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 Miedo a volar
por Graham Dickson

Paul se despertó gritando. Se incorporó en la cama y después de una pausa anotó algo en la libreta de espiral que guardaba en la mesita de noche. Llevaba el registro de sus sueños más vívidos. Sueños en los cuales viajaba en el piso superior del autobús y de golpe descubría que llevaba sólo la parte de arriba del pijama. En ocasiones despertaba empapado en sudor de un sueño en el cual corría tratando de escapar de siluetas negras y encapuchadas que lo perseguían, y entonces se daba cuenta de que una larga cuerda elástica le impedía alejarse. Llegó incluso a soñar que flotaba en una laguna de aguas transparentes mientras una decena de magníficas mujeres, que desprendían una pálida fluorescencia azulada, nadaban a su alrededor cual hermosos delfines curvados. Pero invariablemente, dos veces por semana, desde que había cumplido los diez años, soñaba con la misma escena recurrente y perturbadora, soñaba que volaba.
       Recordó ese sueño la mañana de un sábado, al ver un libro en el fondo de una destartalada tienda de regalos. Pasaba el fin de semana en el oeste de Escocia y había parado en Luss, trampa para turistas, pequeña y sin encanto, situada a orillas de Loch Lomond, cuyo centro había sido borrado para dar cabida a treinta autocares. El libro estaba en el apartado de títulos de autoayuda por los que Paul sentía debilidad. Llegó a la sección de libros porque desde allí, al inclinar la cabeza cuarenta y cinco grados, imitando a una garza adormilada, no sólo podía repasar los títulos, sino admirar a Carol, su acompañante de ese fin de semana. De pie frente a la estantería de recuerdos, con unas mallas que le ceñían el trasero y las piernas espectaculares, se mordía un mechón de pelo suelto mientras trataba de decidir si comprar un monstruo de Loch Ness en tejido de punto rojo o un ambientador de coches en tela de tartán.
      Paul notó una oleada de orgullo y se recordó que ese fin de semana iba a ser toda para él.«Merezco que me vean con ella», se dijo, «y comérmela como una caja de bombones». En ese momento, algo le llamó la atención. Entre Encuentre tres horas libres al día, El mega directivo y Sé cuanto puedes ser en seis días vio el título que le recordó sus sueños desorientadores: ¿Miedo a volar? Libere al pájaro que lleva dentro, de A.J. Abelman.
      Cuando pagó el libro, Carol ya se había vuelto a sentar en el coche, así que perdió la oportunidad de pavonearse a su lado ante la mirada de los muchachos italianos que se probaban boinas escocesas junto a la puerta. Paul se calzó las gafas estrechas «Carlos el Chacal», que había comprado para parecer más europeo. Tenía treinta y pocos años, llevaba pantalones de tweed, zapatos cosidos a mano y un jersey Pringle rojo hecho a mano, debajo del cual ocultaba la vieja camiseta con la inscripción «Gary Glitter: Yo soy el líder». Le encantaba pensar que la suma de todos sus gestos y movimientos le permitía escudarse tras un aire de calculada precisión y que, después de muchos años de práctica, había cultivado una apariencia de permanente superioridad.
      Hacía ocho años que Paul no pisaba Escocia. Al terminar los estudios universitarios, se había trasladado sin problemas a Londres donde había conseguido un puesto muy bien remunerado en un bufete europeo de abogados de la calle Threadneedle. No acababa de creerse que hubiera vuelto, como tampoco acababa de creerse del todo que Carol aceptara acompañarlo ese fin de semana. Un mediodía, al cruzarse con ella en el pasillo, se lo había propuesto como quien no quiere la cosa, sin levantar apenas la vista del fajo de faxes que estaba repasando.
      —Este fin de semana me voy en coche a la costa oeste —le comentó—. Será divertido, ¿te apetece venir? ¿Qué te apuntas?
      Para su sorpresa, Carol se apuntó y fue la comidilla de la sala de correos, donde Paul era muy bien considerado.
      —¿Te has enterado? Este fin de semana, Paul se va con Carol a la tierra de sus antepasados a revolcarse en la hierba.
      —¡Menuda suerte tiene el muy cabrón! ¡Qué bien se lo monta el tío! No sé cómo se las arregla. ¿Apuestas algo a que se la tira?
      Carol o «la guapa Carol» como la llamaban los hombres de la oficina había entrado en el bufete en régimen de prácticas hacía dos meses. Su pelo rubio y su lánguida confianza aterraba a los hombres o los transformaba en esos adolescentes babeantes que se sonrojan de los pies a la cabeza en cuanto una mujer que no es pariente cercano les sonríe.
      Esa mañana tomaron el primer puente aéreo a Glasgow; en el mismo aeropuerto alquilaron un coche y fueron al puente de Erskine en dirección a los Highlands. Antes de que la carretera saliera de la zona urbanizada cerca de Glasgow, cruzaba por el centro del barrio de pisos baratos de los años cincuenta. Según Carol, los bloques de pisos, cerrados a cal y canto con puertas de acero y mosquiteras de metal negro en las ventanas, no pegaban nada con las colinas del fondo. En las cumbres todavía quedaban zonas con nieve de un blanco enceguecedor, como si alguien hubiese rascado las laderas cubiertas de hierba para dejar al desnudo el brillante alabastro oculto debajo.
      La única nota de color visible la ponía el anorak rojo de un niño que, sentado tranquilamente en un portal, miraba pasar los coches a través de la valla de tres metros.
      —Qué barrios más feos, ¿eh? ¿Así que tú eres de por aquí? —le preguntó.
      Pasaron debajo de un paso elevado donde Paul recordaba haber visto la palabra «¿Miedo?»,  pintarrajeada a toda prisa, en grandes letras blancas. Los signos de interrogación habían desaparecido para transformar la provocación en admisión.
      —Ni hablar —respondió él—, yo vivía hacia el sur, más cerca del aeropuerto.

El sol disolvía despacio las nubes matutinas cuando salieron de Luss y enfilaron nuevamente la carretera del norte. Carol levantó la anilla de la lata de Coca Cola con la uña pintada de rojo, metió el dedo y abrió el envase arrancándole un siseo.
      —¿Quieres un poco? ¿Adónde vamos ahora?
      —Bordearemos el lago hasta Crianlarich, pasaremos por los páramos de Rannoch y de ahí iremos a Glencoe donde buscaremos hotel.
      —Vaya nombrecitos, ¿qué significan?
      —¿Que qué significan? Son difíciles de traducir, pero más o menos quieren decir... ovejas, el páramo de las ovejas. Glen es valle y Coe significa... sangre, masacre, algo así.
      —Ah. ¿Qué me dices del otro, Cri no sé cuántos?
      —¿Crianlarich? En gaélico quiere decir lugar de descanso, de horneo y cruce de caminos. Caray, ¿qué es aquello, un águila?
      —Qué lindo ser bilingüe. ¿Es aquí donde traes a tus chicas y las deslumbras con el paisaje antes de seducirlas?
      —¿Antes? Claro que no, quiero decir...
      Paul analizó a fondo la cuestión. ¿Iba Carol a ser su chica? Todavía no habían dicho nada sobre cómo dormirían.
      —Es la primera vez que vuelvo en muchos años.
      —Vaya, creí que venías con frecuencia a cazar, pescar y esas cosas.
      —¿Ah, sí? ¿No me digas?
      —¿Y tu familia?
      —Mis padres siguen viviendo aquí. Les escribo de vez en cuando alguna carta o una postal, nos llamamos, poco más.
      —No has vuelto a verlos desde que te marchaste.
      —No.
      —¿Y tus amigos? ¿También los has olvidado?
      —No, bueno, sí, algo de eso hay.
      —Pásate a verlos el lunes, en el camino de vuelta.
      —Lo pensaré.

Pararon para comer en Tyndrum, una aldea con aspecto de pueblo fronterizo. Era allí donde los domingueros acomodaban a la abuela en el asiento de atrás con un paquete de toffee, daban la vuelta y, sumidos en malhumorado silencio, ponían nuevamente rumbo al sur.
      La sinuosa carretera del norte subía hasta el puerto abrazando las laderas de las montañas y bajaba en picado, por tramos largos y rectilíneos que parecían flotar sobre zonas de negras turberas. A ambos lados del camino, los charcos verdeazulados brillaban como gotas de mercurio bajo el sol de mayo.
      Las nubes parecían pintadas por niños de parvulario, blancas como la nieve, eran como plumones puestos sobre la palma de la mano y lanzados al aire con el soplo de un beso. Empujadas por el viento, se deslizaban sobre las estribaciones de las montañas y las cimas peladas, salpicando los páramos con sus sombras oscuras hasta donde alcanzaba la vista; más abajo, el ferrocarril pasaba de colina en colina cruzando viaductos y puentes de juguete. Paul dejó ir el coche a toda velocidad, aunque no logró quitarse la sensación de estar amarrado al páramo, inmovilizado bajo la amplia extensión de cielo.
      Carol tenía toda la pinta de quedarse dormida; el pelo, caído sobre la boca, subía y bajaba al ritmo de su respiración.
      —No estamos lejos del hotel —le dijo Paul—, cuando lleguemos nos pondremos bien cómodos, ¿eh?
      —Ajá.
      —¿Te gusta trabajar en Davis y Gregory?
      —Sí. Para serte sincera, no es lo que esperaba.
      —¿Qué quieres decir?
      —La mitad de los socios son egresados de Eton, y cuando estoy en la máquina de café, no hacen más que buscar la ocasión de acariciarme los muslos con sus manos huesudas. La otra mitad son unos palurdos que se pasan el día fingiendo ser egresados de Eton. De hecho tengo una oferta de trabajo en Estrasburgo. A lo mejor la acepto, todavía no lo he decidido. Por las dudas, no lo comentes con nadie.
      Cuando anochecía pararon en un hotel de Glencoe, al abrigo de la negra mole en forma de caldero del Buchaille Etive Mor. Era un antiguo pabellón de caza, deslucido y gastado, de cuyas paredes colgaban cabezas de venados sarnosas y viejos mapas dibujados a mano.
      —No está nada mal —dijo Paul mientras esperaban en la recepción.
      Cogieron dos habitaciones individuales y se reunieron en el bar para cenar algo. En la sala sólo había una pareja mayor que consultaba en silencio un mapa desplegado , un viajante de comercio, sentado a una mesa con el maletín delante como si fuera un altar y un tipo más joven, de cabello rubio y rizado, vestido con un esmoquin viejo, sentado delante de la chimenea, contemplando el fuego.
      Mientras Paul estaba en la barra, el tipo más joven se levantó y se acercó a conversar con ellos. Tenía un suave acento isleño y sonrisa de gitano.
      —¿Habéis venido por trabajo? —preguntó.
      —No —repuso Paul al regresar a la mesa con dos copas grandes de whisky.
      —De vacaciones —dijo Carol—, Paul me está enseñando su tierra natal. A lo mejor mañana vamos de cacería, ¿qué me dices, Paul?
      —¿Te está enseñando todo esto? Lo siento, Paul, jamás habría adivinado que habías nacido aquí.
      —Pues sí. ¿Y usted, señor...?
      —Nicky —le contestó tendiéndole la mano—. Yo vengo del mismo lugar que tú, claro.
      —¿También eres de Carnwood? —inquirió Paul, confundido.
      —¿De Carnwood? El «valle del fiambre enlatado» —aclaró Nicky echándose a reír—. No, no, del mismo lugar que ella.
      —¿Tú también has nacido en Kent? —preguntó Carol.
      —No, yo vengo del mismo lugar que todos, quince centímetros debajo del ombligo. ¡Ja, ja, ja! Slainte Bhath a todos. ¡Salud!
      —Muy agudo, Nicky, de veras —comentó Carol inclinándose hacia él.
      Enfadado por haber tenido que admitir que había nacido en el «valle del fiambre enlatado» , Paul se puso de pie.
      —Mañana tendremos el día muy ocupado, mejor me retiro temprano. ¿Subes, Carol?
      —Sí, supongo que sí.
      En la puerta se despidió de Nicky y después siguió a Paul hasta el vestíbulo.
      —He bebido demasiado whisky —dijo Carol—. Creo que saldré a tomar el aire antes de irme a la cama. Nos vemos mañana por la mañana.
      —Vaya, yo... Bueno, de acuerdo, buenas noches.
      Paul subió las escaleras con paso vacilante sin dejar de mascullar para sus adentros. Llegó a su habitación y se dejó caer en la cama. Si no hubiera aparecido ese hippy, a esas horas habría estado acostado con la guapa Carol. Mierda, mierda y mierda.
      Se acordó del libro y rompió el envoltorio de celofán, que se le pegó a la mano como un gatito.

«CAPÍTULO UNO
»A lo largo de nuestra vida, la fuerza de la gravedad nos mantiene clavados al suelo. Sin embargo, ¿qué es esa fuerza? Mientras nos arrastramos por la tierra pesadamente, soñamos con los pájaros que surcan libres el aire. Pensemos. Cada vez que un bebé se lleva el sonajero a la boca, vence la gravedad, la fuerza de atracción ejercida por el mundo entero... Rigurosos experimentos psíquicos han demostrado sin lugar a dudas que el peso se puede cambiar... Mi trabajo de estos últimos cuarenta y dos años ha probado que valiéndonos solamente de la voluntad podemos cambiar esta fuerza, esta fuerza débil que nos mantiene atados a la tierra... En los capítulos que siguen enseñaré al lector cómo hacer lo mismo que hice yo una inolvidable tarde de enero en Vermont. ¡Conquiste la fuerza de la gravedad! Igual que los místicos orientales, que médiums occidentales como D.D. Home y que 230 santos católicos que también lo han conseguido. ¡Aprenda a volar! »

A la mañana siguiente, Paul bajó y se encontró con Nicky que terminaba de desayunar champiñones con beicon.
      —Dormí en el barracón de la parte de atrás —dijo.
      —Con razón tienes cara de cansado —gruñó Paul mientras leía el menú y notaba los primeros martilleos de la resaca.
      —Carol me ha dicho que no tendrías problema en llevarme en el coche.

Paul tenía un cabreo monumental. Despatarrado en el asiento de atrás, Nicky cantaba bajito.
      —¿Cuál es el mejor consejo que te han dado, Paul?
      —No uses nunca la palabra «lindo»  y comprueba siempre que no se te vea la etiqueta del jersey —contestó Paul.
      —¿Y a ti, Carol?
      —Fíate de tus instintos y jamás aceptes consejos de nadie que quiera sacarte algo. ¿Y a ti?
      —No te fíes nunca de alguien cuyo nombre tenga el mismo número de vocales y consonantes.
      Se hizo un silencio durante el cual todos reflexionaron.
      —¡Y un huevo! —exclamó Paul.

Antes de marchar del hotel, Paul había preguntado por los cotos pero cuando la recepcionista le pasó el folleto sobado con los precios diarios de la cacería al acecho, Paul sugirió acercarse al oficino de turismo situado al final del camino. Los tres fueron hacia allí y bajo la lluvia se quedaron mirando la placa en conmemoración de los muertos. Estaba escrita en gaélico. Nicky la leyó en inglés.
      —Espero que a vosotros dos no se os ocurra hablar a mis espaldas —murmuró Carol.
      —¿Nos vamos? —preguntó Paul de pronto encaminándose al aparcamiento—, parece que llueve cada vez más fuerte.
      —¿Qué quieres decir? — inquirió Nicky, a la carrera, para mantener el ritmo.
      —Paul también habla gaélico, ¿no? —dijo Carol abriendo la puerta del coche.
      Nicky dijo algunas palabras en gaélico. Hubo una larga pausa.
      —Hace mucho que no practico —repuso Paul—. En realidad lo tengo muy olvidado. Vámonos ya.
      Partieron bajo la lluvia y la niebla; el coche desprendía nubes de vapor.
      —¿Cómo te ganas la vida, Nicky? —quiso saber Paul.
      —Soy guía de montaña, pero con lo que realmente gano dinero es tocando para los turistas en los aparcamientos de esta zona. Traigo aquí mi gaita. Si queréis, me animo un poco y os interpreto algo. El sonido es muy potente.
      —No, gracias —dijo Paul sin darle tiempo a Carol a contestar—. ¿Cuánto sacas desplumando a los turistas? —inquirió con cierto tono despectivo.
      —Los autocares japoneses son los mejores. Supongo yo que llevan unos treinta turistas, diez libras por barba por sacarse una foto conmigo, y al cabo de un cuarto de hora llega otro autocar.
      Paul hizo sus cálculos.
      —¡Joder! ¿Sacas mil doscientas libras la hora? ¡Qué asco!
      —Ya, pero no olvides que sólo trabajo ocho meses al año.

Pasaron la última noche en un hotel cerca de Gairloch, sobre la costa este de Skye y Raasay. La velada fue tranquila, la luz dorada y el silencio completo. Sin embargo, el día no había salido según Paul lo había planeado. Reservaron habitaciones y se despidieron de Nicky quien dijo que haría autostop hasta Ullapool. Paul y Carol cenaron sin hablar mucho y, cuando Paul regresó del lavabo, Carol ya se había retirado. Después de esperar una hora en el bar, pidió una bebida con leche y subió a su habitación donde volvió a abrir el libro.
      Se tumbó en la cama y se puso a leer. El resto del libro constaba de diversos relatos de sacerdotes italianos del siglo XVI, que habían conseguido volar al entrar en éxtasis religioso. Paul saltó al último capítulo.

«Sólo hay un modo de recuperar el conocimiento perdido de la antigüedad. Sí, mi amigo lector, debe creer en su capacidad de abandonar el mundo bajo sus pies. La gravedad es una ilusión... pero debe aprender a verla como tal, sólo entonces conseguirá dejar atrás su antiguo yo y liberar al pájaro que lleva dentro.»

Paul cerró el libro.«La gravedad es una ilusión»,  dijo en voz alta y fue entonces cuando quedó pegado al techo.
      Como el frío del cielo raso le daba en toda la cara, se sentó. Una gota de sangre caliente le bajó por la nariz y salió volando hacia el suelo de la habitación, vuelto patas arriba, encima de él. Todo lo demás parecía normal. Su bolsa estaba en el suelo, encima de su cabeza. Tenía la impresión de que no era él quien había experimentado un cambio sino la habitación; no estaba mareado, sólo notaba que le latían las sienes.
      Le dio una patada a la lámpara y ésta se puso a oscilar de aquí para allá. Se detuvo al cabo de un rato, elevándose erguida desde el techo. Se asomó a la ventana abierta y, con una fuerte sensación de náusea, vio ante sí el infinito precipicio. Las estrellas titilaban bajo sus pies invitándolo a saltar. Corrió a la puerta, sus pies golpetearon sonoramente el yeso del cielorraso, estiró la mano hasta alcanzar el pomo y lo giró despacio. Cruzó el dintel y salió al pasillo. Sus pies resbalaban por el polvo y las telarañas, saltó el fluorescente que encontró en su camino. Caminó a lo largo del techo hasta llegar a las escaleras, levantó el brazo para aferrarse de la barandilla y llegar al suelo. Avanzó hasta el centro del pasillo y llamó a la puerta de Carol.
      —¿Quién es?
      —Soy yo, deprisa, abre la puerta, ha ocurrido algo increíble.
      La puerta se entreabrió y Carol asomó la cabeza.
      —Verás, Paul, lo siento, pero... ¡por Dios!
      La puerta se abrió del todo y apareció Nicky luciendo la bata de Carol. Con ojos desorbitados, sin decir palabra, se quedó mirando a Paul, que estaba de pie, en el techo.
      —Estás... del revés —fue todo lo que se le ocurrió decir.
      Desde la habitación de Carol telefonearon al editor de Nueva York cuyos datos aparecían en la sobrecubierta del libro, mientras Paul se paseaba por el techo. Finalmente consiguieron el número de Abelman. El teléfono sonó durante un tiempo que les pareció eterno antes de que atendiera una mujer.
      —Lo lamento, pero el señor Abelman no acepta llamadas personales. El editor no debería haberle dado este número. Estoy de lo más molesta. Haga el favor de escribirle al editor si tiene alguna duda o si desea ofrecerle alguna conferencia al escritor.
      Paul, que estaba al borde del ataque de nervios, cogió el teléfono.
      —¡Vaya y dígale que estoy pegado al puto techo!
      Tras un largo silencio, A.J. Abelman se puso al aparato.
      —Es increíble, en mi vida había conocido un caso parecido. Normalmente me han hablado de pequeños bamboleos, pero algo así...
      —Ayúdeme a bajar ahora mismo, por favor.
      —Es muy fácil. Haga exactamente lo contrario de lo que hizo antes. Recuerde que pesa, que está atado al suelo, que no es un pájaro.
      Paul obedeció y aterrizó pesadamente sobre la cama.
      —Es... es cosa de locos —dijo Nicky—. ¿Estás bien? Tienes muy mala cara.
      —¿Quieres decirme qué carajo hacías en la habitación de Carol?
      En el breve intervalo que medió entre la pregunta de Paul y el momento en que la puerta se cerró ante sus propias narices, Carol le contó qué carajo hacía Nicky en su habitación. También le explicó, con una cantidad de detalles que Paul consideró innecesaria, exactamente lo que pretendía que Nicky le hiciera a continuación. Para ser más exactos, en cuanto Paul se largara de su habitación. Mientras Paul regresaba a su cuarto creyó escuchar risas. Aunque le insistió a Carol que a él, en realidad, no le interesaba saber qué tipo de nudo iba a utilizar ella ni exactamente qué era capaz de hacer Nicky con la lengua, después de tanto dato, se dio cuenta de que tenía una incontenible erección.
      De vuelta en su cuarto, se ocupó de ella de la manera que, muy a pesar suyo, constituiría el único repertorio de su vida sexual en el futuro inmediato. Se quedó tumbado en la cama sin pegar ojo durante una hora hasta que por fin se durmió y fue al encuentro de sus sueños. Sus sueños, innegablemente más satisfactorios, vívidos y reconfortantes de lo que sería nunca el mundo real.
      Del exterior le llegó un sonido siseante como de un millón de neumáticos desinflándose. El ruido lo hacían las moléculas de aire al elevarse. La gravedad se había invertido. Notó que se ahogaba a medida que la arena y la tierra de fuera comenzaban a subir y a formar una espesa nube de polvo que engulló la luz de la luna. En el mundo entero, las piedrecitas se elevaron con gracia hacia el cielo seguidas de cerca por las piedras más grandes. El efecto se propagó en oleadas desde Gairloch hasta que, al cabo de pocos minutos, afectó a todo el planeta.
      A continuación, los animales, los ratones e insectos, luego los perros y las vacas se levantaron del suelo retorciéndose y pateando, aullando y mugiendo, hasta que le llegó el turno a la gente. La gente lanzaba gritos mudos en las calles de las ciudades, caía por las ventanas de los restaurantes en medio de restos de ensalada, parejas semidesnudas haciendo el amor, personas atrapadas dentro de sus coches, gente que gritaba, rezaba, maldecía, lloraba o miraba en silencio con cara de estupor. Vio a dos personas que se parecían a Carol y a Nicky. Iban abrazados con desesperación; se alejaron cada vez más deprisa hasta perderse de vista en el cielo polvoriento.
      Los árboles salían despedidos de la tierra con un ruido sordo, como los cohetes al despegar de sus plataformas de lanzamiento. Los caminos se arrancaron del suelo, negras cintas de regaliz que serpentearon y se retorcieron entre suspiros, instantes antes de que la tierra misma se desmoronara en trozos de siete mil kilómetros de ancho que, poquito a poco, se fueron alejando unos de otros para desaparecer en el negro vacío.
      El siseo y los gritos se convirtieron en un estruendo descomunal seguido de un silencio zumbón. Deseó con toda el alma no volver a despertar, quedarse para siempre en su mundo ingrávido mientras la bola azul de la Tierra se convertía en una nube negra que se iba expandiendo como la tinta del calamar cuando flota en una laguna azul.

©1998 Graham Dickson                                   inglés original | catálan
Traducido del inglés por Celia FilipettoGraham Dickson

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.

Graham Dickson creció en Edimburgo y Malta. Desde 1994, vive en un paraje rural de la costa este de Escocia. Su obra teatral ha sido representada en el Teatro Traverse de Edimburgo y en Glasgow por la compañía 7:84 Theatre co. Actualmente, está trabajando en una pieza basada en el asesinato de Thomas Overbury en la corte del rey Jaime I y VI, así como en una novela. Es posible contactar con él en graham@corbiehill.demon.co.uk

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