barcelona review # 11   febrero - marzo 1999

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Bruce Lee y Yo
Mary WarrenBruce Lee pic

Brucie está intentando salvarme de las garras de otro de esos asquerosos novietes americanos . Ahora está en la ducha y yo estoy en su cama comiendo gofres de arándanos congelados y tomándome un café bien cargadito. Brucie (o Bruce Lee, como le llamo a sus espaldas) es chino y trabaja de chef en la Hong Kong House, donde hago de camarera de vez en cuando. Me gusta Brucie; es un buen chico pero nunca me enamoraré de él. Ojalá pudiese, pero es demasiado fácil para mí... y demasiado mayor.
      Brucie es un tipo esbelto, tiene la piel suave y no es nada peludo. En invierno, su piel es del color amarillo lejía de los crisantemos y en verano se tuesta al sol hasta ponerse completamente moreno. Tiene los ojos angulosos, un par de hendiduras labradas en una cara redonda e inmóvil con expresión sugerente, como de complicidad. Brucie es exótico, como una de esas guindas de marrasquino que te encuentras al fondo de un bol de macedonia. Nunca había conocido a alguien como él. Lleva más de diez años viviendo en América y en todo ese tiempo, no ha ido ni una sola vez a China a ver a sus padres, hermanos o hermanas. Yo solía ir a casa de mi madre todos los días sin falta, me pasaba por allí para comer o para lavar un buen montón de ropa sucia. Me parece increíble que Brucie no mande siquiera tarjetas de navidad o de cumpleaños. Supongo que no sabe si su familia está viva o pudriéndose en alguna cárcel comunista llena de moho. Yo soy su primera novia americana cien por cien, la primera por la que no tiene que pagar en metálico. Es un hombre triste; a mí me da mucha lástima. Tiene un corazón de oro, y eso no es algo que pueda decirse de mucha gente.
      Brucie es muy distinto de mi último ex novio. A su lado, Jackson tiene más capas que un estercolero. La superficie es fresca y limpia, una fina capa de mantillo frondoso con olor a hierba recién cortada. El interior está húmedo, fermentado y podrido. Todo esto son cosas que una no puede saber sólo con rascar la superficie. Para cuando has llegado al fondo, ya es demasiado tarde para echarse atrás. Jackson es un tipo grandote, mide más de metro ochenta, con las mejillas sonrosadas y rebosantes de salud, y creo que es el chico más peludo que he visto en mi vida. Tiene todo el cuerpo lleno de pelos gruesos y rizados. Sus antebrazos, cubiertos por una tupida capa de pelos rebeldes como si fueran brotes de alfalfa, fueron lo primero que me atrajo de él.
      Pobre Brucie. Sólo tiene un par de pelos largos y finuchos en los brazos. A mí me dan un asco inmenso. Una vez le sugerí que se los afeitase cuanto antes, pero se me quedó mirando como si le estuviera pidiendo que se tragase un tubo de pegamento. No habla nuestro idioma demasiado bien, así que pensé que tal vez le estaba hablando demasiado deprisa. Resultó que, sencillamente, estaba ignorándome. Estoy descubriendo que los chicos chinos son muy buenos en eso. Hay cosas sobre los hombres que son iguales en cualquier país del mundo.
      —¿Qué estás haciendo? —me preguntó Brucie mientras se colocaba la bata blanca y almidonada de chef. Se estaba arreglando para irse a trabajar, y se había puesto las chancletas lilas y los boxer de Mickey Mouse que le había comprado en Disney World.
      —Desayunando —contesté.
      —¿A eso llamas desayunar?
      —¡Gofres de arándanos y café! ¡El desayuno de los campeones! ¡Enriquecido con 11 vitaminas y minerales! —Me aparté el pelo de los ojos.
      —Bah. Comida americana no buena para el cuerpo. Odio estúpidas hamburguesas con queso.
      —Brucie, no me estoy comiendo una hamburguesa con queso. Además, tú te zampaste una ayer, con patatas grandes, y todavía estás vivito y coleando.
      —Me da igual.
      Esta mañana tiene resaca. Sin contar las chicas de culos gordos y bamboleantes, la Budweiser y el topoderoso dólar, Brucie jura y perjura que aborrece todo lo americano, sobre todo a mis ex novios, motivo de irritación constante.
      —¿Vas a trabajar? —preguntó.
      —No. Hoy no, cariño. Necesito mi día de descanso reparador.
      —No seas perezosa, americanita mimada.
      —Mi nombre es Sean, señorita Dale para ti.
      —¿Por qué no trabajas?
      —Es una cuestión de imagen, querido. ¿Qué diría la gente si tu chica tuviese que trabajar?
      —¿Adónde vas, entonces?
      —Me parece que eso no es asunto tuyo, Brucie. Vamos, al menos eso es lo que opino yo.
      —¿Vas a ir a verle?
      —¿A quién?
      —A él. Al chico americano. ¿Cómo se llama? ¿Johnson?
      —No sé de qué me estás hablando —le dije, apartando la mirada.
      —¡No me mientas!
      —No te estoy mintiendo. Tú no eres mi dueño.
      —¡Sean! —Su rostro amarillento se nubló.
      —Ése es mi nombre, no me lo gastes.
      —¡No tengo por qué aguantar mierda! ¡No seas perezosa!
      —Te he dicho que no voy a ir.
      —Muy bien, de acuerdo. Pues limpia la casa entonces. Tienes que trabajar.
      —Creo que estás muy equivocado, pequeño.
      Brucie empieza a mascullar algo en chino. Detecto una sarta de ordinarieces mientras empieza a caminar por el apartamento pataleando y haciendo tanto ruido como le permiten sus viejas chancletas. Cierra la desvencijada puerta de madera contrachapada del apartamento dando un portazo hueco. Me pongo a masticar otro gofre. Me gustan más los congelados.
      Con Jackson, siempre hay un elemento de sorpresa. No es ningún calzonazos y, a diferencia de Brucie, nunca muestra una pizca de ternura. Brucie me hace caricias en la barriga cuando me viene la regla, cuando mis partes femeninas empiezan a retumbar con tanta fuerza que parecen tambores de guerra. Ésa es la clase de hombre que es Brucie. No sé por qué no puede gustarme más de lo que me gusta.
      Me enrollé con Jackson una tarde fuera del Seven Eleven. Todavía no tenía teléfono. En mi barrio, donde tapan con barras metálicas todas las ventanas de cristal, un teléfono es algo imprescindible. Estaba acercando la oreja al tono de marcado y gritando al auricular de la cabina telefónica cuando lo vi.
      Jackson me guiñó un ojo de camino a la tienda, donde se unió a la cola cada vez más larga de albañiles de aspecto sucio y cansado que esperaban con impaciencia para comprar una de esas ofertas de tres perritos picantes por un dólar. Era un grupo de tipos altos y fortachones, adictos a las latas grandes de cerveza Miller y a los botes de sal de fruta de tamaño familiar. Entró y luego se me ligó como si tal cosa, como si hubiese pasado por allí y parado un momento a comprar un pack de seis latas. Así es como funcionan las cosas en el Seven Eleven.
      Lo seguí con la mirada mientras fingía marcar otro número de teléfono. Cuando lo pillé mirándome, aparté la mirada inmediatamente. Hice ver que estaba concentrada en una chiquilla descalza que llevaba la cara sucia y el pelo negro enmarañado y greñudo. Se puso a andar con parsimonia por el aparcamiento, con cuidado de ir evitando los suculentos pegotes de tabaco de mascar escupidos precipitadamente en el pavimento. Sus pies inexpertos aterrizaron sobre la colilla de un cigarrillo mal apagado. Empezó a dar saltos hacia la acera aullando de dolor como si estuviera jugando a la rayuela.
      —Si echas una moneda tendrás más suerte —dijo una voz por detrás de mi hombro izquierdo.
      —¿Cómo dices? —pregunté bruscamente.
      —A ver, intentaré explicártelo mejor para que lo entiendas —siguió diciendo—: si no pones una moneda en la ranura, no podrás hacer la llamada.
      Colgué el receptor de golpe.
      Jackson se quedó allí acariciándose la parte superior de su pelo corto pelirrojo con la mano. Rapado al uno, parecía velcro. Tenía los ojos azul claro puntuados por un par de pupilas duras y asombrosamente negras. Su uniforme de sarga azul le quedaba fatal, como casi todos los uniformes, demasiado apretado en las caderas y en los bíceps. Seguramente lo llevaba así a propósito. Llevaba la correspondiente etiqueta con el nombre que se fija con la plancha.
      —Escucha, no sé quién eres pero, evidentemente, te crees alguien para venir e interrumpirme con tanta desfachatez —le espeté.
      —Bueno, entonces es que leer se te da tan mal como utilizar cabinas de teléfono.
      —Muy listo, Einstein. —Empecé a caminar con brío, con la cabeza echada hacia atrás, en dirección a mi apartamento.
      —Si quieres, te llevo —se ofreció. Me detuve. Se acercó tanto a mí que noté cómo su cintura plana me rozaba la espalda. Percibí el aroma a gasolina y su olor corporal. Su aliento era cálido, pero no desagradable.
      —Vale.
      La primera vez que me acosté con Jackson pasé un poco de miedo. Como ya he dicho, es enorme, un tipo grande con un cuerpo gigantesco. Esa noche me mordió el labio. Todavía no sé si lo hizo a propósito o no. Se me hinchó el labio y noté el sabor de mi propia sangre, salada y ácida, en su lengua. Entonces sucedió. Justo detrás de mi ombligo. Ahí fue donde lo sentí. Como una burbuja jabonosa y perlada aumentando de tamaño en mi estómago... fue una sensación muy rara. Jackson ni siquiera me preguntó si me había hecho daño. Me lo había hecho, pero también me había gustado.
      Me estoy pintando las uñas del único color que una chica guapa que se precie puede pintárselas: de rojo. Por supuesto, ése es mi color, y sólo uso el Classic Red de Estee Lauder en mis pies de pedicura perfecta. Si no fuese porque me muerdo las uñas de los dedos hasta que dejármelos en carne viva, me las pintaría del mismo tono irresistible. Ni siquiera las uñas de porcelana pueden competir con mis ataques de ansiedad: me arranco los postizos como si fueran simples pegatinas de quita y pon. De niña, mi madre se pasaba el día diciéndome que era un culo inquieto, un auténtico terremoto incapaz de estarme quieta ni por un momento.
      Brucie me ha atacado mis delicados nervios esta mañana. Supongo que no creerá ni por un momento que me voy a poner a limpiar esta pocilga que tiene por casa. Nunca he visto un sitio semejante. Es un hervidero de mierda masculina: los cazos y las ollas sucias están escondidos de cualquier manera en el armario de la ropa blanca; al menos veinte cajas de pizza están apiladas junto al sofá a cuadros en un vano intento de imponer un poco de orden y los ceniceros escupen colillas por toda la superficie de la mesita del café, que está abarrotada de latas de Budweiser vacías y servilletas y tenedores de plástico usados. Cualquiera puede imaginarse la escena. No debería haberle lavado la ropa aquella vez. Hombres...
      Cojo el teléfono y marco los siete dígitos familiares.
      —Servicios Públicos. ¿En qué puedo ayudarle?
      Parece la nueva recepcionista, que se cree el segundo mejor invento después de la sopa de sobre. A mí me parece un hombre.
      —¿Puedo hablar con el señor Black, por favor?
      Oigo mi propia respiración, contenida, a la espera de una respuesta.
      —Yo soy Jackson Black.
      —Hola, pequeño, soy yo.
      —Hola, Sean. ¿Echas de menos a papaíto?
      —Si lo echase de menos no habría marcado este número, ¿no te parece?
      —Muy graciosa. ¿Quieres que nos veamos?
      —No, es que no he encontrado a nadie más para que me dé unos azotes en mi culo mimado. ¿Te va bien que quedemos para almorzar?
      —¿No trabajas?
      —No es que mi situación laboral sea de tu incumbencia, pero voy a responderte: no.
      —Bueno, pues yo sí tengo que ganarme la vida trabajando y no tengo tiempo para escuchar tus impertinencias.
      —Jackson, cielo, no seas así. ¿En el Seven Eleven? ¿A las doce?
      —Puedo salir un poco antes.
      —Ahora son las once. Dentro de media hora, entonces.
      —Hasta luego.
      —No llegues tarde. Sabes que odio tener que esperar.
      He dicho que Jackson es mi ex novio y lo es, pero nos vemos de vez en cuando. Es como una enfermedad, lo juro. Una especie de debilidad patológica de la que no me siento nada orgullosa, pero sé que caeré una y otra vez. Lo llamaré o me tropezaré con él en la puerta del Seven Eleven, mientras le estoy echando gasolina de primera al súper deportivo negro reluciente de Brucie.
      Soy la chica mala de Brucie. Él siempre está intentando hacerme feliz y, por supuesto, nunca tengo bastante. No sé por qué pierde el tiempo de esa manera conmigo aunque, bien pensado, nos parecemos un montón. Los dos somos débiles. Ambos pecamos de una terrible falta de disciplina. Yo sigo confiando en que algún día me despertaré y habré cambiado.
      Jackson está conduciendo el camión de la compañía cuando se detiene enfrente del Seven Eleven. Ha llegado temprano. Yo estoy sentada en el bordillo fuera de la tienda bebiéndome un refresco y comiéndome un perrito caliente normal. Hace bochorno y un rollito de carne me cuelga de la cintura de los vaqueros; llevo desabrochado uno de los botones. Tan flaca como estoy, parece que últimamente he ganado unos cuantos kilos, aunque no donde debería, por desgracia. Apenas si lleno este top sin espalda que llevo. El sudor se me pega al pecho plano.
      —¡Pero que buena estás! ¡Maciza! —me grita un albañil larguirucho desde el parapeto de sus gafas de sol de aviador con espejos. Sigue caminando despacio, lanzándome miradas lascivas, y desaparece en la luz artificialmente alegre de la tienda.
      —Vaya, vas a conseguir que me salgan los colores, cariño —le respondo con desparpajo y esbozando una sonrisa de coqueta timidez. Jackson llega a tiempo de presenciar el sórdido intercambio. Su cara pálida se pone roja como la grana.
      —Métete en el camión —me ordena—. Pareces una zorrona, ahí sentada y medio desnuda.
      —Depende de cuánto pagues —le contesto.
      —Ay, Dios. Abróchate los pantalones.
      —Hace calor.
      Tiro el resto de mi almuerzo a la basura y me subo al camión.
      —¿Adónde vamos? —pregunta Jackson.
      —A casa de un amigo. No está lejos.
      —Dame un beso —me ordena.
      —No. No hasta que lleguemos.
      Jackson extiende su musculosa mano y me pellizca. Me retuerce un buen cacho de carne con el pulgar y el índice.
      —¡Ay! Mierda. —Ahora tengo un verdugón debajo del tórax. Le doy un manotazo y siento el burbujeo familiar.
      —Venga, dame un beso.
      —¡Te he dicho que no!
      Me agarra unos mechones de pelo, sin apartar la vista de la carretera ni por un instante, y me pide instrucciones. Me da un buen tirón y le digo rápidamente cómo llegar a casa de Brucie. Habremos terminado mucho antes de que Brucie haya cerrado cocina en la Hong Kong House.
      Jackson me empuja escaleras arriba y me mete en el apartamento de Brucie a empellones. Que no haya marcas visibles. Ésa es la regla. Cualquier parte del cuerpo que pueda taparse con ropa es juego limpio. Llevamos jugando a este juego desde hace dos años, cuando volví a casa de la universidad. Jackson no es el primer tipo que me hace daño. Ha habido montones, pero Jackson me enseñó a disfrutar con el dolor.
      —¿Ésta es la casa de algún tío, verdad? No sé qué coño habré visto en una puta como tú. —Me da un puñetazo en el estómago. Veo cómo la rigidez de la entrepierna de sus pantalones le va aumentando de tamaño. Jadeando, no me atrevo a gimotear. A Jackson le gusta ver si es capaz de hacerme llorar.
      La mano enorme y plana que se alza y me cruza la cara me pilla por sorpresa. Noto la sangre, cálida como si fueran mocos, en la boca.
      —¡Maldita sea, Jackson! —le suelto indignada—. ¡Las reglas! ¡Las putas reglas!
      —Ahora vas a jugar a mi manera —me dice, volviéndome a abofetear con fuerza—. Has sido una chica muy, pero que muy mala. —Me pega una y otra vez, con brutalidad, implacable. Me echo a llorar a lágrima viva y pruebo el sabor dulce de la sangre en mis labios.
      Jackson se ha ido hace casi una hora. Llevo puesto el kimono de algodón de Brucie, el que yo misma le compré, y estoy limpiando su cochambroso apartamento.
      Paso el Boogie por el mismo trozo de moqueta naranja del salón, limpiando la misma suciedad que sigue vomitando una y otra vez la aspiradora especial para moquetas, llena hasta los topes. Hago el Boogie-Boogie.
      (¡Hey, Boogie, Boogie! ¡Hey! ¡Hey, Boogie, Boogie! ¡Hey! Con la mano dentro, con la mano fuera, con la mano dentro, la hago rodar, y ahora una palmada más. ¡Hey!)
      Al final, dejo la aspiradora. Cruzo el pasillo en dirección al cuarto de baño y me agacho debajo del lavabo para buscar el estropajo.
      (La esponjita amarilla que no raya).
      No reconozco a la chica del espejo aunque intuyo que debería. Lleva el pelo lacio y grueso, todo enredado. Su cutis, fino y rosado, está plagado de manchurrones de tanto llorar. Me maravillo de que su único ojo bueno sea de un color verde mar tan bonito. Un color muy poco corriente. Una grotesca flor color ciruela aparece en el lado derecho de su cara hinchada. Restriego la pila del lavabo una y otra vez en pequeñísimos movimientos circulares hasta que no queda ni una sola mancha. Ni un pelo suelto, ni una salpicadura de jabón, ni un resto de pasta de dientes seca estropea la superficie. Brucie se pondrá tan contento...
      Exhausta, me siento y enciendo un cigarrillo, un Marlboro: la marca de Brucie. Los asesinos de cowboys. Cuando ya me he fumado la mitad, lo aplasto en el cenicero reluciente que acabo de limpiar hace sólo unos minutos. Tomo un sorbo de mi bourbon con agua, aunque casi todo es bourbon. El licor me quema por dentro. Me gusta el sabor ahumado, como a madera. No me he movido del sitio donde estoy sentada cuando Brucie, oliendo a arroz frito, llega de la Hong Kong House.
      —¿Qué pasa? ¿Qué has hecho? —Brucie se me acerca y me acaricia suavemente la cara destrozada por los golpes con sus dedos largos y esbeltos. Me encantan sus manos suaves y ligeras, con las uñas cortas y muy brillantes. Sus manos de chico son más bonitas que las mías de chica. Intento acercar sus dedos elegantes a mis labios rotos.
      —¿Qué hacías, americana loca? —Aparta las manos de mi boca hinchada.
      —Nada —le digo.
      —No mientas, americanita mala.
      —Me caí, Brucie. Lo siento.
      —¡Lo sientes? ¡Tú siempre lo sientes! —grita.
      —No me chilles —murmuro.
      Una lágrima solitaria me resbala por el rabillo del ojo malo, tan hinchado que no puedo abrirlo.
      —Lo siento, cada vez, dices. No bien, tu corazón.
      —Lo sé. No puedo evitarlo.
      —Tienes que hacerlo.
      Brucie levanta mi vaso vacío hasta la altura de su nariz, una nariz extraordinariamente europea. Se siente tan orgulloso de ella... Está convencido de que le hace parecerse a un Paul Newman chino: extremadamente sexy a lo duro. Brucie olisquea el vaso con su nariz larga y delgada.
      —¿Estás borracha? —me pregunta.
      —Creo que sí —contesto, eructando.
      —¿Cómo voy a hacer? No puedo creer —lanza un profundo suspiro—. Vete a la cama. Ahora. Yo me ocupo.
      Brucie me limpia la cara con un paño caliente y húmedo y jabón neutro. Siento mucho no poder quererle como él me quiere a mí. Extiendo los brazos hacia él como si fuese una niña pequeña. Me aparta el pelo desordenado de la cara. Sus labios, pequeños como un don maravilloso, me besan la frente. El agua oxigenada bulle en los resquicios de mis heridas. Me escuece, pero me hace bien, como un bálsamo...

       

© 1999 Mary Warren
Traducido del inglés por Ana Alcaina
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Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autora. Rogamos lean las condiciones de uso.

 Mary Warren
     Mary W. Warren es escritora y profesora. Actualmente vive en Brooklyn, Nueva York, aunque trabajó como periodista en una pequeña comunidad sureña durante varios años antes de trasladarse a Nueva York para realizar un Master of Fine Arts en escritura creativa en el Brooklyn College. Sus poemas han sido publicados en diversas publicaciones regionales de Carolina del Norte y Texas.

       

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