Bruce Lee y Yo
Mary WarrenBrucie está
intentando salvarme de las garras de otro de esos asquerosos novietes americanos . Ahora
está en la ducha y yo estoy en su cama comiendo gofres de arándanos congelados y
tomándome un café bien cargadito. Brucie (o Bruce Lee, como le llamo a sus espaldas) es
chino y trabaja de chef en la Hong Kong House, donde hago de camarera de vez en cuando. Me
gusta Brucie; es un buen chico pero nunca me enamoraré de él. Ojalá pudiese, pero es
demasiado fácil para mí... y demasiado mayor.
Brucie es un tipo esbelto, tiene la piel suave y no es
nada peludo. En invierno, su piel es del color amarillo lejía de los crisantemos y en
verano se tuesta al sol hasta ponerse completamente moreno. Tiene los ojos angulosos, un
par de hendiduras labradas en una cara redonda e inmóvil con expresión sugerente, como
de complicidad. Brucie es exótico, como una de esas guindas de marrasquino que te
encuentras al fondo de un bol de macedonia. Nunca había conocido a alguien como él.
Lleva más de diez años viviendo en América y en todo ese tiempo, no ha ido ni una sola
vez a China a ver a sus padres, hermanos o hermanas. Yo solía ir a casa de mi madre todos
los días sin falta, me pasaba por allí para comer o para lavar un buen montón de ropa
sucia. Me parece increíble que Brucie no mande siquiera tarjetas de navidad o de
cumpleaños. Supongo que no sabe si su familia está viva o pudriéndose en alguna cárcel
comunista llena de moho. Yo soy su primera novia americana cien por cien, la primera por
la que no tiene que pagar en metálico. Es un hombre triste; a mí me da mucha lástima.
Tiene un corazón de oro, y eso no es algo que pueda decirse de mucha gente.
Brucie es muy distinto de mi último ex novio. A su
lado, Jackson tiene más capas que un estercolero. La superficie es fresca y limpia, una
fina capa de mantillo frondoso con olor a hierba recién cortada. El interior está
húmedo, fermentado y podrido. Todo esto son cosas que una no puede saber sólo con rascar
la superficie. Para cuando has llegado al fondo, ya es demasiado tarde para echarse
atrás. Jackson es un tipo grandote, mide más de metro ochenta, con las mejillas
sonrosadas y rebosantes de salud, y creo que es el chico más peludo que he visto en mi
vida. Tiene todo el cuerpo lleno de pelos gruesos y rizados. Sus antebrazos, cubiertos por
una tupida capa de pelos rebeldes como si fueran brotes de alfalfa, fueron lo primero que
me atrajo de él.
Pobre Brucie. Sólo tiene un par de pelos largos y
finuchos en los brazos. A mí me dan un asco inmenso. Una vez le sugerí que se los
afeitase cuanto antes, pero se me quedó mirando como si le estuviera pidiendo que se
tragase un tubo de pegamento. No habla nuestro idioma demasiado bien, así que pensé que
tal vez le estaba hablando demasiado deprisa. Resultó que, sencillamente, estaba
ignorándome. Estoy descubriendo que los chicos chinos son muy buenos en eso. Hay cosas
sobre los hombres que son iguales en cualquier país del mundo.
¿Qué estás haciendo? me preguntó
Brucie mientras se colocaba la bata blanca y almidonada de chef. Se estaba arreglando para
irse a trabajar, y se había puesto las chancletas lilas y los boxer de Mickey
Mouse que le había comprado en Disney World.
Desayunando contesté.
¿A eso llamas desayunar?
¡Gofres de arándanos y café! ¡El desayuno de
los campeones! ¡Enriquecido con 11 vitaminas y minerales! Me aparté el pelo de los
ojos.
Bah. Comida americana no buena para el cuerpo.
Odio estúpidas hamburguesas con queso.
Brucie, no me estoy comiendo una hamburguesa con
queso. Además, tú te zampaste una ayer, con patatas grandes, y todavía estás vivito y
coleando.
Me da igual.
Esta mañana tiene resaca. Sin contar las chicas de
culos gordos y bamboleantes, la Budweiser y el topoderoso dólar, Brucie jura y perjura
que aborrece todo lo americano, sobre todo a mis ex novios, motivo de irritación
constante.
¿Vas a trabajar? preguntó.
No. Hoy no, cariño. Necesito mi día de
descanso reparador.
No seas perezosa, americanita mimada.
Mi nombre es Sean, señorita Dale para ti.
¿Por qué no trabajas?
Es una cuestión de imagen, querido. ¿Qué
diría la gente si tu chica tuviese que trabajar?
¿Adónde vas, entonces?
Me parece que eso no es asunto tuyo, Brucie.
Vamos, al menos eso es lo que opino yo.
¿Vas a ir a verle?
¿A quién?
A él. Al chico americano. ¿Cómo se llama?
¿Johnson?
No sé de qué me estás hablando le dije,
apartando la mirada.
¡No me mientas!
No te estoy mintiendo. Tú no eres mi dueño.
¡Sean! Su rostro amarillento se nubló.
Ése es mi nombre, no me lo gastes.
¡No tengo por qué aguantar mierda! ¡No seas
perezosa!
Te he dicho que no voy a ir.
Muy bien, de acuerdo. Pues limpia la casa
entonces. Tienes que trabajar.
Creo que estás muy equivocado, pequeño.
Brucie empieza a mascullar algo en chino. Detecto una
sarta de ordinarieces mientras empieza a caminar por el apartamento pataleando y haciendo
tanto ruido como le permiten sus viejas chancletas. Cierra la desvencijada puerta de
madera contrachapada del apartamento dando un portazo hueco. Me pongo a masticar otro
gofre. Me gustan más los congelados.
Con Jackson, siempre hay un elemento de sorpresa. No
es ningún calzonazos y, a diferencia de Brucie, nunca muestra una pizca de ternura.
Brucie me hace caricias en la barriga cuando me viene la regla, cuando mis partes
femeninas empiezan a retumbar con tanta fuerza que parecen tambores de guerra. Ésa es la
clase de hombre que es Brucie. No sé por qué no puede gustarme más de lo que me gusta.
Me enrollé con Jackson una tarde fuera del Seven
Eleven. Todavía no tenía teléfono. En mi barrio, donde tapan con barras metálicas
todas las ventanas de cristal, un teléfono es algo imprescindible. Estaba acercando la
oreja al tono de marcado y gritando al auricular de la cabina telefónica cuando lo vi.
Jackson me guiñó un ojo de camino a la tienda, donde
se unió a la cola cada vez más larga de albañiles de aspecto sucio y cansado que
esperaban con impaciencia para comprar una de esas ofertas de tres perritos picantes por
un dólar. Era un grupo de tipos altos y fortachones, adictos a las latas grandes de
cerveza Miller y a los botes de sal de fruta de tamaño familiar. Entró y luego se me
ligó como si tal cosa, como si hubiese pasado por allí y parado un momento a comprar un
pack de seis latas. Así es como funcionan las cosas en el Seven Eleven.
Lo seguí con la mirada mientras fingía marcar otro
número de teléfono. Cuando lo pillé mirándome, aparté la mirada inmediatamente. Hice
ver que estaba concentrada en una chiquilla descalza que llevaba la cara sucia y el pelo
negro enmarañado y greñudo. Se puso a andar con parsimonia por el aparcamiento, con
cuidado de ir evitando los suculentos pegotes de tabaco de mascar escupidos
precipitadamente en el pavimento. Sus pies inexpertos aterrizaron sobre la colilla de un
cigarrillo mal apagado. Empezó a dar saltos hacia la acera aullando de dolor como si
estuviera jugando a la rayuela.
Si echas una moneda tendrás más suerte
dijo una voz por detrás de mi hombro izquierdo.
¿Cómo dices? pregunté bruscamente.
A ver, intentaré explicártelo mejor para que
lo entiendas siguió diciendo: si no pones una moneda en la ranura, no podrás
hacer la llamada.
Colgué el receptor de golpe.
Jackson se quedó allí acariciándose la parte
superior de su pelo corto pelirrojo con la mano. Rapado al uno, parecía velcro. Tenía
los ojos azul claro puntuados por un par de pupilas duras y asombrosamente negras. Su
uniforme de sarga azul le quedaba fatal, como casi todos los uniformes, demasiado apretado
en las caderas y en los bíceps. Seguramente lo llevaba así a propósito. Llevaba la
correspondiente etiqueta con el nombre que se fija con la plancha.
Escucha, no sé quién eres pero, evidentemente,
te crees alguien para venir e interrumpirme con tanta desfachatez le espeté.
Bueno, entonces es que leer se te da tan mal
como utilizar cabinas de teléfono.
Muy listo, Einstein. Empecé a caminar con
brío, con la cabeza echada hacia atrás, en dirección a mi apartamento.
Si quieres, te llevo se ofreció. Me
detuve. Se acercó tanto a mí que noté cómo su cintura plana me rozaba la espalda.
Percibí el aroma a gasolina y su olor corporal. Su aliento era cálido, pero no
desagradable.
Vale.
La primera vez que me acosté con Jackson pasé un
poco de miedo. Como ya he dicho, es enorme, un tipo grande con un cuerpo gigantesco. Esa
noche me mordió el labio. Todavía no sé si lo hizo a propósito o no. Se me hinchó el
labio y noté el sabor de mi propia sangre, salada y ácida, en su lengua. Entonces
sucedió. Justo detrás de mi ombligo. Ahí fue donde lo sentí. Como una burbuja jabonosa
y perlada aumentando de tamaño en mi estómago... fue una sensación muy rara. Jackson ni
siquiera me preguntó si me había hecho daño. Me lo había hecho, pero también me
había gustado.
Me estoy pintando las uñas del único color que una
chica guapa que se precie puede pintárselas: de rojo. Por supuesto, ése es mi color, y
sólo uso el Classic Red de Estee Lauder en mis pies de pedicura perfecta. Si no fuese
porque me muerdo las uñas de los dedos hasta que dejármelos en carne viva, me las
pintaría del mismo tono irresistible. Ni siquiera las uñas de porcelana pueden competir
con mis ataques de ansiedad: me arranco los postizos como si fueran simples pegatinas de
quita y pon. De niña, mi madre se pasaba el día diciéndome que era un culo inquieto, un
auténtico terremoto incapaz de estarme quieta ni por un momento.
Brucie me ha atacado mis delicados nervios esta
mañana. Supongo que no creerá ni por un momento que me voy a poner a limpiar esta
pocilga que tiene por casa. Nunca he visto un sitio semejante. Es un hervidero de mierda
masculina: los cazos y las ollas sucias están escondidos de cualquier manera en el
armario de la ropa blanca; al menos veinte cajas de pizza están apiladas junto al sofá a
cuadros en un vano intento de imponer un poco de orden y los ceniceros escupen colillas
por toda la superficie de la mesita del café, que está abarrotada de latas de Budweiser
vacías y servilletas y tenedores de plástico usados. Cualquiera puede imaginarse la
escena. No debería haberle lavado la ropa aquella vez. Hombres...
Cojo el teléfono y marco los siete dígitos
familiares.
Servicios Públicos. ¿En qué puedo ayudarle?
Parece la nueva recepcionista, que se cree el segundo
mejor invento después de la sopa de sobre. A mí me parece un hombre.
¿Puedo hablar con el señor Black, por favor?
Oigo mi propia respiración, contenida, a la espera de
una respuesta.
Yo soy Jackson Black.
Hola, pequeño, soy yo.
Hola, Sean. ¿Echas de menos a papaíto?
Si lo echase de menos no habría marcado este
número, ¿no te parece?
Muy graciosa. ¿Quieres que nos veamos?
No, es que no he encontrado a nadie más para
que me dé unos azotes en mi culo mimado. ¿Te va bien que quedemos para almorzar?
¿No trabajas?
No es que mi situación laboral sea de tu
incumbencia, pero voy a responderte: no.
Bueno, pues yo sí tengo que ganarme la vida
trabajando y no tengo tiempo para escuchar tus impertinencias.
Jackson, cielo, no seas así. ¿En el Seven
Eleven? ¿A las doce?
Puedo salir un poco antes.
Ahora son las once. Dentro de media hora,
entonces.
Hasta luego.
No llegues tarde. Sabes que odio tener que
esperar.
He dicho que Jackson es mi ex novio y lo es, pero nos
vemos de vez en cuando. Es como una enfermedad, lo juro. Una especie de debilidad
patológica de la que no me siento nada orgullosa, pero sé que caeré una y otra vez. Lo
llamaré o me tropezaré con él en la puerta del Seven Eleven, mientras le estoy echando
gasolina de primera al súper deportivo negro reluciente de Brucie.
Soy la chica mala de Brucie. Él siempre está
intentando hacerme feliz y, por supuesto, nunca tengo bastante. No sé por qué pierde el
tiempo de esa manera conmigo aunque, bien pensado, nos parecemos un montón. Los dos somos
débiles. Ambos pecamos de una terrible falta de disciplina. Yo sigo confiando en que
algún día me despertaré y habré cambiado.
Jackson está conduciendo el camión de la compañía
cuando se detiene enfrente del Seven Eleven. Ha llegado temprano. Yo estoy sentada en el
bordillo fuera de la tienda bebiéndome un refresco y comiéndome un perrito caliente
normal. Hace bochorno y un rollito de carne me cuelga de la cintura de los vaqueros; llevo
desabrochado uno de los botones. Tan flaca como estoy, parece que últimamente he ganado
unos cuantos kilos, aunque no donde debería, por desgracia. Apenas si lleno este top
sin espalda que llevo. El sudor se me pega al pecho plano.
¡Pero que buena estás! ¡Maciza! me
grita un albañil larguirucho desde el parapeto de sus gafas de sol de aviador con
espejos. Sigue caminando despacio, lanzándome miradas lascivas, y desaparece en la luz
artificialmente alegre de la tienda.
Vaya, vas a conseguir que me salgan los colores,
cariño le respondo con desparpajo y esbozando una sonrisa de coqueta timidez.
Jackson llega a tiempo de presenciar el sórdido intercambio. Su cara pálida se pone roja
como la grana.
Métete en el camión me ordena.
Pareces una zorrona, ahí sentada y medio desnuda.
Depende de cuánto pagues le contesto.
Ay, Dios. Abróchate los pantalones.
Hace calor.
Tiro el resto de mi almuerzo a la basura y me subo al
camión.
¿Adónde vamos? pregunta Jackson.
A casa de un amigo. No está lejos.
Dame un beso me ordena.
No. No hasta que lleguemos.
Jackson extiende su musculosa mano y me pellizca. Me
retuerce un buen cacho de carne con el pulgar y el índice.
¡Ay! Mierda. Ahora tengo un verdugón
debajo del tórax. Le doy un manotazo y siento el burbujeo familiar.
Venga, dame un beso.
¡Te he dicho que no!
Me agarra unos mechones de pelo, sin apartar la vista
de la carretera ni por un instante, y me pide instrucciones. Me da un buen tirón y le
digo rápidamente cómo llegar a casa de Brucie. Habremos terminado mucho antes de que
Brucie haya cerrado cocina en la Hong Kong House.
Jackson me empuja escaleras arriba y me mete en el
apartamento de Brucie a empellones. Que no haya marcas visibles. Ésa es la regla.
Cualquier parte del cuerpo que pueda taparse con ropa es juego limpio. Llevamos jugando a
este juego desde hace dos años, cuando volví a casa de la universidad. Jackson no es el
primer tipo que me hace daño. Ha habido montones, pero Jackson me enseñó a disfrutar
con el dolor.
¿Ésta es la casa de algún tío, verdad? No
sé qué coño habré visto en una puta como tú. Me da un puñetazo en el
estómago. Veo cómo la rigidez de la entrepierna de sus pantalones le va aumentando de
tamaño. Jadeando, no me atrevo a gimotear. A Jackson le gusta ver si es capaz de hacerme
llorar.
La mano enorme y plana que se alza y me cruza la cara
me pilla por sorpresa. Noto la sangre, cálida como si fueran mocos, en la boca.
¡Maldita sea, Jackson! le suelto
indignada. ¡Las reglas! ¡Las putas reglas!
Ahora vas a jugar a mi manera me dice,
volviéndome a abofetear con fuerza. Has sido una chica muy, pero que muy mala.
Me pega una y otra vez, con brutalidad, implacable. Me echo a llorar a lágrima viva
y pruebo el sabor dulce de la sangre en mis labios.
Jackson se ha ido hace casi una hora. Llevo puesto el
kimono de algodón de Brucie, el que yo misma le compré, y estoy limpiando su cochambroso
apartamento.
Paso el Boogie por el mismo trozo de moqueta naranja
del salón, limpiando la misma suciedad que sigue vomitando una y otra vez la aspiradora
especial para moquetas, llena hasta los topes. Hago el Boogie-Boogie.
(¡Hey, Boogie, Boogie! ¡Hey! ¡Hey, Boogie,
Boogie! ¡Hey! Con la mano dentro, con la mano fuera, con la mano dentro, la hago rodar, y
ahora una palmada más. ¡Hey!)
Al final, dejo la aspiradora. Cruzo el pasillo en
dirección al cuarto de baño y me agacho debajo del lavabo para buscar el estropajo.
(La esponjita amarilla que no raya).
No reconozco a la chica del espejo aunque intuyo que
debería. Lleva el pelo lacio y grueso, todo enredado. Su cutis, fino y rosado, está
plagado de manchurrones de tanto llorar. Me maravillo de que su único ojo bueno sea de un
color verde mar tan bonito. Un color muy poco corriente. Una grotesca flor color ciruela
aparece en el lado derecho de su cara hinchada. Restriego la pila del lavabo una y otra
vez en pequeñísimos movimientos circulares hasta que no queda ni una sola mancha. Ni un
pelo suelto, ni una salpicadura de jabón, ni un resto de pasta de dientes seca estropea
la superficie. Brucie se pondrá tan contento...
Exhausta, me siento y enciendo un cigarrillo, un
Marlboro: la marca de Brucie. Los asesinos de cowboys. Cuando ya me he fumado la
mitad, lo aplasto en el cenicero reluciente que acabo de limpiar hace sólo unos minutos.
Tomo un sorbo de mi bourbon con agua, aunque casi todo es bourbon. El licor
me quema por dentro. Me gusta el sabor ahumado, como a madera. No me he movido del sitio
donde estoy sentada cuando Brucie, oliendo a arroz frito, llega de la Hong Kong House.
¿Qué pasa? ¿Qué has hecho? Brucie se
me acerca y me acaricia suavemente la cara destrozada por los golpes con sus dedos largos
y esbeltos. Me encantan sus manos suaves y ligeras, con las uñas cortas y muy brillantes.
Sus manos de chico son más bonitas que las mías de chica. Intento acercar sus dedos
elegantes a mis labios rotos.
¿Qué hacías, americana loca? Aparta las
manos de mi boca hinchada.
Nada le digo.
No mientas, americanita mala.
Me caí, Brucie. Lo siento.
¡Lo sientes? ¡Tú siempre lo sientes!
grita.
No me chilles murmuro.
Una lágrima solitaria me resbala por el rabillo del
ojo malo, tan hinchado que no puedo abrirlo.
Lo siento, cada vez, dices. No bien, tu
corazón.
Lo sé. No puedo evitarlo.
Tienes que hacerlo.
Brucie levanta mi vaso vacío hasta la altura de su
nariz, una nariz extraordinariamente europea. Se siente tan orgulloso de ella... Está
convencido de que le hace parecerse a un Paul Newman chino: extremadamente sexy a lo duro.
Brucie olisquea el vaso con su nariz larga y delgada.
¿Estás borracha? me pregunta.
Creo que sí contesto, eructando.
¿Cómo voy a hacer? No puedo creer lanza
un profundo suspiro. Vete a la cama. Ahora. Yo me ocupo.
Brucie me limpia la cara con un paño caliente y
húmedo y jabón neutro. Siento mucho no poder quererle como él me quiere a mí. Extiendo
los brazos hacia él como si fuese una niña pequeña. Me aparta el pelo desordenado de la
cara. Sus labios, pequeños como un don maravilloso, me besan la frente. El agua oxigenada
bulle en los resquicios de mis heridas. Me escuece, pero me hace bien, como un bálsamo...
|