El hombre que fue a por tabaco
Michael Knight
Al volver una noche a casa del trabajo, encontré a mi mujer
en la silla de ruedas junto a la cama. Llevaba un corsé azul oscuro con ligas a juego, el
encaje de las medias se dejaba entrever por debajo de la manta que le cubría las piernas.
Marilyn, mi mujer. Se había arreglado el pelo. Se lo había cepillado y le caía suave y
cobrizo sobre los hombros, las puntas rizadas. Con los dedos, acariciaba la manta que le
cubría las piernas espectrales como si fueran muebles viejos. No dijo nada. Dejé algo de
calderilla sobre la cómoda y me quité las zapatillas de deporte y los calcetines
empapados bajo su mirada atenta. Trabajaba como marinero de cubierta en un barco de pesca
deportiva y llevaba la camiseta y los pantalones manchados con las huellas de mi trabajo:
escamas brillantes como lentejuelas y restos de tripas de pescado. Desnudo, llevé aquel
montón de ropa pestilente al cuarto de la lavadora y lo tiré dentro de la máquina.
Había cubierto el suelo del pasillo con goma negra para que le resultara más fácil
moverse por la casa. Todo estaba en silencio.
Cuando volví, no había cambiado nada.
Me senté en el borde de la cama y dije:
Apesto.
Tampoco tanto contestó.
Me tocó el muslo. Le dije:
¿Qué quieres que haga?
Cógeme en brazos, Duncan. Déjame en la cama.
Ya estoy acostumbrado a llevarla en brazos hasta la cama,
sus piernas delgadas e indiferentes se mecen como niños dormidos. Yo me muevo por los
dos. Pero esa noche la dejé caer sobre el colchón con la misma torpeza con que lo haría
un borracho. Le estiré las piernas como si fueran fundas de cojín rellenas de piedras.
Me dijo que me relajara, que fuera más despacio, con cuidado. Me disculpé una y otra
vez. Para compensar su inmovilidad, Marilyn recorría con sus manos el anverso de mis
brazos, me acariciaba la espalda con las uñas. Gimió y continuó. No hacía más que
pensar que le estaba haciendo daño era frágil y pequeña, que sus caderas
cederían bajo mi peso y tendría que llevarla al hospital y todos los de urgencias me
imaginarían haciéndole el amor a una inválida.
¿Qué tal? pregunté ¿Estás bien?
Estoy bien me dijo, no pares.
Me rodeó con los brazos y me empujó hacia su interior.
Empecé a sudar. Volví la cabeza y le vi las piernas, extendidas al lado de las mías,
con los pies torcidos hacia fuera. Sentí que mi vigor declinaba.
¿Me sientes?
Sí contestó, sí que te siento.
La mentira hizo que me ruborizara y hundí la cara en su
cuello.
No me sientes, ¿verdad?
Paró y me dijo:
No como antes. Pero sí, te lo juro.
Sentí que se me deshacían los huesos. Esperaba que se
enfadara de un momento a otro, que me dijera que era un inútil y que ya ni siquiera
servía para hacerle el amor. Era mi mujer. Quería que se enfureciera, igual que en el
hospital, justo después de que pasara aquello. Tenía la cara cubierta por una maraña de
pelo y sangre seca, con las mejillas aprisionadas por ese aparato que utilizan para
inmovilizar la cabeza. Me incliné sobre la camilla para que pudiera verme, y me dijo:
Alguien se me ha sentado en las piernas. Dile a ese
gordo hijo de puta que se me quite de encima.
No supe qué hacer. Tenía los ojos inyectados de sangre.
Miré al punto en el vacío donde se suponía que había una cara.
¡Levanta el culo de las piernas de mi mujer, joder!
Cerré los ojos con fuerza. Marilyn continuaba pasándome
las uñas por la espalda. Olía a maquillaje y un poco a rancio, igual que un bebé. El
encaje del corsé se me clavaba en el pecho como si fueran escamas.
Al cabo de un rato, me dijo:
¿Y si apagamos la luz?
Me quité de encima y puse los pies en el suelo, la
habitación se balanceaba, igual que cuando se siente el vaivén del mar en las piernas
nada más pisar tierra firme. No entendía qué me pasaba. Hacía siete años que era mi
mujer. Encendí un cigarrillo y eché la ceniza en la zapatilla de deporte.
¿Duncan?
No contesté. Eres preciosa. Ya te lo he
dicho.
No, no me lo has dicho. No me has mirado en los
últimos trescientos diecisiete días.
No sé dije frotándome el ojo con la
mano. Oye, Marilyn, tengo que salir un momento. Voy a comprar tabaco, ¿vale?
Marilyn era tan pequeña que en la cama apenas notaba su
presencia a mis espaldas. Tenía una forma de quedarse tan callada y tan quieta que casi
no se sabía si estaba allí. Como cuando la traje a casa del hospital y ella ya había
renunciado a la rabia. Me hacía llevarla hasta a la ventana antes de irme al trabajo,
sólo que en lugar de mirar hacia el mar, quería que le pusiera la silla mirando a la
pared, de modo que la playa quedara a su izquierda. Cuando le pregunté por qué, me
contestó:
Quiero ver el mundo de lado. Será como mirar por la
ventanilla de un coche.
Al principio pensé que era por el accidente. Intentaba
recrear, de una forma enfermiza y peligrosa, lo que veía cuando la embistieron. Pero
acabé por convencerme de que era algo completamente distinto, aunque no sabía qué con
exactitud; aquella manera de sentarse allí, en absoluto silencio, mientras a su izquierda
las mareas subían y bajaban, el sol caía sobre la carretera entre la casa y la playa, el
viento robaba la arena de las dunas. En la cena, se sentaba de lado a la mesa. En la cama,
dormía tumbada sobre el lado izquierdo, de cara a mí, con la mirada en mi espalda. Fue
por entonces cuando empecé a trabajar más en salidas nocturnas. La caza del tiburón. En
casa no podía dormir, y en el barco no tenía que hacerlo. Nos dejábamos llevar por la
corriente, sin hacer ruido, esparcíamos por la superficie del mar despojos de carnicería
y entrañas de pescado para atraer a los tiburones de las profundidades. Meadowlark, el
otro marinero de cubierta, un tipo de las Bahamas con peinado a lo afro, se sentaba
conmigo en la cubierta y robábamos cervezas de las neveras de los clientes.
Fue también por entonces cuando engañé a mi mujer. El
día anterior habían embarcado dos parejas muy entusiamadas que bromeaban con cazar un
gran tiburón blanco en el golfo de México. Cuando le dije a una de las mujeres, Gail,
que no había tiburones blancos en aquel golfo, sino sólo marrajos, peces martillo,
tiburones macuira y ese tipo de peces, y que tendríamos mucha suerte si llegábamos a
cazar alguno de ellos, me regaló una gran sonrisa y me dijo:
Te lo tomas todo al pie de la letra. Me encanta.
Aquella noche apareció en cubierta, sólo llevaba puesta
una camiseta y las bragas. Los demás dormían abajo, teníamos que despertarlos a
medianoche. Trajo un canuto y nos lo fuimos pasando los tres. Se fue al cabo de un rato,
se alejó en dirección a la proa, sus piernas brillaban como el hielo a la luz de la
luna.
Se te quiere follar, tío dijo Meadowlark.
Estás loco.
Miré hacia la proa pero ya no la veía. Debía de estar
apoyada detrás de la caseta del timón. No podía ver nada que no fuera el mar.
No estoy loco se levantó y meó por la borda.
Cuando terminó, se volvió hacia mí con la polla en la mano. ¿Ves esto? se
sacudió el pene delante de mí ¿Ves qué fuerte la tengo? Negra y fuerte.
Muy impresionante.
Es porque no paro de follar. Tu mujer está en una
silla de ruedas. Hay que usarla, tío. Se te va a caer a trozos.
Así que me dirigí hacia la proa, encontré a Gail y le
hice el amor deprisa; con su marido durmiendo bajo la cubierta, mi mujer en casa con las
piernas inútiles, y las profundidades plagadas de tiburones hambrientos. Cuando llegué a
casa pensaba contarle a Marilyn lo ocurrido, pero decidí no hacerlo. Me dije que ella no
tenía por qué escuchar algo así. Las cosas ya iban lo bastante mal.
Marilyn y yo vivimos en la única isla habitada frente a las
costas de Alabama. Existe una leyenda de los tiempos en que los franceses acababan de
colonizar el puerto de Mobile, cuentan que a algún franchute listo se le ocurrió la
brillante idea de utilizar la isla de Dauphin como porqueriza de la colonia. No era
necesario construir vallas porque, como todo el mundo sabe, los cerdos no nadan. Sólo
había que dejar allí a un par de porqueros y llevarles agua y comida. Pero se
equivocaron con los cerdos. Dicen que, una noche, los porqueros se despertaron con un
estrépito monstruoso, romper de ramas y chapoteos en el agua como si alguien estuviera
tirando grandes rocas al mar. Descubrieron a los cerdos en plena fuga hacia el continente.
Entre la isla y el golfo sólo se oía el chillido de aquellos animales, cientos de
cerdos, nadando como locos con sus pezuñas pequeñas y duras para alcanzar la orilla y la
libertad.
A veces, cuando zarpamos del puerto deportivo y tomamos la
lenta curva del canal que separa la isla de Dauphin de Petit Bois que en Alabama
pronuncian «pretty boy» me imagino a los cerdos en el agua, con los hocicos
altivos apuntando al cielo, el basto pelo estirado hacia atrás por el agua salada, y no
puedo evitar reírme. Siempre hay algún cliente que me pregunta qué es lo que me hace
tanta gracia y le explico la historia, y de pronto soy el dueño del mar, la playa blanca
y la curva de la orilla en la que los cerdos llegaron a tierra. Formo parte de todo eso y
todo eso forma parte de mí.
Una vez intenté explicarle a Marilyn esa sensación. Fue
antes de estar casados. Estábamos sentados en el porche de mi casa, mirando hacia la
maleza del pantano situado detrás, las mariposas de la luz se golpeaban contra el
mosquitero. Ella todavía llevaba puesto el uniforme (antes del accidente, Marilyn
trabajaba en la Reserva Ornitológica de Dauphin, y llevaba un traje de guarda forestal:
camisa de safari, pantalones cortos con vuelta, el pelo metido dentro de una gorra, botas
de montaña. Solía decirle que parecía un boy scout), entre las sombras del
porche sus piernas eran fuertes y fornidas. Me preguntó por qué continuaba trabajando en
algo a lo que se dedican los estudiantes en las vacaciones de verano. No lo decía con
mala intención; sólo quería saberlo. Le expliqué la historia de los cerdos y, cuando
acabé, me cogió la mano, se la llevó a los labios y me besó los nudillos, como si
aquello que acababa de escuchar fuera lo más tierno que había oído en mucho tiempo.
Arrugó la nariz al olerme.
Vamos a lavarte dijo.
Me llevó hasta la bañera de la mano, donde se dedicó a
lavarme hasta que quedé inmaculado. Me frotó las uñas, el interior de los muslos, los
pies blancos y arrugados por el agua. Habría sido posible comer sobre mi barriga. Marilyn
me besó ahí, cuando terminó. Y también en las rodillas color rosa, y en el pecho, y en
la frente. No se puede comparar con bañarla a ella después del accidente, con forcejeos
y lágrimas y esas piernas como de maniquí de plástico. Yo relucía bajo sus labios. No
recuerdo haberme sentido nunca más limpio, ni antes ni después.
En eso pensaba después de no conseguir hacerle el amor a mi
mujer.
Estaba sentado en la parte de atrás de la camioneta (mi
vieja Ford, equipada con rampa mecánica para silla de ruedas). La playa era una franja
lisa y blanca al otro lado de la carretera. El mar estaba en la más completa oscuridad.
Incluso al acercarme a la boca el tercer cigarrillo para darle otra calada, olí el
pescado muerto de mis dedos. Ese día habíamos organizado una pesca de fondo. Me había
pasado la tarde troceando peces pequeños para el cebo de los clientes, clavando esos
cuadraditos plateados en anzuelos de un centímetro, sacando pargos medio ahogados y cajos
grisáceos, pero de colores tan intensos cuando aún están bajo el agua como los de la
paleta de un pintor, y metiéndolos en el pequeño tanque del pañol, donde no hacían
más que dar vueltas monótonas hasta que el cliente, que había pagado una generosa
cantidad por ese privilegio, decidía que les había llegado la hora.
Me olí las manos y me eché el humo entre los nudillos. La
arena bailaba sobre el asfalto. Había tanta humedad en el aire que parecía que se
respiraba agua. El corazón se me salía del pecho. Empecé a imaginar qué pasaría si
arrancaba el coche y me largaba, cómo me sentiría al ser uno de ésos que dice: «Cariño,
salgo a buscar tabaco» , y cierra la puerta tras de sí y no se detiene hasta que
consigue una vida nueva. Tuerce a la izquierda al salir de casa, como cualquier otro día
y, de repente, se encuentra en Tejas con una nueva mujer, un par de niños y un barco
propio, y allí donde mira sólo ve la inmensidad de las aguas verdes. El viento trae
voces de piratas y los niños se vuelven locos porque su papá ha pescado un merlín, y su
mujer es de revista, rubia y bronceada y rebosante de amor. Él aprende a jugar al tenis
con su hija y le enseña a su hijo a cortar en filetes una seriola. Le hace el amor a su
mujer. De noche, cuando los niños ya son mayores y se han ido de casa, los dos se sientan
en el porche y contemplan el agua. Nunca piensa en su antigua vida, ni una sola vez mira
por el espejo retrovisor cuando va a la colina cubierta de flores a visitar la tumba de su
mujer y recuerda lo que dejó atrás, aquella otra mujer y su pasado juntos. El hombre que
fue a por tabaco ha cortado con el pasado y sabe que si se permite el lujo de recordar,
aunque sólo sea durante un segundo, será como si no hubiera transcurrido ni un año y
volverá de golpe al pasado, a través del espacio y el tiempo, y se encontrará sentado
en la parte de atrás de su camioneta, sintiendo el hedor de sus manos y deseando ser la
clase de hombre capaz de abandonar a su mujer.
Tiré el cigarrillo a la carretera, las brasas se
esparcieron como abejas, y bajé de un salto de la camioneta. Me quedé mirando las
galaxias que se movían en el cielo. La ventana de nuestra habitación dibujaba un
cuadrado amarillo en la oscuridad. Detrás de la ventana estaba mi mujer. Ya dentro de la
casa, fui al cuarto de la lavadora, añadí detergente a la ropa de trabajo y puse en
marcha la máquina; luego me serví un vaso de cerveza de la cocina y me lo llevé a la
habitación donde estaba Marilyn. La goma del suelo hacía que todo estuviera en silencio,
y la única luz encendida venía del final del pasillo. Entonces tuve una extraña
sensación, estaba aturdido y desorientado, como si emergiera de las profundidades del
mar, ascendiendo por todos los años de vida compartida con Marilyn, todas las veces que
le había besado la cicatriz de la apendicitis, todas las noches que habíamos pasado
hablando de los hijos que íbamos a tener, todos los días de invierno en la playa, cuando
ya se habían ido los turistas, todas aquellas cosas amontonadas una encima de otra hasta
llegar a aquel preciso momento. Marilyn aún estaba en la cama. Abrió los ojos cuando
entré, pero me di cuenta de que no había dormido.
No he oído el motor el coche.
Oye dije sentándome en el borde de la
cama. ¿Te acuerdas de los cerdos nadadores?
No es eso lo que esperaba que dijeras contestó.
Podía ver su reflejo en la ventana. Me miraba a la espada.
Al cabo de un momento, añadió:
Vale. ¿Qué pasa con los cerdos?
Los bosques del norte están plagados de cerdos
salvajes, los descendientes de esos cerdos fugitivos. Hay tantos que se puede cazar todo
el año.
¿Y qué? Los bosques están llenos de salchichas. ¿Y
qué?
A veces me pregunto cómo sabían en qué dirección
nadar. Bueno, para empezar a nadie se le ocurrió siquiera que supieran nadar. Pero,
¿cómo supieron que no tenían que meterse mar adentro y acabar ahogados?
Marilyn no contestó. Se apoyó sobre los codos y se
arrastró hacia atrás hasta reclinarse en la cabecera de la cama. La oía respirar, y me
pareció que casi podía leerle el pensamiento. Quería preguntarme de qué narices
hablaba en un momento como ése. Quería decirme que aquellos cerdos no tenían nada que
ver con nosotros. Y habría tenido razón al decirlo; no tenían absolutamente nada que
ver con nosotros. Era sólo algo que me había venido a la cabeza cuando tenía que estar
pensando en mi mujer. Pero no dijo nada. Quise encender otro cigarrillo, pero no me
apetecía, así que me limité a sostenerlo y a golpear el filtro contra la uña del dedo
gordo. Por fin Marilyn dijo algo:
Mírame.
Todavía espero que todo esto se haga más fácil,
Marilyn.
Mírame dijo de nuevo.
No me volví enseguida. Aún no había ocurrido nada y
quería aferrarme a lo que sentía en aquel instante. El aire estaba lleno de opciones, y
sólo era cuestión de tiempo escoger una con la que pudiera vivir.
|