Cuando atacan los animales
Alicia Erian
Traducción: Juan Gabriel López Guix
Quiero que me hagas un favor me dice mi
madre, que es secretaria ejecutiva, por el teléfono un jueves.
Estoy de pie ante la pila de la cocina, contemplando
el pollo que tengo intención de cocinar para la cena. De pronto, pienso en la salmonela,
uno de los enemigos jurados de mi madre, junto con el estreptococo y el guano de
murciélago, un fertilizante frecuente en los productos orgánicos comprados por yuppys
como Cyrus y yo, según indican los estudios. Mi madre, a su vez, me indica a mí los
estudios.
No digo de forma preventiva.
Por lo general, sus favores incluyen el preguntar a
personas a las que apenas conoce, como mis parientes políticos o mis colegas, cuál es su
color o sabor favorito con el fin de comprarles extravagantes regalos que sólo dan a
entender que está loca y que yo también tengo que estarlo, puesto que la he ayudado.
Esta mañana he recogido a un chico que se
había escapado de casa prosigue mi madre, un joven muy agradable que
necesitaba 150 dólares para volver a Florida con los suyos. Llegará a Orlando mañana a
las cuatro y cuarto; me gustaría que te encontraras con él en la estación de autobuses
y le hablaras de las carreras que puede estudiar antes de que salga de nuevo para Tampa.
No repito, sacando los menudillos del
pollo y colocándolos en un bol de acero inoxidable. Olvídalo.
¿Y por qué no? pregunta, indignada.
Soy orientadora vocacional, profesión que mi madre
parece considerar similar a la de médico y que me obliga a ayudar a todos los
adolescentes con problemas a cualquier hora del día o la noche.
Mañana a las cuatro y cuarto estaré en el
trabajo digo.
Ahora son las cuatro y cuarto y no estás en el
trabajo responde mi madre.
Dejo el pollo en una fuente y empiezo a secarlo con
papel toalla.
Mamá digo, ¿le has dado 150
dólares a un desconocido?
Le gustan los animales dice con
entusiasmo. Así que he pensado que podrías animarlo a que se hiciera veterinario.
Su familia parece que son... bueno, gente sencilla, así que se me ha ocurrido que hablar
con alguien como tú lo pondría en el buen camino.
Me la imagino en su mesa de Nueva Jersey: sin apenas
rastros de pintalabios de color coral debido a los innumerables sorbos de café, el pelo
enmarañado a causa de un acondicionador ineficaz, el medallón antaño dedicado a mi
hermano y a mí (y que, ahora que mamá y Farrell ya no se hablan, incluye un retrato de
Cyrus de pequeño) reposando sobre la considerable repisa de sus pechos. Por el teléfono
oigo a su jefe, el doctor Mondo, decano de Comunicaciones, tosiendo por culpa del
enfisema. Mi madre y él se comportan como si estuvieran casados, aunque el doctor Mondo
ya está casado con otra persona y mi madre prometió renunciar a los hombres cuando mi
padre la dejó años atrás por una mujer mucho más gorda que ella. Eso, anunció mi
madre, constituía una afrenta personal, porque si iba a dejarla plantada podía haberlo
hecho de manera que diera a entender que la culpa era de su aspecto, no de su compañía.
Por ese motivo, insistió, quedó desprestigiada delante de todas sus amigas; aunque
Farrell, harto de lacrimógenas llamadas a medianoche, le aseguró que no, que lo que
había ocurrido era sencillamente que su horrible personalidad había entrado de nuevo en
acción. De ahí la pérdida de su puesto en el medallón.
Entonces irás, ¿no? pregunta mi madre.
¡No! respondo.
Y apoyo la mano sobre mi propia repisa humana, una
barriga de seis meses, una niña a la que Cyrus quiere llamar Georgiette. Mi madre le ha
informado de que eso es inaceptable, y de que mi sugerencia de Twyla es todavía peor. Me
doy cuenta de que no se va a conformar con algo inferior a Meredith, su propio nombre, lo
cual nos ha obligado a Cyrus y a mí a referirnos a la niña por su constitución
cromosómica: XX.
¡Venga, sé un poco más caritativa!
exclama mi madre.
¡Haz caso a tu madre! grita el doctor
Mondo al fondo.
¿Cómo es que mi idea del sentido común se
corresponde con tu idea de ser poco caritativa? pregunto.
A saber la clase de ideales de porquería que
has recogido en la facultad dice mi madre irritada, mientras junto a ella el doctor
Mondo ríe entre dientes. De todas maneras añade con voz alarmantemente
tranquila, vas a tener que ir y encontrarte con el chico.
¿Por qué?
Porque tiene algo para ti.
¿Qué cosa?
Mentalmente, repaso a toda velocidad una lista de
cosas de las que podría prescindir sin problemas: dinero, ropa de bebé, una docena de
auténticos bagels.
Tus fotos de pequeña dice mi madre.
Me las habías pedido, ¿verdad?
Era cierto. Soy una orientadora vocacional de treinta
y cuatro años, embarazada, y recientemente había deseado tener mis fotos de pequeña por
lo que se las había pedido a mi madre, quien a su vez se mostraba reacia a enviármelas
por correo porque no hay negativos y el servicio postal es una nulidad.
Me lavo las manos con jabón antibacterial naranja,
recorro la encimera hasta el lugar donde tenemos las notas adhesivas y una taza llena de
bolígrafos.
Está bien, mamá digo. Dime otra
vez a qué hora llega.
Me repite el itinerario del joven, y yo no me molesto
en señalar que lo más probable es que no viaje en el autobús y que ni ella ni yo
volveremos a ver mi culito de tres meses en pleno baño en la pila de la cocina.
Colgamos. Vuelvo al pollo y lo froto con aceite de
oliva, sal, pimienta y ajo. Cyrus llegará a casa dentro de poco y cuando vea que he
preparado la cena me cubrirá de besos y me dirá lo estupendo que es no hacer una noche
la cena. A continuación me dirá que de ninguna manera voy a ir mañana a la estación de
autobuses para encontrarme con un joven que se ha escapado de casa, tras lo cual le
hablaré de mis fotos de pequeña, y entonces maldecirá a mi madre y la conferencia de
biología programada para mañana por la tarde que no tiene tiempo de anular. Entonces
querrá que llame a mi hermano Farrell, que vive cerca, pero lo tranquilizaré diciéndole
que la estación de autobuses es un lugar público y que no correré ningún peligro. Tras
muchos carraspeos y titubeos, admitirá que soy una mujer adulta capaz de cuidar de sí
misma, aunque jura que, si algo me pasa a mí o a XX, será el final de mi madre.
Al día siguiente, me arrepiento y llamo a Farrell. Está en Orlando por un tiempo,
estudiando el comportamiento de las tormentas para el Servicio Meteorológico Nacional en
la ciudad con mayor número de rayos caídos por año. Al propio Farrell lo alcanzó un
rayo de joven una mañana de abril. Acababa de reñir con mi madre debido a que ella nos
había contado a mi padre y a mí que seguramente había tenido una polución nocturna
porque de otro modo no se explicaba que hubiera lavado las sábanas antes de desayunar y
salió de casa hecho una furia amenazando con no volver. Algunas personas lo vieron
pedaleando como un poseso haciendo ochos en el aparcamiento relativamente vacío (era
sábado) del instituto; entonces se desató una tormenta y fue derribado por una crujiente
sacudida amarilla. Los médicos atribuyeron su supervivencia a la gran fuerza física (era
placador en el equipo universitario) y al hecho de que las ruedas de goma de su bicicleta
de diez marchas no condujeran bien la electricidad. De todos modos, no pudo volver a jugar
al fútbol americano tras el accidente, y su memoria sufrió un cortocircuito. Para gran
alegría de mi madre, aunque siguió aborreciéndola, lo hizo sin recordar una causa
concreta. Mi madre nos hizo prometer a mi padre y a mí que no le recordaríamos la pelea
sobre la polución, y yo accedí, pero no por ella, sino porque no quería que Farrell se
sintiera incómodo una segunda vez. Entonces mi madre tiró las sábanas viejas y le hizo
la cama con otras recién compradas. Cuando Farrell volvió del hospital y le preguntó
dónde las había comprado, ella sacudió tristemente la cabeza ante la desgracia ocurrida
al cerebro de su hijo y le recordó con mucha amabilidad que teníamos esas sábanas desde
que era pequeño.
Como es el jefe de su grupo de investigación de
Orlando, sé que Farrell puede disponer de tiempo sin mucha antelación, sobre todo si
está en juego la seguridad de su querida sobrinita. En cualquier caso, ésa es la razón
por la que me digo que lo llamo. El hecho de que se ponga especialmente violento en lo que
se refiere a mi madre y sus chanchullos no viene a cuento. XX necesita protección, no
importa a qué precio. Todo el mundo de acuerdo conmigo en eso.
¡Menuda zorra! grita Farrell cuando se
pone al teléfono.
Son las tres y media de la tarde y acabo de ver a mi
última cita del día, una india que está en el último año de la carrera y a la que sus
padres le están concertando un matrimonio para cuando acabe la universidad. Nada me hace
sentirme más indefensa que las culturas ajenas. Si hubiera estado embarazada o se
drogara, habría podido proporcionarle algo de ayuda.
No digas «zorra», Farrell digo con voz
cansina.
¿Por qué no?
Es muy sexista le informo. No existe
un insulto similar para los hombres, así que hasta que exista, tenemos que ser justos.
El razonamiento funciona bien con mis estudiantes
masculinos porque parece darles una extraña esperanza de cara al futuro. También Farrell
lo ha oído antes, pero el rayo hace que no pueda recordarlo.
Ah, sí dice. Lo había olvidado.
Está bien.
¡Pero es una bruja! Mira que recoger chicos en
la autopista y darles dinero sólo porque te lo piden... Encantado de conocerla, tonta del
culo.
En cualquier caso digo, he dicho que
me reuniría con el chico en la estación de autobuses y la verdad es que no me apetece ir
sola.
No sé, Joyce. Se acerca una gran tormenta...
Venga, Farrell. Por la niña.
Suspira.
Está bien, siempre que pueda volver a la
estación meteorológica antes de la tormenta.
¿A qué hora empieza?
Bueno, a eso de la siete y treinta y ocho.
Farrell es la única persona que conozco que espera el
tiempo como si fuera un invitado especial para la cena: con nervios y grandes esperanzas
de una velada maravillosa.
A esa hora ya habremos acabado.
¿Ha mandado también alguna de mis fotos de
pequeño? pregunta.
No lo sé. Bueno, seguro que sales en algunas de
las mías.
A menos que me haya cortado.
No lo creo, Farrell.
¡Zorra!
¡Farrell!
¿Qué? pregunta sinceramente.
Es igual.
En el despacho de fuera, mi secretaria, Gwynn, está
comiendo una caja de bombones que mi madre le envió la semana pasada.
¿Quieres uno? me pregunta cuando saco la
cabeza por la puerta.
No, gracias digo.
¿Por qué me ha vuelto a mandar bombones tu
madre? Refréscame la memoria.
A Gwynn le gusta hacer bromas y decido seguirle la
corriente.
Porque digo, intentando recordar las
palabras exactas de mi madre está muy contenta de que tú, a diferencia de tantas
otras secretarias, sepas cuál es tu lugar y no estés resentida conmigo sólo por el
simple hecho de que soy tu jefa.
¿Y si hago más palabras por minuto? ¿Qué
ganaría con eso?
Satisfacción laboral.
Gwynn ríe de nuevo y me llama zorra, cosa que le
permito de vez en cuando, y luego nos despedimos.
En el coche, camino de la estación de autobuses, veo
acercarse la tormenta de Farrell: una serie de humeantes nubes grises que dan al traste
con el cielo del veraneante. Me recuerdan al propio Farrell y la fatalidad que acarreó a
nuestra familia tras el accidente. Porque con el paso de los años se enemistó cada vez
más con mi madre, quien en respuesta lloraba lastimosamente y preguntaba qué había
hecho sino atenderlo hasta que volviera a estar curado. «¡Tú ya sabes lo que has
hecho!», le decía con aire vacilante, y todos nos sobresaltábamos porque era verdad, lo
sabía. Decidí que si Farrell me preguntaba por aquel sábado de abril le diría en el
acto la verdad, pero nunca lo hizo, y yo no me atreví a ser la primera en sacar el tema
de la polución. Era un poco por incomodidad, un poco por egoísmo de mi parte, puesto que
había llegado a disfrutar con sus ataques a nuestra madre. En su rabia, él hablaba por
los dos. A menudo me veía tan histérica como Farrell, gritándole a mi madre y apretando
su carnoso cuello con las manos, pero a mí no me había caído ningún rayo, por lo que
no tenía excusa.
La estación de autobuses es una de esas estructuras de ladrillo de aspecto moderno que
dan la impresión de que podrían llevarse como sombrero si alguien decidiera reducirles
el tamaño. Al entrar en el aparcamiento veo que Farrell ya ha llegado y espera con el
motor encendido al volante de su camioneta negra. La matrícula personalizada de Nueva
Jersey pone «RAYO», mientras que los laterales del coche tienen pintado unos rayos como
el que una vez lo golpeó.
Al verme llegar, Farrell apaga el motor y sale de la
camioneta, echando una mirada rápida al cielo, como es costumbre en él. Sigue siendo un
hombretón, pero se mueve lenta y dificultosamente, como si la electricidad estuviera aún
en sus huesos, sacudiéndolo. Ya sólo se mueven con rapidez los ojos, alertas al mínimo
cambio atmosférico. Su uniforme habitual son los vaqueros y las zapatillas deportivas,
junto con una camisa pulcramente planchada y, al acercarse a mí, huelo el familiar
perfume English Leather.
Hola, XX dice amagando un puñetazo
amistoso contra mi estómago, algo con lo que siempre saca de quicio a Cyrus. Hola,
Joyce.
Nos abrazamos lentamente y luego nos encaminamos hacia
la entrada de la estación.
¿Y cómo se llama el chico? pregunta
Farrell mientras me abre la puerta para que pase.
Ellsworth digo con voz lastimera.
¡Ellsworth! grita, y logra que varias
personas del interior se den la vuelta para mirarnos. Eso no es un nombre de verdad.
Tranquilo, Farrell digo, recorriendo la
estación con la mirada.
A la izquierda está el mostrador de los billetes;
justo enfrente de nosotros la zona de espera ocupa la parte central del edificio con sus
sillas de plástico moldeado, cada una con el correspondiente televisor de pago. A la
derecha hay una impresionante hilera de máquinas expendedoras mientras que, dibujándose
en la distancia para quienes tienen necesidad de una comida, una pequeña cantina ofrece
hamburguesas. El lugar huele a tabaco (aunque hay señales de «No fumar» por todas
partes) y está lleno de adolescentes desarreglados cargados con mochilas y mujeres
cansadas cargadas con niños.
¿Llega por ahí? pregunta Farrell,
señalando el grupo de puertas de la pared de vidrio que bordea la zona de espera.
Asiento con la cabeza. Cada puerta lleva a una de
varias áreas de aparcamiento diagonales donde ya esperan dos autobuses resoplando gases
para que los pasajeros de a bordo disfruten de un poco de aire acondicionado en el
desagradable calor de mayo.
Ésa digo señalando el Área 6, aún
vacía.
Farrell asiente y consulta su reloj.
Faltan unos minutos. ¿Tienes hambre?
Siempre tengo hambre, Farrell digo posando
una mano sobre la niña.
Nos acercamos al mostrador y pedimos dos hamburguesas
cada uno, con patatas fritas y refrescos.
Que estén bien hechas, por favor dice
Farrell a la joven que nos las hace. Que tenemos aquí a una mujer embarazada.
La joven asiente con temor y se coloca los guantes de
servir comida. Dentro de ellos sus uñas son largas y rosadas, mientras que bajo la
redecilla para el pelo advierto un meticuloso peinado a la espera de escapar.
No hables así a los jóvenes, Farrell
digo. Los asustas.
¿Has oído hablar de la E. coli?
replica.
Pues, no digo fingiendo
desconocimiento. Infórmame, por favor.
En fin, ya me lo agradecerás esta noche cuando
no tengas diarrea.
Insiste en mantener un ojo en la preparación de la
comida, mientras que yo mantengo un ojo en él, buscando las señales de enrojecimiento de
la cara o sudor en las sienes que indican que su rabia interior está alcanzando la
superficie. Sin embargo, aparte de los tensos músculos del cuello, no hay nada.
Farrell insiste en pagar, tras lo cual nos sentamos
con nuestra comida y apretamos indiscriminadamente los sobres de ketchup y mostaza por
encima de todo.
¿Y qué hacemos cuando llegue? pregunta
Farrell, zampándose aproximadamente un tercio de hamburguesa en el primer mordisco.
Si está en el autobús digo, chupándome
la grasa de los dedos, mi plan es conseguir las fotos y largarme.
Farrell adopta una gorgeante voz de falsete que
pretende imitar la de mi madre.
¿Cómo, no vas a aconsejarlo sobre ninguna
carrera?
Me río y me meto una patata frita en la boca.
No lo creo.
Mira una cosa dice Farrell. Ya estoy
aquí... Me sobra un poco de tiempo.
¿Y qué?
A lo mejor le aconsejo yo.
¿Sobre qué?
Sobre carreras universitarias.
Ajá.
Soy un experto meteorólogo señala
Farrell. Puedo ofrecerle muchas cosas a un muchacho.
Vamos a conseguir las fotos y nos largamos
digo.
Vamos a conseguir las fotos y ver qué pasa.
Dejemos las opciones abiertas. Se introduce en la boca lo que queda de la segunda
hamburguesa y tiende la mano hacia mi segunda hamburguesa, que todavía no he
empezado. ¿Me la das?
Asiento.
Lo más probable es que no esté en el autobús
digo, y de pronto siento que las lágrimas me inundan los ojos. Lo más
probable es que mis fotos de pequeña estén en alguna cuneta de la autopista de Nueva
Jersey.
Bueno, ¿qué aspecto tiene ese chico?
Mamá dice que es muy delgado y lleva una
chaqueta vaquera. Piensa que parece un poco gay.
¿Qué mierda quiere decir eso? dice
Farrell.
No quieras saberlo.
Suéltalo.
Suspiro.
Dice que lleva el pelo brillante y limpio y que
parece saber muchas cosas de productos para el cabello.
Esa zorra convencional.
De verdad, me gustaría que dejaras de decir
eso.
¿Qué?
Zorra.
¿Por qué?
Es ofensivo. Me ofende. ¿Y si alguien me
llamara zorra a mí o a XX? ¿Te gustaría?
Pero es que nadie te va a llamar eso.
¿Cómo que no?
No delante de mí. No se atreverían.
Bueno, pues sin que tú te enteres, ¿vale?
Joyce dice quejumbrosamente, es la
única palabra que tengo para describir a mamá. No conozco ninguna otra.
Parece ligeramente alarmado y decido no presionarlo.
Recogemos nuestros desperdicios en las bandejas anaranjadas de plástico, los tiramos y
vamos a esperar frente al Área 6, donde acaba de entrar el autobús que llega de
Jacksonville, y un joven de brillante pelo negro es la primera persona en bajar de los
acanalados escalones metálicos del autobús Greyhound.
¡Señora Marquette! grita Ellsworth, al
abrir de golpe la puerta de cristal y entrar en la estación.
Supongo que mi madre le ha contado que estoy
embarazada y por eso me ha identificado tan deprisa.
Estoy encantado de conocerla por fin dice,
acercándose a mí con la mano extendida.
Me quedo momentáneamente sorprendida porque ninguno
de los chicos a los que oriento parece haber aprendido ese sencillo gesto de sus padres.
Tomo la mano de Ellsworth y la estrecho, y nada más acabar él rebusca en una bolsa que
pone «I Love NY» y saca un álbum que contiene mis fotos de pequeña.
Ante todo dice, y su aliento es una mezcla
dulzona de chocolate y maría, quiero darle esto. Seguro que estaba muy intranquila.
Le dije a su madre que no me las diera, por si pasaba cualquier cosa, pero me dijo que
confiaba en mí como en un hijo, así que ya está.
¿Qué cosa dijo? dice Farrell.
Está empezando a ponerse un poco rojo, y me doy
cuenta de que no tardará en no hacerme ningún caso en nada de lo que le diga.
Ellsworth digo, colocándome el álbum de
fotos bajo el brazo, te presento a mi hermano Farrell.
Ah dice Ellsworth, y le cambia un poco la
expresión de la cara, lo cual me revela que mi madre no ha perdido el tiempo.
Con todo, tiende la mano y dice:
Encantado de conocerlo, señor.
Farrell agarra la mano de Ellsworth y la aprieta
cuanto puede; cuando la suelta, Ellsworth la coloca tras la espalda, como si
escondiéndola pudiera eliminar la molestia.
Así que confía en ti como en un hijo, ¿eh?
Bueno, me sabe mal decírtelo, Ellsworth, pero eso no es un cumplido.
Sí, señor dice Ellsworth, asintiendo con
la cabeza.
¿Y qué clase de modales son éstos? le
pregunta Farrell. Pensaba que los chicos que se escapan de casa no tienen modales.
Es que mi padre está en la Fuerza Aérea,
supongo que por eso los he aprendido.
Farrell asiente.
¿Así que vuelves a Tampa con tu familia?
Sí, señor dice Ellsworth. He
tenido una larga conversación con su madre y ella está convencida de que es lo que más
me conviene.
Farrell y yo nos lo quedamos mirando sin comprender. No sabemos de nadie dispuesto a
seguir un consejo de Meredith. Entonces Ellsworth sonríe, con lo que muestra unos dientes
encantadoramente torcidos que a todas luces no han visto nunca un aparato, y la verdad es
que ni falta que les hace. A continuación, se quita de la espalda la atiborrada mochila
roja y la coloca en el suelo junto a la bolsa de viaje. Frente a nuestro silencio, al
final exclama:
Señora Marquette, su madre es un encanto. La
querrá usted mucho.
Esto ya es pasarse, ¿no? pregunta
Farrell, agitado, pero los ojos de Ellsworth están clavados en mí, a la espera de mi
respuesta.
Algo digo como atontada.
A pesar de mis esfuerzos, no consigo hacer que ese
joven se sienta cómodo, ni protegerlo de mi hermano, que veo que se está preparando para
algo. Ojalá estuviéramos en mi despacho de la escuela, el que tiene un letrero en la
puerta con mi nombre y dice que soy orientadora vocacional, entonces sí que sabría qué
hacer. Ojalá estuviera aquí mi secretaria.
Ella la quiere, lo he visto dice
Ellsworth.
¿Y a mí? pregunta Farrell.
Oh, también dice Ellsworth, asintiendo
con ansiedad a Farrell. El caso añade es que me preguntaba si podría
invitarlos a cenar algo y quizá hablar un poco de universidades con usted, señor
Marquette. Estoy decidido a encarrilar mi vida, ¿sabe?
Sólo por curiosidad dice Farrell,
¿quién va a pagar exactamente esa cena?
Ellsworth mira a Farrell, luego a mí y luego otra vez
a Farrell.
Está bien, vale, es una buena pregunta. Porque
supongo que su madre les ha dicho que me ha ayudado mucho económicamente, y por lo tanto
es cierto, sí, técnicamente, es ella la que paga la cena.
Farrell asiente.
Claro que al final el que paga voy a ser yo
prosigue Ellsworth, porque voy a devolverle hasta el último centavo. Mi
intención, en realidad, era ésa. Pagar yo.
Un buen hombre dice Farrell, dándole a
Ellsworth una palmada en la espalda. Eso es, las cosas como son.
Entonces coge el equipaje del chico y todos nos
dirigimos al mostrador del restaurante, donde Farrell y yo pedimos dos perritos calientes.
La chica del mostrador me sonríe y nos saludamos. La tarjeta que lleva dice que se llama
Clarice.
Ellsworth paga la comida como ha prometido y nos
conduce a la misma mesa de antes, donde Clarice aún no ha limpiado los goterones de
ketchup y mostaza de nuestra comida anterior.
¡Dios mío dice Ellsworth, utilizando su
servilleta para limpiar un poco la mesa, hay gente que come como cerdos!
A su espalda, Farrell y yo nos miramos. Mi hermano me
sonríe serenamente, porque Ellsworth le acaba de hacer un regalo, una razón para atacar.
Desde que le cayó el rayo encima, he llegado a imaginar el cerebro de Farrell como una
compleja serie de cables y no de vasos sanguíneos, y ahora los cables me están
telegrafiando un mensaje: «¿Has oído eso? ¡Acaba de llamarnos cerdos!». No importa
que Farrell y yo comamos realmente como cerdos. Lo importante en este momento es que
Ellsworth comprenda que el afecto que comparte con nuestra madre no lo convierte en
nuestro hermano. De forma lamentable y bastante involuntaria, le envío a Farrell un
guiño.
Nos sentamos. Farrell la emprende agresivamente con
los sobres de los condimentos.
Bueno, señora Marquette, le comenté a su madre
lo mucho que me gustan los animales y entonces ella me sugirió que estudiara para
veterinario.
Limpio un resto de ketchup de Farrell de mi vaso y
asiento con la cabeza.
Oh, un momento dice Farrell, y saca del
bolsillo un bolígrafo.
Toma una servilleta y escribe «Veterinario» en la
parte superior, debajo «Pros» y «Contras» y luego dibuja una línea en medio para
hacer dos columnas.
Oh dice Ellsworth, contemplándolo.
Muy buena idea, Farrell añado, queriendo
hacer creer a Ellsworth que lo digo en serio.
Farrel dice:
Es un truquito que utilizo para que me funcione
bien el cerebro. A continuación mira a Ellsworth y se da unos golpecitos en un lado
de la cabeza. Por la pérdida de la memoria a corto plazo y esas cosas, ¿sabes?
Ellsworth se aclara la garganta.
¿De cuando le cayó un rayo encima, señor?
Farrell asiente.
¿Puedo preguntar qué sintió, señor?
Fue como follar con un rosal dice Farrell.
Ellsworth asiente lentamente y luego bebe un sorbo de
su Coca-Cola.
¿Sabe algo de veterinarios, señora Marquette?
me pregunta después de tragar la bebida.
Me encuentro diciendo:
Sólo porque te gusten los animales no quiere
decir que tengas que ser veterinario.
Oh dice, la verdad es que nunca lo
había pensado así.
¿Te sientes cómodo con la sangre y la materia
fecal? dice Farrell. Porque en realidad se trata de eso. Es una guarrada.
Hum dice Ellsworth.
Es lo mismo que parir digo. Todo el
mundo dice que es muy bonito, pero no lo es en absoluto. Es un asco. Incluso puedo cagarme
en medio de todo.
Oh, vaya dice Ellsworth.
¡No tiene nada que ver con dedicarse a
acariciar animales, por el amor de Dios! agrega Farrell.
No dice Ellsworth, bueno, no pensaba
que fuera eso. Claro que, incluso siendo veterinario, tendré que acariciar animales a
veces, ¿no? Para tranquilizarlos.
Supongo que sí digo.
Estaba pensando en una cosa empieza
Farrell lentamente, en tu pelo. En lo bonito y brillante que lo tienes, Ellsworth.
Ellsworth se toca el pelo con la mano.
Oh, gracias.
¿Te has fijado en el pelo de mi madre?
pregunto.
Ellsworth sacude la cabeza.
Utiliza un acondicionador genérico. Por eso lo
tiene tan enredado. Es un poco agarrada.
¿De verdad? Hum. Bueno, pienso que conmigo ha
sido muy generosa.
¡Protesto! proclama Farrell abruptamente,
poniéndose de pie.
Se dirige a las máquinas expendedoras y empieza a
pasear ante ellas. Su fino pelo rizado se le ha desordenado, aunque no recuerdo haber
visto que se lo tocara con la mano.
Ellsworth se inclina hacia mí sobre la mesa.
¿Se encuentra su hermano bien, señora
Marquette? Bueno, no quiero ser maleducado, pero su madre dice que está loco. Dice que ha
tenido que quitar su retrato del medallón que lleva en el cuello, porque se le hacía
demasiado doloroso mirarlo, por cómo era.
Mira digo comprensivamente, creo que
lo que mi hermano intenta decirte es si has considerado el terreno de la peluquería.
¿Cómo dice?
A los dos nos das más la impresión de un
peluquero que de un veterinario. ¿Te gusta eso?
Bueno dice Ellsworth, echándose para
atrás en la silla. La verdad es que lo que me gusta son los animales. Pensaba que
podría darme algún consejo porque su madre me dijo que era orientadora vocacional.
Justo entonces vuelve Farrell con paquetes de Oreos
para cada uno de nosotros.
No quiere ser peluquero digo.
Pero ¿por qué? grita Farrell.
Varias personas de la zona de espera se vuelven para
mirarnos, y Farrell les responde anunciando:
¡Es un chico que vuelve a casa después de
haberse escapado!
La gente ve que no es sensato inmiscuirse, aunque sea
verdad, y todos desvían la mirada.
Entonces Ellsworth se pone en pie.
Me temo que les estoy imponiendo mi presencia
dice con voz temblorosa. Vuelvo a Tampa y me matricularé en un colegio
comunitario. Prometo que me informaré muy bien de lo que significa ser veterinario,
teniendo en cuenta lo que me han dicho hoy. Muchas gracias por su ayuda.
Tras eso, recoge su equipaje y se dirige a una silla
con un televisor que funciona con monedas. Farrell y yo lo vemos respirar hondo varias
veces; luego introduce una moneda de veinticinco centavos y se pone a mirar Oprah.
Vámonos de aquí le digo a Farrell.
Asiente y, antes de que nos demos cuenta, estamos
también sentados en las sillas con televisor, uno a cada lado de Ellsworth.
Hola, Ellsworth dice Farrell.
Hola dice Ellsworth.
Nos vamos a ir dentro de nada le
aseguro. Mi marido, Cyrus, y yo tenemos esta noche un baile de antiguos compañeros
de clase y Farrell está vigilando una tormenta.
Ellsworth asiente con cortesía.
¿Que estás mirando? pregunta Farrell.
Es El show de Oprah Winfrey dice
Ellsworth.
Farrell asiente. Le ofrece a Ellsworth la servilleta
de los pros y contras que había escrito antes, salvo que ahora, la palabra
«Veterinario» está tachada y sustituida por «Peluquero».
Puedes quedártela, si quieres dice
Farrell. A lo mejor te ayuda a aclararte más adelante.
Ellsworth toma la servilleta, la lee y se la coloca en
la chaqueta vaquera.
Ellsworth digo, intentado parecer
sincera, siento no haber podido ser de más ayuda.
Ellsworth asiente de nuevo, con los ojos fijos en el
televisor y en el invitado especial de Oprah, un niño que se reencuentra con su padre, a
quien dejó de ver hace mucho tiempo.
¿Tienes alguna otra pregunta relacionada con
posibles carreras? pregunto.
Ellsworth sacude la cabeza de forma que el brillante
pelo negro refleja los fluorescentes y casi reluce. Al otro lado, Farrell no parece poder
resistirlo porque le acaricia el pelo. Un par de lágrimas caen de los ojos de Ellsworth;
sin embargo, rechaza el pañuelo de papel que le ofrezco.
De pronto, Farrell se pone de pie.
¡Buen viaje, chico! --dice, se da la vuelta y
se aleja.
Los dos lo contemplamos salir a paso rápido de la
estación. Durante un segundo pienso en seguirlo, pero entonces tendríamos que hablarnos
y no sé muy bien qué podríamos decirnos. En todo caso, mi trabajo es ahora con
Ellsworth: limpiar el desastre que mi familia y yo hemos armado con su vida juvenil.
Al final, decide aceptar mi pañuelo.
Ni siquiera era mi idea dice. Mi
intención era quedarme en Nueva York e intentar encontrar un trabajo, hasta que su madre
me dio esas estúpidas fotos. Me dijo que destrozaría la vida de mi madre si no volvía a
casa. ¡Ni siquiera conoce a mi madre!
Asiento con la cabeza.
No tenía por qué hacerlo, ¿sabe?
Le doy otro pañuelo. Me cuenta algunas cosas de su
familia en Tampa y, para mi sorpresa, le aconsejo que no vuelva. En vez de eso, le pido un
billete para Nueva York, le doy todo el dinero que llevo en la cartera, algo más de
ochenta dólares. Le aconsejo que se mantenga alejado de mi madre y que no vaya en
bicicleta bajo la lluvia, si es que alguna vez tiene una. Todo lo que le digo le parece
sensato. Cuando se aleja su autobús a las siete de la tarde, me sonríe y me hace señas,
mientras yo lo imagino durmiendo en una caja de cartón bajo el puente de Brooklyn.
Fuera, en el aparcamiento, hace ya tiempo que se ha
ido la camioneta de Farrell, y su tormenta se divierte sobre mi cabeza. Me seguirá hasta
casa, amenazará fugazmente mi sensación de seguridad y bienestar y luego se desplazará
para acosar a otra persona. Mientras tanto, Cyrus y yo bailaremos foxtrot al compás de la
música de Abba que le gusta poner a nuestro profesor, y le contaré una versión
modificada de lo sucedido en la estación de autobuses, una versión que no nos haga
quedar tan mal a Farrell y a mí. Le diré que me muero de impaciencia de que nazca XX
porque tengo la corazonada de que voy a ser una madre estupenda. Tres meses más tarde,
cuando por fin aparezca y yo busque en sus ojos algún recuerdo de mis transgresiones,
sólo veré hambre y rabia.
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