ÍndiceNavegación

índex     septiembre - octubre 2001  num 26

version en inglés!| biografía

Chicks_bulb.jpg (10885 bytes)La gallina azul
Des Dillon
Traducción de Juan Gabriel López Guix

       
En Greenend, John, mi vecino de arriba, y yo compartíamos un jardín. Fue a principios de los ochenta. Todo era gris. Las calles. Las caras de la gente. Los edificios. El cielo. El futuro. No había nadie con trabajo. Ni una sola alma solitaria. Cada vez eran más los hombres que se juntaban en la esquina, pasándose la botella de vino y la droga. Moldeadores, torneros y pudeladores en paro fumando porros. Era un gran fiesta. Pero el caballo estaba haciendo su entrada. Bannan trabajaba cerca de mí y de John en Klondike. Tenía alma de prestamista. Se hizo camello sin problemas.
      Las cosas empezaron a cambiar. John se dio cuenta antes que yo. Subo a buscarlo una noche, llevaba una botella de vino bajo la chaqueta. Ya me imaginaba el primer trago quemándome gaznate abajo y golpeándome en la barriga como el amor de una madre.
      Llamo a la puerta, y él se asoma por la ranura de las cartas. Alzo la botella de Buckfast hasta que el corcho dorado me asoma por el jersey. Pero John no iba a bajar a la esquina esa noche. Ni la noche siguiente, ni ninguna otra noche.
      —En la esquina se han pasado de rosca —dijo—. Ya no hay vuelta atrás.
      Comprendía lo que decía. En la esquina había jeringuillas. Y la semana anterior Bannan había apuñalado a un soldador de Whifflet que intentaba meterse en su territorio. Está en el Monkland, en estado crítico.
      Si John no está contento con la esquina, yo no estoy contento con la esquina. Así que nos sentamos a beber en la trascocina. John dice que todo el país está lleno de esquinas así. Con grupos de hombres. Y es un holocausto, pero que lo que se amontona y destruye no son cuerpos, sino almas. El espíritu de la gente. A finales de siglo lo pagará todo el país.
      —Fíjate lo que te digo —dijo.
      Lo estaba haciendo enfadar, así que le pregunté por el jardín:
      —¿Qué planes tenemos?
      Dirigió la mirada por encima del jardín. Pensando. A continuación se da la vuelta y dice:
      —Las cosas están difíciles, y no van a mejorar. Si por lo menos quieres mantener la dignidad, tienes que tener objetivos, planes a largo plazo.
      A John se le ocurrió que teníamos que criar gallinas. Era una gran idea. Tomé un trago y le pasé la botella a modo de brindis. Imaginamos que podíamos sacar seis o incluso una docena de huevos al día. Con eso y las zanahorias, los rabanitos y las patatas que ya cultivábamos nos ahorraríamos un dineral. Los huevos pasados por agua y las tortillas se me iluminaban en la cabeza.
      Al día siguiente nos acercamos a la biblioteca de Whifflet y buscamos información sobre gallinas, huevos y gallineros. Construir el gallinero fue bastante fácil: sacamos la madera de la valla del parque de juegos. La vieja de Bannan estaba en su ventana de atrás preguntándose para qué serrábamos y —¡epa!— allá que se va un trozo de tres metros de valla municipal. Ni se nos ocurrió que estuviéramos causando daño alguno porque el parque de juegos no tenía juegos, sólo algunas losas rotas y un universo de metralla de vidrios rotos. A veces, en noches claras, si mirabas los pedacitos, la luz de las estrellas se reflejaba en ellos. Nunca sabías si estabas mirando el cielo o la tierra.
      Una semana y cuatro secciones de tres metros de valla más tarde... y ya tenemos un corral. En el libro dice que hay que colgar encima una bombilla de cien vatios, para que las gallinas se apiñen alrededor. Saqué el cable de mi casa porque tenía el contador trucado para no gastar nada. John sacó la bombilla de su cuarto de atrás que nunca utilizaban salvo cuando tenían visitas, y no había visto a ninguna en los tres años que llevaba viviendo en el piso de abajo. Lo único que nos faltaba ya eran los pollitos.
      Bajamos hasta la granja de Bankhead donde los vendían a cincuenta peniques cada uno. Nos compramos veinte —diez libras— y eso era mucho dinero para nosotros. Los metimos en el corral y nos quedamos mirando cómo esos muñequitos amarillos iban de un lado a otro, buscando, picoteando, olisqueando su nuevo hogar. Pero no eran tan tontos como parecen: no tardaron en apilarse unos encima de otros para colocarse debajo de la bombilla de cien vatios. Los piídos, el olor de serrín y todos los pollitos apretujándose bajo la luz me hicieron sentir bien. Una bolita amarilla de vida. John y yo nos sonreímos. Era una sensación estupenda y los dos imaginamos un futuro de tortillas y huevos pasado por agua. Lo sé porque no parábamos de hablar de eso todo el tiempo.
      Por la noche me sentaba junto a la ventana contemplando el rayo de cálida luz que brillaba por el jardín. Me imaginaba el tranquilo parloteo de los pollitos que se apretaban alrededor de la bombilla. Roncando a lo mejor, si eso es lo que hacen. Y entonces —de vez en cuando— uno de ellos se sale del amasijo y corretea hacia el otro lado y se lanza al montón en busca de un lugar más próximo al calor de la gran bombilla dios sol.
      Las patatas y lo demás iban estupendamente en el jardín. Incluso sacamos unos cuantos rabanitos y nos los cortamos encima de una rebanada con mantequilla y un poco de sal. Qué bien que crujían cuando los mordías sobre el blando pan... ¡Mmm!
      Bueno, los pollitos enseguida pasaron esa fase entrañable y se convirtieron en monstruos prehistóricos. Su mirada enloquecida dejaba bien claro que estaban dispuestos a sacarte un ojo si les dabas la mínima oportunidad. A veces, si John no estaba y se ponían todos a mirarme, me asustaba un poco y tenía que colocar la tapa. Pero si estaba no decía nada e intenta ver si veía lo mismo en sus ojos. No puedes mencionar el miedo en Greenend.
      La cosa siguió adelante y se hicieron más grandes y más feos. Entonces una mañana de invierno salí y me encontré a un pollo muerto. Le lancé unas cuantas piedrecitas a John y salió con las zapatillas de su vieja metidas en los pies y envuelto con su bata. Lo sostuvimos por la pata y miramos la blanca hendidura de la muerte sobre la órbita de su ojo. Nos asustó mucho que pudiera ser una enfermedad de las gallinas y perderlas todas.
      En la biblioteca no encontramos demasiado sobre enfermedades de gallinas. Lo que había sobre todo eran cosas buenas: cómo conseguir los mejores huevos y cosas así. Nos convencimos de que era por causas naturales y cada uno de nosotros borró un huevo pasado por agua del futuro menú imaginario.
      Sin embargo, cuando volvimos a casa y levantamos la tapa había otro muerto. Con el ojo sacado. Unos hilitos ensangrentados le colgaban de la cuenca como fibra óptica. Eso es. Peleas. Los pollos eran ya adolescentes. Cuando miramos para descubrir quién era el responsable vimos la maldad en todos los ojos, en todos esos ojos intensos. Como cuando me rompieron el vídeo: al día siguiente cada tipo que veía sonriendo en la esquina, creía que había sido él. No es fácil distinguir el mal.
      Se nos ocurre separarlos en dos grupos y ver cuál de ellos tiene un muerto al día siguiente, pero John dice una cosa inteligente: ¿y si son todos asesinos? Y eso no tiene arreglo: y son todos asesinos tendremos que mantenerlos incomunicados y no creo que la valla municipal resista otra visita. Esa noche nos fuimos a la cama un poco desanimados, pero le quitamos hierro al asunto con una botella de Buckfast entre los dos.
      Aunque John casi nunca se levantaba de la cama antes de las doce, no me sorprendió encontrarlo en el callejón a las nueve y media al día siguiente. Había pasado la noche en blanco, como yo, preocupado.
      Levantamos la tapa juntos. Dos muertos. El resto charlaba en una esquina como Bannan y su banda. John sacude la cabeza y me deja con la tapa para que la cierre. Se dirige al otro extremo del jardín y le da una patada a un viejo cobertizo. En realidad, le hace un agujero. Aunque no es que le haya dado muy fuerte porque está todo podrido. Como todo el lugar, que se desintegra. Y John no es que hable mucho, pero cuando lo hace se nota.
      —¡Los tíos no ponen huevos!
      —¿Qué? —digo.
      —Los tíos no ponen huevos —repite, con las palmas disparando el significado.
      Lo entiendo. Voy y le doy una patada al viejo cobertizo. Tiene razón, nos los dieron pollitos, pero no hemos mirado cuáles eran gallinas. Tal como van las cosas son todos gallos.
      ¿Qué hacer? El libro no era de mucha ayuda; buscamos pollas y demás entre las grandes patas gomosas. Pero no se veía nada. Entonces a John se le ocurrió una gran idea. La mejor hasta ese momento. Tiene algo de psicólogo.
      —Lo que vale para los seres humanos vale también para las gallinas —dice—. Los muertos son seguramente machos. Toda esa mierda de territorios que hay en la esquina. Como Bannan y su venta de drogas. Seguro que los gallos se están matando entre sí por el control de las gallinas. Es un rollo sexual. Estupendo.
      Y le lanzo una mirada, como diciendo: «Vaya, es estupendo», cuando me lo explica.
      —Bueno, ¿a cuántos de la esquina conoces que atacan a las tías?
      —¡A ninguno!
      —¡Exacto, así que si dejamos que las cosas sigan su curso nos quedaremos con un macho y el resto serán gallinas!
      Por primera vez en siglos, todo adquiere un tono risueño. Y John también dice otra cosa:
      —El macho que quede, ése será el Bannan del corral. Si empezamos un programa de cría tendremos los mejores genes.
      Dios mío, las cosas mejoraban por minutos. La mitad de mí deseaba que las gallinas débiles estuvieran ya muertas.
      A finales de enero la felicidad de ese día se había desvanecido. Sólo quedaba un ave. Y era una Rhode Island, grande y roja. Macho. John y yo no acabábamos de creernos la mala suerte de haber comprado veinte gallinas y que fueran todos machos. La última tortilla se reventó en nuestra mente al mismo tiempo
      Entonces empezó a quiquiriquear a las cuatro de la mañana. No se podía hacer nada. La gente empezó a hacer comentarios. Nada malo, cosas como: «¿Es tu gallo el que he oído esta mañana?». Lo hablé con John, pero pareció que se había desentendido de la situación. Supe que pasaba del todo cuando se fundió la bombilla. Aunque mi electricidad fuera robada seguía siendo yo quien la aportaba al gallinero. Me sentía moralmente en mi derecho de que John pusiera la bombilla. Cuando se lo pedía nunca decía que no, sólo decía que su vieja le había preguntado dónde estaba la bombilla del dormitorio de las visitas y que había tenido que ir y birlar una a la casa del médico. Yo lo miraba. Él me devolvía la mirada. No apareció con ninguna bombilla, así que usé la de mi váter, aunque entonces me sentía un poco resentido por el asunto. Y resulta difícil quitarte de encima el resentimiento cuando te está despertando a las cuatro todas las madrugadas un gran gallo rojo
      Decidí no pelearme con John. Así que hablábamos como si lo de las gallinas nunca hubiera ocurrido. Y seguimos bebiendo en su trascocina porque la esquina era ya zona prohibida. El gallo rojo reinaba en el jardín.
      Por eso me sorprendió que mi puerta sonara a las nueve y media de la mañana. Es John, y lleva el Advertiser.
      —Vas a ver esto —dice.
      Y lo extiende en el suelo. Nos acuclillamos, y él señala un pequeño anuncio. «Gallina azul. Tres libras. Preguntar Headrigg Granja Plains.» ¡Inspiré profundamente lleno de alegría! John volvía al programa de cría, y nosotros teníamos al supermacho listo para conquistar la ciudad. Y —y eso es importante: ¡y!— sabemos que ésa iba a ser una gallina.
      Plains está a diez kilómetros de Greenend. Diez de ida y diez de vuelta. Puse veinte libras y John puso diez libras que robó del monedero de su vieja. Y para demostrarme la seriedad de sus intenciones baja una bombilla y me la da.
      —¡De repuesto!
      Es su único comentario. La coloqué en mi váter, y él me esperó en el callejón. Teníamos que actuar deprisa, no sabíamos si nos íbamos a quedar sin gallina azul.
      Hacía un frío que pelaba. Uno de esos días en que te quedas sin orejas de tanto frotarlas con los hombros. Nuestras palabras salían amortiguadas por la niebla que las envolvía. En la esquina todo estaba dispuesto en torno a Bannan. Como el centro de una rueda. Poder, se trataba de eso. Unos pocos muchachos se fijaron en nosotros. Algunos nos saludaron con la cabeza, pero Bannan se nos quedó mirando fijamente.
      —No mires —dice John—, sigue andando.
      Bannan nos gritó unas cuantas cosas, pero no nos detuvimos.
      En cuanto hubimos pasado la esquina me relajé. Y también John, porque la cabeza le salió de la chaqueta. Nos dirigimos resueltamente hacia Plains. Los copos de nieve iban cayendo de vez en cuando como hojas de sierra en miniatura, se nos hundía en la carne. Pero eso no es nada. Con un poquito de imaginación te puedes creer de vuelta en Klondike, al horno, John y yo y el gordo de Bannan, riendo y con un par de latas, y la nieve que te muerde la cara se convierte en el calor del horno. Eso me levantó el ánimo y me imaginé a un año de ese momento: corrales por todo el jardín, y John y yo con palanganas recogiendo huevos. Vendiéndolos por Greenend. La cabeza se me llenó otra vez de huevos hervidos y tortillas. Eché una mirada a John, y sus pensamientos eran los mismos. Sonreímos. Me acuerdo del momento exacto. John sonrió, un copito de nieve le aterrizó en la punta de la nariz y él se lo lamió. Poniéndose bizco al mismo tiempo. Y nos echamos a reír. Y me pasó el brazo por encima y me abrazó un poco. Y yo le devolví el abrazo. Fue el momento más feliz de mi vida. Avanzamos sonriendo a través de la nieve cada vez más espesa. Dos luces en la oscuridad de marzo.
      Cuando llegamos a Plains pagamos treinta libras a un muchacho de trece años. Le contamos nuestra desgracia y los nuevos planes de cría. Nos dio un par de consejos y nos deseó buena suerte. La bajada fue mucho más rápida. La nieve hacía que el aire escociera y no parábamos de pasarnos la gallina azul. Yo la llevaba apretada contra mi jersey durante kilómetro y medio y luego la llevaba John apretada contra el suyo. Posibilidades para cada uno de estar preñados de futuro. El mundo era esa cálida gallina. Me gusta el modo en que la nieve altera el sonido: era como si nada existiera más allá de John, yo y la gallina azul. Todo estaba blanco, y las pisadas que teníamos atrás nos conducían a la promesa de inexploradas tierras de nieve.
      Enseguida estuvimos de vuelta a la esquina. Bannan se pavoneaba dando órdenes.
      —Cruza —dijo John.
      Cruzamos, pero Bannan nos había visto.
      —¡Eh, qué es lo que lleváis! —grita.
      —No le hagas caso —dice John.
      Apretamos el paso. Bannan siguió gritando.
      —¡Parar! —grita.
      Seguimos andando. Por el rabillo del ojo lo vi buscar algo en la chaqueta. Algunos muchachos de la esquina se alejaban. Otros sonreían burlonamente: agujeros negros en lugar de boca.
      —¡¡Parar!!
      Bannan tenía una pistola.
      —¡John, tiene una pistola!
      Sin embargo, John se apretó la gallina azul contra la barriga.
      —No te pares —dijo.
      —¡Es vuestra última oportunidad! —grita Bannan.
      Fue entonces que vi lo que era la dignidad. Era John. Era la gallina azul en chaqueta. Sus manos apretando las suaves plumas. La dignidad era John que seguía andando con una pistola apuntándole.
      El disparo sonó al mismo tiempo que se abrió paso el surco bajo la nieve. Entre John y yo apareció una línea como una cañería de nieve. Una cañería que perdía por todas partes. Y un estallido de nieve fangosa explotó en la acera. Noté cómo los muchachos de la esquina se alejaban de Bannan. Me volví un poco mientras caminaba. John ni siquiera aminoró el paso. Bannan apuntó de nuevo.
      —¡John, te lo digo en serio, para! —gritó.
      Doblamos la esquina al mismo tiempo que sonó el disparo.
      Cuando entramos en el jardín trasero John estaba temblando. Entonces me di cuenta de que yo también lo estaba. Nunca comentamos nada de la pistola. Fue como si nunca hubiera ocurrido. El gallo rojo movió la cabeza pero se mantuvo alejado. Por esa época se había aficionado a subirse al tejado y allí se fue. No había ningún otro pájaro. Pusimos a la gallina azul en el corral y nos quedamos mirando. Pero el gallo rojo se quedó en el tejado. Sin bajar. Mirando. Fijamente. Decidimos que estaba igual de tímido que si alguien nos traía a casa a una mujer para que nos casáramos. A lo mejor era duro y atrevido, pero como señaló John:
      —Sigue siendo virgen y por eso está vergonzoso. Seguro que está bien por la mañana.
      Al día siguiente me despertó a las ocho el jaleo, unos chillidos como no había oído nunca. Corrí hasta la parte de atrás y allí estaba John, que acababa de cortarle la cabeza al gallo rojo.
      —Hijo de puta asesino, hijo de puta asesino —gritaba.
      Las patas del gallo rojo todavía se mueven pero la sangre sale a borbotones del cuello. Sobre las manos de John, chorreando en la nieve. Miro el corral y veo a la gallina azul tiesa y muerta bajo el fantasmal resplandor diurno de la bombilla de cien vatios. Con los dos ojos sacados.

© 2001 Des Dillon
©
Traducción: Juan Gabriel López Guix
version en inglés

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía:

Des DillonDes Dillon (Coatbridge, Escocia, 1961) Novelista, poeta, dramaturgo, guionista y profesor, estudió filología inglesa en la Universidad de Strathclyde. Escritor residente (1998-2000) en Castlemilk, Glasgow, entre sus novelas figuran Me and Ma Gal, The Big Empty Duck, Itchycooblue, Return of the Busby Babes y The Big Cue. Actualmente vive en Galloway, donde se halla desarrollando un guión basado en esta última novela. «La gallina azul» es su primer cuento traducida al castellano.
  

Traductor
Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés y francés. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 1997). jglg@acett.org     
 

navegación:    

  número 26  septiembre - octubre 2001 

-Narrativa Des Dillon: La gallina azul
Jim Ruland: Kessler no tiene pantalones de la suerte
John Aber: Ciudad de esperma
Daniel Gascón: El congreso
-Poesía Neus Aguado
Fernando Hervás
-Artículos Eloy Fernández Porta: Retórica y punk en el relato...
Amalia Rodríguez Monroy: El saber del traductor
Miguel Martínez-Lage: Tarazona 2001

-Reseñas

Samuel Beckett, Amalia Rodríguez Monroy
-Secciones
  fijas
Breves críticas (en inglés)
Ediciones anteriores
Entrega de textos
Audio
Enlaces (Links)

www.BarcelonaReview.com  índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il