I
A LAS NUEVE en punto de la mañana, Dilys baja a ver a
Honora con un fajo de facturas en la mano.
--Victor pregunta si se las
puedes clasificar --le dice. Honora está sentada tras el mostrador de recepción del
hotel leyendo el periódico. Su trabajo habitual consiste en contestar el teléfono,
atender a los huéspedes a su llegada y a su marcha, sacarlos de cualquier duda y resolver
los pequeños problemas domésticos que puedan plantearle. Ya hace días, sin embargo, que
el teléfono suena muy de tarde en tarde y se ve poco movimiento en las habitaciones y en
las escaleras, porque estamos a finales de octubre --en Halloween, para ser exactos--. La
temporada turística ha llegado prácticamente a su fin, aunque se notará un último
remonte de actividad en fechas navideñas, cuando la gente huya de la ciudad --de Toronto,
sobre todo-- para venirse a pasar las vacaciones lejos de la mercantilización, en un
lugar de clima templado donde poder pasear por calles sencillas y bajar hasta el lago el
día de Navidad para contemplar el agua fría y plomiza y el extraño espectáculo de la
playa sepultada bajo una fina capa de nieve cual bizcocho cubierto de polvo de almendra.
Entre el veinticuatro de diciembre y Año Nuevo ya no quedan habitaciones libres.
Hoy el día se ha levantado
gris y borrascoso: una mañana ideal, según Honora, porque habrá tan poco que hacer que
podrá sentarse en la recepción --un cubículo habilitado en mitad del oscuro pasillo que
arranca de la puerta principal aprovechando el hueco de la escalera-- y tomarse
tranquilamente su café mientras hojea las revistas que haya tomado prestadas del
gabinete, escribe cartas o hace llamadas personales. A veces, como si se distanciara de
sí misma, se imagina bañada por la tenue luz amarillenta de la lamparita Tifanny que
adorna el mostrador, única habitante de una isla cálida y resguardada que ocupa el
mismísimo corazón del oscuro y silencioso hotel.
--Pero si ves que no tienes
tiempo, no te preocupes --añade Dilys. Honora se pregunta si hay un toque de ironía en
su voz. Es probable. Ella sabe que su rendimiento no justifica su permanencia en la
recepción, pero no se ofrece a hacer más. Tiene cincuenta años y el trabajo no le
interesa, de hecho, nunca le ha interesado, y ahora menos aún que antes. De vez en cuando
Honora habla de regresar a la ciudad porque sabe que Dilys se llevará las manos a la
cabeza. Cinco años atrás Dilys la llamó para pedirle que abandonara Toronto y viniera a
echarle una mano con el hotel. Para entonces ya estaba enterada del divorcio de Honora. Es
más, puede que incluso se alegrara de saberla libre de trasladarse a Franklin Bay. Honora
y Dilys son primas. Crecieron juntas en la misma zona residencial de las afueras de
Toronto, entre mansiones de piedra, grandes fincas, setos rococó y verjas de hierro. En
el mismo vecindario vivían otros muchos primos suyos, todos alumnos de escuelas privadas,
uniformados, mimados y caprichosos, pero, de entre todos ellos, Dilys escogió a Honora.
--Aquí sola con Victor me
ahogo --confesó Dilys para convencer a Honora de venirse a trabajar para ella--. No es
que no le quiera, pero me aburre mortalmente. Le falta chispa, sentido del humor. Parece
un topo. Te necesito --le dijo--. Tú y yo somos como hermanas.
Dilys sigue con Victor
porque, a estas alturas de su vida, da mucha importancia al matrimonio: si no estuviera
casada, sentiría que le faltaba algo. Tiempo atrás llevó una vida disoluta al lado de
su primer marido, autor de documentales sobre artistas plásticos, compositores y
bailarines. Invirtió buena parte de su herencia en sus proyectos, y no recuperó el
dinero gastado. Mientras Dilys recorría los bancos tratando de mantener a flote la
productora, su marido estudiaba con ahínco las interioridades de una joven bailarina.
Dilys los sorprendió juntos en la cama, y, con lo que salvó de la ruptura, consiguió
reunir dinero suficiente para adquirir un hotelito del siglo diecinueve. Así fue como se
mudó a Franklin Bay, una población de menos de mil habitantes, para recuperarse. Una
reacción que no sorprendió a nadie. Dilys siempre ha sido persona de extremos, capaz de
grandes cambios en muy poco tiempo.
Afuera, en el pórtico, el
viento peina las balas de heno, las gavillas de trigo y las coronas de vid que decoran los
balaústres fusiformes y los barrocos modillones. Mañana, cuando Halloween haya quedado
atrás, Dilys mandará retirar estos adornos junto con las calabazas que ella misma talló
en forma de intrincados arabescos. Pronto se la podrá ver sentada frente al escritorio de
cualquiera de los dos acogedores salones que se abren a ambos lados del vestíbulo
preparando los adornos de Navidad que decorarán el interior y el exterior del hotel:
grandes lazos de terciopelo, guirnaldas de abeto, coronas de piñas y constelaciones de
bombillas blancas por doquier.
Victor tiene cabeza para
los negocios, y a Dilys le resulta útil como contable, pero es ella quien posee el
estilo, el gusto por la decoración, la escenografía y la ambientación que destila el
hotel. Los butacones tapizados de terciopelo de las habitaciones, los señuelos de madera
y las tallas de faisanes, las chimeneas de gas, los suelos de madera noble, las raquetas,
los grabados de Currier y Ives, los espejos dorados, los platos de coleccionista
ilustrados, las bombas de agua antiguas convertidas en lámparas... todo es idea suya. Las
habitaciones de los huéspedes, revestidas de pino o ladrillo, no disponen de teléfono,
pero sí de camas altas y blandas con austeras colchas de color blanco. En todo el hotel
reina una simplicidad que a Honora se le antoja afectada, calculada deliberadamente para
que coincida con la idea que se tiene de la bucólica vida campestre en la gran ciudad.
Puestos a buscar autenticidad, Honora se inclina por esos moteles sórdidos que proliferan
junto a las autopistas desiertas, con sus colchones desvencijados y sus bañeras mohosas.
Los beneficios aumentan de
año en año. Con la única excepción de Honora, Dilys aprovecha al máximo el potencial
de sus empleados. Y no porque sea especialmente hábil a la hora de gobernarlos, sino
porque es de esas personas que no cejan hasta conseguir lo que quieren de los demás,
aunque sea a gritos y empellones. Además, se le dan bien las relaciones públicas. Ha
logrado convencer a varios personajes importantes --intérpretes de Shakespeare, cantantes
de ópera, presentadores de televisión-- para que celebren su boda en el hotel, y siempre
se ha preocupado de que los rotativos de Toronto se hicieran eco de la noticia. No hay
ninguna revista influyente que no haya hablado del hotel. Según Honora, Dilys se vino a
vivir aquí porque quería su propia ciudad. Y la verdad es que si Franklin Bay figura en
los mapas es gracias al hotel. Dilys fue la pionera. Tras ella llegaron otros empresarios
y, con ellos, una cafetería, varias pensiones, un pub inglés, boutiques y camisetas de
marca, artesanía, joyas de plata, objetos de peltre, jerseys de lana inglesa, vidrio
coloreado... Los jubilados empezaron a establecerse en Franklin Bay atraídos por lo
moderado de su clima y por los pintorescos comercios de York Street, con sus cercas y
paredes de madera y sus ventanas de estilo georgiano.
Dilys se apoya en el
mostrador. Todo en su aspecto --el lapiz de labios color berenjena, el maquillaje espeso,
la montura de estrás de las gafas, el tinte burdeos del cabello-- está calculado para
provocar sorpresa. Dilys se considera una obra de arte, pero el efecto conseguido no es
bello, sino grotesco, más bien propio de... en fin, de Halloween. Es de corta estatura y
constitución recia, y se balancea un poco al andar. Tiene los pies delicados y eso la
obliga a llevar zapatos sin tacón. En la arrogancia de su busto, en el perímetro de sus
bíceps, en la envergadura de sus manos, en su manera de plantarse con los pies separados
y bien apoyados en el suelo como si fuera un peso pesado, hay algo sólido, algo
amenazador. Dilys no es una presa fácil. Más bien es un factor a tener en cuenta.
--Ayer por la noche bajé
al muelle con Victor --dice con intención.
--¿Ah sí? --responde
Honora sin interés.
--Pasamos por delante del
barco de tu amigo.
--No me digas.
--¡Daba unos bandazos
increíbles! --exclama Dilys con un ápice de incredulidad y casi sin aliento--. Saltaba a
la vista. Todo el mundo se dio cuenta de lo que había. Además, esas cortinas que tiene
no son opacas del todo. Se veían siluetas. Sombras en movimiento. Y no me extrañaría
nada que hasta se oyeran gemidos.
--Los dos somos mayores de
edad. Y estábamos en una propiedad privada.
--Pero Honora, en el
muelle...
--No obligamos a nadie a
pararse a mirar. Ni a escuchar.
Dilys suspira resignada,
puede que con desgana.
--¿Qué tal es hacerlo con
un hombre más joven? --pregunta con un gesto de interés provocado por una envidia mal
disimulada.
--Tiene algo de vicio. De
incesto. De fruto prohibido.
--Creía que solíais
hacerlo en tu casa. ¿Por qué en el barco?
--En la variedad está el
gusto.
--Pues ahí abajo tiene que
ser un engorro. En el camarote, con tan poco sitio. Aunque algo parecido a una cama
tendrá, supongo. Porque lo hacéis en la cama, ¿no?
--Jamás. Demasiado fácil.
Demasiado cómodo.
--Pues entonces...
¿dónde?
--A veces me sienta en la
encimera de la cocina. Me ata las manos al grifo y los pies a los tiradores de los
armarios. Me amordaza, me venda los ojos. Para empezar usa lo primero que encuentra:
mangos gruesos de madera pulida, botellas de cerveza vacías, el engrasador del pavo... Me
penetra, me provoca hasta el éxtasis. --Honora exagera porque sabe que eso es lo que
Dilys quiere, lo que Dilys necesita--. ¡Y el vaivén! El vaivén del barco te pone como
loca. Con el movimiento todo va más deprisa. Es como subirse a una montaña rusa en cuero
vivo. Es como montar desnuda un magnífico corcel. Ay, si yo te contara...
Dilys aprieta los labios
para no decir lo que piensa, se pone la gabardina y coge el monedero y las llaves. Esta
mañana tiene que cruzar el lago hasta Goderich, donde le están imprimiendo la versión
actualizada de un folleto con las tarifas del verano próximo y menús nuevos para el
comedor del hotel.
--Victor está con la moral
por los suelos --le dice en confianza--. Hoy lo he visto más deprimido que de costumbre.
Necesita algo que lo anime. Si puedes, escápate un momento, a ver si me lo alegras un
poco.
--No sé si podré. Tengo
que clasificar estas facturas.
--Bah, déjate de facturas.
Hoy no va a haber mucho trabajo. Tómate un rato libre. Yo voy a estar fuera toda la
mañana.
Honora sabe qué ha querido
decir con eso. ¿Acaso no aprovecha Dilys la menor oportunidad para echarlos uno en brazos
del otro? ¿No los empuja siempre a caer en la tentación de cometer alguna diablura? No
se cansa de ponerla a prueba. Ni a Victor. Meterlos en semejantes belenes debe de
provocarle una sensación de poder. Aunque no significa que la crea capaz de sacar
provecho de la situación. Dilys confía en la lealtad de su prima. En su amistad.
Victor tiene su despacho el
primer piso del hotel. A veces, durante el día, se encierra con llave. Dilys y Honora
creen que lo hace para no ser sorprendido mientras se masturba. A Dilys no le importa. Es
asunto suyo, dice. Las necesidades sexuales de su marido le parecen pueriles y dignas de
lástima, y ya le ha dicho que no piensa volver a mantener relaciones con él. Honora lo
sabe porque Dilys se lo cuenta todo. Habla de Victor como si él fuera un niño y ella una
madre que relata sus cuitas a otra madre. Habla de él con la misma y temeraria
sinceridad, con el mismo amor propio herido con el que Honora habla de su hija, Rachel,
que desde hace poco vive con ella en Franklin Bay. Honora y Dilys llevan muchos años
haciéndose confidencias; tantas, que ya nunca podrán permitirse el lujo de poner fin a
su amistad. Eso las pondría en peligro, en evidencia. Y hay demasiadas cosas en juego.
II
Honora espera a que Dilys se haya ido para descolgar el
auricular y marcar un número de Toronto. Su prima debe de estar al corriente de las
conferencias que pone desde la recepción, pero nunca le ha sacado el tema.
--Hola, mamá.
--¿Quién es? --responde
una vocecilla hostil.
--Soy yo, Honora.
--No me llamas nunca.
--La estoy llamando. Y la
llamé la semana pasada. --Mientras va hablando, Honora se imagina las calles tranquilas y
arboladas, los caminos circulares y las pistas de tenis del vecindario de su infancia,
donde su madre sigue viviendo. La anciana dispone todavía de una considerable fortuna,
pero no es nada partidaria de compartirla con su hija. Para que dé el brazo a torcer,
Honora tiene que compensarla de alguna manera: llamarla por teléfono es una de ellas;
dejarse maltratar es otra.
--Me duelen todos los
huesos del cuerpo y nadie se compadece de mí --protesta enfurruñada la anciana.
--Debería levantarse de
vez en cuando.
--Se está muy bien en la
cama. Aquí está lloviendo.
--Debería levantarse y
estirar las piernas. Toma demasiadas pastillas.
--Me gustan mis pastillas.
Me gusta que sean de colores. Las tengo de todos los colores del arco iris.
--Pero, mujer, si usted no
necesita medicarse. No le pasa nada.
Toda la vida ha sido igual
de hipocondríaca. Honora la recuerda siempre queriendo ser el centro de la atención. Que
ella sepa, nunca le dio de comer: para eso estaba el servicio. Su madre prefería quedarse
en cama y manejar a su marido a su antojo. Y así lo hizo, hasta matarlo. El padre de
Honora era un hombre dócil, paciente y servicial, profesor de matemáticas en la
universidad. Cada noche, después de las clases de la tarde, volvía a casa a cuidar de su
mujer: le llevaba un tazón de sopa a la cama, le preparaba un camisón limpio y le
cepillaba la larga cabellera. Atendía sus necesidades con la disciplina, el pragmatismo y
la meticulosidad de un matemático.
--¿Y yo qué? --le
reprochaba Honora.
--A ti también te quiero
--le decía él, pero Honora creía que, si de verdad la hubiera querido, la habría
llevado lejos de su madre, donde pudiera tener una infancia. Cuando murió, su madre no
fue al entierro.
--Estoy demasiado cansada
--dijo sin levantarse de la cama. Una vez en el cementerio, Honora cogió un puñado de
tierra del suelo. Tierra seca, suelta, estéril. Cuando quiso arrojarlo sobre el ataúd,
el viento lo esparció casi todo por los aires. Qué tonto has sido, papá --pensó
entonces. Cómo has malgastado tu amor.
--Hoy venía la foto de
Ford en el periódico --prosigue la anciana.
Ford, el ex marido de
Honora, es un abogado especializado en derecho penal que aparece constantemente en la
prensa. Defiende a asesinos famosos, en su mayoría empresarios acusados de cometer
homicidios impecables, brillantes e innovadores.
--En los ecos de sociedad
--insiste--. Lo invitan a las mejores fiestas.
--Con razón está
impresionada...
--¿Por qué tuviste que
irte a Franklin Bay?
--Porque me gusta la vista
que tengo desde aquí.
--Si vivieras en Toronto
--dice la madre--, te daría dinero.
--Ya he vivido en Toronto,
madre, y nunca me dio nada. De todas formas, ahora que lo dice, no me vendría mal una
ayuda.
--A tu edad no debería
faltarte el dinero. Si no hubieras dejado pasar la ocasión... Tu padre y yo queríamos lo
mejor para ti. Podrías haber ido a la universidad. Tenías cabeza para estudiar. Ahora
serías licenciada en letras, como Dilys. Pero no, tú tenías que escaparte a Europa. En
mi vida me había sentido tan traicionada.
--Madre, de eso hace
treinta años.
--Estuviste meses y meses
sin llamarnos.
--Necesitaba estar sola.
--Vivir en un cuchitril.
¡A quién se le ocurre!
--Era un piso. Y no tenía
nada de sórdido.
La anciana no sabe de la
misa la media. A los veinte años su hija estuvo trabajando en Madrid a las órdenes de un
fotógrafo. Creció de la noche a la mañana. Probó el hachís y la cocaína. Aprendió a
masturbarse. Se acostó con el fotógrafo y se dio cuenta de que no le provocaban
remordimientos ni su mujer, Rosario, ni su hijo pequeño, Jesús. El fotógrafo, que
siempre le había pagado muy poco, acabó por arruinarse y no pagarle nada. Honora
regresó al Canadá al cabo de un año; en parte porque sus padres se negaban a mandarle
más dinero y en parte porque un día, al volver al estudio con unos bocadillos y una
botella de vino, se encontró al fotógrafo y a una clienta retozando desnudos en el
suelo, entre cables y extensiones. De vuelta en el Canadá, Honora conoció en casa de sus
padres a Ford, un estudiante de derecho --hijo de un colega profesor-- con el que se
casó. En aquel momento le pareció la salida más fácil.
--Dilys vino a verme hace
un par de semanas --dice la anciana.
--Ya lo sé. Le dije que te
diera recuerdos.
--Hay que ver qué sobrina
más atenta. Y qué ideas tan originales tiene. Ésa es la clase de hija que yo quería.
La gente como Dilys es la que mueve el mundo. Me habló de ti, por cierto. --Honora
recuerda la promesa que le hizo Dilys al salir camino de Toronto: "Ya tienes quien te
defienda".
--Me mima demasiado --dice
Honora.
--¿Que te mima? ¡Ja!
Desde luego, a veces pareces tonta. ¿No te das cuenta de que te tiene envidia? Dice que
eres apática y holgazana.
--Qué sabrás tú...
--No me lo quería decir,
es verdad, pero se lo sonsaqué. Hablamos largo y tendido. Te llamó gorrona. No le digas
que te lo he contado.
Después de colgar, Honora
se muerde la mejilla hasta hacerla sangrar. Cómo se parecen Dilys y mi madre, piensa por
primera vez. La envidia, la mezquindad, la culpa. ¿Qué habrá hecho ella para que Dilys
se sienta amenazada? ¿Serán sus piernas largas? ¿Su voz áspera y grave? ¿La flema que
Dilys tanto dice admirar? ¿Los trajes de Chanel herencia de los años vividos al lado de
Ford? ¿El toque de clase que da a la recepción, que es precisamente lo que Dilys dijo
que necesitaba el hotel? Honora contempla las hojas que vuelan al otro lado de la ventana
y las tiendas de la acera de enfrente, casi todas cerradas hasta la temporada que viene:
la mayoría no abrirá ni siquiera por Navidad, porque sus propietarios ya se han ido a
Florida o a Australia a pasar el invierno. Muy pronto Franklin Bay parecerá un pueblo
abandonado. Honora nota cómo la invade una sensación de... ¿Tristeza? ¿Pánico? Una
vez más se ve a sí misma sentada en el cubículo de la recepción cual pájaro en una
jaula brillante, y, durante un instante, siente ganas de derribar el hotel tabla a tabla.
Por fin, se pone a
clasificar las facturas. No es tanto trabajo como parecía: le lleva menos de media hora.
Al principio le tiemblan las manos, pero al cabo de un rato ya no, porque sabe qué tiene
que hacer. Recoge las facturas, levanta la trampilla del mostrador, sale de la recepción
y vuelve a colocar la trampilla en su sitio. Se dirige al primer piso sin hacer ruido,
dejando atrás el restaurante, con su suelo de baldosas anaranjadas, sus sillas Shaker,
sus servilletas blancas almidonadas y dobladas en forma de cisne y sus largas ventanas
semicirculares con vistas a la calle. Por el camino le llegan de la cocina ruidos sordos y
distantes de cacharros y el olor de las cebollas en la sartén. La gruesa moqueta de la
escalera acompaña sus cautelosas pisadas hasta el último peldaño. Luego Honora recorre
el estrecho y desierto corredor del primer piso. Antes de llegar a la sauna que hay al
fondo y que lo llena todo de olor a sal, llama suavemente a la puerta de Victor, mira a
derecha e izquierda y entra deprisa.
Victor está sentado en una
vieja y recia silla giratoria, con el mismo traje de tweed de tres piezas que lleva
siempre. Para él se ha convertido en una especie de uniforme, en la armadura que lo
protege --es un decir-- del ojo crítico de Dilys y de su lengua. La luz nacarada que
entra por la ventana le ilumina la cabeza, calva, lustrosa y algo puntiaguda, semejante a
la cáscara lisa de un huevo enorme y absurdo.
--¿Honora? --dice perplejo
al volverse y reconocerla. A pesar de los años de trato, Victor sigue mostrándose
tímido y desconcertado cuando Honora está presente, tal vez porque ella y Dilys se
conocen desde hace tanto tiempo que podría decirse que una parte de su mujer ya estaba
comprometida cuando él la encontró. Sea como fuere, Victor no puede librarse de la
sensación de ser un advenedizo, una tercera parte, un invitado que se ha colado en la
fiesta.
--Te traigo una cosa
--anuncia Honora. Victor tiende la mano para coger las facturas--. No, otra cosa --dice, y
las deja caer al suelo. Luego coge la silla por el respaldo y la hace girar hasta ponerla
de espaldas a la ventana. Hace calor y el traje de Victor huele a rancio. Honora se agacha
y le afloja el nudo de la corbata.
--Honora, ¿qué...?
Pero ella ya le ha
desabrochado el cinturón, ya le ha bajado los pantalones y los calzoncillos hasta dejarle
al descubierto las caderas blancas y las rodillas peludas, ya le ha dejado caer el
revoltijo de ropa sobre los tobillos, sobre los zapatos de cordones con mil y una
costuras, para que no pueda levantarse e irse aunque quiera. Aunque quisiera. Honora no se
sorprende de su propia osadía; se limita a ejecutar su plan con una cierta parquedad, con
movimientos diestros y expeditivos. Puede que la misma escena haya tenido ya lugar en su
imaginación, en sus sueños.
¿Es esto supervivencia?,
se pregunta Honora con la mirada fija en la ventana, por encima de la cabeza de Victor,
mientras maniobra en su regazo y nota con agrado el rítmico vaivén de la silla. ¿O es
destrucción? ¿Qué es lo que quiere, en el fondo? ¿Arremeter contra la alianza de Dilys
y su madre? ¿Minar el equilibrio de Dilys con un ataque a sus cimientos? La lana áspera
de la chaqueta de Victor le abrasa las rodillas. Se desabrocha la blusa, pero Victor no se
atreve a tocarla. Honora lo aterroriza. Dilys lo aterroriza. Por eso se conforma con
contemplar sus pechos desnudos, su ombligo, las caderas sinuosas que la blusa ha dejado al
descubierto. Tiene las manos quietas, muertas casi, apoyadas en los reposabrazos de la
silla. Es como un perro apaleado, piensa Honora con asco. Entonces se oye un quejido, un
grito ahogado de indefensión, de gratitud, que le suplica que no se detenga, que llegue
hasta el final.
Qué patético desecho de
hombre, piensa Honora. Ella lo ve como una concha temblorosa y hueca, como un recipiente
que Dilys ha vaciado, reducido a cenizas, a fuerza de genio y de pura voluntad. Pero ¿no
lo están pagando los dos? ¿No son ambos, Honora y Victor, despojo de la ambición de
Dilys? Lo que estoy haciendo, piensa Honora, traerá problemas a Victor, y a Dilys
también, tarde o temprano. Con eso me basta. No es poder lo que anda buscando. No, la
sola idea del poder la aburre. Lo que le interesa son las mentiras y los secretos, las
promesas rotas, los tabús, los pecados, las traiciones, las violaciones, la lujuria, el
peligro, los placeres prohibidos: lo que ella considera el auténtico telón de fondo de
la existencia, la oscura telaraña del deseo, la intersección de las intimidades,
entretejidas cual lúbrica lencería pegada al cuerpo, que hacen soportable la
parafernalia exterior, el atavío de la vida cotidiana.
Cumplida su misión, Honora
se dirige a la puerta del despacho. Victor ya se ha vuelto a colocar el faldón de la
camisa dentro de los pantalones, se ha arreglado la corbata y se ha secado el sudor del
cuero cabelludo. Ahora está recogiendo a gatas las facturas esparcidas por el suelo.
--¿Se lo contamos a Dilys?
--le espeta Honora.
--¡No, por Dios! --dice
él con la cara enrojecida del susto.
--Igual le hacía ilusión
saberlo. Le quitaría un peso de encima saber que por fin ha ocurrido. Otra cosa más que
podría tachar de la lista. Llevaba mucho tiempo provocándonos, ¿verdad? Ella se lo ha
buscado. --Si Honora le contara lo sucedido, Dilys le echaría la culpa a Victor. Y él lo
sabe tan bien como ella. Dilys castigaría a Victor antes que a su prima. La sangre es
más espesa que el agua.
--Por lo que más quieras,
Honora, no se lo cuentes. Santo Dios...
III
Dilys no aparece en toda la mañana. Vuelve a las dos,
despeinada y con la cara enrojecida por el viento, y, sin quitarse siquiera la gabardina,
corre al encuentro de Honora.
--He visto a Rachel --le
dice sin aliento--. Al volver de la imprenta quería pasarme por la ferrtería y he bajado
con el coche por Louisa Street, donde tiene su clínica el doctor Holmes. Honora, he
mirado hacia arriba al pasar y la he visto en la ventana, abrazándolo a plena luz del
día. ¡A quién se le ocurre!
--Es joven...
--Ya no tiene veinte años.
Debería empezar a comportarse como una persona responsable.
Dilys no es quién para
hablar de hijos ni de responsabilidad, piensa Honora. La hija de Dilys, Euphemia, vive en
Alberta en una especie de comuna o de campamento religioso estrafalario. Ha tenido ya tres
hijos, cada uno de un miembro diferente de la comuna, y ni siquiera sabe exactamente de
cuál. Todos los miembros de la secta, hombres y mujeres, se parecen entre ellos. Todos
tienen el mismo aspecto de acólito asexuado, con sus túnicas indias de algodón al
viento, sus melenas enmarañadas, sus extremidades mugrientas, sus collares de cuentas y
sus sandalias de cuero. Cuentan que hay droga de por medio, e incienso, y nudismo, y
trances, y cánticos, y rituales celebrados a la luz de las velas o de la luna llena. Y
puede que armas también. Dilys se presentó en la comuna una vez con la esperanza de
hacer entrar en razón a Euphemia, de traerla consigo a casa. Volvió asqueada y
escandalizada. Dijo que aquello estaba lleno de niños mugrientos y bizcos. Ahora Euphemia
y ella no se hablan. Es como si nunca hubiera tenido una hija.
--Se está pasando de la
raya --dice Dilys sobre la conducta de Rachel--. Franklin Bay es un pueblo. La gente es
conservadora y muy dada a las habladurías. Si llegara a saberse, se armaría una buena.
--Pues que se arme.
--Podría perjudicar al
hotel.
--La gente de Franklin Bay
no se hospeda en el hotel.
--Pero hablarían.
Encontrarían la manera de perjudicarnos, de sabotearnos.
--No te preocupes. Si mi
presencia se convierte en un lastre, me iré.
--¡No se trata de eso!
IV
Camino de casa, Honora atraviesa el pueblo a la pálida luz
del atardecer. Ha sido un otoño cálido y lluvioso. Los árboles ya han perdido por
completo el follaje, y las últimas hojas yacen empapadas en los jardines húmedos,
pegadas a la hierba alta y mojada que no ha vuelto a cortarse desde septiembre. Hace una
tarde agradable y no muy fría, teñida de ese aire --no del todo desagradable-- de
tristeza y ocaso que lleva consigo el otoño. Por la calle se respira el perfume acre de
la muerte, de la materia en perpetuo estado de descomposición, de las hojas putrefactas
que sirven de abono, de las manzanas que han fermentado entre la hierba alta, de las ramas
arrancadas por el viento que se reblandecen y se deslizan como serpientes por los
barrancos, de las setas no comestibles y de la tierra húmeda y fértil. El espíritu
burlón de Halloween, con su cortejo de cabalazas, brujas de papel y fantasmas de
celulosa, reina por doquier: en los porches, en las ventanas de las plantas bajas, en las
ventanas de los dormitorios; un estéril esfuerzo intimidatorio. Una docena de esqueletos
en miniatura se columpian de las ramas del manzano silvestre que crece en un jardín
escenificando una extraña y macabra pantomima.
Al llegar a casa, Honora
advierte con sorpresa que Rachel está en la cocina comiéndose un bocadillo caliente de
queso. Es raro que haya vuelto tan temprano. A esta hora, cuando los pacientes, la
terapeuta y el contable ya se han ido, y antes de que el doctor tenga que volver al lado
de su esposa, él y Rachel aprovechan para entregarse a sus jueguecitos.
Honora recorre el estrecho
corredor que la separa del cuarto de baño para ir a lavarse un poco y para no molestar a
Rachel. Madre e hija van con pies de plomo: han aprendido a no entrometerse la una en la
vida de la otra. Su relación, más que un vínculo indestructible, es un polvorín. Todo
tiene que ver con Ford y con el motivo de que ambas estén viviendo en Franklin Bay.
Rachel sabe lo de la infidelidad de su padre; sabe por qué Honora y él ya no están
juntos; y puede que a un nivel ideológico incluso lo entienda, pero a nivel emocional
sigue enfadada con su madre. Para eso siempre será una niña, y siempre echará las
culpas a Honora, porque es más fácil culpar al sexo conocido que al que se desconoce. Al
final, cree Honora, las mujeres acaban siempre por atacarse las unas a las otras como
perros furiosos.
Rachel estudió dos cursos
completos en la universidad. La primavera del tercero, sin embargo, decidió colgar los
libros, abandonar Toronto y venirse a vivir a Franklin Bay con su madre. Se pasó todo el
verano tumbada en la playa. A finales de agosto, cuando dejó de hacer buen tiempo,
consiguió trabajo de recepcionista en el consultorio del quiromasajista. Y casi desde el
primer día, Día del Trabajo, está liada con el doctor Holmes. En el consultorio, en la
sección de fisioterapia --una zona con camas aisladas mediante cortinas--, hay una gran
jaula metálica aparejada con cuerdas y tirantes de cuero. Se usan para sujetar
extremidades heridas, caderas convalecientes y brazos rotos que necesitan tratamiento y
tracción. Rachel ha contado a su madre cómo el doctor Holmes la mete en la jaula, la
ata, inmoviliza con los tirantes, la azota, abofetea y tortura hasta el orgasmo. A
Honora esos relatos le provocan una mezcla de fascinación y repugnancia, y también una
cierta incredulidad: le cuesta imaginarse al tímido, introvertido, flaco y envarado
doctor Holmes, con su aspecto conservador, su cara de pocos amigos, sus canas y su corte
de pelo militar, comportándose como el maestro de ceremonias de un circo o un cruel
empleado del zoo, látigo en mano. Por otro lado, no duda de su veracidad, porque el
tiempo le ha enseñado que la gente suele ser lo contrario de lo que aparenta.
--Está enfermo. Y lo que
te hace es enfermizo --dice.
--Enfermizo es lo que
hacéis Dennis y tú.
--¿Y tú que sabes?
--¿Te crees que no oigo
nada desde la cama?
Rachel comenta que el
doctor y ella se encontrarán en el consultorio cuando oscurezca. La señora Holmes
estará ocupada en casa, repartiendo chucherías entre los niños que llamen a su puerta.
Su marido le ha dicho que tiene una reunión de trabajo en Goderich.
--Y ella es tan tonta que
se lo cree --se burla Rachel.
--Rachel, dudo mucho que la
señora Holmes sea tonta. Su negocio va viento en popa.
Rachel lleva tiempo
presionando al doctor Holmes para que éste consienta en hacer oficial su relación.
Quiere que deje a la señora Holmes, quiere vivir rodeada de antigüedades en la casa del
acantilado, la casa bicentenaria de piedra con su enorme jardín alfombrado con hojas de
roble resplandecientes como virutas de cobre al sol y su pabellón de ladrillo
reconvertido en garaje para que el doctor Holmes tenga dónde aparcar su Mercedes, la casa
donde siempre sopla el viento y donde las aguas del lago, a los pies del acantilado, suben
y bajan como el pecho de un gigante dormido.
--Pero ¿no ves que la casa
es de ella? --dice Honora--. Su familia debe de tener dinero.
--El negocio de Peter va
sobre ruedas --arguye Rachel--. Vienen pacientes de todo la comarca.
--Nadie gana tanto dinero,
al menos tanto como hay en esa casa, masajeándole a la gente la espalda. Y ve haciéndote
a la idea de que el doctor no querrá renunciar a su Mercedes.
--Puede irse ella. Puede
volverse a Toronto.
--Rachel, ¿cómo quieres
que haga eso? Tiene la tienda de antigüedades. Y él tiene el consultorio. Los dos tienen
la vida resuelta. La gente no renuncia a esas cosas porque sí. Ninguno de los dos
querría irse, y en un pueblo tan pequeño como éste tendrían que verse cada día. Tú
misma tendrías que verla.
--No me importa.
--No te pases de lista,
Rachel. Es fácil que te salga el tiro por la culata.
--Me niego a ser como tú.
No me voy a conformar con cualquier cosa. Estoy decidida a ser más feliz que tú.
V
Suena el teléfono. Rachel ya ha salido. Es Dennis.
--En la playa dentro de
media hora --dice.
--¿Por qué no aquí?
--pregunta Honora.
--Demasiado previsible.
--Tendríamos la casa para
nosotros solos. Rachel acaba de irse.
--¿A tirarse al buen
doctor?
--En la playa hará frío.
--Encenderemos una hoguera.
Además, con hoguera o sin ella, no tendrás frío. Voy a hacerte cosas que no olvidarás
jamás.
Honora recorre un callejón
apenas urbanizado para llegar a una empinada escalera de madera por la que descender hasta
la playa que se extiende a los pies del acantilado. El corazón se le acelera con sólo
pisar la arena, antes incluso de que Dennis, ágil como una gacela, se dejé ver detrás
de unos arbustos.
--¿Te he asustado?
--sonríe esperanzado. Dennis ha confesado estar enamorado de Honora, incluso le ha pedido
que se case con él, pero ella no lo toma en serio.
--Se mire como se mire,
está claro que no me convienes --le ha explicado más de una vez. Se conocieron hace un
año, cuando él amarró su barco en Franklin Bay y empezó a ganarse la vida haciendo
chapuzas en el club náutico. A Honora le huele a lago y pescado, a combustible de motor
fuera borda y a pintura indeleble, y eso la excita. También la excitan su juventud, su
falta de educación, su irreverencia, su fuerza física y su rostro curtido y envejecido
antes de tiempo. A sus pocos años, puede presumir de haber bebido como un cosaco y de
haber tomado cantidades industriales de cocaína. También ha tenido gonorrea.
Dennis conduce a
Honora hacia la orilla. Después de toda una semana de lluvias, la arena está dura,
compacta. Con la emoción del momento, Dennis pasa entre las ramas que las tormentas han
esparcido por toda la playa sin pararse a pensar en la hoguera prometida. Su boca ya está
en el cuello de Honora, sus manos en todos los rincones de su cuerpo: deslizándose por
sus pechos, sus caderas, quitándole el impermeable, remangádole la falda a toda prisa,
arrancándole las medias y las bragas sin el menor cuidado. Eso es precisamente lo que
Honora espera de él: arrebato, violencia, peligro. Dennis la obliga a tenderse en la
arena y se lanza sobre ella como un gato salvaje. Honora finge reparo. Dennis la agarra
del pelo con una mano y le balacea la cabeza hasta hacerle daño. Luego le inmoviliza una
mano arrodillándose sobre la muñeca hasta enterrarla en la arena, le coge la otra y se
la retuerce hasta que le toca la espalda. Para entonces ya se ha bajado los pantalones y
ya la ha penetrado. Dennis gime y empuja, gime y empuja, y Honora por fin se entrega a él
totalmente, lo abandona todo, siente que sus partes se dilatan fruto del deseo, la
necesidad, el anhelo. De pronto, una ola de excitación recorre todo su cuerpo, como si
las aguas del lago, las mismas que oye romper a pocos metros de ella, hubieran irrumpido
en sus entrañas para inundarla. Finalmente, Dennis se deja caer sobre ella y hunde la
cara en la arena.
Durante unos instantes,
Honora yace en la playa en silencio, contemplando la noche estrellada y pensando: ¿Qué
es el sexo sino autodestrucción? Eso es lo que queremos todos, ¿no es verdad?
Destruirnos a nosostros mismos. Ser uno con nuestra pareja nos hace menos y no más, nos
aboca a un vacío negro como el que se traga a Alicia.
Tres cuartos de hora más
tarde, Honora y Dennis emprenden el camino de regreso. Aún no han llegado al extremo de
la playa cuando ven que alguien ha encendido una potente linterna en lo alto de las
escaleras. El haz de luz describe un círculo para luego iluminar las escaleras y
detenerse en ellos un momento. Inmediatamente después se oye ruido de pasos apresurados.
Honora deja de subir y se sienta en un banco construido en la pared del acantilado. Un
agente de la policía se detiene frente a ella. Unos peldaños más arriba hay otro. El
primero la enfoca con la linterna y Honora tiene que taparse los ojos. Sabe que va hecha
unos zorros, con el cabello lleno de arena y la gabardina sucia y mojada. El policía debe
de estarse preguntando qué hacían Dennis y ella allá abajo. Aunque seguramente ya lo
sabe. En cuanto ha visto la linterna y ha oído las pisadas de botas en las escaleras,
Honora ha adivinado qué es lo que andaba mal.
--¿Es usted Honora
Gilchrist? --le pregunta el agente. No es de Franklin Bay. Aquí no hay policía, no hay
delincuencia--. Se trata de su hija. Lamento decirle que ha muerto. Parece un caso de
asesinato.
VI
--Le vi comprar el arma --dice Dilys--. El día de Halloween.
Cuando fui a Goderich a la imprenta. ¿Sabes la armería de la calle Veintiuno, justo
antes de llegar al desvío de Clinton? No llegué a ver el arma, claro, pero lo vi salir
de la tienda con un paquete en la mano. Debió de comprarla ese día. No quería
decírtelo, pero...
Sí querías, piensa su
prima. Honora está sentada en la recepción, metiendo los folletos en sobres. Ha pasado
una semana desde el asesinato. Esta mañana, mientras venía hacia el hotel, ha visto caer
los primeros copos de nieve de la temporada. Caían despacito, de uno en uno, como los que
se ven en las estampas japonesas: decorativos, pintoresos y algo inverosímiles. Ha
llegado al hotel con el pelo cubierto por una película blanca.
--Honora, ¿no te das
cuenta? ¡Podría haber evitado el asesinato!
--Pero si no usó la
pistola. No la mató de un tiro. La mató con sus propias manos.
--Bueno, pero, si hubiera
llamado a la policía, habrían podido arrestarlo entonces.
--No se puede arrestar a
nadie por haber comprado una pistola. Además, tenía permiso de armas. --Honora conoce
todos los detalles del caso. Ahora sabe más de Peter Holmes de lo que nunca habría
querido. Es probable que incluso lo conozca mejor que a Rachel, su propia hija.
Los periódicos estuvieron
hablando del tema durante toda la semana, dedicándole un artículo tras otro. Se diría
que la comarca estaba sedienta de emoción y sangre. La gente no quería echar tierra
sobre lo sucedido. El primer día de trabajo después del asesinato Honora entró en el
cubículo de la recepción y se encontró con un periódico que Dilys había dejado allí
subrepticiamente. Hablaba largo y tendido del caso.
--¡Honora! --exclamó
Dilys aquella misma mañana fingiendo sorpresa y preocupación--. ¿Cómo lees eso?
¿Quién ha dejado aquí este periódico? Trae, anda. Ciertas cosas es mejor no verlas--.
Honora piensa que a Dilys le gusta creer que podría haber evitado el asesinato. Eso le da
un cierto poder sobre Honora, la hace formar parte de su destino. De hecho, Dilys se
enteró del asesinato de Rachel antes que Honora. La policía, que acudió a la clínica
del doctor Holmes alertada por un vecino que afirmaba haber oído un disparo, fue a buscar
información al hotel de Dilys, el único establecimiento que permanecía abierto la noche
de Halloween. Fue ella quien les dijo que encontrarían a Honora y a Dennis en la playa.
Honora se pregunta si Dilys se alegra del eco que ha tenido el asesinato y que muy bien
podría atraer turistas morbosos --clientes potenciales del hotel- a Franklin Bay.
VII
La madre de Honora vino al entierro. Dilys fue a recogerla en coche a
Toronto.
--No me quedó mas remedio
--explicó--. Me llamó expresamente para pedírmelo. No podía decirle que no. --La
trajiste para fastidiarme, piensa Honora.
Durante el funeral, Dilys y
la madre de Honora se sentaron juntas en un banco casi al fondo de la iglesia. La anciana
parecía enferma de ictericia. Había desenterrado su capa de visón, y el roedor cuya
cabeza disecada adornaba el cuello de la prenda no apartaba sus ojos malévolos de ella.
--¡Apestaba a naftalina!
Por poco me desmayo --confesó luego Dilys. En nombre de su madre, Honora sintió una
punzada de dolor que la dejó sorprendida.
--¿No estás enfadada?
--le pregunta Dilys el día de la primera nevada--. ¿No estás enfadada por lo del
asesinato? ¿No tienes coraje suficiente para enfadarte? ¡Era tu hija! Carne de tu carne.
--Ya sé qué es una hija
--la ataja su prima. Honora cree que Dilys se alegra en parte de la muerte de Rachel
porque eso las deja a las dos sin hijas (Euphemia vive, pero, para el caso, es lo mismo).
Durante años le ha pasado muchas cosas por alto, incluidas su tiranía y su duplicidad,
pero esto ya es demasiado--. Sé qué es una hija --repite--. La mía me quiso mientras
estuvo viva, que es más de lo que puedes decir tú de Euphemia.
Dilys se aleja enojada.
Honora sabe que sus palabras tendrán consecuencias. No es la primera vez que se
distancian a raíz de una pelea. Seguirá un largo período de frialdad entre las dos. Se
cruzarán por los estrechos pasillos del hotel sin mirarse a la cara. Se hablarán sólo
cuando el negocio lo requiera. Y, durante un tiempo, Honora se encontrará cómoda de este
modo. Después de soportar la cháchara impenitente de Dilys, la verdad es que agradecerá
el silencio. Le dará tiempo al tiempo. No cederá. Honora no es de las que piden
disculpas. Ha cometido errores, no lo niega, pero esos errores forman parte de su vida y
no piensa echarse atrás. Y así hasta que un día empiecen a hablarse otra vez, porque
sí, porque las familias funcionan así. La reconciliación no tendrá nada que ver con el
perdón o con el amor. Honora le dirá algo a Dilys porque Dilys habrá hecho lo mismo
antes. O puede que sea al revés. Ninguna lo tendrá en cuenta, ninguna querrá recordar.
Honora contempla el
panorama de tiendas cerradas. La blanca pantalla de nieve las hace parecer borrosas,
lejanas. Honora se pregunta si esta virginal nevada la matará, si la destruirá con su
delicadeza, si el templado invierno que se avecina, demasiado benévolo después de la
muerta de Rachel, acabará con ella.
En ese momento pasa por la
calle, camino de su tienda, la esposa del quiromasajista. Gillian Holmes sigue regentando
su establecimiento como si nada hubiera ocurrido. Hace unos días paró a Honora por la
calle. Se la veía muy contenta. Llevaba un elegante traje de color rojo y zapatos de
tacón de charol negro, y el sol se reflejaba en su pelo rubio.
--Siento mucho lo de su
hija --dijo, para sorpresa de Honora.
--¿No sabe que ella y su
marido...? --empezó Honora.
--¿Eran amantes? Sí, lo
supe desde el principio. Pero no podía hacer nada por evitarlo. Verá usted, mi marido
era un hombre enfermo. Violento. Había estado en tratamiento varias veces. Es muy triste.
Dennis no quería que
Honora viera la escena del crimen. Ella había pedido a la policía que la acompañara a
la clínica, y él se había pasado todo el camino tratando de disuadirla. Al pisar el
umbral Dennis la cogió del brazo y le dijo:
--No entres, Honora. Ya
sabes lo que te espera ahí dentro --. Pero Honora le apartó la mano con rabia.
--Tengo que hacerlo
--dijo--. Tengo que verlo con mis propios ojos. Déjame en paz. ¡Quítame las manos de
encima! --Y entró.
--Zorra, más que zorra
--oyó decir a su espalda.
Honora entró en el
consultorio y vio a Rachel colgando boca abajo en la jaula como una res, atada con tiras
de cuero, vestida sólo con ropa interior negra. Excepto por el cuello roto, su cuerpo
estaba intacto. Después de matarla, el doctor Holmes se había tendido en la camilla de
al lado y se había disparado un tiro en la cabeza. Todo parecía cuidadosamente planeado
y limpiamente ejecutado. Todo, naturalmente, excepto la sangre del doctor, que yace
esparcida por paredes y biombos.
Durante los pocos días de
baja por motivos familiares que se tomó Honora, Dennis fue a visitarla varias veces a su
casa, pero ella se negó a abrirle la puerta. Entonces él empezó a dejarle notas.
Querida Honora,
Lo que dige no lo dige de verdaz, me salió espontaneamente. Osea que no tiene nada qué
ver con lo que siento por tí ni como muger ni como persona...
Querida Honora,
Pensandolo bien a lo mejor sí que te dige la verdaz cuando te llamé zorra, por que
siempre has tenido un polvo que te cagas y no ay muchas mugeres de tu edad que sepan
follar como tu. Asín que hazte a la idea de que fué un piropo. Esto que te acabo de
decir es una broma. Te vendrá bien un poco de humor...
Querida Honora,
La noche aquella en la playa iba yo un pelín colocao. No te lo dige por que no tenía
bastante coca para los dos. Fue un regalo que me hizo un fulano a cambio de un favor que
le hize, osea que tengo una excusa para verte dicho lo que te dige. Haber si me lo tienes
en cuenta...
Querida Honora,
Te quiero.
VIII
Honora no cree que el amor exista. ¿Acaso no decía Peter Holmes que
quería a Rachel y luego la mató? ¿Qué diferencia hay, pues, entre el amor y el odio?
Honora piensa en su padre. Ni siquiera el amor que éste sentía por su madre era amor de
verdad. En el fondo, era otra cosa. Negociación. Manipulación. Dominio. Codependencia.
¿Había querido Rachel a Honora? ¿La había enseñado ella a querer? No se acuerda.
Honora se enteró de que
Dennis había abandonado Franklin Bay. Dilys se encargó de decírselo. ¿Acaso no lo
sabía todo? Ni que decir tiene que Dilys se alegraba en secreto. Ya podía volver a
pasear por el muelle cuando hiciera buena noche sin pensar que iba a pasar por delante del
barco de Dennis y que Honora iba a estar ahí abajo divirtiéndose, con el mango
resbaladizo de una cuchara de madera de arce entre las piernas.
Honora llega a casa del
trabajo y se sienta frente a la mesa de la cocina. La imagen de Rachel colgada de la jaula
le pasa fugazmente por la cabeza. Qué inútil es todo, qué insignificante. El dolor le
hace un nudo en la garganta. Los ojos desorbitados de su hija muerta la miran, miran al
policía, con una expresión abrumadora... ¿De qué exactamente? ¿De sorpresa? ¿De
horror? ¿De miedo? ¿De arrepentimiento? No. En su mirada no hay nada de eso. En su
mirada sólo hay una acusación.
Honora entra en su
dormitorio, empieza a sacar maletas y se dispone a preparar el equipaje. No sabe
exactamente en qué defraudó a Rachel, pero sabe que no estuvo a la altura, y eso la
hace, en parte, responsable de su muerte. No supo darle ejemplo. No la enseñó a vivir
feliz. No le ofreció ninguna alternativa a su romance con Peter Holmes. Quizá no debió
dejar a Ford. Quizá debió quedarse a su lado, igual que hizo su padre con su madre, y
puede que eso hubiera salvado la vida de Rachel.
Honora vacía los cajones
de su cómoda. ¿Adónde irá? Recuerda algo que le dijo una vez su padre.
--Honora, la vida es como
las matemáticas. Cuando cometes un error, cuando te das cuenta de que el resultado no es
correcto, tienes que volver a empezar. --Honora volverá a Toronto. Empezará otra vez de
cero. Intentará de nuevo conseguir el amor de su madre.
Mientras termina de hacer
el equipaje, Honora se consuela pensado que tal vez Rachel sí la quisiera después de
todo. Puede que esa expresión suya al morir fuera un mensaje secreto para ella, un
generoso regalo de despedida. Cuidado, mamá. Cuidado. Corres el peligro de
autodestruirte. Más del que te imaginas.
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