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Joaquín Correa Barco

Llamadas a cobro revertido
      

 

 

No reconoce el lugar. No sabe cómo ha llegado. Identifica como suyas, vagamente, las ropas que viste y que contempla reflejadas de un modo turbio en el escaparate de una tienda, pero más por un atávico sentido de la propiedad hacia lo que uno viste que porque efectivamente reconozca como suyas la blusa holgada y la falda amplia y sin forma que ve delineadas en el cristal con los temblorosos trazos de un pintor impresionista. Asustada ante la incertidumbre que la aturde se demora en la contemplación de su rostro, o más bien de sus rasgos individuales, porque no cabe su cara entera en el retrovisor del coche en el que se mira. Y tras de la exhaustiva inspección a la que se ha sometido (ojos grises y opacos, cabello de un rubio pajizo y deslucido, cejas bien delineadas algo más oscuras, nariz firme y recta, boca de labios llenos pero pálidos y sin brillo) sí se reconoce, y ese reconocimiento, ese hecho tan simple, no deja de reconfortarla en esa su desvalida desnudez de forastera en ciudad extraña. Se palpa las ropas buscando algo que no existe: ni la blusa ni la falda que lleva puestas tienen bolsillos. No lleva nada encima: apenas el momento en que efímeramente se ha reconocido a sí misma contemplándose en el pequeño cuadrado de un espejo retrovisor. Y echa de menos todas esas cosas que siempre lleva consigo y que le confieren, de forma artificial pero efectiva, una personalidad propia. Echa de menos su teléfono móvil, la confirmación de su nombre y sus apellidos estampados en un carnet identificativo, las llaves de su casa y de su coche, las tarjetas de crédito… Pero es ella al fin y al cabo, y eso la reconforta y tranquiliza lo suficiente como para detenerse a observar la ciudad anónima que la rodea. 
       Está en una calle cuyo nombre no acierta a distinguir en placa alguna de una ciudad que puede ser cualquiera, pues no hay ningún rasgo particular en ella que le preste una identidad precisa. La calle no es ancha ni estrecha, hay casas de varios pisos a ambos lados, árboles plantados al tresbolillo en las dos aceras, alternándose con anodinas farolas, coches aparcados solo en uno de los lados. No hay mucho tráfico pero tampoco está desierta y, cada cierto tiempo, la atraviesa con parsimonia algún coche o alguna furgoneta. No ve autobuses, quizás pudiese discernir en ellos algún letrero que la permitiese averiguar dónde se encuentra. Las matrículas de los coches tampoco le dan información alguna porque, de todas maneras, ella es de esas personas que se fijan tan poco en las matrículas, que solo a duras penas consigue recordar la suya propia. La calle es recta y debe ser mediodía porque el sol se eleva en el cielo en un ángulo recto que ilumina todo lo que roza. Pero es un sol ambiguo y vacío, casi sin fuerza, que apenas consigue atravesar la imperceptible capa de bruma que, desde muy arriba, muy alta en el cielo y por encima de todas las cosas, parece cubrir la ciudad entera, pues de otro modo no se explica la esmerilada sensación que esa luz difusa presta a las cosas que mira. Pero sí hay algo extraño en esa calle, aunque no se da cuenta de lo que es hasta después de haber caminado unas cuantas manzanas. Hay cabinas de teléfono en casi todas las esquinas, de esas de color gris aluminio con cristales cubiertos con propaganda, de esas de toda la vida pero que han ido desapareciendo de las calles y plazas de nuestras ciudades conforme los teléfonos móviles invadían nuestra vida e incluso nuestro albedrío. También hay peatones en la calle, por supuesto. Anónimos transeúntes deambulan por ella, ni demasiado deprisa ni demasiado lentos. Deambulan, esa es la palabra, porque aunque trazan rectas trayectorias algo en ellos da la impresión de que en realidad vagan sin rumbo y que si siguen itinerarios definidos lo hacen porque es más sencillo andar en línea recta que hacerlo trazando curvas o complicados zigzags entre las manzanas. Pero esos peatones no se fijan en ella, tienen los ojos clavados en el suelo, o en sus propios pasos, como si memorizaran zancada a zancada la trayectoria que han de seguir y cualquier distracción pudiera desviarlos de la ruta que siguen y hacer que se perdieran sin remedio en los meandros de la ciudad que cruzan. Un par de veces intenta interpelar a alguno de ellos para preguntarles dónde se encuentra, el nombre de la calle y de la ciudad en la que está irremediablemente perdida, pero su particular timidez y la tozudez con la que los viandantes fijan la mirada en su propia marcha la hacen desistir de su intento y seguir caminando como si fuese sonámbula por esa ciudad que parece habitada por espectros o por fantasmas o por la mera imagen reflejada de sus verdaderos habitantes. 
       Y en ese momento es repentinamente consciente del cansancio que arrastra, un cansancio infinito que supura doloroso de cada una de sus articulaciones, de cada una de sus células. Busca un banco donde sentarse por un instante, donde descansar un poco y, de paso, intentar aclarar un poco sus confusas ideas. Pero no hay bancos en esa larga calle casi infinita donde sí abundan las cabinas telefónicas, la mayoría de ellas ocupadas por anónimos usuarios según puede observar a través de los carteles de publicidad que preservan precariamente el anonimato de los que las usan. Entonces ve lo que parece una plaza, o un parque, dos o tres manzanas más adelante, y allí se dirige. Más que un parque es apenas un precario ensanchamiento de la calle en el que medran un grupo de árboles y, a su sombra, dos o tres bancos, la consabida cabina de teléfonos, y un columpio en el que se balancea cadenciosa una niña rubia de unos seis o siete años. Puede elegir donde sentarse, los tres bancos están vacíos. Se deja caer pesadamente en uno de ellos, justo enfrente de la niña que se columpia. Echa de menos a alguien que cuide de la niña a la que considera demasiado pequeña para jugar sola. Quizás viva en algunas de las casas que dan al parquecillo y su madre la vigila desde el balcón o desde las ventanas de su vivienda mientras prepara el almuerzo. Sentada en el banco observa cómo la niña se mece una y otra vez, impulsándose ágilmente con un rítmico golpe de sus piernas, flacas como palillos, que estira con cada subida del columpio y esconde bajo el asiento cuando este baja. El movimiento pendular de la niña en su columpio la va sumergiendo poco a poco en una suerte de catarsis que la hace cerrar los ojos. Dormita o cree hacerlo y, en su duermevela, repasa cuidadosamente lo que sabe o recuerda de sí misma, que es bien poco. Recuerda su nombre y sus apellidos, recuerda que tiene una familia: unos padres, muy ancianos pero que aún viven, un marido, y también una hija que no es mucho mayor que la niña del columpio. Recuerda también sus nombres y los rasgos de todos ellos, perfectamente definidos y fijados en su memoria. La tranquiliza saber lo que sabe pero aún la atemoriza más ser consciente de la inmensidad de lo que ignora. Hace un esfuerzo por recordar cómo ha llegado hasta esta ciudad y este lugar, pero las únicas imágenes que recobra son incompletos retazos de visiones donde ella parece estar en la cama de lo que debe ser un hospital y donde su marido y sus padres la miran en absoluto silencio. Abre los ojos esperando, es un sinsentido y lo sabe, que al abrirlos desaparezca esta ciudad extraña y el parquecillo donde se ha sentado, y que ante sus ojos se descubra alguna imagen reconocible, la de su casa o su calle o el rostro de alguno de sus seres queridos. Pero no es así porque al abrir los ojos vuelve a encontrar el mismo paisaje que dejó al cerrarlos. Y justo enfrente de ella la niña que se balancea. Es muy rubia, de un rubio anormalmente pálido y sin matices. También su piel es tan tenue y traslúcida que cree que si se acercara podría identificar hasta la última de sus venas. No acierta a discernir el color de sus ojos, la niña los entrecierra porque la luminosidad de ese sol mortecino que lo inunda todo con una luz incombustible la encandila como si acabase de despertar de un sueño. Mira a la niña y la niña la mira a su vez. Le sonríe y la niña hace lo propio dotando repentinamente de vida a un rostro que parecía más muerto que vivo. La niña detiene su balanceo y se baja del columpio. Se acerca a ella pero se detiene a un metro de distancia, como si tuviese miedo de ponerse a su alcance y prefiriese mantener espacio suficiente para salir corriendo si fuese necesario. 
       ––¿Eres nueva? — pregunta la niña. Su voz es musical, cristalina, deliciosamente aguda. Es como la voz de su hija, piensa ella.
       ––Sí, acabo de llegar.
       La niña no dice nada, simplemente la observa, muy seria, muy tiesa, con los brazos tan pegados al cuerpo que da la sensación de que no puede separarlos y que cuerpo y brazos son una sola cosa. La niña lleva un vestido de flores un poco descoloridas. A ella le da la impresión de que la ropa es vieja, más que vieja antigua, de otra época, de otro tiempo, como si hubiese heredado el vestido de alguna hermana mayor y no tuviese ropas más modernas que ponerse. Siente, además, que conoce esas ropas, que despiertan en ella, o más bien tratan de hacerlo sin conseguirlo, un recuerdo enterrado en lo más profundo de esa memoria que parece haber perdido.
       ––¿Y tu madre? –– le pregunta a la niña –– ¿no está aquí?
       La niña niega con la cabeza.
       ––¿Está en tu casa? ¿Vives cerca?
       La niña vuelve a negar.
       ––Mi madre no está aquí. No puede venir todavía. Tiene que cuidar de mi hermanito.
       ––¿Tienes un hermanito?— le pregunta ella.
       La niña asiente.
       ––¿Y cómo es? ¿Es muy pequeñito?
       –– No lo sé –– dice la niña –– no lo he visto nunca. Estaba en la barriga de mi mamá pero ya ha salido.
       ––¿Y no lo has visto todavía?
       La niña niega mientras un imperceptible nerviosismo recorre su cuerpecillo enjuto, como si estuviese deseosa de abandonar la posición de firmes que voluntariamente ha adoptado y salir corriendo para volver a su columpio.
       –– ¿Está aún en el hospital con tu madre y no lo han llevado a casa todavía? ¿Por eso aún no lo has visto?
        La niña niega.
       ––¿Y dónde está entonces?
       ––Está en casa, con mis padres. —Los pies de la niña tamborilean en el suelo, no puede mantener quietas las piernas.
        ––¿Y por qué no estás tú en casa?
        ––Porque mi casa no está aquí, está en otro sitio al que no sé cómo ir.
       ––¿Te has perdido?
       La niña se encoje de hombros.
       ––Me perdí, pero ya llevo aquí mucho tiempo.
       ––¿Y lo saben tus padres?
        La niña vuelve a asentir.
       ––Hablo con mi madre por teléfono ––dice entonces la niña.
       —¿Por teléfono?
       La niña señala entonces la cabina que hay en una esquina del parquecillo.
       —Es muy fácil. Mi madre me enseñó.
       —¿Tu madre te enseñó a llamarla?
       La niña vuelve a señalar la cabina, torciendo su cuerpecillo por la cintura, manteniendo muy quietos los pies, como si estuviesen atornillados al suelo.
       —Mi madre me lo explicó cuando yo era más pequeña. Me dijo que si alguna vez me perdía tenía que buscar una cabina de teléfonos y llamarla a casa a cobro revertido. Hizo que me aprendiera de memoria el número de teléfono de mi casa.
       —¿Y has llamado a tu madre a cobro revertido?
       La niña asiente y, por primera vez desde que se acercó a ella y comenzó a hablar, sonríe aunque de forma muy débil.
       —Sí. La he llamado ya muchas veces. Incluso mi madre me ha enseñado un nuevo número para llamarla, diferente al que la llamaba antes. Es muy fácil: voy a la cabina, marco el cero y sale la voz de una señora muy amable que me pregunta qué es lo que quiero. Le digo que me he perdido y que quiero hablar con mi madre a cobro revertido. Ella me pregunta el número al que quiero llamar y yo se lo digo. Entonces la señora llama a ese teléfono y sale la voz de mi madre
       —¿Y qué te dice?
       La niña encoge de forma imperceptible sus hombros, que ella, aunque no puede verlos, imagina huesudos pero muy frágiles, como el esqueleto de un pajarillo.
       —Al principio solo lloraba. Lloraba mucho como si me pasase algo, pero yo le decía que estaba bien y que solo quería que viniera a buscarme, que no estaba asustada ni tenía miedo, pero que estaba muy sola y quería volver a casa. Entonces mi madre volvía a llorar y me decía que no podía venir a buscarme, que era imposible, que fuese valiente y que esperase.
       —¿Y no ha venido a buscarte?
       La niña niega sin dejar de tamborilear con sus pies sobre la tierra apelmazada del suelo del parquecillo. Tras señalar la cabina ha vuelto a unir los brazos al cuerpo como si temiese que, al separarlos, pudiesen salir volando solos.
       —Ahora no puede. Ahora tengo un hermanito. Mi madre tiene que quedarse a cuidarlo y por eso no puede venir a buscarme.
       —¿Y tu padre? ¿Por qué no puede venir tu padre a buscarte?
       —No lo sé, contesta la niña.
       —Cuando la señora del teléfono llama al número que me enseñó mi madre la que contesta siempre es ella, nunca mi padre. No sé dónde está.
       —¿Y no le preguntas nada más a tu madre?
       — Sí. Le pregunto a mi madre dónde está mi globo.
       —¿Tu globo?
       —Sí. Justo antes de llegar aquí se me escapó un globo. Era azul, pero de un azul más oscuro que el cielo. Yo estaba jugando en un parque como este mientras mi madre hablaba con sus amigas y se me escapó el globo azul. Corrí detrás de él pero el viento se lo llevó volando hasta lo alto del cielo. Por eso le pregunto a mi madre si ha podido encontrar mi globo, mi globo azul, el que era de un azul más oscuro que el cielo?
        —¿Y qué te contesta ella?
        —Llora. Llora siempre cuando le pregunto por el globo. Y es raro porque ella es una persona mayor y no debería llorar por haber perdido un globo. Soy yo la que debería llorar por haber perdido mi globo azul, pero no lo hago, yo no lloro.
       —¿Y no le preguntas a tu madre dónde está tu padre?
       La niña niega de nuevo.
       —Entonces, ¿estás sola? Ella está cada vez más alarmada, lo que contrasta con la absoluta tranquilidad y entereza con la que la niña contesta a sus preguntas y confiesa que está sola y que nadie va a venir a buscarla.
       —Casi, dice la niña.
       —¿Casi? repite ella las palabras de la niña, que duda antes de contestar como si buscase la respuesta adecuada para que no se malinterpretaran sus palabras.
       —Sí, casi… Hablo con mi madre a cobro revertido siempre que quiero. 
       Ella no entiende nada, está cada vez más confusa. Mira a la cabina telefónica que se alza solitaria en una esquina del parquecillo como si en ella estuviese, de alguna forma, la explicación de todo lo que sucede en esa ciudad irreal y extraña en la que se ha materializado de repente. La niña sigue la mirada de ella y se queda observando muy atenta la cabina. Vuelve a mirarla a ella y adivina la confusión que invade sus pensamientos. Decide entonces tomar la iniciativa y ayudarla con su infantil experiencia. Da un paso al frente y le tiende amistosa la mano.
       —Ven. Yo te enseño cómo llamar a tu casa. 
       Entonces ella se levanta y se agarra a la mano de la niña como si fuese su único asidero para no perder el equilibrio, como si fuese la única vía para no perder la poca sensatez que le queda y caer en la locura que la acecha en cada rincón desde que llegó a esta ciudad desconocida. Y nota la pequeña mano de la niña muy fría, casi inerte dentro de la suya. Camina sonámbula hasta la cabina hacia la que la conduce la niña. Entra en ella y, siguiendo las indicaciones de la niña, descuelga el auricular y marca el cero. Después de un par de tonos de llamada le contesta una voz femenina, tan neutra y artificial que no sabe si es una persona real la que está al otro lado o se trata de un robot o una máquina.
       —Dile que quieres hacer una llamada a cobro revertido— la adoctrina la niña. Ella así lo hace y la voz femenina de la operadora le pregunta el número al que quiere llamar. Da el número de su casa. Se escucha un metálico sonido de marcación de dígitos telefónicos y luego la reconocible, y tranquilizante, señal de llamada. Pero nadie contesta al teléfono y después de un largo minuto ella cuelga.
       —No contesta nadie— le dice a la niña que la observa con el aire impaciente de una maestra ante una alumna muy torpe.
       —¿Sabes más números?— pregunta la niña.
       —Sé más números— le responde ella.
       —Yo solo me sabía el número de mi casa, por eso siempre llamaba a ese. Luego mi madre me enseñó otro número y me dijo que en adelante siempre llamara al número nuevo, que ella estaría siempre atenta para responderme. Ya solo me sé el número nuevo que me dio mi madre, he olvidado el antiguo, por eso sólo puedo llamar a ese— concluye la niña con la serena sabiduría de quien se considera ya veterana en la tarea de llamar por teléfono a cobro revertido.
       —Llama a los otros números que conoces— insiste la niña en cuya voz se advierte algo de infantil impaciencia. Ella hace lo que le sugiere la niña. Nuevamente la voz de la operadora y nuevamente le pide hacer una llamada a cobro revertido, esta vez al número del trabajo de su marido. De nuevo vuelve a oír la marcación automática de los dígitos y los tonos de llamada que se prolongan durante más de un minuto sin que nadie responda al teléfono.
       —No contesta nadie—se disculpa ella ante la niña con el auricular en la mano, como si no supiese qué hacer con él.
       —Si sabes más números prueba otra vez— insiste la niña. Ella repite la operación y da esta vez el número de la casa de sus padres. Los tonos de llamada se suceden monótonos y, cuando está a punto de colgar, alguien contesta. Cree reconocer la voz de su madre pero no está segura, la calidad de la comunicación es mala, un molesto chisporroteo acústico enmascara la voz que oye.
       —¿Mamá, eres tú?— pregunta ella.
       —¡Hija! ¿Eres tú?— es sin duda la voz de su madre pero suena muy lejana y débil, aunque puede percibir claramente en ella que está asustada.
       —Sí mamá, soy yo.
       —¡Es ella! ¡Es ella!— escucha gritar histérica a su madre. Se oye un confuso murmullo de voces que repiten lo que ha dicho su madre y que hablan atolondradamente y a gritos, superponiéndose unas a otras. Una voz desconocida que no reconoce intenta devolver el silencio y la calma sin conseguirlo.
       —¿Con quién estás mamá? Están gritando mucho y no consigo entenderte.
       —Estoy con tu tía, con la vecina, con una amiga y con una señora que nos está ayudando a contactar contigo.
       —¿Y papá, no está con vosotras?
       —No hija no, tu padre no cree en estas cosas y no ha querido acompañarnos.
       —¿Qué papá no cree en qué? No entiendo nada.
       La voz de su madre intenta contestar pero se detiene en seco. Se hace de repente un silencio incómodo y vacío, tan intenso que ella solo percibe el ligero chisporroteo de la precaria conexión telefónica.
       —¿Dónde estás hija?— pregunta súbitamente angustiada la voz de su madre.
       —No lo sé mamá, no reconozco el lugar donde me encuentro.
       —Que no reconoces…— tartamudea su madre. —¿No sabes dónde estás?— en la voz de su madre se mezcla la aprensión con lo que a ella se le antoja una pena oscura e infinita.
       —No lo sé mamá, no sé donde estoy— le responde con esa impaciencia inconsciente que nos sale sin percibirla  cuando hablamos con personas ancianas. Entonces su madre grita:
       —Pero hija, ¿es que no lo sabes?, ¿es que ni siquiera sabes que estás muerta?

 

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© Joaquín Correa Barco
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Joaquín Correa BarcoAcerca del autor
Joaquín Correa Barco
nació en Huelva en 1968.  Es autor de novela y novela breve, “La sangre de la tierra”, “Paisaje desde un tren en movimiento”, “La U.R.N.A.” y “Mensaje sobre mi lápida: sin aliento” y recopilaciones de relatos como “Materia de sueños”, “Llamadas a cobro revertido” (Premio de Cuentos Ciudad de Coria de la Diputación de Cáceres 2020) y “La conservación de la violencia” (Premio de Cuentos Manuel Llano del Gobierno de Cantabria 2021). Además de los premios ya citados ha obtenido, entre otros, el LXI Premio de Cuentos “Gabriel Miró” 2021 y el XX Premio Literario Valdemembra 2022 por su novela corta “Terral”.  

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