The Barcelona Review

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EL BIEN COMÚN

 

Tengamos en cuenta tres cosas:
            Por un lado, The Warriors, una película del año 79 sobre pandillas callejeras neoyorquinas que Mercedes, durante su juventud, sacaba del videoclub con una frecuencia mínima de dos semanas. Ella veía la película intentando que su ojo no vago enfocara con la mayor precisión posible, proyectando todas sus energías psíquicas púberes en el televisor hasta llegar a balbucear los diálogos antes de que se produjeran. «Quiere que nadie lleve armas y que nadie haga demostraciones de fuerza», decía un matoncete, y Mercedes se congratulaba por haber previsto aquella frase al mismo tiempo que iba preparando la entonación para otra que también le divertía: «Estúpidos, ¿sabéis contar? Yo digo que el futuro es nuestro si es cierto que sabéis contar».
            Bien, eso por un lado. Por otro, está el metro neoyorquino que Mercedes —ahora treintañera y española de provincias emigrada— asocia a la atracción del “gusano loco” de la feria de su ciudad natal: incomodidad, gente rara, ruidos estridentes, el borracho de turno molestando, traqueteo, meneíto, alguno que de vez en cuando vomita y, en la mayor parte de los tramos, el desasosiego que genera la imposibilidad de contemplar lo que hay en el exterior.   
Por último y por no hacer desprecios, tengámosla también en cuenta a ella.

            Mercedes, que por fin ha conseguido asiento en el metro, se mira de estómago para abajo todo lo que se alcanza a ver y se arrepiente de haber salido ataviada de aquella manera. Luego se vigila de pectorales hacia arriba a través del cristal que tiene enfrente, ignorando al muchachito que acaba de poner música y se vale de una de las barras de sujeción para hacer acrobacias y bailar break dance en medio del vagón. Ella está a lo suyo, a sus propias tribulaciones. Se arranca los padrastros, se cruza de piernas hacia un lado y luego hacia el otro, se recoloca las gafas un poco más arriba del tabique nasal. Podría haber metido el birrete y la toga en una bolsa y llevarlos guardados hasta su destino. Así, habría caminado de una forma mucho más discreta desde su apartamento de Brooklyn hasta la parada de metro más cercana, evitando no sólo que gente desconocida le gritara por la calle eso de «congrats» sino también que un turista gamberro intentara en el andén descolocarle el birrete a base de disimulados toquecitos con su palo de selfie. No, Mercedes no sabe por qué se puso tan a la ligera la toga lila y menos aún ese gorro prismático que su universidad le ha alquilado por 70 dólares al día.
            Mira —ahora sí y por un momento— al bailarín de break dance que, sostenido de las barras de sujeción, se contorsiona cabeza abajo, haciendo virguerías con su gorra mientras tiene el mundo vuelto del revés. Pero aunque lo mira, Mercedes ha visto ese espectáculo varias veces y ya no le impresiona. O quizás está tan abstraída que simplemente lo mira pero no lo ve. Sólo piensa que no sabe por qué ha salido así vestida de su casa. Aunque en verdad sí lo sabe. La culpa la tiene el cronotopo “graduación”. Desde que Mercedes entró en la academia estadounidense usa mucho esa palabra: “cronotopo”, aunque a veces lo haga desatinadamente. También, de vez en cuando dice “teleológico”, “falocéntrico” e “inconmesurable”. Mercedes considera que la culpa de estar ahí, sentada en un vagón de metro que la lleva dirección Uptown/The Bronx, tan nerviosa como sofocada, tan henchida de orgullo como ridícula, la tienen su educación sentimental fílmica y la ceremonia de entrega de diplomas que ha organizado su universidad. Desde luego, en todas las sensaciones de culminación triunfal que está experimentando tiene bastante que ver The Warriors, con sus grupos de apariencia peligrosa que atraviesan Nueva York y van conquistando la ciudad, haciéndose fuertes en conjunto, en bandas, en comunidad. Pero también Flash Dance, Rocky, La historia interminable y todo ese cine ochentero norteamericano dirigido a los chavales influenciables del mundo. Películas que ensalzaban el esfuerzo y la lucha de una estereotipada juventud subalterna —desde que entró en la universidad, ella también emplea esa palabra—. Juventud que, tras un exceso de transpiración catártico, alcanzaba una poética y merecidísima gloria personal.  
            Hablando de gloria, el bailarín de break dance usa su gorra para recoger los billetes de dólar con los que su público le aplaude las piruetas. Mercedes no aplaude porque está pendiente de sí misma; tras los cuarenta minutos que dura ese trayecto va a reunirse con sus compañeros de clase en el estadio de los New York Yankees, va a confundirse con la masa lila y a sentarse en la zona del graderío reservada para los alumnos del doctorado en estudios hispánicos. Escuchará el discurso de algún intelectual eminente, agitará el banderín con el nombre de su universidad, se quitará las horquillas que le sostienen el birrete y lo lanzará al aire, a pesar de que ahora esté prohibido hacerlo porque el año pasado un muchacho de Cleveland perdió el ojo a causa de una de las puntas de un birrete volador. La gloria. Simple y llanamente. Merecida —o eso le parece— porque ella también es morena y tiene el pelo crespo, como Alex, la soldadora de acero que soñaba con bailar en Flashdance. Además, es una emigrante, como el potro italiano Rocky Balboa y, al igual que Bastian, padeció bullying por ser la pardilla que se escondía para leer historias interminables en alguna de las aulas de su instituto de Alcázar de San Juan, provincia de Ciudad Real. Mercedes no puede evitar sentir que viene del lado oscuro, de cierta marginalidad entre las hegemonías sociales, de todo lo doloroso que supone tener que cubrirse durante años con un parche el ojo no vago. También, de un país en crisis. En la narrativa de superación que ella misma ha elaborado, su goce se justifica porque los honores que recibirá hoy son honores universales. Ella sabe —porque se lo ha enseñado el cine— que cuando vence el subalterno vence también el bien común.
           
Pero miremos. No dejemos de mirar:
            Por un lado —más bien a su lado, sentado en el asiento contiguo a Mercedes—, está él, Leobardo. El cuerpo desparramado, los dedos peludos y regordetes recorriendo la pantalla del móvil con afán: juega al Crazy taxi y no duda en llevarse por delante a otros coches, en subirse a las aceras, en atropellar a algún que otro peatón. Levanta la cabeza de vez en cuando para asegurarse de que está donde tiene que estar; en su medio de transporte real, el metro rumbo Uptown/The Bronx. Hoy es su primer día de trabajo y se siente muy crazy, muy salvaje todo él.
            Por otro lado está la mampara publicitaria que tanto Leobardo como Mercedes tienen enfrente, unos palmos arriba de sus cabezas. Una mampara que debería promocionar helado, ya que la empresa Häagen Dazs pagó un dineral por colocar su anuncio a la vista de los miles de usuarios que cada día toman la línea 4. Pero lo que los pasajeros ven es algo muy diferente: una cuchara untada en crema marrón y la frase «äah Keano Prof.undo». Al juego de palabras que los heladeros pretendieron hacer —las letras «äah» de la marca como expresión de deleite producida por la cremosidad del producto, seguido del slogan «pleasure impossible to undo»—, se superpone un cartel de papel malo que alguien ha pegado para divulgar los servicios del vidente y profesor Keano. La cuchara pringada de sustancia marrón custodia tanto a Leobardo como a Mercedes, en ese collage de publicidades que para los no hispanos no significa nada.
            Por último miremos la risilla bobalicona de ella. Recuerden que toda Mercedes es resistencia contra-hegemónica, y a veces, por la autoridad que le ha conferido durante muchos años ser víctima del desprecio social, también maldad. La visión del desafortunado calambur le hace —¡por fin!— olvidarse del cronotopo “graduación”, de su toga lila y de la influencia que las películas ochenteras de su infancia tienen todavía en sus expectativas. Con su hilaridad consigue distraer a Leobardo que, ante la vista del «äah Keano Prof.undo», abandona el móvil y, por lo tanto, el control de su taxi que se estrella contra un muro. Game over.
            —¿Les quedó chistoso, no?
            —Sí —Mercedes, que no es muy hábil para las relaciones sociales, se coloca las gafas  y esconde sus padrastros carcomidos bajo las larguísimas mangas de la toga.
            —Hasta poquito grosero.
            Entonces él, regresa a toquetear su pantalla porque se debe a su taxi. La actividad frenética le hace olvidar que hoy por fin le toca hacer lo que ha ido a Nueva York a hacer: recoger el testigo laboral de su tío y, siguiendo su ejemplo, ganar dinero en dólares. Mercedes, que da por terminada la conversación, se relaja y desenfunda los pulgares.

            Aunque para Leobardo The Warriors se llamaba Los Guerreros y el doblaje que escuchaba era diferente, también él se sabe ciertos diálogos de memoria: «¿Saben contar, torpes? Yo digo que el futuro es nuestro si ustedes saben contar». Leobardo y su vecino el Machuca, en cuyo sótano solían reunirse durante la adolescencia para beber latas de Tecate y ver vídeos, estaban fascinados por la parte de la película en que los pandilleros neoyorquinos —los «cholos gringos»— descubren que son tremendamente poderosos por una simple cuestión numérica: «son los más cabrones y, como cada día son más, en cualquier momento conquistarán no nada más el metro sino toda la ciudad». Para ser un poco como Los Guerreros, Leobardo y el Machucase compraron dos chalecos idénticos que nunca se atrevieron a usar sin camiseta debajo y, menos aún, a lucir a la vez. Les daba un gusto desorbitado imaginarse como dueños de toda una urbe, incluso de unos poquitos vagones. Pero en la tranquila ciudad bajacaliforniana de Ensenada ni siquiera había metro.
            Leobardo piensa que quizá en Nueva York sí haya algo conquistable. Asocia el metro de esa ciudad con el pabelloncito de deportes de la escuela en la que estudiaba: masificación, olores corporales, chicas recién duchadas terminando de vestirse y empezando a maquillarse, empujones, carteles que nadie respeta en los que se prohíbe comer y beber. Sobre todo, lo asocia a la posibilidad de compartir un espacio con gente con la que normalmente no se compartiría nada. Es decir, un lugar de reunión que, por aleatorio, se vuelve interesante. Pero Leobardo apenas sociabilizaba en el pabellón de deportes de su escuela y menos aún lo está haciendo en el metro neoyorquino. Levanta la cabeza para asegurarse de que está en la línea adecuada. Todo bien; el Upper East Side. Ahora el metro atravesará el Harlem Latino y se adentrará en el Bronx hasta llegar al lugar donde se encontrará con el socio gringo de su tío. «Él le sabe bien al business». El tío también le ha asegurado que para el negocio no necesitará saber bien inglés porque en ese barrio casi todos son hispanos. «Que hable inglés el socio. Aparte, hablar español en la chamba te puede servir para honrar la raza, mijo». «Casi dos millones y medio de hispanos y latinos en la ciudad de Nueva York. Una clase obrera en el Bronx que es como tú y como yo. Que estará de tu parte». Todo eso le ha dicho su tío. Una ciudad conquistable, piensa él y, de repente, su taxi bocabajo. Game over otra vez. Putamadre.

En este momento tan aburrido del viaje, resulta crucial permanecer atentos a tres sucesos.
            El primero es que, al abrirse las compuertas en la 86 St., penetra una bocanada caliente en el vagón; lamentablemente para los usuarios del metro neoyorquino, los andenes no están refrigerados. Junto con la calorina, acceden unos padres primorosos acompañando, con toda la elegancia de la que son capaces, a su hija veinteañera. Ésta también se dirige al estadio de los New York Yankees y, al igual que Mercedes, ha tenido la poca prudencia de salir de casa con su toga lila, su birrete y su inseguridad.
            El segundo suceso es que el metro se detiene en seco en la oscuridad del túnel que precede a la siguiente estación y el conductor da un aviso por megafonía: «Ladies and gentlemen: we are experiencing a momentary delay because of train traffic ahead of us». Se escucha entonces un lamento generalizado con expresiones de todo tipo: «Fuuuuuck». «Mielda». «Really?» «Jehová, dame tú la misericordia». «Jeez!». «Oh, shit». Leobardo resopla y se guarda el móvil en el bolsillo. Mercedes, que se horadaba los padrastros con un ansia jubilosa por haber encontrado a una gemela de atuendo —¡el refuerzo comunitario que su absurda singularidad tanto necesitaba!—, los desatiende y padece el mismo desasosiego que cuando en su infancia la montaban a la fuerza en la atracción del “gusano loco”.  
            Procedente del vagón de contiguo, entra un tullido de piel muy blanca y cabello pelirrojo maniobrando su silla de ruedas: su presencia es el tercer suceso. A falta de manos libres, lleva en la boca un vaso de plástico con el que recauda donativos. «Help this homeless person», dice, aunque el vaso impide que se le entienda. Los pasajeros se apartan para que circule y él decide frenar, quitarse el vaso de la boca e increpar a la gemela de atuendo de Mercedes para que le dé algo suelto. «A dollar to spare, eh? A dollar? Help this homeless man, sis. Give me a few dollars». Y le acerca el vaso de plástico a la nariz. La muchacha, intimidada, se echa hacia atrás. Su padre le toma la mano. «C´mon, sis, I can´t even be a criminal, I have no leg, give me a fucking dollar, fucking whore». El tullido refunfuña y avanza de nuevo con su silla, llevándose por delante los pies de quien, como Mercedes y Leobardo, no los retira a tiempo.
            —Help this homeless man. I live in a fucking shelter. Give me a few dollars.
            Varios de los pasajeros se indignan ante el reclamo agresivo, llegando a cuestionarse si ser una persona de movilidad reducida le da derecho a exigir dinero de esa manera. Leobardo se agita y, aunque parece que va a contenerse, no lo hace.
            —Me pisaste, ¿no ves?, y a la señorita le arruinaste la bata.
            —What?
            —Digo que debería aprender modales y disculparse. Say I´m sorry. Easy. Say I´m sorry. To her, and also to her —dice refiriéndose a Mercedes y a su gemela de atuendo para quienes, a pesar de sus togas, si ahora algo les importa poco es el cronotopo “graduación”.
            —What the fuck are you saying, fucking beaner? —empuja la silla marcha atrás pasando de nuevo sobre el pie de Leobardo y la toga de Mercedes—. I have no fucking leg, no fucking home, so fuck you and fuck her.
            Mercedes, demasiado intimidada por el tono de voz y la herida en la frente que mancha el pelo ya de por sí rojo del tullido, trata de indicarle a Leobardo que no pasa nada. Varios pasajeros hacen gestos de sentirse irritados por la actitud de ese hombre que no sólo les ha faltado al respeto sino que además se ha atrevido a discriminar al muchacho hispano.
            Leobardo está envalentonado, quizá porque es su primer día de trabajo en Nueva York. No se reconoce; hoy es más cabrón que nadie. Se levanta y dice: «Va a pedirles perdón a las señoritas. You are going to apologize or I will keep the cup». Entonces, haciendo el mayor acopio de determinación de su vida, le quita el vaso de plástico.
            —What the fuuuck?
            —I just want you to be gentle, amigo —Leobardo empieza a sudar a raudales—. Y eso del beaner que me dijo, ¿qué es, como frijolero? Eso es bien feo. I just want you to be gentle, amigo. Better for you, better for everybody, va a ver —dice acercándose al padre primoroso—. You give him a dollar, ¿verdad, señor?, si él apologize, you give him one dollar.
            Entonces el padre de la futura graduada saca de su billetera un dólar y lo mete en el vaso que sostiene Leobardo. 
            —Now, smile and say it: “I´m sorry”.
            —I don´t give a shit! Give me my fucking cup.
            —Pues nomás quiero ayudarle y que sea educado, more polite, ya ve. Esta señorita también le da un dólar, ¿verdad que sí, señorita? —y como la interpelada es Mercedes, rápidamente se hurga en el bolso que trae cruzado sobre la toga y le da a Leobardo no uno sino hasta cinco dólares—. Look, amigo. Just say “I´m sorry”.
            —Sorry, motherfucker.
            —Bueno, es un comienzo. Come with me. Sea amable y yo le ayudo. I will help you. Un donativo para el señor, por favor —pide, y el tren vuelve a arrancar mientras los pasajeros rebuscan en sus bolsillos para apoyar la causa de la educación, la tolerancia y el respeto.
            Al llegar a las estación de 138 Grand Concourse, el tullido se baja con el vaso lleno. Leobardo regresa a su asiento sorprendido de sí mismo. Mercedes, por su parte, se recoloca las gafas un poco más arriba del tabique nasal y, aunque no lo mira porque siente cierto rubor, está orgullosa de su compañero de metro, de la forma con la que ha combatido a base de buenas maneras la tiranía que se ejerce en Nueva York y que incluso a veces proviene de la propia subalternidad. Piensa entonces que, a partir de su graduación, va a constituir junto con sus colegas algo así como un escuadrón de la intelectualidad. Una especie de guerreros que, como su compañero de metro, serán el azote de aquellos que perciben a los hispanoparlantes como “beaners”, ladrones de puestos de trabajo, amigos del baile apretado —«latina  caliente», como una vez le han dicho a la propia Mercedes, a pesar de la poca calentura que le caracteriza— y, sobre todo, como maleducados. Nunca más. Ella y sus compañeros universitarios están a punto de obtener un diploma que los consagrará por siempre a la causa del valor simbólico del hispanismo y la latinidad en el mundo. La gloria. Una gloria que se irá expandiendo. «¿Estúpidos, ¿sabéis contar?».

            Por fin, su estación: Yankee Stadium. Mercedes, hermanada a su gemela de toga y birrete no sólo por su inminente graduación sino sobre todo por la experiencia compartida, camina alegre —y primorosa ella también— junto a la familia. Leobardo, por su parte, se despide de Mercedes bajando la barbilla y vuelve a sacar el móvil. Ya no siente la necesidad de jugar al Crazy taxi. Piensa en la influencia que las películas ochenteras de su infancia tienen todavía en él y se acuerda de Los Guerreros y, por extensión, de su amigo el Machuca. «No quiere a nadie armado. Como tampoco que iniciemos riñas», decía uno de los maleantes. Se sonríe con una guasa similar a la que le produjo leer el cartel de «äah Keano Prof.undo». Mientras el metro atraviesa el Bronx y, sintiendo la satisfacción del trabajo bien hecho, escribe un mensaje: «Ey tío, hecho. El socio gringo me impresionó. Bien pelirrojo, con su cortada en la frente con sangre. Todo un profesional. ¿Ahorita dónde me vuelvo a ver con él?». Aunque, como le ha explicado su tío, Leobardo forma parte de una minoría, su nueva vida no parece disgustarle. Más bien, todo lo contrario. Llegando a las últimas estaciones de la línea aprende a disfrutar del exceso de transpiración catártico, de su merecidísima gloria personal. Simple y llanamente. Con este trabajo, por fin, tiene la capacidad de conquistar un poco una ciudad. De conquistarla, por supuesto, para bien.

 

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© Sara Cordón


Sara Cordón (Madrid, 1983) cursó el máster de Escritura Creativa en Español de la New York University. Actualmente cursa un doctorado en literaturas hispánicas en la City University of New York. Sus relatos han aparecido en las revistas neoyorquinas Los Bárbaros y Viceversa. Dirige la editorial Chatos Inhumanos. En 2017 ganó el premio de relato Cosecha Eñe. Su novela “Para español, pulse dos” ha sido publicada en 2018 en la editorial Caballo de Troya.


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