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A propósito de El mono gastronómico

 

portada

 

El mono gastronómico.

Ensayos de arte y gastronomía

Javier Pérez Escohotado

Gijón, Trea, 2014



Cuando hace unos años publiqué una reseña (Avui, 6-6-2007) sobre Crítica de la razón gastronómica del querido amigo Javier Pérez Escohotado, pensé que difícilmente el autor escribiría un libro tan sabio y estimulante como este. Pero el año del Señor de 2014, Javier Pérez volvía a sorprender al lector con otro título que, al igual que el anterior, tiene como pretexto la cocina y la gastronomía, al margen de obvias resonancias de El mono desnudo de Desmond Morris o El mono gramático de Octavio Paz. Y digo «como pretexto» porque realmente el tuétano del ensayo, tal como se deduce del título, es un viaje que el autor realiza por los dominios del arte, sobre todo, de la pintura y de la poesía. Si damos por cierto el aforismo horaciano «Ut pictura poesis», este libro se sitúa en el viejo debate entre pintura y poesía para decirnos que ambas comparten la experiencia estética, sin descartar el placer del espectador ante la obra bien hecha. Eso sucede en este «mono gastronómico» por varias razones.

 

He de confesar que el libro me ha fascinado, tanto por el despliegue de saberes que manifiesta, como por el estupendo dominio del lenguaje, en el que el castellano y todos sus recursos de expresión destacan por su elegancia y pertinencia, sin afectación ninguna. Todo eso, que no es nada fácil, Pérez Escohotado lo realiza con eficacia y rigor, sin ningún ruido mediático, con la misma discreción que ha publicado otros libros tan sugerentes como Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003) o Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la historia (2005), además de los poemarios Laura llueve (2000) y Papel japón (2002).

 

Pero ¿por qué El mono gastronómico? Porque si el libro de Morris pretende demostrar la hipótesis de que, en la escala de la evolución, la pérdida de pelo en el simio va unida a un nuevo estatus de animal sedentario y carnívoro, «empezamos a ser animales que cocinan a la vez que animales sin pelo: monos gastronómicos y monos desnudos. De la cocina se salta, con el paso del tiempo, a la gastronomía; y del habla, a la escritura, a la gramática y a la interpretación; es decir, con el sedentarismo, con la elaboración de los alimentos, se acaba necesitando el lenguaje» (p. 10).

 

Y si, por un lado, el libro de Morris quiere demostrar esta hipótesis, la obra de Paz está impregnada de preocupación por entender, por unir Oriente y Occidente, representados respectivamente en el camino de Galta —cerca de Jaipur, en la India— y un jardín en Cambridge; tanto uno como el otro son el punto de partida de una indagación sobre el sentido del lenguaje y sus relaciones con la realidad circundante, sobre las correspondencias entre idea y verbo, entre erotismo y conocimiento. Así afirma Pérez Escohotado: «el descubrimiento de la gramática que une esos dos espacios, Galta y Cambridge, el templo y el jardín, la arquitectura y la naturaleza, asegura la durabilidad de la especie, al menos en el planeta de la inteligencia, a través de la superación de las contradicciones; o, mejor, asumiéndolas como intrínsecamente propias, como naturaleza» (p. 10).

 

Estructurado en diez capítulos, una introducción y una extensa bibliografía, El mono gastronómico, más que una denuncia —que también lo es— de la impostura en la que se han convertido las pomposas denominaciones de «gastronomía de vanguardia», «cocina de autor», «creatividad» o «arte de la gastronomía» (que Pérez Escohotado identifica como «auténticos memes ocultos bajo las entretenidas máscaras de la esferificación, la deconstrucción, el japonismo…» (p. 13), El mono, digo, es un ensayo entre antropológico y sociológico que pone de relieve las dos habilidades que han permitido al ser humano evolucionar y mejorar la especie: el arte y la gastronomía.

 

De los diez capítulos que forman el libro, me parecen especialmente relevantes no tanto los que tratan de los impostores de los fogones, como los que tratan de las relaciones, hábilmente entretejidas, entre cocina, arte y literatura; por ejemplo, las que se establecen entre el espárrago y el limón, Manet y Baudelaire, Beuys y los epigramas latinos. El episodio dedicado a glosar irónicamente la impostura de las Notas de cocina de Leonardo da Vinci o el titulado «Hierbas de España», que en realidad es un homenaje —con estos elementos tan humildes como hilo conductor— al arte puesto al servicio de la Segunda República española. Por este derrotero, me parece magistral la unión que establece con el óleo de pequeño formato que Manet realizó a ese tierno brote, en este «bodegón de un solo objeto», hoy en el Museo de Orsay. Un óleo con anécdota, que el autor relata y relaciona con Charles Ephrussi, el coleccionista, editor y por aquel entonces propietario de la Gazette des Beaux Arts: «En 1880, Manet había vendido un cuadro titulado Manojo de espárragos a Charles Ephrussi [...]. El pintor pedía por el cuadro 800 francos, pero Ephrussi pagó 1.000. Ante tal gesto, Manet regresó a su estudio y pintó esa miniatura de un solo espárrago que envió al editor con la siguiente nota: “A su manojo de espárragos le faltaba uno”» (p. 18).

 

¿Y el limón? Manet, al margen del limón solo «que reposa sobre el círculo de una apenas insinuada bandeja de plata, como un toro solitario, monumental y amarillo, en el centro de un ruedo, que es un círculo» (p. 19), ya había usado el cítrico en cuestión en otros cuadros, por ejemplo, en el Portrait de Théodor Duret, en que, al decir del autor, añade una naturaleza muerta con autonomía respecto al mismo retrato. Según Pérez Escohotado: «Para Manet el limón es la pura mancha de color, la luz que ilumina desde dentro la severidad del retrato [...]. El limón es, también, el color de la luz» (p. 19).

 

Esto mismo habría podido afirmar Baudelaire, quien, en Spleen de Paris, dedica a Manet un poema en prosa, «La cuerda», en el que reelabora el drama del suicidio de Alexandre, el muchacho que el pintor usa como modelo para su cuadro de Le garçon aux cérises; en ese poema, dice que «es tan difícil suponer una madre sin amor maternal como una luz sin color». O, como afirma Goethe: «Los colores son actos de la luz, actos y sufrimiento»; o Josep Beuys, que, en Capri-Batterie, aprovecha todas estas referencias para poner juntos un limón y una bombilla que recibe la luz amarilla de la proximidad del limón, lo que le hace plantearse a Pérez Escohotado: «¿Simple analogía? ¿O estará Beuys intentando proponer que la verdadera luz tiene color, como insinuaba Baudelaire? ¿O, sencillamente, que el limón es la transformación de la luz en color y viceversa? En las obras de Manet todavía puede distinguirse aquella diferencia que establecieron los antiguos tratadistas entre lux y lumen. Lux significaba la luminosidad que posee el propio objeto, y lumen, la luminosidad que sirve para resaltarlo. En El espárrago y en El limón de Manet todavía podemos contemplar “lux”» (p. 22).

 

Productos antitéticos porque si el limón sintetiza la luz del sol, el espárrago debe su pálida luz a la oscuridad, al tiempo que pasa bajo tierra, lo que permite decir, siguiendo al autor, que «en nuestra tradición cultural, la vida cotidiana se cuela en el arte desde siempre. Poética de los objetos: poética de lo cotidiano, poética de lo real» (p. 26). Pero la representación de los objetos cotidianos que más tarde se convertirán en bodegón, en naturaleza muerta, según Pérez Escohotado, es una larga historia, un lento proceso en el que está mezclada la poesía, en este caso, la versión pictórica de un texto literario extraído, por ejemplo, de Las metamorfosis, de Ovidio o los Epigramas de Marcial: «Buena parte de las mejores de estas representaciones, de estas naturalezas muertas avant la lettre, pertenecen a la época de Augusto [quien] promociona una sociedad cuyo modelo máximo de riqueza consistía en vivir una vida ociosa en sus propias villas, fuera de la ciudad, en cultivar sus propios huertos y en tener contratado el servicio de un cocinero exclusivo» (p. 25).

 

La mayoría de estas naturales muertas (bodegón o still-life) se conservan en el libro XIII de los Epigramas de Marcial, bajo el título de «Xenia» —comida o regalo de bienvenida—, una palabra de origen griego que significaba los dones o regalos de hospitalidad que los griegos ofrecían a los invitados que acogían en sus casas. Desde el punto de vista de la igualdad social, estos xenia son unos regalos que el anfitrión ofrece a su huésped y han sido extraídos de una naturaleza anterior a la técnica. En esta naturaleza idílica, se da, además, un principio de hospitalidad que consiste en que tanto el que invita como el huésped se sitúan en un plano de igualdad en el espacio de la casa. Dicho de otro modo, las reglas clásicas de la hospitalidad exigían que, para eliminar las desigualdades sociales, se recurriera a la elaborada costumbre de obsequiar al visitante con una serie de productos sencillos con lo que se evitaba que cualquiera de los dos pudieran hacer prevalecer o simplemente exhibir su posición social o económica con regalos elaborados, caros o sofisticados. En nuestra cultura, tradicionalmente, la burguesía acomodada y culta ha tenido como regla de buen gusto ocultar o disimular los signos externos de riqueza. Han sido los nuevos ricos, y la cultura del pelotazo, los que han impuesto ese fatal gusto del exhibicionismo que suscita el rechazo social y estético, de ninguna manera la imitación (p. 24).


Todo lo cual indica la desviación que ha padecido el modelo social desde la naturaleza precultural anterior a las diferencias sociales y a la jerarquía, tal y como reconoce Josep Pla1 cuando, al hablar de los hombres de su tiempo, pescadores o agricultores, perfectamente adheridos al paisaje del macizo de Begur, dice:


Yo he conocido todas las rocas de este litoral, me he relacionado con la poquísima gente que aquí tenía arraigo y con ellos he convivido. Recuerdo muy bien aquellos hombres oscuros, ya desaparecidos […]. En cualquier cala había un amigo con casa disponible, escopeta detrás de la puerta y un bote o una barca sobre el agua. En la soledad invernal y lejana de las calas de Begur, estos hombres delicados y feroces llevaban una vida antigua, toda calma […]. Tenían un paladar fino y todo lo querían fresco. Cocinaban como los ángeles y preparaban unos delicados sofritos. Tenían el ingenio en las manos, los sentidos despiertos, veían crecer la hierba, dormían con un ojo abierto… En este mundo, no hay otra cultura que esta […]. De este tiempo antiguo, sólo quedan los despojos. Pero todavía hay alguien que sabe hacerlo todo bien. En las calas de Begur —deben de ser los últimos—, todavía es posible encontrar hombres extraordinarios como estos.


Y desde aquí hasta alcanzar la afectación, el mal gusto general y la aguda división social. Por eso mismo, «la alta gastronomía, la alta costura, serían modos de disimular estéticamente la violencia jerárquica y económica que subyace entre las clases sociales» (p. 63).

 

Por supuesto que Pérez Escohotado ataca, con dureza y sin compasión, la retórica vacía que llena la mayoría de los restaurantes y fondas a las que van a parar esnobs y nuevos ricos, parvenus que han pasado del arado y el carro al último modelo de deportivo sin pasar por el Ateneo… Esa misma retórica que habla de «cocina de vanguardia», de «deconstrucción» o de «creatividad» sin especificar lo que significa cada una de esas palabras ni a qué se aplican exactamente. Al final, al parecer, todo consiste en defender lo nuevo por el simple hecho de serlo, a olvidar el conocimiento, a despreciar el trabajo artesanal y las técnicas propias de cada oficio para acabar entregándose a la pura especulación, en un mundo en el que —contrariamente al eslogan que hace tiempo publicitó la Generalitat— el trabajo bien hecho, simplemente por el hecho de estar bien hecho no tiene ningún futuro. Todo eso le hace preguntarse a Pérez Escohotado: «Pero ¿dónde está la creatividad? ¿De qué creatividad estamos hablando? ¿Dónde está la creatividad del arte contemporáneo que no ha sabido superar, ni siquiera igualar, las vanguardias históricas? Y ¿dónde está la creatividad de la cocina de vanguardia? ¿En una esferificación? ¿En la deconstrucción? ¿Consiste la creatividad en el minimalismo zen?» (p. 45).

 

En el capítulo tercero, el autor se pregunta irónicamente por la composición del menú «anguila a la parrilla con guarnición de rodajas de naranja», que degustó Jesús de Nazaret y sus discípulos en La última cena, teniendo en cuenta la opinión de John Varriano, profesor de arte de la facultad de Mount Holyoke de Massachusetts, quien, en su artículo «At supper with Leonardo», analizó el cuadro después de la última restauración del mural de Santa Maria delle Grazie, en Milán. Esta anguila resulta ser un curioso ingrediente del menú, pues —y el lector sabrá disculparme— en Flamenca, una novela occitana del siglo xiii, en el último capítulo («El torneig de Borbó»), en el que se relacionan los caballeros que participan en el torneo, el anónimo autor cita a un tal Arnau Bouvila que «nunca quiso probar la anguila». La referencia se completa con una nota extensa (19), en la que el editor fecha la presencia de este bicho en textos tan antiguos como el Roman de la rose o el Roman du comte d’Anjou, en los que la anguila se considera «un manjar sutil, digno de producir melancolía».

 

Aparte del fraude tan entretenido que suponen las Notas de cocina de Leonardo, el capítulo sobre el menú de La última cena y de los condenados a muerte —¿no era Jesús de Nazaret uno de ellos? —, le sirve a Pérez Escohotado para formular una sentencia que, en mi modesta opinión, me parece fundamental: «En el arte, los problemas se presentan cuando se acaban las ideas o no se tienen» (p. 51); una sentencia muy oportuna en estos momentos en que se acaba de nombrar nuevo director del macba2, y, por extensión, al tratar del papel de la belleza y de su conexión con el arte contemporáneo, del papel de los museos, de la autonomía del artista y de la intervención, o no intervención, del pensamiento externo a la obra, es decir, del «marco institucional», que al parecer es el núcleo del debate. Y pregunta Pérez Escohotado: «Pero ¿quiénes forman ese marco? ¿Los museos? ¿El mercado? ¿Los críticos e historiadores? ¿Los periodistas? ¿Los marchantes? ¿Los comisarios? ¿Los propios artistas?» (p. 57).

 

Según el autor, Leonardo es el primero que relaciona la pintura, la escultura y la arquitectura con las artes liberales, precisamente por la superioridad que el sentido de la vista tiene sobre los otros sentidos; afirma, además, que tal vez la cocina, hoy día, está sufriendo el mismo proceso que realizó la pintura en los siglos xvi y xvii, cuando «pretendía pasar de ser considerada un arte manual, identificada con la artesanía, con los oficios y el ámbito cerrado de los gremios, hasta llegar a ser tratada como una arte liberal, reconocida así por los mecenas y los intelectuales del momento, lo que implicaba el logro de la libertad respecto al férreo control gremial» (p. 66). Pero si los argumentos de autoridad de Leonardo y sus seguidores, aun siendo algo elementales, fueron útiles para lograr la superioridad por encima de los simples artesanos, resulta que, muchos siglos después, y siempre según Pérez Escohotado, el crítico Arthur C. Danto los utiliza para establecer su definición de obra de arte. Para Leonardo y los suyos, el «marco institucional» consistía en el reconocimiento de reyes y papas y, sobre todo, en que la pintura fuera considerada una ciencia próxima a las matemáticas, que desde el siglo xvi formaban parte de las artes liberales. De esta manera, el autor, haciéndose eco de las teorías del humanista y arquitecto L. B. Alberti —que sostenía que no se alcanza la belleza por la creatividad, sino por la razón, por el método, por la imaginación y por la medida— y de Miguel Ángel —que, un siglo más tarde, afirma todo lo contrario, o sea, que la belleza se consigue sólo por medio de la imaginación, pues, para él, «la belleza es el reflejo de la divinidad en el mundo material»—, plantea exactamente la misma cuestión que el Fedro de Platón o el diálogo que sostienen Von Aschenbach y su interlocutor en las páginas centrales de Muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann. Lo cierto es que la cocina, hoy día, pretende salir del ámbito de las artes y oficios (ámbito que, en estricta justicia, le corresponde) y ser considerada una de las bellas artes; una pretensión perfectamente legítima, por supuesto -y a la que parece que también optan la peluquería o la moda- si pensamos que son los peluqueros y los modistos los que «crean tendencia», por usar una expresión de actualidad. Pérez Escohotado cierra el capítulo: «Pero El mono gastronómico se pregunta: ¿para qué coño necesita la gastronomía el cuño del arte? [...] ¿Tal vez necesita la cocina de vanguardia la autorización de la alta cultura para justificar su discurso? Por eso, la discusión de si la gastronomía es arte o no es un asunto que tiene más que ver con el sexo de los ángeles que con una verdadera cuestión [...]. Podríamos decir que la gastronomía de vanguardia sería un síntoma —y no el único— de esa decadencia cultural de Occidente» (p. 71).

 

De ninguna manera me gustaría acabar esta reseña sin comentar —aunque sólo fuera, como suele decirse, de puntillas— el capítulo ocho que se titula «Hierbas de España» y que es, de hecho, un homenaje a algunos miembros de la generación del 27, como el poeta Juan Gil-Albert, el músico y pintor Salvador Moreno o la pensadora María Zambrano. Este capítulo tampoco elude la pintura, pues se refiere también a Albert Dürer, al bodegonista toledano Juan Sánchez-Cotán, discípulo de Blas de Prado, que aparecen a propósito de un tipo de hierba, el cardo, que algunos agricultores consideran una «mala hierba». En realidad, a partir del hilo conductor de la relación personal del autor con Salvador Moreno, el capítulo es una apología de la estética del «lujo mínimo» —cuyo fundamento está en Epicuro y su filosofía de la serenidad inalterable del alma, al que se añade la mención del poeta latino Lucrecio y su De rerum natura—, estética que se refleja en el poema de Gil-Albert «La ilustre pobreza»; además, el capítulo narra la relación que hubo entre Gil-Albert, Manuel Altolaguirre y el pintor Ramón Gaya en el monasterio de Sant Benet de Bages (donde la familia del pintor Ramon Casas pasó muchos veranos) y en el frente del Ebro, al final de la guerra civil española.

Para Pérez Escohotado («Gastronomía de vanguardia y arte al servicio de la República»), las hierbas son «la fragancia de la cocina», pero también «algo tan etéreo y vaporoso que necesita convertirse en firmes briznas de hierba» (p. 110). De ahí que, utilizando como paralelo el bus de la Fundació Alícia, el autor se adentra en aquel proyecto de la Segunda República, las Misiones Pedagógicas, un proyecto al servicio de la alfabetización y la divulgación de la obra de grandes nombres de la pintura. Como el lector recordará, en este proyecto estaba García Lorca, con su compañía de teatro La Barraca; y también Ramón Gaya, que tras conseguir una plaza de copista para los Museos Circulantes, en el Museo del Prado había copiado, entre otros, Los fusilamientos de la Moncloa y La maja desnuda —ambos de Francisco de Goya— y La infanta Margarita, de Velázquez. Sin embargo, la iniciativa de hacer llegar el mundo de la cultura a una sociedad mayoritariamente rural y a menudo analfabeta había sido propuesta, ya en 1882, por Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío, fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, lo que le obliga a concluir a Pérez Escohotado:


Con esta mínima incursión en la historia de la pintura, adjetivar la cocina o la gastronomía con el calificativo de «vanguardista» no parece en absoluto oportuno, sino más bien y sólo oportunista. La cocina de vanguardia no surge en un cambio de siglo ni mucho menos en un ambiente prebélico; ni siquiera aparece para combatir y sustituir un gusto caduco ni una alimentación convencional ni un modo de ver y plasmar la realidad gastronómica. Las vanguardias pictóricas surgen para crear una nueva realidad dentro del cuadro. En cambio, la llamada cocina de vanguardia surge en plena Burbuja General, expresión que debe considerarse un eufemismo muy literario y de la que hemos llegado a saber que, una vez reventada, nos ha permitido conocer, con amargura, que se trataba de un descarado mangoneo, pura y libre especulación financiera, neoliberalismo sin freno, sinvergüenza y comisionista, que ha llevado a toda Europa al lugar en el que estamos... (p. 119).


Espero que el indulgente lector, a la luz de estas líneas, se habrá hecho una idea global del contenido del ensayo de Pérez Escohotado, que no es otro que el de analizar críticamente expresiones tan gastadas como «cocina de vanguardia», «cocina de diseño», «creatividad», «cocina de autor» o «arte de la gastronomía», y ponerlas en relación con las vanguardias artísticas históricas. A esto hay que añadir el análisis de los intentos —faltos de maña y fracasados, no es necesario insistir— de los epígonos de esta cocina (sin que sea necesario concretar nombres que están en la memoria de todos), que intentan encontrar su propio relato legitimador dentro de la alta cultura. Intencionadamente he evitado toda referencia a los aspectos estrictamente «culinarios» del libro para centrarme en el comentario de los aspectos sólo en apariencia tangenciales, pero que, según mi modesta opinión, constituyen el núcleo y convierten El mono gastronómico en una lectura imprescindible para quien, como el que se quita un abrigo viejo, quiera desprenderse de toda la tontería que esa caterva de impostores nos pretende colocar; y, por supuesto, para quien quiera disfrutar de la erudición y la magnífica prosa, del wit incomparable y de la agudeza crítica del autor, Javier Pérez Escohotado, a quien, en varias ocasiones, en conversación amistosa e informal, le dije que se había equivocado de época, y que, por conocimientos y formación, podía pertenecer al tiempo de su estimado Leonardo más que a este convulso y desorientado mundo que nos ha tocado vivir.

Un libro imprescindible, un libro para todo tiempo y estación. En serio.


© Josep Maria Fulquet


1 «Les cales de Begur», en Josep Pla (1968) El meu país (Obra Completa, 7), Barcelona, Destino, págs. 686-688.

2 Cf. Bernat Puigtobella et al., «Pregant pel futur del MACBA davant la bèstia i el sobirà», Núvol.com (23-07-15).

 


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