extracto de la novela
MELALCOR
Flavia Company1
EL CHOQUE DE LAS LLAVES CONTRA EL CASCO
Se había pasado media vida intentando encontrar las respuestas correctas y, por fin, se
daba cuenta de que lo importante era descubrir la pregunta. La interrogación era el
deseo. La contestación era la muerte. Como en un juego. Cara o cruz. Cara significaba
mirarte en el espejo. Cruz significaba cruz.
Aquel descubrimiento sin pies ni cabeza lo hacía un
día aparentemente normal. Se había levantado, duchado, vestido, había desayunado y,
justo en el momento de coger las llaves de la moto y oír cómo repicaban contra la
superficie plástica del casco, quién sabe por qué, una frase le invadió la mente: el
secreto está en la pregunta.
Desde luego, no era la primera vez que le asaltaba un
pensamiento como aquél. En general, los atribuía a los suenos. Consideraba que los
sueños eran una parte esencial de la vida, una parte irreductible, por tanto, de la
realidad de la existencia.
Era aquélla una mañana cualquiera hasta que dejó de
serlo, porque muy pronto se dio cuenta de que el pensamiento no procedía del sueño de
aquella noche, ni de ninguna otra noche, ni de estado alguno de adormecimiento, sino de
una exótica lucidez producida por el sonido indescriptible del choque de las llaves
contra el casco. La deducción flie inmediata: tiene que ser, por consiguiente, un
recuerdo.
Pero ¿cuál? ¿Qué recuerdo puedo tener escondido en
un pliegue invisible de la memoria?
Aquel sonido era el sonido que despertaba al ser
aletargado que llevaba dentro.
Pero vayamos por partes.
Entonces abrió la mano tanto como le file posible y
midió la propia vida como si se tratara de unos cuantos metros de tela. No encontró
nada.
Una experiencia pasada que me produce rechazo. Nunca
sabemos quiénes somos.
Se lo confesó. Le salió de la garganta un ruido
animal, como de ave de rapiña o de hiena. Se file al lavabo a ver que cara se le había
puesto.
¡Ave María!
Aquellos ojos, aquella especie de pico en forma de
labios endurecidos por el rigor de una trayectoria difícil, aquellas plumas en la cabeza
que parecían pelos humanos...
Cogió el peine y se lo pasó un par de veces, sin
apretar demasiado. Después, se cepilló los dientes.
Notaba que el aburrimiento le subía por las piernas y
le llegaba al culo. Se sentó en la taza del váter para aplastarlo.
Había sonado la hora de salir de casa y de intentar
comprender, por enésima vez, el flincionamiento del mundo y de la gente que pululaba en
él.
Irá a ver a Cor, antes que nada. Entrará en el
estanco y se la encontrará detrás del mostrador, delante de aquella cantidad
inconcebible de paquetes de colores. Quieta y muda. Le hará una señal para que le dé
dos de los de su marca y después le dedicará un ademán de despedida.
Nunca habla con ella. Que Cor se mantenga muda coarta
su tendencia a hablar desmesuradamente. Sonrisas, movimientos, como mucho suspiros del
alma; silenciosos. El
rumor de lo que va por dentro, con la sangre y con los
flujos que hacen de un espíritu un organismo; el proceso inverso es más complicado.
El golpe de las llaves contra el casco es tan sólo un
accidente sin importancia, del que puedo olvidarme en cuanto salga de casa y cierre la
puerta y, tras la puerta, algunos quebraderos de cabeza que duelen tanto como los callos
de los pies.Omás.
Baja por las escaleras. Piensa que los ascensores no
le gustan. Ve que del buzón sobresale un papel. Lo coge sin necesidad de abrir la
puertecita. Lee: «Cuando nos afecta la soledad, la angustia, la depresión o cualquier
conflicto todos necesitamos...». Tiene que desplegar el folleto. Continúa en voz alta:
«Una voz amiga». ¡Hay que joderse! «Teléfono de la esperanza.» La mirada pasa
rápidamente por encima del escrito, largo y verde. Al final ve que pone: «Este impreso
ha sido editado con la colaboración de Telefónica». ¡Qué cabrones!, dice. ¡Pero qué
cabrones!, repite. Recuerda uno de los peores días de su vida. Con desesperación total y
absoluta, desorientación de la misma clase v ningún lugar adonde ir para preguntar no
sabía qué, extrajo el microscópico móvil del bolsillo más pequeño de su
indumentaria, marcó el larguisimo número de la Esperanza y... no le dieron ni una sola
maldita respuesta, aunque las preguntas eran de lo más fácil: «Por mi esperanza de los
próximos tres días, dígame nombres de batallas que empiecen por la letra W, como por
ejemplo Waterloo, un dos tres responda otra vez; Waterloo». ¡Y hala! Ya se ha acabado la
ayuda. Móvil y esperanza a la basura, todo junto. ¡Qué cabrones! Vuelve a plegar el
folleto y lo mete en el buzón contiguo al suyo. Ve la otra cara del papel, donde dice lo
mismo en otro idioma. ¡Pero qué cabronazos! ¿Tú te crees?
2
¿SOY UNA MÁQUINA?
A veces piensa que es una máquina. Sobre todo en
momentos como aquél, en que va por la calle sin que nadie le dirija una sola palabra, una
sola mirada.
Piensa que es una máquina; defectuosa.
Tiene la convicción de que hay un par de piezas que o
bien le faltan o bien no le funcionan como es debido. Sostiene la teoría de que, por eso,
la vida le resulta más sencilla y aburrida.
La constatación de esta carencia se produce de una
manera bastante significativa: por ejemplo, aunque lo intenta, nunca acaba los
crucigramas; los programas de los ordenadores se le resisten y hacen lo que les da la
gana; es incapaz de tararear una sola canción; se le cae la ceniza del cigarrilío antes
de llegar al cenicero, (todavía peor: fúma); le gusta mucho el sexo, pero no cree en el
amor. Ni en Dios, que viene a ser lo mismo, a pesar de que Dios le parece un personaje
interesante y polémico. Antiguo.
Conoce a otras personas de las cuales piensa que
también son máquinas. Por ejemplo, Mel. Un dos tres responda otra vez. Mel.
Es un canalla. Su única gracia es que sabe contar
chistes. ¡Y qué buenos! Lo cierto es que con Mel se moría de risa.
Pero no por saber contar chistes se va a ganar el
cielo. Ni mucho menos.
Mel pertenecía a las matemáticas, pero tenía
aspecto de carnicero. ¿Y qué aspecto tienen los carniceros? De matemáticos equivocados.
Mel habría sido más feliz degollando conejos que resolviendo abstracciones.
Pero no. Teníamos que pasar por la universidad,
teníamos que demostrar la brillantez indiscutible de nuestro intelecto siempre en flor.
Encontraré a Mel más tarde -dice en voz baja-, en el
Casino. Y jugaremos nuestra partida de cartas, y la muy granuja ganará porque hace
trampas, y yo la perdonaré porque es hermano mío, no de sangre pero sí de hígado,
porque lo que hemos bebido juntas no cabe ni en la bodega de la reina borracha.
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