descortés -se
excusó Perseo.
Mi padre no respondió.
Era hombre de pocas palabras.
Perseo me miró, y yo le
sonreí. Me acarició el pelo, y mi padre le apartó la
mano. Perseo se quedó donde estaba, y al fin mi padre decidió
hablar:
-Tendrás vino y pescado.
No quiero tu escultura.
Yo quería la escultura
más que nada en el mundo, pero decidí callarme. Mi padre tenía
la mano pesada.
-Pero yo quiero pagarte. Y quiero
disculparme por mi grosería. Quiero ofrecerte mi amistad.
-No necesito tu paga ni tu amistad.
Tu grosería me es indiferente.
Perseo bajó la cabeza,
su mirada se cruzó con la mía.
-Si no vas a aceptarla, ¿me
permitirás que se la regale a tu hija?
-¿Para qué quiere
mi hija la escultura de una ciudad muerta? -rió mi padre.
-¿Y para qué la
querías? -preguntó Durán.
No le creía una palabra,
naturalmente, pero estaba desconcertado por la soltura y la precisión
con que hablaba esa muchacha que al principio apenas podía pronunciar.
Contaba su historia con la misma avidez con que había devorado la
comida, y con los mismos ojos desorbitados.
La pregunta de Durán, o
el tono de la pregunta, la interrumpió de golpe. Lo miró con
rencor, y no se dignó responder. Su mirada daba a entender que contestaría
la pregunta, pero sólo como parte de su historia.
Estoy en mi casa y pregunto lo
que quiero, pensó Durán. Pero agachó la cabeza y la
dejó continuar.
Quería esa estatua para
muchas cosas. Esa ciudad muerta puede cambiarme la vida, pensé. Y
tenía razón, pero no lo sabía. Y por supuesto no lo
dije con palabras, aunque seguramente sí con los ojos.
Perseo no supo qué responder.
Mi padre le indicó que tomara el pescado y entró en la choza
para traer el vino. Regresó con un ánfora de arcilla. Perseo
aún no había elegido el pescado.
-No tengo todo el día -dijo
mi padre, y le dio el ánfora de arcilla.
Perseo vaciló en aceptarla.
Luego dijo:
-No quiero ofenderte negándome
a aceptar tu regalo.
-Yo no te regalo nada.
-Me das tu vino y tu pescado sin
aceptar nada a cambio. ¿Cómo se llama eso?
Mi padre quiso escabullirse, pero
sólo atinó a tartamudear. No era hábil con las palabras.
Tampoco era hábil para ofender. Bajó la mirada y vio mis ojos
clavados en la pequeña ciudad de piedra.
-Acepto la talla -dijo al fin,
estrechando la mano de Perseo.
Perseo me entregó la ciudad,
recogió el vino y el pescado y se fue caminando por la playa.
Para mí era un viejo, pero
me parecía un dios. Entonces no podía saberlo, pero me había
enamorado de él.
Me pasé años mirando
y admirando esa pequeña ciudad. Imaginaba a los dioses que la habían
fundado, a los sacerdotes que los adoraban, las grandes naves que entraban
y salían del puerto. Imaginaba el sol del Mediterráneo -nuestro
sol y nuestro mar, que entonces no tenía ese nombre- bañando
sus paredes blancas. Imaginaba la destrucción, el saqueo, el olvido.
Y visitaba la ciudad en ruinas, y cada ciudad me ayudaba a explorar la otra:
cada muralla, cada pasadizo, cada templo, cada recinto. Ya no sabía
cuál era el original y cuál era la réplica. De noche
hurgaba en esos recintos con mis dedos, poniendo piedras o hilos anudados
que representaban personas. De día recorría sus equivalentes,
hablaba con los fantasmas de esas personas. Con el correr del tiempo, aumentó
mi interés en las alcobas: la alcoba del rey y la reina, la alcoba
de la gente común. Mis amigas me contaban cosas sobre la gente mayor
y las alcobas y yo imaginaba esas cosas en la ciudad. Me imaginaba en brazos
de un toro, me imaginaba en brazos de Perseo.
Para entonces Perseo nos visitaba
con más frecuencia, y teníamos varias estatuas hechas por
él: una ballena, un pez del cual le habían hablado unos navegantes
y que en nuestra lengua no tenía nombre; Homero, un poeta que había
cantado las glorias y amores de dioses, guerreros y navegantes; Poseidón,
un dios que nosotros llamábamos de otro modo y considerábamos
el creador del mundo; las manos de mi padre, que eran callosas y toscas
pero habían acariciado a mi madre con ternura. Aun mi padre reconocía
a regañadientes la seducción de esas tallas y esculturas.
-Das vida a la piedra -le dijo
un día, y de inmediato calló avergonzado. Mi padre no sabía
elogiar sin avergonzarse.
Murió cuando yo tenía
unos veinte años, abrazando con sus manos las manos de piedra.
Lo sepultamos con ellas, en un
cementerio que era una franja de tierra pedregosa con pilas de guijarros
blancos cuyo orden indicaba el nombre del difunto, pues no sabíamos
leer ni escribir. Asistió toda la aldea, como a todos los entierros,
y también gente de la aldea vecina. Al mirar hacia el cerro, vi que
Perseo observaba la ceremonia cubriéndose los ojos. Pensé
que se protegía el sol, pero alguna vez me confesaría que
esa tarde había llorado.
Después de ese día,
las mujeres de la aldea me expresaron su preocupación. Yo estaba
sola, y no aceptaba por marido a ninguno de nuestros hombres. La aldea cuidaría
de mí, por respeto a mi padre, pero yo debía solucionar esa
situación. Una mujer no debía estar sola. Muchas temían
que me marchitara sin dar fruto, otras que coqueteara con sus maridos. Yo
ignoraba lo que era el amor.
Había hecho el amor -lo
que llamábamos hacer el amor- en los recintos de la ciudad en ruinas,
con algunas amigas. Mirábamos los frisos e imitábamos los
abrazos, las caricias. No había placer, sólo la promesa del
placer. Después mis amigas empezaron a salir con hombres, y se casaron.
Cuando un joven intentó besarme, yo lo rechacé. No sabía
por qué. No sabía que era mi amor por Perseo. No sabía
que era mi horror por la carne. Perseo me había enseñado que
la piedra hacía durar cosas que no duraban. Sabía que la ciudad
en miniatura de Perseo tenía más vida que la ciudad en ruinas
que imitaba. Sabía que si abriera la sepultura de mi padre encontraría
intactas sus manos de piedra, mientras que sus manos de carne serían
jirones resecos.
Cuando fue a visitarme, Perseo
también me habló de mi matrimonio. Me aconsejó que
aceptara a uno de los jóvenes de la aldea.
No le respondí.
-Seguro que hay estatuas que no
me has mostrado -le dije en cambio.
Perseo quedó desconcertado
un instante. Noté que se ruborizaba.
-¿Cuál es tu secreto?
-pregunté.
-¿Mi secreto?
-Tus piedras están vivas.
Nunca he visto esculturas tan vivas.
-Nunca has visto esculturas -rió
Perseo.
Lo miré con altanería.
-Soy hija de un pescador, pero
conozco cada una de las estatuas que han quedado en la ciudad antigua. Estoy
segura de que representan muchas épocas, porque sé reconocer
estilos diferentes.
-¿Por ejemplo? -se burló
Perseo.
-Por ejemplo, los toros del templo
y los toros de la recámara. Los primeros se parecen a los de la avenida
principal, los segundos a los del puerto. Y hay pasadizos con frisos donde
se ven etapas intermedias.
Perseo me miró asombrado.
-Soy una aldeana -le dije-, pero
me he pasado la vida recorriendo esa ciudad. Y ésta. -Señalé
la ciudad en miniatura.
Perseo se acercó a ella.
No la había vuelto a ver desde el día en que me la había
regalado.
-Casi no la recordaba -dijo-,
pero recuerdo ese día.
-Yo también lo recuerdo.
Ese día cambió mi vida.
-¿De veras? -dijo Perseo.
Miró por la ventana de la choza, como dando a entender que allí
nunca cambiaba nada.
-Y quiero conocer otra vida -añadí.
-¿Hacer estatuas? -suspiró
Perseo.
-No hacerlas. Quiero ser
una estatua.
Perseo me miró con alarma.
-¿Ser una estatua? ¿Y
eso qué significa?
-Sé que hay un secreto,
y voy a averiguarlo -insistí-. Quiero conocer tus esculturas.
-No puedo traerlas aquí
-dijo Perseo.
-No quiero que las traigas aquí.
Quiero que me lleves a verlas.
-No puedo mostrarte todas.
-Apuesto a que no. Hay cosas que
no podrías mostrarle a una aldeana.
Perseo se sonrojó. Por
primera vez tropezó con las palabras al hablar nuestro dialecto.
-Tal vez puedas venir mañana.
-Quiero ir ahora. No quiero que
te prepares. Quiero sorprenderte en tus picardías.
Perseo asintió, y no pudo
ocultar una sonrisa. Con su cabello entrecano y las arrugas de las comisuras
de los ojos, aún podía parecer un viejo, pero en la timidez
de su mirada se escondía un dios.
Ese atardecer Perseo me mostró
las estatuas. Reconocí en dos desnudos a un par de muchachas de la
aldea.
-¿Era esto lo que no querías
mostrarme? -pregunté.
-Esto no tiene importancia.
-¿No? -pregunté
con una sonrisa.
-No -replicó él
con repentina seriedad.
Había dioses, monstruos,
batallas, seres alados con rostro de león, animales que yo jamás
había visto. No podía distinguir cuáles eran reales
y cuáles imaginarios, aunque con el tiempo aprendí que no
tenía sentido distinguirlos. También descubrí un falo
de piedra, y otro desnudo que me intrigó. Me quedé mirando
la estatua. Entonces yo no conocía los espejos -aunque me había
visto reflejada en las aguas de un lago que había en el centro de
la isla- pero mirar la estatua era como mirarme en un espejo imperfecto.
Esa estatua era yo, desnuda, en tamaño natural. Ese desnudo era más
intenso que los de las otras muchachas.
-Me has espiado -dije con disgusto,
aunque también me sentía halagada.
-No -dijo Perseo-. Te he visto
en sueños.
-¿A ellas también
las viste en sueños?
-No. Pero Milena en mis sueños
fue más intensa que ellas en la realidad -dijo, nombrándome
como si yo fuera otra.
Nos miramos un instante en silencio.
Me confió que sí, que tenía un secreto. Me contó
que soñaba conmigo desde que yo era pequeña. Por eso nunca
se había animado a acercarse a mi padre. Amaba a la mujer que yo
sería, pero le avergonzaba mirar con los ojos del deseo a la niña
que aún era.
Se me acercó, me aflojó
la túnica, me desnudó. Yo no me opuse. Ahora era una réplica
exacta de la estatua que me representaba.
-Serás una estatua -me
prometió.
-Sólo te interesa gozar
de mi carne -repliqué con repentina aprensión, sintiéndome
indefensa, desnuda no sólo en mi cuerpo.
-No, sólo quiero perpetuarla
-dijo él con tristeza.
Esa tristeza me convenció.
Me había sentido manipulada al recordar su actitud elusiva, su sugerencia
de que me casara con un hombre de la aldea y su negativa a llevarme a su
casa. Lo había tomado por una maniobra de seducción, pero
ahora comprendía que sus modales esquivos sólo eran una forma
tímida de ganarse la absoluta aprobación de la mujer de sus
sueños.
No me poseyó de inmediato.
Tocaba con sus manos cada parte de mi cuerpo, cada poro, y después
apoyaba la mano en un trozo de piedra sin tallar. La piedra era como agua
en sus manos, y poco a poco se convirtió en una imitación
de mi cuerpo. El resultado hacía palidecer las formas de la estatua
anterior. Si la otra era un espejo imperfecto de mi imagen, yo era el reflejo
imperfecto de ésta.
-Pero ésta es sólo
un ensayo -dijo al fin.
-¿La otra será más
perfecta que Milena? -murmuré, imitando su modo de nombrarme como
si fuera otra.
-La otra será Milena
-dijo Perseo.
Y al ver la estatua terminada,
comprendí que nuestro contacto era total. Él también
se desnudó y me besó dulcemente, pero lo aparté un
instante y le pedí que me desflorase con el falo de piedra.
Eso lo perturbó, pero
también lo fascinó.
-Podría lastimarte -objetó.
-Los dos sabemos que no.
Me confesó, con cierto
pudor, que había acariciado mi estatua con ese falo. Lo dijo en un
susurro, con temor a ofenderme. Le dije que admiraba su ternura y él
sonrió.
Abrí las piernas.
En ese dolor inicial comprendí
que la piedra era más perfecta que la carne.
Esa noche, después del
éxtasis, Perseo me contó su historia.
-Parece que todos tienen su historia
-rezongó Durán.
-¿Tú no? -preguntó
Milena cambiando de tono, con un español entre castizo y cascado.
-No, yo no -replicó Durán
con despecho, pero también con dolor, porque sabía que era
cierto. No tenía historia, o su historia no valía la pena.
Pulsó el control remoto
del televisor. En la pantalla pasaban una danza tribal; un documental del
National Geographic, o un video de rap.
Perseo había estudiado
el arte de la escultura con los maestros de su tierra. Lo habían
considerado un discípulo ejemplar, y había hecho estatuas
para los templos de sus dioses. Después su tierra fue invadida por
extranjeros. Siendo un ciudadano, tuvo que empuñar las armas. En
las batallas, lo que más se cuidaba eran los ojos y las manos. Tuvo
que viajar a comarcas exóticas que estaban muy al este de su patria.
En sus ratos de ocio, tallaba piedras o maderas para sus camaradas. No sentía
resentimiento, porque creía cumplir con su deber. En el oriente,
un mago capturado le reveló sus secretos a cambio de la fuga. Perseo
no lo consideraba una traición, porque en ese sabio no veía
a un enemigo. Pero cuando años más tarde regresó a
su patria, su gente notó que algo había cambiado en él.
Sus nuevas estatuas resultaban ofensivas, porque en ellas no predominaba
el sol de la armonía sino la noche del caos. Los colegas que codiciaban
su puesto y envidiaban su talento tramaron intrigas para desacreditarlo.
Al fin las autoridades lo desterraron, acusándolo de practicar un
arte que corrompería a la ciudad. Vagó de isla en isla, y
al fin llegó a la nuestra en el único barco extranjero que
habíamos visto en más de veinte años.
-El mago me enseñó
a plasmar el alma de una persona en una estatua. De ese modo, cuando la
persona muere, sigue viviendo en la piedra.
-¿Lo has intentado alguna
vez?
-Esta es la primera. El mago me
advirtió que no derrochara ese poder, que buscara a la persona indicada.
Cuando soñé con Milena, supe que la había encontrado
-dijo, siempre nombrándome como si fuera otra.
-¿Y no has pensado en hacer
tu propia imagen?
-No, salvo por esto -dijo, señalando
el falo de piedra. Se animaba a contármelo porque me amaba, pero
sentía vergüenza porque lo había sorprendido en un arrebato
de debilidad masculina, o en un alarde de vanidad.
-No está mal para empezar
-bromeé-, pero quisiera que también te esculpieras de cuerpo
entero.
-Sería un acto de vanidad
suprema -dijo.
Me contó la historia de
un hombre llamado Narciso, que se había ahogado en un estanque por
enamorarse de su reflejo.
-Pero no sería para mirarte,
sino para que yo te mirase -respondí.
-Está expresamente prohibido.
Confieso que lo intenté, pero mis manos se volvían torpes
cuando trataban de imitar mi propia imagen -dijo Perseo. Y agregó
con amargura-: La magia que me enseñaron tiene su propia lógica,
aunque mi gente no quiso comprenderlo.
En cambio, me dijo, había
tallado un anillo de piedra con su nombre. Si algo le pasara alguna vez,
si muriese, una chispa de su espíritu perduraría en ese anillo.
Si un hombre de carne usara alguna vez ese anillo, se transformaría
en una estatua de Perseo donde él reviviría.
-¿Sería una estatua
de Perseo?
-Sería una estatua de tus
deseos más profundos.
Me mostró el anillo de
piedra, lo puso en un dedo de mi estatua.
Ese hombre me había revelado
mi cuerpo y me había confiado su espíritu. Decidí no
regresar a la aldea, aunque mi gente me odiara por convivir con un extranjero.
Nuestra felicidad no duró
demasiado. El mar, que durante tanto tiempo nos había aislado de
las zozobras del mundo externo, un día nos traicionó. Llegaron
piratas buscando riquezas que no encontraron. Los tesoros de la ciudad antigua
no tenían valor para ellos, pues no había metales preciosos
ni gemas. Consiguieron alimento, pero eso no los aplacó. Arrasaron
las aldeas, dejando un tendal de muertes y vejaciones. Subieron a la casa
del cerro y destruyeron las estatuas, todas salvo la mía, que miraron
con supersticiosa reverencia. Apuñalaron a Perseo, intentaron violarme.
Me resistí y uno de ellos me acuchilló. Mientra sus compañeros
lo insultaban por su torpe precipitación, sentí que mi cuerpo
se endurecía.
Pero mi cuerpo no se endurecía,
sino que ahora mi cuerpo era la estatua.
Vi mi propia muerte con mis nuevos
ojos, mis ojos de piedra. Me vi desangrar, me vi morir, vi morir a Perseo,
todo mientras gritaba sin voz con mi garganta de piedra.
Dos o tres piratas me cargaron
en hombros y me llevaron al barco. Mientras navegábamos mar adentro,
vi desde la cubierta la ciudad antigua. Recordé sus toros, sus cortesanos
y sus dioses. Recordé la ciudad en miniatura que Perseo había
tallado para mí cuando era niña, y la devoción con
que yo había explorado las dos ciudades. Quise llorar, pero no podía
derramar lágrimas. Aun la piedra, en su perfección, tenía
sus limitaciones.
El anillo con el nombre de Perseo
era mi único consuelo en mi obtusa inmortalidad.
-Inmortalidad -dijo Durán.
El tono no era burlón. Miraba el piso como si la palabra estuviera
escrita en la alfombra.
Alzó los ojos. Milena
continuó con la historia de su vida y la historia de su muerte.
En el barco aprendí a
experimentar poco a poco mi vida de piedra: oídos de piedra, ojos
de piedra, carne de piedra. Todo estaba cerca pero estaba lejos. Era una
vida más pura, más lúcida, pero también una
vida más muerta. Los piratas dejaron la estatua en cubierta, y durante
el viaje la expusieron a injurias y vejaciones. Eran gente embrutecida por
los combates y las penurias. Admiraban en la estatua mis curvas femeninas,
lo cual quizá fuera un halago, pero no apreciaban la magnitud de
la belleza que Perseo había creado con sus mágicas manos.
El tiempo se deslizaba como un
sueño. Los siglos transcurrían en segundos, que a la vez eran
horas, que a la vez eran siglos. La pasión por Perseo hacía
vibrar mi carne de piedra como si aún circulara sangre por mis venas.
Oía las voces, y asimilaba los idiomas. Veía los contornos,
y distinguía las formas.
El mundo era una sucesión
de borrones y murmullos.
Los piratas fueron capturados
y ejecutados por el señor de una isla, que me llevó a su palacio.
Sus costumbres eran escandalosas para una aldeana como yo, pero lo hubieran
sido aun para un artista, viajero y soldado como Perseo. Usó mi belleza
como adorno para sus banquetes y orgías. Años o décadas
después fue derrocado por cruzados, quienes me guardaron sin mayor
ceremonia en un depósito. Los cruzados fueron desplazados por musulmanes,
de cuya existencia me enteré cuando vinieron a echarme una ojeada,
aunque no me sacaron del depósito. Los musulmanes fueron reemplazados
por nuevos cruzados, gente ruda y bárbara que a su modo me admiró,
hasta que la presencia de los sacerdotes los obligó a abandonarme
entre unas ruinas. Los sucedieron españoles, genoveses, turcos, venecianos.
Un artista me descubrió entre las ruinas. Ponderó mi belleza,
prometió que me restauraría, pero al examinarme descubrió
que estaba intacta y juró que había magia en la piedra. Fui
a parar a un palazzo de Venecia, desde donde vi una gran fiesta con fuegos
artificiales cuya luz bañaba a la muchedumbre que miraba desde las
góndolas. Desde allí las tropas napoleónicas me llevaron
a una residencia francesa, donde fui admirada por un noble que me llamaba
Merveilleuse. Sus descendientes me ocultaron en un sótano por impúdica.
Con el tiempo un oficial alemán me descubrió en el sótano
y prometió -sin saber que yo oía y entendía- llevarme
a su casa de Berlín. Cuando los aliados desembarcaron en Francia,
cambió de planes y decidió llevarme a Sudamérica, junto
con otros tesoros, otros secretos y otros fugitivos. Torpedearon el barco
frente a estas costas, y los últimos sonidos humanos que oí
antes del hundimiento fueron insultos en alemán contra los ingleses.
En el fondo del mar, conocí un mundo más silencioso pero igualmente
turbulento. Observé cómo los peces devoraban los cadáveres,
y cómo otros peces devoraban a esos peces.
Después de tantos siglos,
noté un cambio en mí. El agua me estaba ablandando. Recordé
que la magia de Perseo tenía su lógica. El agua no ablanda
la piedra, pero esta piedra era una prolongación de mi carne. Mis
carnes de piedra recobraron su flexibilidad, pero la piedra de mi carne
impidió que me ahogara.
Era como desentumecerme. Un día
pude bajar la cabeza, mirar el anillo, articular el nombre de Perseo. Otro
día pude mover los dedos. Recobré la imperfección de
la carne. Nadé, salí a la superficie. Llegué a una
playa. En la playa había grupos de bañistas. Encontré
un bolso con ropa y lo robé. Caminé durante días. Pensé
durante días.
-Ahora quiero pedirte algo -dijo
Milena.
Durán se había
levantado del sofá. Estaba de espaldas a ella, mirando el mar. Había
anochecido. El vino chileno se había terminado. Los nubarrones destejidos
mostraban retazos de cielo estrellado. El estéreo aún repetía
el disco de Thelonius Monk. Durán miró el oscuro Atlántico
y pensó en el luminoso Mediterráneo. Miró el teléfono
y pensó en llamar a la policía: En casa tengo una loca
que se cree una estatua.
Dio media vuelta.
En el televisor se veían
cuerpos lustrosos que se revolcaban. Una pelicula erótica, o una
de artes marciales.
Milena estaba sentada a la luz
del fuego. Su tez parecía más terrosa que antes. No, terrosa
no. La palabra era pétrea. El lustre de la tez evocaba la
textura del anillo que llevaba en la mano.
No parecía dudar de la
credulidad de Durán, ni parecía tomarle el pelo. Estaba tan
loca que ni siquiera pensaba que no pudieran creerle. Durán le preguntó
qué quería pedirle.
-Me estoy endureciendo de nuevo
-dijo ella-. La carne lucha contra la piedra. Ya siento la dureza en mis
venas. Pronto volveré a ser una estatua. La piedra vencerá
con su perfección redentora.
Durán suspiró,
resentido con la mala pasada que le había jugado la suerte. Dios,
si existía, no había querido desperdiciar un milagro en él.
Había preferido hacerle una broma.
-¿Y yo qué puedo
hacer?
-Necesito tu cuerpo -dijo ella.
Antes de oír esa historia,
Durán habría dado cualquier cosa por oír esa frase.
Ahora le causaba estupor, miedo.
-Por favor -dijo ella, levantándose.
Hablaba con voz más cascada. Era como si las palabras crujieran en
cada frase.
Se quitó el anillo, se
le acercó. Durán notó que los garabatos del anillo
no eran garabatos. Eran letras griegas. No leía griego, pero cualquiera
que hubiera estudiado geometría elemental reconocía una pi.
-Necesito tu cuerpo para que seas
Perseo. Antes de volver a ser una estatua, quiero tener conmigo la estatua
viva de Perseo.
Tal vez lo mejor era seguirle
el juego. Dejarse poner el anillo, hacerle creer que era Perseo. Y tal vez
sí, llevársela a la cama. Una mujer era una mujer, aunque
estuviera chiflada. No le haría mal a nadie, tal vez la hiciera feliz,
y a él no le vendría mal un desahogo.
-Ni siquiera va a dolerte -dijo
ella.
Era una broma, pero Milena era
tan seria que lo desconcertó. También lo desconcertó
al sonreír. No había sonreído en toda la noche. Con
la sonrisa, la cara de Milena crujió. Crujió como piedra.
Durán sintió pánico.
Le golpeó la cara, la
apartó de un empujón.
Milena cayó al suelo.
El anillo cayó al suelo.
Durán, aterrado, notó
que la mano le dolía como si hubiera golpeado cemento.
-Tu cuerpo debe ser mío
-dijo ella-. De Perseo.
Durán retrocedió.
-No -dijo.
-Tu cuerpo morirá. Se lo
comerán los gusanos -dijo Milena.
Sí, pensó Durán.
Se moriría, se lo comerían los gusanos, pero mientras tanto
tenía su buena jubilación, sus rentas y su casa frente al
mar. Nadie le quitaría sus cosas. Se había deslomado toda
la vida para conseguirla. Era el rey de la creación. Tenía
rentas, propiedades, y en el pueblo todos reconocían su camioneta.
Era libre, ¿o no? Claro que era libre. Era don Durán. Podía
pasarse horas y horas escuchando sus estúpidos discos y podía
aburrirse horas y horas mirando la estúpida arena y podía
esperar meses y meses a que sus hijos lo visitaran para recibirlos con estúpidos
reproches.
Sintió ganas de llorar.
Lloró. Él no tenía ojos de piedra.
-¿Qué ganaría
yo? -dijo, sin creer lo que decía.
Milena se levantó, recobró
el anillo, se desnudó. Era cada vez más piedra y cada vez
menos carne, pero ahora la piedra adquiría un lustre que era deslumbrante,
una textura más apetecible que la de un cuerpo de carne.
-Podrías tenerme -dijo
Milena.
Durán sintió una
erección, la primera en meses.
-Serías Perseo -dijo Milena.
Tendría una historia,
pensó Durán. Dejaría de ser don Durán, don nadie.
-No -dijo. Pero pensó que
no tenía nada mejor que hacer. No esperaba una visita del ministro
de economía, ni tenía una cita con Ellen Barkin.
Milena se le acercó, anillo
en mano.
Durán iba a golpearla
de nuevo, pero no pudo.
-Aquí no -dijo-. Conozco
un lugar mejor.
Le tomó la mano, sintió
su dureza de piedra, la llevó hacia la puerta. Milena lo seguía,
más viva que nunca. Salieron a la medianoche, y desde la casa llegaban
los acordes de 'Round Midnight. La llevó hacia unos matorrales
que había en los médanos, un sitio desde donde se veía
el mar. Una luna azul flotaba entre los cerros de nubarrones que cubrían
el horizonte.
Milena se acostó de espaldas
en la arena. Durán se desnudó, sintió vergüenza
de su cuerpo fofo, sintió frío. El frío le encogió
los testículos. Perdió la erección.
Le pidió el anillo a Milena,
se lo calzó en el dedo.
Fue como si le hubieran inyectado
hormigón en las venas. El cuerpo se le endurecía. Recobró
la erección. Ya no estaba fofo. Tenía el porte de un dios,
y Milena observaba fascinada su transformación.
Se inclinó sobre ella,
penetró ese cuerpo de piedra con su cuerpo de piedra. Aún
era Durán, pero ya era Perseo. Recordó su muerte, recordó
sus estatuas, recordó la isla, recordó sus sueños con
Milena, recordó su destierro y recordó su magia. Era Durán,
era Perseo, era Milena, porque su piedra se fusionaba con la de ella, era
ella.
Durán pensó en
lo que dirían los vecinos cuando vieran esa estatua de dos amantes,
Perseo pensó en el prodigio de su resurrección, Milena pensó
en su felicidad recobrada.
Milena recordó las palabras
de Perseo: una estatua de tus deseos más profundos
Sus deseos más profundos
eran como latigazos eléctricos. Espasmos vibrantes le barrían
los músculos de piedra. Evocó la ciudad antigua de su isla
y vio que Durán, que era Perseo, también era un toro, y oyó
que su gemido de piedra era un bramido. Vio la imagen que serían:
piedra y carne, mujer y toro.
Poco a poco cesaron los pensamientos. Sólo quedaron las emociones,
y un movimiento que era inmovilidad.
En ese éxtasis triplicado,
la piedra era más perfecta que la carne.
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