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índex català      marzo - abril 2006   n° 52
Reseñas 52

-Alonso Cueto: La hora azul
-Ramiro Pinilla: Verdes valles, colinas rojas
-Diego Trelles Paz: El círculo de los escritores asesinos
-Maria Cinta Motagut: La voluntad de los metales

Palabras con sangre

portada CuetoLa hora azul
Alonso Cueto
Barcelona: Anagrama, 2005

La última novela del peruano Alonso Cueto ganó el Premio Herralde; muy bien escrita, la mejor de toda su obra, influjo chandleriano, elementos del relato policial conjugados con la variedad y diversidad de personajes, giro con respecto a su obra anterior, carveriano para llamarlo de alguna forma. Todo lo que precede se queda estancado en la palabrería técnica consustancial y, con frecuencia, inevitable para pergeñar reseñas habituales de libros habituales. Por esto, decido unilateralmente dar un paso al costado y enfocar ésta hacia dos impresiones importantes que deja su lectura, y que a mi juicio la sostendrán como referencia en el tiempo: el descaro de aproximarse con rotundidad y actualidad a la confusa realidad social peruana, y lo visceral de su ejecución, o es decir, la sangre literaria que se ha dejado Cueto en cada palabra.

El eje de La hora azul gira sobre el violento pasado reciente escrito por la banda terrorista de Sendero Luminoso en el Perú de finales del siglo pasado, y desde allí presenta historias de amor, indiferencia vital y odio que hacen andar los engranajes de la imaginación del lector. Y Cueto los aceita describiendo pulcramente el entorno sosegado del exitoso abogado Adrián Ormache, a quien sus propias circunstancias históricas harán salir a buscar la(s) verdad(es) de la enigmática Miriam y de su propio padre, un alto oficial de la armada que sirvió en aquel Vietnam real-pero-no-muy-maravilloso que se montaron extremistas y militares peruanos en las alturas andinas de Ayacucho. Cueto ha construido el concepto de La hora azul enmarcando las secuelas históricas del terrorismo y la metáfora Adrián / Miriam / Comandante Ormache de una forma que remite a la deconstrucción derridiana: en el libro, lo claro y evidente en las vidas de los tres personajes centrales no lo es realmente, puesto que lo verdadero en sí sólo lo puede encontrar Adrián Ormache dentro de la obra. Tal vez nos podrá llevar con él a verla, pero nuestro juicio será tan relativo como la aproximación histórica y la interpretación que hagamos de las figuras retóricas que el autor plantea.

He aquí el primer gran acierto de este "cuento de hadas al revés", como lo ha definido él mismo refiriéndose al camino inverso de Adrián desde el bienestar al dolor, y "cuento de hadas en doble dirección" como lo vemos nosotros sumando a esto el recorrido de Miriam del infierno a la beatitud: describir milimétricamente una historia secreta a voces, algo a lo que los peruanos están menos habituados de lo que son capaces de admitir en sinceridad. Como en muchos países del llamado tercer mundo, el peruano de Lima vive en un mundo diametralmente opuesto al del peruano que no vive en la ciudad capital. Ya existe literatura que trata el asunto indígena del país con profundidad y transparencia –notablemente Ciro Alegría, José María Arguedas, César Vallejo– y la que ha pintado, por otro lado, la jacarandosa y despreocupada miseria de Lima y sus gentes como lo han hecho Vargas Llosa, Ribeyro y Bryce Echenique. Salvo contadas excepciones, el conflicto literario de estos dos mundos ha servido históricamente para poco más que aligerar una lectura, a través de segundos planos que aumentasen la simpatía o el odio a un personaje central, decorando con personal de servicio de origen andino la casa de una familia rica que les desprecia (Un mundo para Julius) o creando un malvado pudiente y blanco que refriega en la cara la miseria del sufriente cholo a quien nada le sale bien (Paco Yunque), dicho esto sin mencionar especialmente el aún visible problema nacional de racismo interno. La hora azul sienta sus reales en ese miedo y ahonda, al mismo nivel que en el universo Adrián, en la problemática de Miriam, que no es otra que la sangre derramada de aquellas inocentes víctimas anónimas del terrorismo o de los soldados que lo combatieron, la de aquellos casualties of war que no forman parte de las estadísticas insubstanciales que no acallan lamentos y que podrían fácilmente ser parte de una nueva palabra del mudo ribeyriana. El autor osa ir más allá aún, cuando vemos cómo alcanzan a interactuar y coincidir estos dos universos, de manera brutal e injusta quizá, pero proponiendo la posibilidad de que dos seres nacidos en realidades distintas lleguen a unirse. Esto deja ver que, con mano inteligente y rodada, Cueto ha logrado conducir episódicamente a Adrián y Miriam hacia su propia condición humana.

De otro lado, notar cómo un escritor consigue apartarse de sí es siempre de agradecer. Un trabajo de investigación exhaustivo y una visión periférica certera no han mermado la verosimilitud del texto, y se aprecia a lo largo del libro –aunque al final esta percepción puede atenuarse ligeramente– cuánto ha avanzado el autor en el oficio desde El Tigre Blanco, aún a pesar de su estilo formalizado y personal, de voz austera y poco propenso a la exultación. A pesar de él mismo, Cueto logra emperifollar con buen gusto la historia que cuenta, sorprendiendo gratamente con frases que no se salen de su propio libreto y a las que, no obstante, les agencia alto calibre introspectivo como "[...] la soledad es clave en este tema, la jaula dentro de la cual tenemos que caminar como un animal manso y feroz, topándonos siempre con nuestro espejo", o "[...] convivir en el más sobrenatural y llevadero de los silencios, un silencio hecho de frases conocidas".

La portada de la edición de Anagrama lleva la fotografía en blanco y negro de una mujer, de rasgos genuinamente sudamericanos, que enlaza perfectamente con el personaje de Miriam y que, como es poco frecuente, contribuye a la fascinación en que se puede convertir la lectura de un libro sangrante, inspirado, imprescindible.

Alejandro Tellería

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La pérdida de la inocencia

portada PinillaVerdes valles, colinas rojas.
Ramiro Pinilla
Tusquets, Barcelona, 2005.

Con la publicación de Las cenizas del hierro, continuación de los ya editados La tierra convulsa y Los cuerpos desnudos, se cierra, por fortuna para el lector, la trilogía Verdes valles, colinas rojas que comenzara hace dieciocho años el escritor Ramiro Pinilla. Si hace poco recordábamos aquí la opinión de Julien Gracq, según quien la novela se elevó al cénit en el siglo XIX para caer con estrépito durante el siglo XX, nos encontramos, por el contrario, ante una de las raras excepciones que ponen en duda esa aseveración. Puede que nos encontremos ante la mejor novela vasca que haya sido escrita nunca, pese a que esté redactada en castellano, la lengua en la que se expresaran los más grandes escritores que ha dado este pequeño territorio: Martín Santos, Baroja o Unamuno, entre otros. En cualquier caso, gran honra hace Ramiro Pinilla con esta magnífica novela tanto a la literatura en castellano como, sobre todo, a la literatura vasca, pese a que no haya sido recibida en ambos ámbitos con el mismo entusiasmo. Mas como indicábamos, vasca es y hasta la médula.

El primer volumen de la trilogía —La tierra convulsa— arranca en 1889, en el Guecho natal del escritor — este vasco de ascendencia asimismo aragonesa— en el que se ubican los cuarenta y ocho caseríos que ocupan el mítico valle al borde del mar, lugar origen de la estirpe de los "hombres de la madera" en torno al roble de la Galea. Uno de estos núcleos, el más anclado en el pasado, acoge a la familia del patriarca Camilo Baskardo y de Cristina Oiaindia — elementos ya presentes en la novelística de Pinilla, como Asier Altube o la maestra Mercedes—. Representan, el primero, al vasco primitivo, todavía no emponzoñado por el progreso o el nacionalismo de sotana; ella, su figura contrapuesta, ejemplo del más rancio tradicionalismo, reacia a los influjos externos a la comunidad, pese a que posteriormente venderá con ligereza el bucolismo de sus verdes valles a la incipiente industrialización de los "hombres del hierro". En ese primer lugar se suceden un sinfín de avatares tribales —algunos con un marcado componente mágico— en los que se entrelazan los personajes que pugnan por el mismo espacio imaginario que los narradores. La irrupción en este paradisíaco entorno de los "maketos", entre quienes destaca con brillo propio la ambiciosa figura de Ella, augura un futuro incierto, pese a las barreras que pretenden evitar la mezcla de castas. No será suficiente el celo de los centinelas de la tradición para evitar el desmoronamiento de todo ese mundo mitológico, que caerá en manos de los "chatarreros", burguesía industrial que se reviste con los mismos ropajes para cometer, si cabe, mayores desatinos, destruyendo de un plumazo la ancestral herencia recibida.

En plena "edad del hierro" se inicia el segundo volumen, Los cuerpos desnudos, con la misma minuciosidad realista y mitológica. El revolucionario regreso de Ceilán de Moisés Baskardo supone la transformación del caserío. Mientras, una suerte de episodios nos conducen hasta el origen de los primeros movimientos sindicales, astutamente contrarrestados con la creación de la Hermandad de Obreros Vascos, a fin de alejar del socialismo a las masas obreras. Los cambios que corresponden a "los años convulsos" conducirán a la desaparición del idilio — con el final del roble primigenio de la Galea, que es sustituído por otro allá en Guernica—. Los desastrosos acontecimientos de la Guerra Civil muestran la traición de los "hombres del hierro" a la República —a la que privan de la producción de carbón y de una industria de guerra activa— tomando parte del bando de Franco, hecho que supone su condena definitiva, es decir, las "cenizas del hierro" que dan nombre a la tercera entrega de la obra. Llegará la lenta travesía de los oscuros cuarenta años de dictadura y la resistencia de todos los sectores de la sociedad hasta la irrupción de ETA, verdadera lacra que ha neutralizado con eficacia la energía de las fuerzas activas de este escenario nada bucólico en la actualidad. Con la muerte de Efrén, de Ella y finalmente, de Cándido, en los albores de la década de los ochenta, se cierra esta auténtica mitología tejida a base de un realismo casi documental.

Verdes valles, colinas rojas no constituye una novela histórica; el marco físico es "apenas lo único real". Lo que en verdad ha impulsado a Ramiro Pinilla a vaciarse en ésta durante tantos años ha sido la conmovedora reconstrucción del mundo de la infancia, su única patria, como bien ha reiterado. Su verdadero mundo fue otro y en rescatarlo y darle forma ha surgido este inmenso canto a la desaparición, a la pérdida del paraíso, el hilo conductor que ha guiado las más grandes creaciones desde unos orígenes que se hunden en la épica. Antes de llegar a este punto toda su trayectoria literaria ha consistido en el desarrollo de este gérmen épico, marcado en especial por la impronta de la vertiente americana, más libre y en contacto con una vasta naturaleza por descubrir. Nos estamos refiriendo a London, Melville, Twain, a Hemingway y, por supuesto, a García Márquez y a Faulkner, de cuyos espacios imaginarios han surgido prodigiosas historias con ecos de esa épica imprescindible en las mejores ficciones. Y los cabos sueltos de la epopeya vasca en la que llevaba trabajando toda una vida se reunen ahora en esta colosal obra, adquiriendo pleno sentido. Verdes valles, colinas rojas, con su discurrir cadencioso, está salpicada de múltiples perspectivas hasta aproximarse a los doscientos personajes, con la que continúa en la línea iniciada con la brillante Las ciegas hormigas, de raigambre faulkneriana, tributaria en especial de Mientras agonizo. Esta colosal trilogía se caracteriza por ser una crónica objetiva salpicada de ágiles diálogos, en la cual el ritmo es manejado con sabia maestría, hecho que le permite mantener viva la calidad del desarrollo argumental hasta el mismo final, momento en el que exhibe la habilidad de un sabio narrador al cerrar cada una de las partes compositivas que formaban su universo. Todo un mundo que sueña con la libertad perdida -salvo los valientes paganos, que no se dejan encadenar por el progreso y afrontan la vida tal como es, sin delirios religiosos ni patrióticos- un mundo, decíamos, que sueña con la felicidad perdida de la inocente infancia. Carlos Vela

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portada TrellesEl Círculo de los Escritores Asesinos
Diego Trelles Paz
Candaya, Barcelona 2006

Partirse de risa con alguna de las despedidas aéreas del Pitufo Filósofo, cuando después de aportar alguna chinchosa resolución en la campechana aldea salía despedido aéreamente, pues el muy pelmazo había llevado a la exasperación a sus hermanos pitufitos azules con su verbosidad de todo a cien, al punto de dejarnos sobreentendido que se juntaban diez de ellos, le zarandeaban dándole viada y lo catapultaban en parábola sobre árboles, bosque de Peyo y límpido cielo azul pitufo incluidos, era una costumbre casi obligatoria en la televisión infantil de hace unos años. Las magulladuras y suciedad que Filósofo llevaba encima en aquella toma final donde se quejaba de la majadería y precariedad de sus congéneres, más sus gafitas torcidas con el cristal dañado del tumbo, hicieron detonar la carcajada de unos cuantos millones de niños en todo el mundo entre los que yo, sin serlo ya casi, me incluí vivamente.

Estoy seguro que Diego Trelles Paz (Lima, Perú, 1977) se incluyó también. Él es un escritor de voz ágil, juvenil y directa, que lleva al lector directamente al lugar donde él se ha propuesto que éste llegue. Salvo un par de errores de corrector ("Nabovok" y "bincha") que son menoscabo inferior para un texto bastante bien higienizado, la habilidad técnica que Trelles exhibe para que conozcamos lo que Alejandro Sawa tiene que decir y comentar en El círculo de los escritores asesinos es destacable, debido a su formación en Filología Hispánica. Clamorosamente macerado en Bolaño y Vargas Llosa, rociado por un par de gotas de Cortázar y Guelbenzu que sabe Dios cómo han terminado metidos en este cóctel, el libro pormenoriza las circunstancias de un crimen cometido por un grupúsculo de jóvenes literatos contra un congénere, donde cada uno deslinda su parte de responsabilidad en el entuerto gracias a Sawa, factótum de todo este desvelamiento; hasta aquí, todo cuela.

Y aquí es donde entra el Pitufo Filósofo. Gracias a Sawa también, esta exposición de argumentos se vuelve tediosa y fragmentada cuando su discurso, a través de notas de pie de página con numerito latoso más, se eleva a cotas donde ya falta el oxígeno; la promesa de conocer al que asesinó a García Ordóñez es válida y atrayente, planteada prestándose elementos de guión de cine que, en fin, no van mal cuando están dispuestos gentilmente en forma de citas o guiños y que se justifican conociendo el currículum vítae paralelo del autor en cinematografía. Con varios momentos de brillantez creativa que son de agradecer ("La única realidad es que no hay realidad posible. Vivimos entre ficciones continuadas, como en un cine infinito", Larrita bailando en el bar con su damisela francesa y otros más que dieron valor a todo el libro), el ahogo que Sawa produce desviando la atención hacia tanta cita a cineastas, escritores y poetas da poco auxilio a un relato que puede pasar por sentencioso y desvalido, cuando no por epidérmico. El Círculo lee a grandes autores y evita ver cine deleznable, yo también lo hago, pero que Sawa me recordase su militancia en la intelligentsia de Lima cada dos por tres, a pesar de haber tenido claro desde el inicio que la suya era una pandilla de estetas sin remedio, me llevaba a pensar en darle un puntapié y lanzarle en la pirueta obligada que se necesitaba para neutralizar a Filósofo en cada episodio. Y eso hice, pasándome por alto todos aquellos desvíos para llegar al grano, sin el mapa que el líder de la banda me obligaba a llevar en las manos; yo que pensaba que sólo la Biblia y los boletines científicos se permitían poner los numeritos de marras interrumpiendo la libre circulación –y a veces hasta la comprensión– de mi lectura.

Cuando deja de lanzar peripuestos juicios de valor sobre los integrantes del Círculo, incluido él, Filósofo sale de escena y permite a un Sawa ya más sereno controlar con eficiencia su discurso. Esta alternancia al volante Filósofo / Sawa es lo que reaviva el interés en la historia y remite a la entrega del mensaje cinematográfico que se permite hacer el autor, y nos pasa satisfactoriamente la idea de la chusma esnob que se puede definir, como ya lo hizo Stephen Frears en la encantadora High Fidelity, "...like the unappreciated scholars, [who] shit on the people who know less [than them], which is everybody... it’s just sad, that’s all." (como aquellos despreciables académicos, que se cagan en la gente que sabe menos (que ellos), que son todos, es simplemente triste, eso es todo." Es cierto que Trelles no logra precisamente que nos descoyuntemos de risa como sí lo hace Frears, todo lo contrario, pero es una asignatura no pendiente del autor conseguir que nos exasperemos con el hatajo de disculpas grandilocuentes, injustamente perfumadas del tufo maldito de Rimbaud o de Hudson Valdivia, que nos endilga tamaña cáfila de eruditos a la violeta.

Números y Pitufo Filósofo aparte, El círculo de los escritores asesinos pasea a gusto por los umbrosos recovecos que indican la literatura negra y el Neo Noir norteamericano. Aunque se echa un poco en falta la violencia medular de los escritores más duros del género (Pedro Juan Gutiérrez a la cabeza), esta ausencia viene compensada por la fuerte construcción de personajes a-la-Tarantino que, como al de Knoxville, generarán la controversia trascendental que merece esta obra.

Alejandro Tellería

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portada MontagutLa voluntad de los metales
María Cinta Motagut
Miguel Gómez Editores, Málaga, 2006.

 

Si bien es cierto que en nuestro actual mercado de libros de narrativa –y esto resulta igualmente válido para la poesía- se pone más atención al descubrimiento de jóvenes valores, no es menos cierto que esos jóvenes valores son más la excepción que el común denominador, que es la disposición natural del escritor a madurar con los años. Éste es el caso innegable de la poeta madrileña radicada en Barcelona, Maria Cinta Montagut quien, con La voluntad de los metales (1), modula la idea que ya en su segundo libro, Como un lento puñal (Sevilla, 1980) destaca Marta Pessarodona en el prólogo, la del "yo como cazador solitario", que Cinta toma de la novela El corazón es un cazador solitario, de Carson Mac Cullers, y que desarrolla a lo largo de toda su obra, esto es, el otro concebido como complemento de la propia soledad, la vieja idea platónica en donde es esa soledad la que se pone especialmente de relieve. Y en ese contexto la palabra es el medio para llegar a lo ajeno tanto como el conocimiento de sí, la anagnórisis. Antes, sobrado es decirlo, hay que pasar por un descenso a los infiernos, una lucha con el ángel que se sucede cotidianamente, en El tránsito del día (como reza otro de sus títulos; Málaga, Miguel Gómez Editores, 2001). El contrapeso es la esperanza de que acaso la palabra sea el punto convergente que concilie la ausencia de la ansiedad de amar con la trascendencia que lleva a la comprensión del otro y a su cercanía. Al final ambos supuestos antagonismos no resultan sino anclajes contra el paso del tiempo. Su poesía incide en el hecho de robarle la verdad al tiempo, conocimiento por medio de la poesía, y silencio entendido como génesis, paso y regeneración.

Con La voluntad de los metales, y a partir del descenso a los infiernos Colectivo que fue el atentado al World Trade Center de Nueva York en septiembre de 2001, al que no hace referencia directa -para que el atentado sea símbolo de cualquier masacre-, sino a través de un conocido poema de Poeta en Nueva York de Lorca "Ciudad sin sueño"("No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie."), la mirada queda convertida en un gran ojo, que, como una lente de aumento, en poemas que no dejan paso a versos poco trabajados, recorre el horror de la destrucción y la muerte a partir de lo minúsculo: el polvo de los metales en el aire tras el derrumbamiento de las torres gemelas, las pequeñas escenas individuales, donde lo mínimo cobra dimensión de destino. Una visión de microscopio de la que la poeta conoce sus riesgos: falta de objetividad, descripción del espanto en extremo minuciosa y en consecuencia esperpéntica. Pero el uso de un lenguaje directo, fulminante, a veces irónico, en poemas de ira contenida que eliminan un uso escabroso relegando toda morbosidad, y que denuncian y nombran, incluida la propia impotencia, alejan los supuestos peligros. Una mirada atenta conlleva una palabra atenta, aún cuando no hay la confianza de que el discurso sea capaz de transformar o de que siquiera incite a sobrevivir. Pero como estamos hechos de la misma materia que el lenguaje, incluso cuando éste deja sólo "esquirlas de sílabas", la forma de sus huellas, hemos que dar testimonio para que no se vuelvan hegemónicas las "noches inciertas sin palabras". En algún lugar de esa palabra el plomo, vuelto esquirla –que es sinónimo de dureza-, da a veces en la diana.

Si la primera parte del libro es una línea de salida, donde se sitúa el cuadro de enfoque, la segunda es un recorrido por un mundo de desesperanza, de donde el mar, como elemento de vida, ha desertado. Estamos, pues, en el infierno, la tierra se ha vuelto un enorme crisol en cuyo interior se funden los metales. El único color emergente es el gris, el plomo del edificio derrumbado y convertido en polvo de ceniza. La mirada también se calcina, y las palabras, al personalizarse, vueltas hueso y carne, son, a su vez, susceptibles de quedar heridas. El plomo todo lo contamina, pone de relieve solo las formas y de repente no hay espacio ni lugar conocido, todos los nombres, los de los vivos y los de los muertos, se han vuelto anónimos.

Ya en la tercera parte se puntualiza que ese anonimato de lo "otro", esos nombres que se desconocen forman también parte del yo: "L´inconnu, qui meurt à genoux/ c´est moi/ quelle que soit/ l´odeur de son ombre" [Lo desconocido, que muere de rodillas/ soy yo/ cualquiera que sea/ el olor de su sombra.] es el epígrafe que Mª Cinta Montagut toma de un poema de la poeta de habla francófona Nadia Tueni. Cinta recoge de otra voz de mujer, la de la italiana Antonella Anedda, la idea de que la realidad no es tenaz, y por tanto necesita nuestra protección y la integra en páginas que describen un universo desbordado y, por tanto, perdido.

Podríamos decir que la desolación hace de este libro una suerte de poética de la madurez, donde también la palabra, ese antiguo espacio en el que cobijarse, la casa del lenguaje, es cuestionada y desmitificada, por su incapacidad para renombrar o para detener o siquiera describir el desastre.

Pero ahora, más que nunca y precisamente por las pocas cosas vivas que quedan en pie, esa palabra se vuelve una lucha cuerpo a cuerpo para sobrevivir.

En definitiva ni mirada ni palabra son ya inocentes "Óxido en la saliva/ en la boca, en los ojos. (...) / en el lugar preciso de la rabia." y el descenso se vuelve más concéntrico, donde el ojo que acecha se sitúa en el mismo estallido, más acusador: el "disparo inocente" empieza desde las mismas casetas con hileras de patos, más irónico: haciendo desaparecer los colores, pues "no se puede negar que en blanco y negro/ quedan los reportajes más discretos." La permanencia sólo habita en el mar, en el deseo augural, en tierra sólo quedan, dice Cinta casi con sarcasmo, esos muertos molestos, cuyas bocas y ojos hay que sellar con "sal gruesa", cuyas cenizas quedan por tierra, "su silencio bajo llave". Rosa Lentini

© TBR 2006


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e d i t o r i a l

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