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RUTAS por Laura Hird |
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Hoy
cumplo doce tacos. En la parada del bus hay un póster con la foto de un chaval hecho
polvo que dice: «Conseguir drogas no es difícil. Pregúnteselo a cualquier niño de doce
años.» Pues conmigo que no cuenten, porque no pienso decir nada. Si no, luego, viene
Scott y me da de ostias. Mi madre las guarda dentro de la funda de un carrete, encima del
mueble del comedor, en el frutero ese con fruta de mentira. Podría pillar algo si me
diera la gana, pero paso. Esto de las drogas es un peñazo, tío. Scott me dejó probar un
día que se había emborrachado y me sentó fatal. ¿Sabes Posesión infernal? Pues
igual. Entre la vomitona, el papel pintado --que la tomó conmigo--, y la gasolina que
veía entrar por el buzón, no veas qué cuelgue, tío. En cambio, a mi madre y a Scott no
les da por ahí. Se quedan pasmados delante de la caja tonta y es como si estuvieran
sobando. Y, para el caso, es lo mismo, porque, como no hablan ni nada. Sólo salen cuando
se quedan sin tabaco. Entonces se bajan al bar. Es como vivir con dos pufs, sólo que más
aburrido, porque con los pufs al menos podría saltar encima, rajarlos y cosas así. Mi
madre sólo abre la boca cosa de una vez al año. Normalmente, para poner a caldo a Scott
por tirarse a otras tías. Como si hubiera alguna más dispuesta a meterse en la cama con
el coco ese. Total, que, broncas aparte, en casa no se habla mucho.
Igual Scott se abre cuando nazca el bebé. Si no les llega para mantenerme a mí, no sé por qué tienen más hijos, pero bueno. A lo mejor esperan a ver qué tal sale éste para echarme a mí. Allá ellos. Oye, ¿verdad que las tías tienen que dejar de fumar cuando están embarazadas? Pues con la de humo que llega a tragar mi madre, el pobre chaval debe de estar asfixiado. Bueno, igual tiene suerte y nace muerto. Esta noche, cuando he salido, estaban los radiadores a tope porque se les había ido la mano con la pirula del contador. Mi madre iba en mallas, con los michelines al aire, y, entre el barrigón que se le ha puesto y ese ombligo asqueroso así para fuera, parecía un personaje de Alien. Tiene las tetas llenas de manchas azules, como ese queso francés medio podrido que se compran los pijos. No veas qué asco, tío. Seguro que del trauma se me pasan las ganas de por vida. Y que conste que no soy de los que pierden el culo por las tías, pero no creo que ésa sea manera de pasearse delante de un hijo. A ver por qué no pueden pagar el recibo de la luz como el resto del mundo. Por mi cumple me había pedido unas Nike Air, pero ni por ésas. Lo que me han regalado han sido una mierda de vambas con adornos de color rosa y una lengüeta enana, de niñata. Seguro que mi madre las compró en el híper. Pues no pienso salir a la calle con ellas. Anda que no me iban a dar de ostias ni nada. Luego también me ha regalado ropa para el cole: camisas azules y tal. Todo cantidad de feo. En teoría, me la tenía que haber ido comprando con el giro de cada mes, pero me la ha dado hoy para poder decir que era un regalo de cumpleaños. Ya. Y qué más. Ya sé que no estamos lo que se dice forrados, pero, joder, si hoy en día hasta los críos de los bloques de Broomhouse llevan Reebok. ¿Qué necesidad hay de ir tan tirado? Si no se pulieran toda la pasta en vodka, costo y tabaco, tendrían bastante para comprarme algo decente. Y anda que lo que me ha regalado Scott... Una tarjeta de cumpleaños con un conejito en la portada y un billete de cinco dentro. Generoso, ¿eh? Tengo colegas que pillan el doble cada semana sólo con la paga. Y eso que el tío no da un duro en casa: el subsidio para él y el prive, el costo y el papeo de gorra. Si será tacaño el muy capullo... Y tampoco les habría costado tanto organizar una fiesta, ¿no? Vamos, digo yo. Seguro que alguien habría venido, porque la gente va a las fiestas aunque no pueda ver al homenajeado ni en pintura. Pero no. ¿Para qué? Si con el pastel que mi madre había comprado en el híper ya había de sobras. Y encima va la muy cutre y no le pone ni velas. Un lujazo, vaya. Y no te pierdas lo que me ha dicho Scott cuando he ido a repetir: «A ver si va a haber que colgarte un morral, tragoncete.» Por eso me he bajado a la calle. Bueno, por eso y porque no hay quien aguante en casa con esa temperatura subtropical y ese pedazo de roquefort con tetas roncando en el sofá. ¿Sabes qué te digo? Que les den por culo. Estoy hasta los güevos de ver que sólo piensan en ellos. Si ni siquiera les caigo bien. ¿Te imaginas no caerle bien ni a tu propia madre? No veas qué gracia. Volveré tarde para que piensen que me ha pasado algo. Igual si creen que me he muerto se dan cuenta de lo mucho que me echarían de menos. A lo mejor entonces me tratan bien, aunque sea una temporadita. Decidido. No pienso volver hasta que crean que me han asesinado. Joder, cuánto tarda este autobús. ¿Te has fijado en que da lo mismo a qué hora llegues a la parada? Siempre te hacen esperar lo menos veinte minutos. Bueno, cogeré el primero que pase. ¿Qué te juegas que vuelve a ser un 2 o un 6? El 6 va de puta madre porque no pasa por Princess Street: baja hasta el puerto, sigue por la costa, llega a la última parada y da media vuelta, o sea que no te deja colgado en ningún descampado al final. Los buses siempre tienen la última parada en algún sitio un poco chungo, pero ahí está la gracia precisamente. No hay nada como los autobuses. No sé qué hace la gente mirando escaparates y malgastando el dinero en el cine cuando podrían estar recorriendo la ciudad montados en un autobús. Además, haces como yo, te sacas un pase y ya no te cuesta un duro. No, pero lo de esperarlos sí es verdad que carga. Los muy cabrones o no vienen o vienen a pares. Seguramente tienen que ir en caravana por culpa de los conductores, que son una pandilla de capullos: si fueran de uno en uno, siempre habría alguien dispuesto a cargarse unos cuantos. Joder, qué rasca. Tengo los tejanos congelados, tío, ni que me hubiera meado encima. No me he puesto chaqueta porque sólo tengo la americana del uniforme y bastante hago con llevarla al cole. Cuando sea mayor, diseñaré mis propios juegos de ordenador. Una pasada de avanzados, imposibles. Mucho mejores que toda esa mierda del Gamesmaster. Pienso hacerme de oro. Y mi madre y Scott tendrán que joderse porque no pienso darles un duro. Es más. Puede que ni siquiera vuelva a dirigirles la palabra. A la mierda. Tengo que forrarme como sea. Va a ser la única manera de librarme de ellos... si ellos no me ponen de patitas en la calle primero. Entonces lo más seguro es que acabe montándomelo con viejos verdes para poder comer. Sí, tío, esto de tener doce tacos promete. Un par de siglos más tarde llega un 44. En éstos nunca me he subido, pero dice que va a Wallyford. Por el nombre, no me extrañaría que fuera el barrio de Scott. Le pregunto al conductor si luego vuelve a Longstone y me dice que sí. Entonces subo y el tío me llama y me dice que no puedo subir porque el trayecto dura casi tres horas. Le digo que no me importa, que me monto igualmente, el tío se pone a refunfuñar yo qué sé por qué y, hale, ya tienes a todo el personal fisgando para ver qué coño pasa que el autobús no arranca. ¡La madre que lo parió! Ni que fuera un crimen subirse a un autobús. No estoy robando coches ni haciendo pintadas en las tiendas de los pakis, ¿no? ¿Por qué será que, haga lo que haga, siempre lo hago todo mal? A la gente no le gustan las cosas que no entiende. Y está claro que a mí no me entienden para nada. Normalmente me siento al lado del conductor, por si hay jaleo, pero esta noche me subo al piso de arriba porque el tío me ha puesto colorado. En el piso de arriba van todos los tarados. La última vez que estuve un borracho se meó en la parte de atrás y, cada que vez que el autobús se paraba, iban los meados arriba y abajo. Qué asco, tío. Lo mejor es sentarse atrás porque así se entera uno de lo que pasa, aunque de momento sólo hay una vieja y un chino, o sea que no pasa nada. Los chinos me dan así como una sensación de seguridad, ¿sabes? Y no sé por qué, porque eso de las sociedades secretas da un miedo que te cagas, pero como sólo se hacen daño entre ellos... Así se desahogan y ya no tienen que meterse con los demás. Ser chino molaría cantidad. Además de que son todos ninjas, no hay dios que entienda lo que dicen ni lo que escriben. Guay. Me voy a comer las chuches ahora por si luego se llena. Con el dinero de Scott me he comprado una chocolatina Mars, un Twix y una bolsa de patatas fritas. El paki de la tienda no tenía Monster Munch y me las he tenido que comprar de las normales. Con sal y vinagre, además, que es el sabor que menos me gusta. Primero hay que chafar la patata y dejártela en la boca hasta que las has chafado todas. Luego sorbes todo el juguillo y te las tragas todas juntas. Es una pasada. Como que es la única manera decente de comer patatas fritas. El vinagre me deja casi sin labios. Tendría que haberme comprado un botellín de Red Card. Luego me como la chocolatina Mars para que me vuelva la saliva a la boca. Primero me como el baño de chocolate, luego mastico el turrón y luego pelo la primera capa de caramelo con los dientes de abajo. Luego chupo el resto del caramelo y me quedo con el chocolate en la boca hasta que deshace. Dan ganas de tragárselo, pero no. Mi madre se pasa el día viendo programas de cocina en la tele y me he fijado que todos explican cómo hay que preparar las cosas pero no hay ninguno que explique cómo hay que comérselas. Eso sí que molaría. Yo sé la mejor manera de comer cada cosa, ¿sabes? Cómo comer las chocolatinas de capa en capa y eso. Es un don. Luego me como el Twix porque siempre dejo lo mejor para el final. Con el Twix también hay que pelar el chocolate, pero luego, cuando ya te lo has comido todo (sin romper la chocolatina, ¿eh?, cuidado ahí), se pueden hacer dos cosas. O comerse el caramelo y chupar la galleta, o bien comerse la galleta, hacer una bola con el caramelo y masticarlo entero. La segunda manera es la que más mola, pero, a veces, según de qué humor estoy, dejo la galleta para el final. Mientras me limpio las manos en los pantalones veo subir a un tío con una niña pequeña. Me ha ido de un pelo. La mocosa se arrodilla en el asiento y se pone a mirar a los demás pasajeros. Me pone a parir cuando te encuentras con una criaja de éstas que se meten contigo con toda la jeta y tú te tienes que aguantar. Menos mal que ésta no la ha tomado conmigo. Ésta lo que hace es reírse, revolverse en el asiento y ir diciendo: «Nego, papa. Nego, caca.» El padre sonríe pero se le nota que está muerto de vergüenza. --No digas esas cosas, cariño, que son muy feas. Pero con eso sólo consigue empeorar las cosas. --Nego, caca. Nego, caca. Mira, papa, nego. Nego, caca. El padre le enseña algo al otro lado de la ventana para distraerla. --Mira, mira qué reloj más grande... ¿Qué hora es? Dile a papá qué hora es. --Nego, caca. Mira, papa. Nego, caca. El autobús entero está pendiente de la cría, pero todo el mundo disimula, aunque a algunos pasajeros se les escapa una sonrisa. El chino no aparta la vista de la ventana, pero se nota que está incómodo. La cría se ha dado cuenta de que es el centro de la atención y está imparable. --Veo veo. Papa, nego, caca. ¿Jugas, papa? Veo veo. Nego, caca. El tío está más rojo que un tomate. No sabe qué hacer, el pobre. Está en plan trágame tierra. Y la cría dale que te pego hasta que el autobús se para, al padre le da un ataque, la agarra por la cintura y se la lleva gritando. Por la ventana veo cómo la riñe con el dedo, hecho una furia, y luego señala el bus. Pero la cría nada, venga reírse, como si fuera un juego. Cuando el autobús vuelve a arrancar, el chino carraspea y agacha la cabeza muerto de vergüenza. Pobre tío. Si seguramente ni siquiera iba por él. ¿Qué iba a saber la cría? No lo decía con mala intención. Lo habría oído en alguna película de Ice Cube o en un disco de Public Enemy y ya está. Si eso de negro ya no lo dicen ni los blancos. Está supermal visto. Oye, y no veas cómo molan esas pelis de raperos, tío. Todos los chavales allí con sus AK47 llamándose joputa todo el rato y hablando en plan rapero y tal. Y los blancos sin entender ni jota. Ojalá fuera un negrata del Bronx, tío. Ésos sí que tienen ropa molona. Nada de americanas y vambas de híper. Y eso que son más pobres que las ratas. Los blancos son un peñazo, tío. No hacen nada guay. Hasta los pakis molan más que los blancos, tío. El paki ése que hay en mi calle, por ejemplo, se casó el otro día, ¿no? Pues cogió y llenó la fachada y el jardín de globos, bombillas de colores, serpentinas y cantidad de cosas de ésas. Y luego no te lo pierdas. El día de la boda el tío llegó a casa montado en un caballo blanco. Te lo juro, tío. Con turbante y todo. La hostia, tío. ¿Sabes Channel 4 los domingos por la tarde? Pues igual. No me digas que eso no mola más que meterse en una iglesia y tener que hacer el panoli con la pesada de tu prima la pequeña. Lo que no me gustó pero para nada fue el baile ese paki que nos hicieron hacer clase de gimnasia. Que en realidad es un baile de tías, pero nos lo hicieron hacer a todos porque se supone que así nos llevaremos mejor. Joder, pero si yo ya me llevo de puta madre con ellos. Bueno, menos por el bailecillo este que nos hace hacer la marimacho de la profa de gimnasia. Porque, claro, las tías, tan panchas. Con decir que tienen la lola... Total, que al final sólo quedamos nosotros haciendo un baile de tías. Ojalá tuviera la regla, tío. La tendría todos los miércoles. Ahora sube un tío que viene a sentarse al fondo con un cucurucho de patatas. Huelen de puta madre, tío. Se me hace la boca agua. Debería estar prohibido comer esas cosas en público si no se está dispuesto a compartirlas, ¿verdad tú? Joder, qué ruido mete el tío para masticar. Menudo asco. Este barrio sale en los papeles cada dos por tres. Aquí es donde vienen todos los viejos verdes a meterles mano a chavales como yo. Los muy cochinos. Aunque dicen que los chavales se forran. Dicen que hay chavales de once años que se sacan cien libras la noche. Seguro que todos llevan Nikes. Siempre que paso por aquí en autobús, me fijo, pero nunca veo nada. Igual es que se lo montan en los pisos esos tan caros o entre las matas de ahí de la colina, vete a saber. Lo que es esta noche, al menos, no se ve una alma. Bueno, sólo una tía altísima paseando al perro. Da morbo saber que ahí abajo pasan esas cosas mientras tú estás tan tranquilo en tu autobús. El tío ese de la parada tiene una pinta de mariconazo que te cagas. Igual se lo acaba de hacer. Si se monta y se tira un pedo, miraré a ver si pierde aceite. No, no sube. El muy cerdo está esperando que pase algún viejo verde. Ya se ha hecho de noche, pero detrás de los edificios el cielo aún está rojo. Con los focos del estadio de Easter Road encendidos, parece que los extraterrestres hayan enviado paracaidistas para ver lo que pasa. Esta noche no hay partido, o sea que deben de estar entrenando. Roy siempre me llevaba al fútbol. No sé por qué mi madre tuvo que romper con él. La otra cosa que me gustaba de él es que sólo venía a casa de día, así que por la noche mi madre se ponía a jugar a las cartas o al Scrabble conmigo o me ayudaba a hacer los deberes. ¿Te la imaginas ahora? Con tanta peta no iba a ver ni el libro. Además, Roy se comportaba como un padre de verdad. A él no le estorbaba, como a Scott, y creo que no le caía mal de todo. Siempre que venía me traía chuches, y luego nos llevaba al cine y eso. Ahora ya ni se hablan. Si nos llevaríamos bien que, cuando se separaron, pensé que igual se dejaba caer por casa de vez en cuando para hablar conmigo y tal, pero qué va. No le he vuelto a ver el pelo. Roy no era mi padre de verdad, no te creas. De ése sólo puedo hablar si lo llamo «el cafre». Nunca hemos hablado, porque mi madre no lo puede ver ni en pintura y dice que estoy mejor sin saber de él. Pero a mí me gustaría conocerlo, ¿sabes? Para ver cómo es y tal. Si nos parecemos en algo y eso. Algo sí deberíamos, porque, en teoría, todos nos parecemos a nuestros padres, y yo a mi madre no me parezco ni el blanco de los ojos, gracias a Dios, así que debo de haber salido a él. Vamos, digo yo. Cuando cumpla los dieciséis lo buscaré y me iré a vivir con él. Seguro que mi madre se inventa todas esas barbaridades que cuenta de él para quitarme las ganas de buscarlo y poder seguir comprándose cigarros con el dinero de la pensión. Un día de éstos pienso coger un autobús y no volver nunca más. Seguro que no se darían cuenta hasta que tuvieran que enviarme a la tienda a por patatas. En esta zona es donde viven los ricachones. Tienen unas casas que te cagas, con unos jardines el triple de grandes que los de las casas de mi barrio, y estanques y columpios y casas en los árboles y vete a saber qué más. Seguro que en cada casa de éstas hay bastantes juguetes y juegos de ordenador como para toda una escuela, pero los muy pijos no se los dejan a nadie. Joder, qué desperdicio. Oye, ¿y quién decide a quién le tocan unos padres ricos y quién tiene que cargar con un par de capullos como los míos? ¿Qué habré hecho en otra vida para merecer semejante castigo? ¿Por qué no me dieron en adopción a alguna familia rica con jardín y cd-rom que pudiera comprarme Nikes, chupas Timberland y una bici como dios manda en vez del pedazo de chatarra que tengo? Y no te lo pierdas. Lo peor es que mi madre está convencida de que se merece un monumento. A ver si por una mala hamburguesa de súper y un imbécil que se me hace pasar por mi padre todavía voy a tener que darle las gracias. Un día la tía me hace ver un documental sobre reformatorios y me dice que, si no me porto bien, me mandará a uno. ¡La muy cretina! Pero si en estos sitios se vive de puta madre. Tienes mesas de billar, piscina, un Sega para ti solo, una habitación para estar con tus colegas, y nada que hacer en todo el día excepto tocarte las pelotas. Después de ver el programa empecé a chorizar cosas en la tienda, pero no hay manera de hacer que el paki me pille. Un día que le había birlado una chocolatina Snickers puso un cartel en la puerta que decía que los niños de uniforme sólo podían entrar en dos en dos, o sea que debió de verme. Seguro que lo sabe. Supongo que si Scott se abriera se llevaría la consola. El siguiente igual me trata mejor, pero quién te dice que no me toca un maromo sin consola. Joder, ¿por qué tiene que ser todo tan complicado? De todas maneras, Scott sólo tiene cuatro juegos: el Príncipe de Persia, que no cuenta porque el muy soplapollas perdió las instrucciones; una chorrada de Mickey Mouse que no pongo nunca porque la musiquita es un coñazo; y los Sonic 1 y 2, que al principio molaban, pero cuando aprendes a llegar hasta el final son una mierda. Que sí, vale, aún te puedes dedicar a sumar puntos a base de esmeraldas, anillos y refuerzos, pero, vaya, una vez que te has cargado al doctor loco la cosa pierde color. Y si encima tienes que jugar en la tele en blanco y negro de la habitación de mi madre, no veas, porque a la de color sólo puedo acercarme cuando ellos se bajan al bar. Que la televisión es nutritiva, tío. No sé, supongo que podría chorizar unos cuantos juegos y llevármelos al reformatorio cuando me pillaran. Pero igual aguanto un poco más, porque Scott dice que se va a comprar un ordenador, uno de ésos con procesador Pentium. De los que tienen Internet. Eso sí que mola, tío. Puedes ver pelis porno, jugar a todos los juegos habidos y por haber, y hablar con gente de todo el mundo sin que sepan qué pinta tienes. Como si quieres coger una foto de uno de Boyzone y decirle a una tía de Jamaica que es tuya. Ahora se me ha sentado una tipa muy rara al otro lado del pasillo. Al principio me ha parecido que llevaba puestos los cascos y iba cantando, pero qué va, está como soltando un sermón o algo así. Qué mal rollo, tío. Me echo un poco para adelante y sí señor, la tía lleva una biblia. Joder con la pringada esta. Igual es de una secta o de una de esas coñas satánicas o algo. Y anda que no está pirada ni nada. Menudas cosas dice. Sí, él dijo que os aniquilaría, y ya lo creo que os aniquilará, salvaos si no queréis ser aniquilados. Me cago en la leche. Y ahora se pone en plan Jesús es nuestro hermano y no sé qué más. A veces parece como si le estuviera hablando al tío que tiene delante, pero no. Habla sola, la tía. Como si fuera un tic. Bueno, tío, no veas qué yuyu me da a mí esto. A mí que los locos no me hacen ni puñetera gracia. ¿Sabes qué te digo? Que me bajo al piso de abajo no vaya a darle la neura y me saque un cuchillo de cocina o algo. Además así aprovecho para echarle un vistazo. ¡Mieeerda! La mala pécora me ha pescado in fraganti y me ha puesto una cara que no veas el susto. Procura por tu salvación, me dice, que yo procuraré por la mía. Se me han puesto a temblar las piernas, tío, suerte que he llegado al piso de abajo antes de que me fallaran del todo. A ver si acurrucándome aquí contra el cristal dejo de temblar. ¿No querías una de sicópatas? Pues toma. Esto de los pirados es una invasión, tío. Están por todas partes. ¿Será posible que nadie más se haya dado cuenta? Ya se ve Kircaldy. A ver si mirando los bloques donde vive mi primo Mark me distraigo y me quito de la cabeza a la bruja de arriba. Hay que forzar mucho la vista porque está oscuro, pero si entornas los ojos llegas a ver las últimas ventanas. Aún estoy en ello cuando el bus llega a otra parada. En la cola hay un tío deforme. Tiene la boca como si alguien le hubiera cosido los labios y hubiera tirado del hilo, y luego tiene un ojo hundido en la cara. Un monstruo, vaya. Y vaya pedazo de cabezón tiene. Joder, ¿pero qué es esto, tío? Es la primera vez que llego más allá de Eastfield, y esto no me gusta un pelo. Al final no me queda más remedio que levantarme y sentarme al lado del conductor. Qué cuelgue, tío. ¿Por qué no habré esperado el 6? Hombre, pero si eso es la heladería de Luca. Esto yo lo conozco. Aquí nos traía la tía Carol cuando aún vivían los abuelos para que se tomaran su cucurucho. De todas maneras, yendo en coche todo se ve distinto. No te das tanta cuenta del camino. Ahora hemos girado y ya me he vuelto a perder. Igual ya falta poco para el final. Bah, da igual. Con tal de que vuelva a Longstone... Ojalá se bajara la tiparraca de arriba. ¿Y este pitido? ¡Bueno! Ahora el conductor se nos pone a silbar. Nos jodió mayo con las flores. Joder, ¿por qué les da a todos por silbar? Eso de pasarse el día de atasco en atasco les debe acabar aflojando las tuercas. Anda, pero si no es el mismo tío que se ha metido conmigo al subir. Debe de haber cambiado de bus. Estará sembrando el pánico en alguna otra parte. ¿Por qué son tan gilipollas todos los conductores de autobús? O pasan de largo cuando hay como veinte personas esperando en la parada con el brazo en alto y la lluvia calada hasta los huesos, o se ponen a jugar a cartas en la cochera y pasan de trabajar, o te dejan subir para incordiarte, o te dan la vara con los silbidos o con yiiiiiik que hacen las puertas cuando no las han cerrado bien. Jo, con lo guapos que son los buses, ¿por qué tienen que dárselos a esta pandilla de invertebrados? Mira, ¿sabes qué te digo? Que cuando me haya forrado con los juegos de ordenador me compraré un autobús para mí solo y bajaré flechado por Princess Street embistiendo a todo dios como si estuviera en los autos de choque. Toda esta basca tiene los días contados. En la última parada de High Street se apea la biblias. Ya era hora, tío. Sigue con su rollo, no te creas, y antes de bajarse aún tiene tiempo de lanzarme otra mirada asesina. Controlo que no se cuele por la otra puerta para atacarme por la espalda, pero no, se va, con la biblia abierta y hablando sola. No entiendo cómo no está en la cárcel. Desde luego, es la última vez que me pillan en un 44. Antes a esa gente la metían en el manicomio. Ahora la dejan ir por la calle asustando al prójimo. Como aún esté haciendo de las suyas cuando volvamos a pasar por aquí, me voy a cagar en todo. Todavía no se me ha quitado el susto de la loca y del monstruito. Estoy por creer que me lo he imaginado, porque me parece demasiado horripilante para ser verdad. En éstas el conductor para el bus en mitad de la nada y apaga el motor. ¿Ya está? Pero si esto es el culo del mundo, joder. Como me haga bajar aquí, me da algo. No será capaz, ¿no? Pues sí. Está lloviendo de lo lindo, además, pero el tío nos hace bajar igualmente. Nazi de mierda. Le pido por favor que me deje quedar arriba, que tengo que volver a Longstone, que no llevo chaqueta, y señalo afuera para que vea que está diluviando. El tío se me queda mirando hasta que me callo; luego pone cara de satisfacción y me dice que no le está permitido admitir pasajeros hasta después del descanso. Yunamierda, tío. Si mi madre no fuera tan cateta, la convencería para que escribiera a los periódicos y contara cómo las gastan estos energúmenos. A los periodistas les encantan las historias sobre niños maltratados, niños asesinados, niños golpeados y niños calcinados. Seguro que le darían una pasta gansa por la historia. Así saldría mi foto en los papeles y podría comprarme unas Nike Air. Scott y ella me partirían la cara si supieran que me dedico a circular de noche en bus. No lo entenderían. Normalmente les digo que voy a casa de Charlie, un colega. Nunca me han preguntado dónde vive ni nada, y total, con tal de perderme de vista... Hace meses oí que un inspector llamaba Charlie a uno de los conductores del 6. Ése es mi colega Charlie. Me acuerdo de él porque le di pena y cuando llegamos a la última parada nos repartimos su bocata. Seguramente ya le habrán despedido por ser demasiado amable con los pasajeros. Algo que no le pasará al de hoy. Bueno, esto es el culo del mundo, ya te digo. Un descampado, un concesionario de coches y una estación medio desierta. ¿Por qué iba alguien a poner una parada de autobús ni una estación en un sitio así? ¿Quién iba a querer venir aquí? Doy vueltas debajo de la marquesina para no quedarme frío y porque tampoco tengo nada mejor que hacer. Está el concesionario, pero paso de coches. Sólo pueden comprárselos los ricos y por culpa suya los autobuses se retrasan. El conductor listillo sigue sonriéndome con aires de superioridad mientras saborea su café caliente servido en tapón de termo y se pone ciego de Kit-Kats. Aprovecho que se ha puesto a leer el periódico para sacar la llave y grabar «Día nacional del exterminio de los conductores de autobús» en la mampara de metal de la marquesina. Con un poco de suerte, alguno de estos paletos se lo tomará en serio y habrá un gilipollas menos en el mundo. No me explico cómo no pasa más a menudo, la verdad. Toda la cantidad de gente que utiliza el transporte público, abuelitas incluidas, debe de tener un montón de razones para cargarse a uno de estos cabrones cada día. Con tanto frío me han dado ganas de mear. Mi madre dice que no estoy bien de la vejiga. Por eso no me traigo nada para beber en el autobús. A veces el trayecto dura tres horas y no podría aguantarme tanto rato. Bueno, con lo que tardo en vaciar el depósito, sólo me faltaría tener que hacerlo en un autobús. Como hizo el guarro ese aquella vez. Tampoco meo en las marquesinas porque me pone a parir estar esperando el autobús con un pestazo que te cagas. O sea que no me queda más remedio que irme al descampado y esconderme detrás de un seto. Qué pasada, cómo sale vapor de la hierba. Mmmmm, sí. Qué alivio. ¿Y ese ruido? Me subo la cremallera a toda la leche y vuelvo a la parada. Del brinco me he manchado los tejanos. Mierda. Me estiro el jersey para tapar las manchas. El bus aún no está en marcha. Venga ya, cabrón. Menudos descansos se pegan esta pandilla de capullos. El sonrisas levanta la vista del periódico, me ve y luego mira para otro lado como si se creyera el rey del mambo. Me dan ganas de partirle la cara. Me duelen los pies de lo fríos que los tengo. Al cabo de una hora por lo menos el tío pone en marcha el autobús y arranca haciendo ver que se ha olvidado de mí. Tengo que aporrear la puerta para que abra. Payaso de mierda. Tener que divertirse a costa de los niños. Luego el tío me pide el pase otra vez y mira si soy el de la foto. Será posible... Paso de subir al piso de arriba por si vuelve la loca de antes, pero me voy a la parte de atrás para no tener que mirar al conductor ni tener que aguantar que me mire y me sonría. El aire que entra por el respiradero del suelo me hace entrar en calor. Mola notar cómo vibra la rueda debajo del asiento. El viaje de vuelta nunca es tan bueno como el de ida, porque al final del trayecto siempre me esperan mi madre y Scott. ¿Crees que si se murieran podría seguir viviendo en casa? No estaría mal. Igual tendría que darles carne de vaca loca un día de éstos. Volver es como rebobinar en play la misma cinta que acabas de ver. Las paradas del final, que no habías visto nunca en el viaje de ida, te parecen de toda la vida. No me extrañaría nada que no hubiera nadie más en Edimburgo que hubiera estado en tantos sitios como yo. Desde luego, seguro en tantos sitios cutres no. Ahora hay menos gente por la carretera porque ya es tarde, y el bus puede ir a toda pastilla. Intento calcular a qué distancia estamos de Meadowbank, que es donde empieza la ciudad de verdad. A partir de Eastfield ya sé más o menos dónde estoy. Aunque de noche todos los gatos son pardos, y las cosas aparecen donde menos te lo esperas. Por ejemplo. Estoy seguro de que la central de Portobello cambia de sitio en cuanto se hace de noche. Si no, ya me dirás cómo se explica que uno se la encuentre por todas partes. De noche las luces de Fife son una pasada. Es como si otro lado del estuario hubiera otro mundo. Debería haber un transbordador que saliera de Portobello. Lo usaría mucha gente. Y podría ser gratis con el pase del bus. Ya estamos otra vez en la zona pija. Los ricos ponen focos y demás en los jardines para poder presumir hasta cuando duermen. Seguro que en estas casas hay salas de juego y saunas y minisalas de cine y cosas así. No tienen que enchufar la consola a una tele en blanco y negro. La gente que vive en estas casas debería dejar entrar a los chavales pobres como yo, ¿no te parece? Tienen tantas habitaciones que seguramente ni se enterarían. Si yo viviera en una mansión así, dejaría entrar a los niños pobres para que jugaran con mis cosas. Tacaños. Volvemos a la calle de los chaperos, pero yo sigo sin ver ningún pervertido. No me extrañaría que toda esta historia se la hubieran inventado los periódicos, porque la gente ya está harta de ver entierros y gente envenenada con carne de vaca loca. De todas maneras, esto está tan oscuro que aunque hubiera gente follando no se vería. A lo mejor esperan a esta hora para hacerlo. Una de estas noches me bajaré aquí a ver si algún viejo verde me hace proposiciones. Lo que yo te diga. Esta noche hay cantidad de autocares aparcados en la calle. Igual por eso se han asustado y se han ido. Estoy segurísimo de que los Hibs no juegan hoy, así que no sé qué coño pasa. Al llegar a Elm Row veo salir del Playhouse a mogollón de abuelas bingoadictas. Algunas se montan en los autocares, otras echan a andar hacia la ciudad, y muchas se suben en ambulancias. También hay cantidad de mongólicos y de gente en silla de ruedas. Hale, todos a la cama. Entonces veo los pósters enormes de Cliff Richard que hay en los tablones de anuncios. No veas qué grima. Me parto el culo pensando en el nota este moviendo el culo en el escenario, y todos estos tarados y todas estas abuelas tirándole sus bragas apestosas. Patético, tío. Yo nunca he estado en un concierto de verdad, pero tampoco es que me motive mucho, la verdad. Todos los que he visto en vídeo eran una mierda. Los grupos se pasan todo el rato tocando canciones que no conoce ni dios porque sólo están en el cedé y, cuando por fin tocan los singles, les meten tanta caña que ni siquiera los reconoces. Además, las aglomeraciones me dan palo. Siempre hay algún gilipollas que se pone a gritar cosas que normalmente no diría sólo porque hay un montón de gente escuchándolo. Cretinos. A ver si pasamos de largo de toda esta peña, ya. Atropéllalos de una vez, joder. Si no llegamos a York Place antes que ellos se subirán en masa al autobús y empezarán a mirar mal a todo el que no les ceda el asiento. Menuda jeta tienen. Encima de que sólo pagan veinticinco peniques. Les cuesta más barato que a nadie y encima esperan que les cedas el asiento. Y siempre huelen como a bragas caducadas. Las hay que apestan cosa mala. Deberían ir cogidas de los lados del autobús, como hacen en los países de los pakis. ¡Yuju! La parada está vacía y el autobús pasa de largo a toda leche. Qué maravilla. Me arrodillo en el asiento de atrás y les hago la señal de victoria hasta que doblamos la esquina. Qué risa, tronco. Aún me estoy carcajeando cuando llegamos a St Andrew's Square y se sube al autobús una titi un poco rara, vestida con ropa cara y supermaquillada. Tiene más o menos mi edad y está como quiere. O sea, como la agente Scully de Expediente X pero en pequeño. El pintalabios y la ropa de persona mayor le quedan de vicio, pero, no sé, se hace raro. Lleva una bómber de esas que cuestan como cien libras, naranja fosforito, unos pantalones negros superestrechos y unas botas negras de tacón. Y es el bollo más tierno que he visto en mi vida. Todos la miran porque es superguapa. Superdiferente. Entonces se me ocurre que igual es una enana, porque tan arreglada... Pero, no, luego la oigo hablar con el conductor y tiene voz de niña. No puedo quitarle los ojos de encima, es superior a mí. ¿Qué? No me lo puedo creer. El capullo del conductor le está dando la vara porque la pobre quiere ir a Balerno pero no lleva bastante. Dice que, si no tiene para pagar el billete, tendrá que bajarse. La pobrecilla no da crédito, claro, y al principio tengo la impresión de que se va a echar a llorar. Pero, en vez de eso, se pone a recorrer el autobús a ver si los demás pasajeros le dejan la pasta que le falta. Jo, si no me hubiera gastado todo el dinero en chucherías, ahora podría dárselo, pero he apurado hasta el último penique. Tío, y en mi cuarto tengo cuatro libras... Esto es un drama. Los demás pasajeros o bien pasan de ella o bien hacen ver que no llevan un duro o bien se rebuscan los bolsillos y luego le dicen que lo sienten. Ahora está hablando conmigo. La chica más guapa del mundo está hablando conmigo y yo no puedo hacer nada por ella. Me mira en plan ya, ¿y qué más?, y después de todo lo que le han dicho los demás no me extraña. En el periódico siempre vienen historias de éstas, de chavales que tienen que bajarse del autobús porque algún gamberro les ha birlado la pasta del billete y que son asesinados mientras vuelven a casa andando. Seguro que todos lo saben. Alguien le dará la pasta, seguro. No pueden consentir que tenga que bajarse. Y el conductor en sus trece, que no arranca hasta que pague o se baje del autobús. Y total ¿por qué? Por treinta miserables peniques. En serio que no doy crédito. Me dan ganas de levantarme y liarme a ostias con todo el mundo hasta que suelten la pasta, pero todos son gente mayor y tengo que aguantarme. Qué rabia, tío. Al final la pobre se harta y se baja. El conductor le grita no sé qué y sigue hacia Princess Street. Entonces la veo parar a un viejo con pinta de abuelito de cuento y tengo el terrible presentimiento de que esta noche le va a pasar algo horrible. Noto cómo una sensación de pánico me recorre las entrañas. ¿Por qué no me he bajado con ella y la he acompañado hasta la puerta de su casa? No me habría importado ir a pie hasta Balerno. Al contrario, habría sido una gozada. Ahora seguro que piensa que soy un tacaño de mierda como todos los demás. Y yo no quiero que piense eso. No me da la gana. De repente me encuentro con el pulgar en el timbre, riiing, riiing, pero estamos parados en el semáforo de Waverley Market. Llamo otra vez. Mierda. El conductor saca la cabeza de su cubículo. --Ya te he oído. Y aún no hemos llegado a la parada, ¿vale? --Oiga, por favor, ¿no me puede dejar bajar aquí? Por favor. En este carril está parado el tráfico. Pero el tío ni caso. Luego cambia el semáforo y no me abre hasta pasado el monumento a Walter Scott. Una vez en la calle, le arreo una patada al costado del autobús y lanzo un escupitajo a la ventana. Todos los agarrados me miran como si tuviera monos en la cara. Y entonces empiezo a correr. A correr como un loco. El tráfico ya no está parado, pero yo cruzo igualmente entre los coches en marcha. Un tráiler está a punto de hacerme papilla, y todos los autobuses que me pasan a tiro se llevan una patada de recuerdo. Y yo corro corro corro sin parar hasta que casi no puedo ni respirar. Sólo tengo una cosa en la cabeza. Esa chica. Tengo la sensación de que no ha pasado porque sí, de que ha sido el destino el que la ha hecho subir a mi autobús. Tiene que significar algo cuando me hace hacer tonterías como ésta. No puedo soportar la idea de haberla decepcionado. No puedo, sea quien sea. Cuando llego a la oficina del paro, freno un momento para coger aire y echar un vistazo a St Andrew's Street a ver si veo la bómber naranja. Miro en las puertas de todos los bancos, en la plaza, en el parque, en la estación de autobuses, en todas las callejuelas de alrededor, en el café, en el callejón de St James Centre, y hasta en los lavabos de las tías, pero no la veo por ningún lado. Mierda. Vuelvo a buscarla en los mismos sitios varias veces porque no me puedo creer que haya desaparecido de esta manera. Todavía no ha pasado el siguiente autobús, así que tiene que estar por aquí, en alguna parte. Pero sólo veo gente con maletas, estudiantes de jarana y pijos amuermados. En serio que me dan ganas de llorar. Después de haber mirado en todos los rincones donde ya había mirado, me acerco a las cabinas y me dejo caer en uno de los bancos. Jo, ahora sí que tengo que hacer un esfuerzo para no llorar. Tengo la sensación de que acabo de pasar por la peor experiencia de mi vida. Hago fuerza con los dedos de los pies para que no me salten las lágrimas, pero la verdad es que ya no me importa. Lo único que me importa es la cara tan triste que ponía ella. ¿Por que no habré reaccionado antes? Ahora podríamos estar camino de Balerno, andando tranquilamente, supercolegas. Seguro que si la hubiera ayudado le habría caído bien. No me puedo creer que ya no esté, es como si se me hubiera muerto alguien. De repente todo lo que me ha pasado en la vida me parece una tontería, una mierda en comparación. Ya no me importa nada. Veo pasar a la gente y pienso que odio a todo el mundo, porque sé que, si hubieran estado en el autobús, también habrían pasado de ella. Los odio porque no saben por qué estoy donde estoy, qué es lo que he intentado hacer. Odio sus vidas estúpidas y egoístas. Llevo mucho rato sentado en el mismo sitio, pero no quiero moverme por si acaso vuelve. Hace un frío de la ostia pero no me importa. Tenía que ayudarla, ¿me entiendes? Me siento como el tío de Terminator, ¿sabes?, como si hubiera nacido sólo para salvarla. ¿Dónde coño se habrá metido? Pienso en todas las cosas que le pueden haber pasado, en cómo habría ido la cosa si yo me hubiera bajado del bus con ella, o si no me hubiera gastado toda la pasta en dulces y en unas patatas que ni siquiera me gustan, o si el capullo del conductor me hubiera dejado bajar cuando se lo pedí, y me pongo malo. Sólo tengo ganas de echarme a dormir aquí mismo y esperar hasta que vuelva. Me da miedo irme por si se le ocurre volver mientras no estoy. No sé ni la hora que es. Ahora ya debe de ser tardísimo, pero yo aún no me he movido del mismo sitio. No sé qué hacer. Mientras tanto, todo se ha ido llenando de borrachos y yonquis y energúmenos que gritan enfadados y parecen acercarse cada vez más. Se me ocurren cientos de excusas para abrirme, pero una más importante aún para quedarme. ¿Dónde coño se ha metido? No debería ir sola por sitios así. Espero todo lo que puedo, hasta que al final ya no puedo esperar más. Mientras me dirijo sin prisas a la parada, aún me doy la vuelta de vez en cuando para ver si la veo. Y todavía sigo mirando cuando el 44 dobla la esquina. Me dan ganas de dejarlo pasar, pero hace un frío que pela y aún estoy mojado de cuando ha llovido antes. Además, me siento inútil. Absolutamente inútil. Sólo tengo ganas de meterme en la cama y no volverme a despertar. Me subo al piso de arriba a ver si está lleno de sicópatas y pasa algo terrible. El autobús acelera como si tuviera prisa por alejarme de allí. Tengo la sensación de que el tiempo pasa superdeprisa porque vamos a toda leche. Como si nos alejaramos tanto en el tiempo con en la distancia, como en ciencias. Llegamos a Haymarket a las doce menos diez. Cuando la he visto debían de ser las diez. ¿Qué hacía una chica como ella por la calle a esas horas? A veces parece que a la gente ya no le importa nadie. El mundo está lleno de gente triste que va sola de un lado a otro. Hasta que enfilo mi calle y reconozco las casas de los vecinos, las tiendas, los jardines y todas las cosas que no han cambiado desde que era pequeño, no me acuerdo de quién soy. De que hasta esta noche nunca me había pasado nada. Odio este sitio, joder. Mañana volveré a coger el 44 y la buscaré. La buscaré todas las noches hasta que la encuentre y pueda decirle que lo siento. Además, pienso ponerme la americana y un jersey grueso para poder aguantar todo lo que haga falta. Hale. Para poder quedarme hasta que vuelva. El piso está a oscuras. Por primera vez desde hace varias horas me acuerdo de que es mi cumpleaños. Mira que si están esperando que entre para echárseme al cuello y darme una fiesta sorpresa. Aunque, la verdad, ahora mismo no estoy de humor. Y, de todas formas, es mucho más probable que me estén esperando para darme de ostias contra la pared del comedor. No hay nadie. Mi madre me ha dejado un nota clavada en el mueble que dice: «Nos bajamos al Ryries. Acábate el pastel.» Gracias, pienso. Muchísimas gracias. Echo un vistazo al periódico para ver si dan algo en la caja tonta. Mierda, ya me he perdido Expediente X. Bueno, tampoco tenía ganas de ver la tele, la verdad. Ahora mismo no podría ni concentrarme para jugar con la consola. Ni siquiera en la tele del comedor. Entro en la cocina y me como unas cuantas lonchas de queso. Luego pillo un par de Penguins y me meto en la cama con la cara de esa chica en la cabeza. Como una foto Polaroid. |
© 1997 Laura Hird |
Traducción: Mercè López Arnabat |
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