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UMBRAL Juan Abreu
La LECHE del cielo. I Está en una franja de tierra en la que unos pinos viejos crecen
dispersos. Los troncos de los árboles, descascarados, agitan al viento sus pieles
transparentes, de reptiles. Una baba pegajosa les resbala por encima. A la derecha del
hombre el mar tiene un tono gris compacto, pálido, más allá del contén de concreto
agrietado. Dentro del mar, lejos, se deslizan velas de colores brillantes. A su izquierda
se levanta el bosque como una pared. Impenetrable, sólido; en contraste con la rala
franja de tierra, los pinos enhiestos, lacerados, de ramas engarrotadas, y la ancha y
plomiza planicie del mar. Entre los pinos y el bosque se extiende un pedregal salpicado de
manchas de hierba y tierra arenosa. Hierba como cabello viejo y escaso sobre el cráneo
manchado del mundo. II Al penetrar la espesura una humedad
antigua lo envuelve. Una libélula de ocho patas y alas fibrosas vuela cerca de su cabeza
produciendo un zumbido agudo. Con el aguijón enhiesto como una lanza, se precipita sobre
su hembra y le introduce el arma con un chasquido humeante. Nota que las hojas que cubren
el suelo, al ir adentrándose en el bosque, se mueven como si tuvieran vida propia. Pero
son insectos. Innumerables insectos se deslizan bajo el manto pardo, mojado, de las hojas
que se pudren. Los hay delicados como ángeles, blancos, traslúcidos, a través de cuyas
pieles puede verse el corazón bombeante, los intestinos enroscados, el estómago en plena
función trituradora. Los hay sólidos cual piedras, cual trozos de acero, laminados,
acorazados como máquinas bélicas que parten con un movimiento aceitado de sus tenazas a
otros más débiles o más lentos. Algunos devoran hojas, otros horadan la superficie
creando túneles por los que se pierden bajo tierra. Cerca, junto a un árbol, una
serpiente atrapa a una ardilla y trata de tragársela afanosamente. El bosque parece
ondular, toma el aspecto de una gran piel: superficie de carne. Un enjambre de mariposas
oscuras abanica el aire manchando la atmósfera. Víboras pequeñas, como vibrátiles
dedos móviles se lanzan desde las ramas y las atrapan al vuelo. Pájaros de diversas
especies les disputan las mariposas y los insectos voladores a las víboras. A veces,
hasta a ellas mismas las devoran. Legiones de lombrices se desplazan bajo la hojarasca
agujereando la tierra blanda. Un insecto negro y zancudo fornica con su hembra, mientras
esta lo devora. El hombre ha dejado de avanzar. Se halla en el borde de un claro en el que
la luz del sol se desliza por un tragaluz. El claro está cubierto de un breve césped.
Desde él es imposible ver al hombre que se halla protegido por la maleza. Bajo la luz
llena de gotas ínfimas, sobre la hierba rizada como pelos jóvenes, están los dos
muchachos. Uno, agachado, con los pantalones bajos, deja al aire las nalgas tirantes y
enrojecidas, de vellos largos y húmedos de sudor. El otro, de pie, lo penetra con furia
reconcentrada que parece encontrar eco en la actividad del bosque, en el tráfico de los
animales y en el ondulamiento de las plantas. El falo al entrar y salir del ano del
muchacho acuclillado produce un sonido de chapoteo. Un estremecimiento recorre la espina
dorsal del hombre. El muchacho agachado tiene la cara pegada a la tierra, los ojos muy
abiertos y de la boca de dientes apretados le brota un líquido blanquecino y pegajoso. El
que está de pie alza el rostro hacia el agujero en el techo de ramas, y de su expresión
emana una concentración inaudita. El movimiento de los dos se acelera mientras el hombre
permanece inmóvil en el borde del claro. Sudoroso, siente animarse todo a su alrededor.
Una danza sudada se instala. Los insectos chillan al tiempo que se penetran, los pájaros,
las hojas, se retuercen anhelantes, tiemblan calientes. La tierra empieza a tomar un color
rosado que no puede reconocer de momento, pero que pronto recuerda haber visto entre los
labios del sexo de su mujer. Cuando acerca el rostro a aquel agujero entreabierto. El
miembro violáceo del muchacho, cubierto de una baba sucia, alcanza una velocidad y una
profundidad máximas cuando el paisaje comienza a transformarse. El hombre observa
inmovilizado. Un gato salvaje salta con un largo roedor entre los colmillos. La cabeza del
roedor cruje y los ojos salen de sus órbitas bajo la presión de las mandíbulas. Un
reptil sinuoso atrapa un ave de plumas deslumbrantes y comienza a ensalivarle las alas. Un
gran silencio, que forma un cuerpo, envuelve la actividad febril de la floresta. Entonces
siente que su falo erecto crece haciendo estallar el pantalón y formando un círculo,
como guiado por una mano invisible, se clava en su propio trasero, rojo y humeante. El
hombre ahora se debate en el líquido que él mismo expele y en el fluído pegajoso que en
su excitación la tierra suda, al tiempo que lanza grumos en todas direcciones. Se
repliega, se recoge en sí mismo recorrido por un ansia extraña, sin apartar los ojos de
la pareja, mientras los labios de la vajina del mundo, donde se encuentra, se abren
temblorosos para recibir el empuje violento del infinito falo de Dios. |
© 1999 Juan Abreu
| entrevista
/biografía | versión
en inglés Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autora. Rogamos lean las condiciones de uso. | índice | índex | Michael Knight | David Alexander | Mary Warren | Marcia Morgado | Crítica | Breves críticas (en inglés) | Ediciones anteriores | Enlaces | |