LA MÚSICA COMO
ARMA
Bug G entró de nuevo en el estudio y silenció en
seco el ruido de la cisterna cerrando tras él la pesada puerta insonorizada.
--Ahora sí que necesito un cigarro, tío. Oye, no es
que esté mal, ¿eh?, pero... ¿No te da la sensación así como de que le falta algo? No
sé, gancho o...
--No me jodas, tío. ¿Otra vez? Te digo que no hay tu
tía. Lo he probado del derecho y del revés y no hay manera. Interfiere con según qué
frecuencias y adiós efecto. Niente, nada, cero.
--Pero es que cuatro minutos, tío... No me veo yo
pinchando eso. Que luego la peña se me alborota.
--Tranqui, tío, ni que fuera el güiquen. ¿No ves
que hoy va a ser relax total? Los cuatro colgaos de entresemana. Tú te esperas hasta que
estén todos bien colocaos y aprovechas la marcha de los caracoles para metérsela
doblada. ¿Que se te va alguno de la pista? Pues que se vaya.
--Ya, pero cuatro minutos, tío... ¿Y si no cuela,
qué?
--No te enrolles, Charles Bóyer. ¿Cómo no va a
colar? Tú hazme caso a mí, tío, que llevo un año de pruebas. Funciona se metan lo que
se metan. Lo que yo te diga, hombre. Y no te me rajes, ¿eh? Cuatro minutos mínimo. Como
salir, me salen cinco, pero si tan cagao estás... Cuatro y luego les metes todo el
chundachunda que te dé la gana. Pero los cuatro me los dejas, ¿estamos?
--Allá tú... ¿Pero esta noche, tío? ¿Estás
seguro?
--Segurísimo, coño, joder. Hey, mañana es jueves,
empieza el güiquen. Es ahora o nunca, tío. ¿No lo ves? Mira, llevo un año con la
criatura y ya estoy hasta los güevos. Tengo unas ganas de pinchárselo a los pastilleros
que te cagas. Coño, tío, joder, parece mentira. Que no tenemos toda la vida.
--No, si a mí plin, tío. Yo hago lo que tú digas,
que para eso eres el Jefe. Si rueda alguna cabeza, no será la del menda, con que... ya te
apañarás. Es tu pellejo. Bueno, entonces ¿qué haces? ¿Te traes los sintetizadores al
local o qué?
--Na, paso de cargarlos. Tuesto un decedé en el
BigMac y acabo antes. Y así también vamos más ligeros si hay que salir por piernas...
--Tienes la gracia en el culo, tío. Bueno, yo me abro
que se me hace tarde. Nos vemos en el club. ¿Te pasas a la hora de siempre?
--No, un poco más tarde. Ah, oye, una cosa. Antes de
que llegue la peña, me pones el Ambisound al nivel del estudio. Te mando el material por
e-mail a eso de las ocho. Estáte al loro, ¿vale? Venga. Gracias.
--De nada, chalao. Lo que hay que ver...
En la soledad del estudio, arrullado por el murmullo
monótono de los ordenadores, el Jefe puso manos a la obra. No es que hubiera mucho que
hacer: el tema dance que debía enviar estaba prácticamente listo. De hecho, lo estaba
desde hacía meses, pero lo había almacenado en diferentes bancos de memoria y hasta ese
momento no se había sentido con ánimos de extraer la información de todos aquellos
discos duros y pasarla de las cuarenta y cinco fuentes originales a las dos pistas del
decedé Sound Around Surround de la mezcla final. Dedicó una sonrisa a su Atari. Sabía
perfectamente que trataba con esclavos descerebrados fabricados en países lejanos y no
con juguetes entrañables made in Disneyworld, pero creía que el trato que dispensaba a
su familia informática le resultaba rentable a largo plazo; y lo cierto es que las
máquinas parecían pagarle sus atenciones con una vitalidad y una longevidad fuera de lo
común. Nunca se había parado a pensar por qué algunos ordenadores le parecían
femeninos y otros masculinos. El Atari, por ejemplo, se había convertido en la
AbuelAtari. ¿Por qué no en el Abuelo? Pues porque representaba el origen, el nacimiento
de su gran imperio. Cuando la pobre tenía problemas de memoria o con el disco duro, la
cuidaba como si fuera un pariente anciano. Y la verdad es que, en términos informáticos,
la Abuela era realmente vieja --tenía casi cuarenta años--, pero el Jefe le había hecho
tantos trasplantes que aún se las apañaba para ir tirando. En atención a su calidad de
matriarca, la Abuela era utilizada, junto con un no menos viejo Cubase clonado por MCA,
para dar el toque de gracia a los proyectos más importantes --por ejemplo, el que el Jefe
tenía entre manos en ese momento--. Con el Pentium 18s, equipado con Gatesoft, habría
tardado cien veces menos, pero habría echado de menos el calor humano.
Aparte la elegante LcIIIs, el Jefe percibía en todos
sus Apple Macintosh un aire varonil, puede que por el nombre. Los mac le hacían el
trabajo de diario, y un gran G6, uno de los últimos que se fabricaron, hacía las veces
de capataz. La presencia de las máquinas se hacía notar en todas partes: en los
acuarios, viejos MacClassic reconvertidos; en las sillas-disco duro; en las
cisternas-monitor; y en los interruptores de la luz, ratones pasados a mejor vida. Además
de su numerosa familia informática, el Jefe también contaba con una colección
valiosísima de sintetizadores y sampler clásicos, tanto analógicos como digitales. Como
pasaba con algunos ordenadores --el 16 Wasps y el 6 Spiders, por ejemplo--, muchos de los
sintetizadores no servían más que para decorar las paredes. El resto, sin embargo, --la
mayoría--, se hallaba en perfecto estado de conservación y ocupaba los tres pisos de
estantes que cubrían las paredes del estudio. Cordones umbilicales midi y CV se
encargaban de mantenerlos interconectados en todo momento, y varios haces de cables iban a
parar a lo que parecía una de aquellas centralitas telefónicas de antaño, todo ello
bajo la atenta mirada de un viejo Mac G4. Sobre un gran banco yacían destripados varios
sintetizadores más: disparatada vivisección electrónica de la que salían reforzados
con prestaciones que sus diseñadores originales tan sólo habían visto en sueños.
Había cables por todas partes, sí, pero aquel revoltijo de spaghetti ocultaba una
estricta organización: los años de tiempo malgastado y los ataques de histeria
provocados por tomas y cables defectuosos habían conseguido hacer de él un hombre
ordenado. La Música Como Arma --ése era el nombre del estudio-- podía parecer un
desván abarrotado de reliquias, pero lo cierto es que, amén de servir como plataforma de
lanzamiento de muchos proyectos importantes, daba mucho dinero.
El Jefe se colocó sendos tapones de espuma en los
oídos e hizo clic en el ratón del BigMac.
Después de más de tres años de trabajo, la
presentación oficial de aquella noche representaría el lado más frívolo de un
experimento enigmático. El Jefe había visitado muchos países, visto y grabado un gran
número de canciones y danzas tribales. Había pasado largas y aburridas horas lejos de
sus "pequeños" estudiando sonido, anatomía y neurología en bibliotecas
silenciosas y hospitales ruidosos. Un año atrás los primeros resultados esperanzadores
se habían visto truncados por el fracaso, pero luego sus esfuerzos habían empezado a dar
fruto y, de un tiempo a esta parte, el índice de éxito era del 95 por ciento, aunque
aún no sabía exactamente por qué. Ciertos factores seguían influyendo negativamente en
el resultado, como fumar marihuana o resina, por ejemplo, mientras que el consumo de otras
drogas no representaba ningún problema --una buena noticia teniendo en cuenta que los
conejillos de indias de aquel experimento iban a ser los devotos de la cultura clubista y
las drogas de diseño.
Aquella noche, al llegar al club, el Jefe se encontró
el local convertido en una masa palpitante de cuerpos semidesnudos. Mientras entraba en la
cabina insonorizada y saturada de hachís del DJ, la imagen le recordó una lata llena de
gusanos.
--Oye, Jefe, hoy la cosa está que arde. ¿No
podríamos dejarlo para otro día?
--¿Ya te me arrugas? ¿Cuándo vuelven a desfilar los
caracoles?
--Voy a meterles diez minutos más de esto.
"Esto" era una versión acelerada --pero que
muy acelerada-- de Bad-Tripno, pariente lejano de algo salido años atrás del encuentro
fortuito en una tienda de segunda mano de una cinta antediluviana de Bauhaus, la banda
gótica de los ochenta. La música era añeja, pero había algo en la voz del cantante que
le pareció realmente aterrador. El Jefe consiguió localizar las grabaciones originales y
descubrió que los sonidos que emitía el vocalista --con un timbre cercano al helio--
salían tal cual de su garganta. Con la ayuda de la tecnología más moderna había
logrado sintetizar la voz y hacerle cantar letras nuevas y más de acuerdo con la
filosofía del proyecto. Según parece, el cantante había muerto en Estambul coincidiendo
con la llegada al poder de los fundamentalistas. La fusión de la voz generada por
ordenador y los nuevos ambientes producía una música dance que sólo precisaba otro
elemento para helar la sangre al más pintado: ácido de mala calidad. Eso era fácil de
hacer, lo mismo que el antídoto de acción rápida por si las moscas. Trasladada a la
pista de baile, la combinación de música, luces y droga se convertía en una dosis nada
saludable de miedo; y el miedo, ya sea en forma de montaña rusa, de túnel del terror o
de deporte de aventura, es una emoción fuerte, y las emociones fuertes venden. Sólo la
venta del antídoto le había reportado ya tres millones.
El Jefe bajó la vista hacia el infierno sudoroso que
se agitaba a sus pies, ajeno al daño que él, el titiritero, podía infligir a sus
cuerpos y mentes con sólo privarles del respiro que les daba de vez en cuando. A Bug se
le había ocurrido llamar a esos lapsos "marcha de los caracoles" por los
rastros brillantes de sudor que dejaban los clientes al ir de la pista a los lavabos.
Santo Dios --pensó--, lo fácil que es controlar a la
gente. Tiritero... Sí, con aquella pandilla de gilipollas a la merced de sus dedos, no
descartaba la posibilidad de cambiar el nombre del estudio por Titiritero al día
siguiente.
A una señal de Bug G, el Jefe introdujo el decedé en
la bandeja y pulsó play. La muchedumbre ya presentía el cambio de ritmo, y muchos
habían incluso iniciado la marcha hacia los lavabos cuando empezó a sonar el decedé.
Centenares de rostros se volvieron hacia la cabina con expresión de ¿pero qué coño...?
Después de cuatro o cinco horas de bailar BauHouse, DeathDisco y Bad-Tripno sin apenas
concesiones, el ritmo complejo e imbailable que surgía de los altavoces les parecía de
otro mundo. Allá cuentas. Bug suspiró aliviado cuando el Jefe decidió desconectar el
sonido en el interior de la cabina.
Bug G y él sabían exactamente qué iba a ocurrir en
la pista. Y varios amigos suyos que ya habían sufrido los efectos de aquella música en
las primeras fases de experimentación la reconocieron en cuanto oyeron los primeros
compases. Muy pronto, el ritmo subyacente --casi inaudible-- se apoderaría de todos los
varones y de algunas de las mujeres, les haría sudar --cosa que, dadas las
circunstancias, apenas se notaría-- y apretar los dientes. Muchos intentarían ejecutar
una especie de baile de San Vito con los pies juntos. Individuos de todos los sexos
empezarían a liberar feromonas, y, cuatro minutos más tarde, los hombres notarían una
repentina y breve erección seguida de la correspondiente eyaculación; las mujeres, por
desgracia, no alcanzarían el orgasmo: el Jefe aún no había dado con el timbre ni el
ritmo adecuados, aunque tal vez sólo fuera cuestión de exponerlas durante más tiempo al
mismo tratamiento.
Al cabo de unos minutos, viendo que un millar de
hombres anonadados se corrían más o menos al mismo tiempo, el Jefe desplegó una sonrisa
de oreja a oreja. Aún no sabía si, después de aquello, la velada acabaría en
linchamiento o en carcajadas, pero, por de pronto, él ya había pasado a la historia de
la manipulación de masas. Bug G lo devolvió a la realidad con un sonoro "¡La
ostia!". Era un "la ostia" lleno de alarma, nada que ver con el que había
pronunciado con regocijo hacía apenas unos segundos. La mayoría de los hombres se
habían sentado en la pista, aunque también los había tendidos. Otra media docena
--aproximadamente-- se habían hincado de rodillas al pie de la cabina y no conseguían
despegar la frente del suelo. Escenas parecidas se repetían a lo largo y ancho del local.
--¡La ostia! --exclamó Bug G por tercera vez--. ¿Lo
habías probado alguna vez con gente que llevaba horas bailando?
Pues la verdad, no. La energía extra necesaria para
el orgasmo estaba causando auténticos estragos: algunas de las víctimas, con los ojos
vidriosos y la mirada fija en los haces de luz estroboscópica que arrancaban del techo,
parecían desahuciadas. Bug G tenía a los de seguridad al teléfono, y, entre órdenes y
novedades, no dejaba de farfullar obscenidades.
--Vale, Mo. Gracias. Ahora se lo digo. Jefe... Hey,
Jefe, vale ya.
Si alguien llegaba a morir... Joder, coño, no
jodamos... Ya, pero si alguien, una sola persona, moría, ¿qué sería de él? No era su
suerte la que le preocupaba. Ya había pasado por el calvario de la cárcel una vez, y no
es que tuviera prisa por volver precisamente, pero estaba dispuesto a aceptar el castigo.
No, no era su destino el que lo llenaba de temor, sino el de AbuelAtari y de la familia
inanimada que tenía a su cargo en el estudio. Lo que más le angustiaba era la suerte que
pudieran correr las máquinas.
--¡Que vale ya, Jefe! Oye, que dice Big Mo que
tenemos varias fracturas de cráneo. Las ambulancias ya están de camino. Y que los que
están tirados por el suelo no es que hayan tenido un ataque de corazón. Lo que les pasa,
no te lo pierdas, es que están rendidos de sueño. Sí es que somos la pera, tío. Un
orgasmo de nada y ya... ¿Qué? Repite, Mo, que no lo he pillado. Ah, que dice que ahí
abajo hay un montón de gente con manchas comprometedoras que quieren que les pagues la
tintorería. Los hay que amenazan con llevarte a juicio, y otros preguntan si mañana por
la noche pueden repetir. Eso, y que la próxima vez avises para que puedan ponerse en
posición. Eso de parte de una titi. Ah, no, no.
--En posición, ¿eh? Pues fíjate que hace un momento
estaba yo pensando que el que iba a tener que ponerse en posición iba a ser yo, pero en
el capó de un celular. Cago en la puta, seguro que unas cuantas preguntitas no nos las
quita nadie. Y algún pringao habrá que nos quiera meter un puro... ¡Faltaría más!
Pero mira, oye, nunca se sabe. ¡Ja! ¿Te imaginas? Todo el mundo en pie para recibir a
los "miembros" del jurado... Anda, cómplice, bajemos a ver si suena la flauta.
--Hablando de sonar, ¿qué hacemos con el decedé?
--Pues casi que lo dejo aquí para mañana.
--Oye... No sé si te habrás percatado, pero esta
noche la peña llevaba puestos los pantalones. ¿Te crees que van a querer ensuciárselos
otra vez mañana? A mí me da que no. O sea, que se nos van a presentar aquí en cueros. Y
si te crees que Mo y yo vamos a quedarnos luego a marujear, la cagaste Burt Lancáster.
--Tienes razón. Espera, espera... ¿Se puede saber
qué coño les pasa ahora?
En la pista, la multitud desconcertada miraba hacia
arriba gesticulando y señalando la puerta. Bug G tuvo el tiempo justo de conectar el
sonido de la cabina y darse cuenta de que sus víctimas pedían más a coro antes de ver
cómo la policía, ataviada con uniforme antidisturbios --nada menos-- se personaba en el
local y sorteaba altiva a los médicos ocupados en ir vendando cabezas. Entonces oyó
murmurar a su jefe:
--Pandilla cabrones, una mierda nos vais a trincar...
Y advirtió un destello travieso en sus ojos mientras
la bandeja del decedé se cerraba otra vez.
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