barcelona review # 11   febrero - marzo 1999
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UMBRALdibujo
Juan Abreu

 

La LECHE del cielo.
Bataille

I

Está en una franja de tierra en la que unos pinos viejos crecen dispersos. Los troncos de los árboles, descascarados, agitan al viento sus pieles transparentes, de reptiles. Una baba pegajosa les resbala por encima. A la derecha del hombre el mar tiene un tono gris compacto, pálido, más allá del contén de concreto agrietado. Dentro del mar, lejos, se deslizan velas de colores brillantes. A su izquierda se levanta el bosque como una pared. Impenetrable, sólido; en contraste con la rala franja de tierra, los pinos enhiestos, lacerados, de ramas engarrotadas, y la ancha y plomiza planicie del mar. Entre los pinos y el bosque se extiende un pedregal salpicado de manchas de hierba y tierra arenosa. Hierba como cabello viejo y escaso sobre el cráneo manchado del mundo.
      Camina hasta la glorieta de madera oscura de la que pende la piñata, tira levemente de los cordeles de los que luego se colgarán los niños. Se asegura que estén a la altura adecuada. Luego carga la caja de cartón forrada de papeles de colores y flecos. Comprueba su peso. Contiene suficientes caramelos. Todos los niños estarán satisfechos. Pero los niños tardarán en aparecer. Es muy temprano, tan temprano que todavía la humedad del amanecer se desliza como una nata blanca a lo largo del parque. El rocío centellea sobre las hojas. Una brisa pequeña rebota entre los matorrales torpemente. Herida. Perseguida por una bestia mayor.
     Su mujer, sus hijos, los invitados, tardan. El, como otros años, se ha encargado de prepararlo todo. Colgar la piñata, amarrar los globos, traer los envases plásticos llenos de hielo, el carbón para cocinar los hamburgers, los hot dogs. Junto a sus pies se mueve un ciempiés sedoso. El animal se apresura por sobre el cemento húmedo con una prisa redonda y ridícula que molesta al hombre que, alargando la pierna con un movimiento casi casual, lo aplasta. Cuando aparta el zapato el ciempiés es una marcha verdosa salpicada de pelusas doradas. Mira hacia el final del parque, hacia el punto por el que debe aparecer la mujer o cualquiera que desee llegar a la franja, al parque con sus glorietas alineadas, constreñidas entre la arboleda y el mar. Nada se mueve. La soledad es tan enorme que la ve avanzar entre la bruma blanca del amanecer apretándose los pechos hinchados, echando leche sobre las pequeñas piedras del trillo. Vuelve los ojos hacia el bosque y observa como los pinos se contonean con insolencia. Avanza hacia ellos. Por encima de las cabezas de los árboles ve las estúpidas, lujosas y brillantes torres de los edificios de Brickell Avenue.

II

      Al penetrar la espesura una humedad antigua lo envuelve. Una libélula de ocho patas y alas fibrosas vuela cerca de su cabeza produciendo un zumbido agudo. Con el aguijón enhiesto como una lanza, se precipita sobre su hembra y le introduce el arma con un chasquido humeante. Nota que las hojas que cubren el suelo, al ir adentrándose en el bosque, se mueven como si tuvieran vida propia. Pero son insectos. Innumerables insectos se deslizan bajo el manto pardo, mojado, de las hojas que se pudren. Los hay delicados como ángeles, blancos, traslúcidos, a través de cuyas pieles puede verse el corazón bombeante, los intestinos enroscados, el estómago en plena función trituradora. Los hay sólidos cual piedras, cual trozos de acero, laminados, acorazados como máquinas bélicas que parten con un movimiento aceitado de sus tenazas a otros más débiles o más lentos. Algunos devoran hojas, otros horadan la superficie creando túneles por los que se pierden bajo tierra. Cerca, junto a un árbol, una serpiente atrapa a una ardilla y trata de tragársela afanosamente. El bosque parece ondular, toma el aspecto de una gran piel: superficie de carne. Un enjambre de mariposas oscuras abanica el aire manchando la atmósfera. Víboras pequeñas, como vibrátiles dedos móviles se lanzan desde las ramas y las atrapan al vuelo. Pájaros de diversas especies les disputan las mariposas y los insectos voladores a las víboras. A veces, hasta a ellas mismas las devoran. Legiones de lombrices se desplazan bajo la hojarasca agujereando la tierra blanda. Un insecto negro y zancudo fornica con su hembra, mientras esta lo devora. El hombre ha dejado de avanzar. Se halla en el borde de un claro en el que la luz del sol se desliza por un tragaluz. El claro está cubierto de un breve césped. Desde él es imposible ver al hombre que se halla protegido por la maleza. Bajo la luz llena de gotas ínfimas, sobre la hierba rizada como pelos jóvenes, están los dos muchachos. Uno, agachado, con los pantalones bajos, deja al aire las nalgas tirantes y enrojecidas, de vellos largos y húmedos de sudor. El otro, de pie, lo penetra con furia reconcentrada que parece encontrar eco en la actividad del bosque, en el tráfico de los animales y en el ondulamiento de las plantas. El falo al entrar y salir del ano del muchacho acuclillado produce un sonido de chapoteo. Un estremecimiento recorre la espina dorsal del hombre. El muchacho agachado tiene la cara pegada a la tierra, los ojos muy abiertos y de la boca de dientes apretados le brota un líquido blanquecino y pegajoso. El que está de pie alza el rostro hacia el agujero en el techo de ramas, y de su expresión emana una concentración inaudita. El movimiento de los dos se acelera mientras el hombre permanece inmóvil en el borde del claro. Sudoroso, siente animarse todo a su alrededor. Una danza sudada se instala. Los insectos chillan al tiempo que se penetran, los pájaros, las hojas, se retuercen anhelantes, tiemblan calientes. La tierra empieza a tomar un color rosado que no puede reconocer de momento, pero que pronto recuerda haber visto entre los labios del sexo de su mujer. Cuando acerca el rostro a aquel agujero entreabierto. El miembro violáceo del muchacho, cubierto de una baba sucia, alcanza una velocidad y una profundidad máximas cuando el paisaje comienza a transformarse. El hombre observa inmovilizado. Un gato salvaje salta con un largo roedor entre los colmillos. La cabeza del roedor cruje y los ojos salen de sus órbitas bajo la presión de las mandíbulas. Un reptil sinuoso atrapa un ave de plumas deslumbrantes y comienza a ensalivarle las alas. Un gran silencio, que forma un cuerpo, envuelve la actividad febril de la floresta. Entonces siente que su falo erecto crece haciendo estallar el pantalón y formando un círculo, como guiado por una mano invisible, se clava en su propio trasero, rojo y humeante. El hombre ahora se debate en el líquido que él mismo expele y en el fluído pegajoso que en su excitación la tierra suda, al tiempo que lanza grumos en todas direcciones. Se repliega, se recoge en sí mismo recorrido por un ansia extraña, sin apartar los ojos de la pareja, mientras los labios de la vajina del mundo, donde se encuentra, se abren temblorosos para recibir el empuje violento del infinito falo de Dios.

© 1999 Juan Abreu             | entrevista /biografía | versión en inglés

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