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noviembre -diciembre 2000  num 21

biografía  |  versión en inglés

Cuando atacan los animales
Alicia Erian
Traducción: Juan Gabriel López Guix

 


      —Quiero que me hagas un favor —me dice mi madre, que es secretaria ejecutiva, por el teléfono un jueves.
      Estoy de pie ante la pila de la cocina, contemplando el pollo que tengo intención de cocinar para la cena. De pronto, pienso en la salmonela, uno de los enemigos jurados de mi madre, junto con el estreptococo y el guano de murciélago, un fertilizante frecuente en los productos orgánicos comprados por yuppys como Cyrus y yo, según indican los estudios. Mi madre, a su vez, me indica a mí los estudios.
      —No —digo de forma preventiva.
      Por lo general, sus favores incluyen el preguntar a personas a las que apenas conoce, como mis parientes políticos o mis colegas, cuál es su color o sabor favorito con el fin de comprarles extravagantes regalos que sólo dan a entender que está loca y que yo también tengo que estarlo, puesto que la he ayudado.
      —Esta mañana he recogido a un chico que se había escapado de casa —prosigue mi madre—, un joven muy agradable que necesitaba 150 dólares para volver a Florida con los suyos. Llegará a Orlando mañana a las cuatro y cuarto; me gustaría que te encontraras con él en la estación de autobuses y le hablaras de las carreras que puede estudiar antes de que salga de nuevo para Tampa.
      —No —repito, sacando los menudillos del pollo y colocándolos en un bol de acero inoxidable—. Olvídalo.
      —¿Y por qué no? —pregunta, indignada.
      Soy orientadora vocacional, profesión que mi madre parece considerar similar a la de médico y que me obliga a ayudar a todos los adolescentes con problemas a cualquier hora del día o la noche.
      —Mañana a las cuatro y cuarto estaré en el trabajo —digo.
      —Ahora son las cuatro y cuarto y no estás en el trabajo —responde mi madre.
      Dejo el pollo en una fuente y empiezo a secarlo con papel toalla.
      —Mamá —digo—, ¿le has dado 150 dólares a un desconocido?
      —Le gustan los animales —dice con entusiasmo—. Así que he pensado que podrías animarlo a que se hiciera veterinario. Su familia parece que son... bueno, gente sencilla, así que se me ha ocurrido que hablar con alguien como tú lo pondría en el buen camino.
      Me la imagino en su mesa de Nueva Jersey: sin apenas rastros de pintalabios de color coral debido a los innumerables sorbos de café, el pelo enmarañado a causa de un acondicionador ineficaz, el medallón antaño dedicado a mi hermano y a mí (y que, ahora que mamá y Farrell ya no se hablan, incluye un retrato de Cyrus de pequeño) reposando sobre la considerable repisa de sus pechos. Por el teléfono oigo a su jefe, el doctor Mondo, decano de Comunicaciones, tosiendo por culpa del enfisema. Mi madre y él se comportan como si estuvieran casados, aunque el doctor Mondo ya está casado con otra persona y mi madre prometió renunciar a los hombres cuando mi padre la dejó años atrás por una mujer mucho más gorda que ella. Eso, anunció mi madre, constituía una afrenta personal, porque si iba a dejarla plantada podía haberlo hecho de manera que diera a entender que la culpa era de su aspecto, no de su compañía. Por ese motivo, insistió, quedó desprestigiada delante de todas sus amigas; aunque Farrell, harto de lacrimógenas llamadas a medianoche, le aseguró que no, que lo que había ocurrido era sencillamente que su horrible personalidad había entrado de nuevo en acción. De ahí la pérdida de su puesto en el medallón.
      —Entonces irás, ¿no? —pregunta mi madre.
      —¡No! —respondo.
      Y apoyo la mano sobre mi propia repisa humana, una barriga de seis meses, una niña a la que Cyrus quiere llamar Georgiette. Mi madre le ha informado de que eso es inaceptable, y de que mi sugerencia de Twyla es todavía peor. Me doy cuenta de que no se va a conformar con algo inferior a Meredith, su propio nombre, lo cual nos ha obligado a Cyrus y a mí a referirnos a la niña por su constitución cromosómica: XX.
      —¡Venga, sé un poco más caritativa! —exclama mi madre.
      —¡Haz caso a tu madre! —grita el doctor Mondo al fondo.
      —¿Cómo es que mi idea del sentido común se corresponde con tu idea de ser poco caritativa? —pregunto.
      —A saber la clase de ideales de porquería que has recogido en la facultad —dice mi madre irritada, mientras junto a ella el doctor Mondo ríe entre dientes—. De todas maneras —añade con voz alarmantemente tranquila—, vas a tener que ir y encontrarte con el chico.
      —¿Por qué?
      —Porque tiene algo para ti.
      —¿Qué cosa?
      Mentalmente, repaso a toda velocidad una lista de cosas de las que podría prescindir sin problemas: dinero, ropa de bebé, una docena de auténticos bagels.
      —Tus fotos de pequeña —dice mi madre—. Me las habías pedido, ¿verdad?
      Era cierto. Soy una orientadora vocacional de treinta y cuatro años, embarazada, y recientemente había deseado tener mis fotos de pequeña por lo que se las había pedido a mi madre, quien a su vez se mostraba reacia a enviármelas por correo porque no hay negativos y el servicio postal es una nulidad.
      Me lavo las manos con jabón antibacterial naranja, recorro la encimera hasta el lugar donde tenemos las notas adhesivas y una taza llena de bolígrafos.
      —Está bien, mamá —digo—. Dime otra vez a qué hora llega.
      Me repite el itinerario del joven, y yo no me molesto en señalar que lo más probable es que no viaje en el autobús y que ni ella ni yo volveremos a ver mi culito de tres meses en pleno baño en la pila de la cocina.
      Colgamos. Vuelvo al pollo y lo froto con aceite de oliva, sal, pimienta y ajo. Cyrus llegará a casa dentro de poco y cuando vea que he preparado la cena me cubrirá de besos y me dirá lo estupendo que es no hacer una noche la cena. A continuación me dirá que de ninguna manera voy a ir mañana a la estación de autobuses para encontrarme con un joven que se ha escapado de casa, tras lo cual le hablaré de mis fotos de pequeña, y entonces maldecirá a mi madre y la conferencia de biología programada para mañana por la tarde que no tiene tiempo de anular. Entonces querrá que llame a mi hermano Farrell, que vive cerca, pero lo tranquilizaré diciéndole que la estación de autobuses es un lugar público y que no correré ningún peligro. Tras muchos carraspeos y titubeos, admitirá que soy una mujer adulta capaz de cuidar de sí misma, aunque jura que, si algo me pasa a mí o a XX, será el final de mi madre.
       
Al día siguiente, me arrepiento y llamo a Farrell. Está en Orlando por un tiempo, estudiando el comportamiento de las tormentas para el Servicio Meteorológico Nacional en la ciudad con mayor número de rayos caídos por año. Al propio Farrell lo alcanzó un rayo de joven una mañana de abril. Acababa de reñir con mi madre debido a que ella nos había contado a mi padre y a mí que seguramente había tenido una polución nocturna porque de otro modo no se explicaba que hubiera lavado las sábanas antes de desayunar y salió de casa hecho una furia amenazando con no volver. Algunas personas lo vieron pedaleando como un poseso haciendo ochos en el aparcamiento relativamente vacío (era sábado) del instituto; entonces se desató una tormenta y fue derribado por una crujiente sacudida amarilla. Los médicos atribuyeron su supervivencia a la gran fuerza física (era placador en el equipo universitario) y al hecho de que las ruedas de goma de su bicicleta de diez marchas no condujeran bien la electricidad. De todos modos, no pudo volver a jugar al fútbol americano tras el accidente, y su memoria sufrió un cortocircuito. Para gran alegría de mi madre, aunque siguió aborreciéndola, lo hizo sin recordar una causa concreta. Mi madre nos hizo prometer a mi padre y a mí que no le recordaríamos la pelea sobre la polución, y yo accedí, pero no por ella, sino porque no quería que Farrell se sintiera incómodo una segunda vez. Entonces mi madre tiró las sábanas viejas y le hizo la cama con otras recién compradas. Cuando Farrell volvió del hospital y le preguntó dónde las había comprado, ella sacudió tristemente la cabeza ante la desgracia ocurrida al cerebro de su hijo y le recordó con mucha amabilidad que teníamos esas sábanas desde que era pequeño.
      Como es el jefe de su grupo de investigación de Orlando, sé que Farrell puede disponer de tiempo sin mucha antelación, sobre todo si está en juego la seguridad de su querida sobrinita. En cualquier caso, ésa es la razón por la que me digo que lo llamo. El hecho de que se ponga especialmente violento en lo que se refiere a mi madre y sus chanchullos no viene a cuento. XX necesita protección, no importa a qué precio. Todo el mundo de acuerdo conmigo en eso.
      —¡Menuda zorra! —grita Farrell cuando se pone al teléfono.
      Son las tres y media de la tarde y acabo de ver a mi última cita del día, una india que está en el último año de la carrera y a la que sus padres le están concertando un matrimonio para cuando acabe la universidad. Nada me hace sentirme más indefensa que las culturas ajenas. Si hubiera estado embarazada o se drogara, habría podido proporcionarle algo de ayuda.
      —No digas «zorra», Farrell —digo con voz cansina.
      —¿Por qué no?
      —Es muy sexista —le informo—. No existe un insulto similar para los hombres, así que hasta que exista, tenemos que ser justos.
      El razonamiento funciona bien con mis estudiantes masculinos porque parece darles una extraña esperanza de cara al futuro. También Farrell lo ha oído antes, pero el rayo hace que no pueda recordarlo.
      —Ah, sí —dice—. Lo había olvidado.
      —Está bien.
      —¡Pero es una bruja! Mira que recoger chicos en la autopista y darles dinero sólo porque te lo piden... Encantado de conocerla, tonta del culo.
      —En cualquier caso —digo—, he dicho que me reuniría con el chico en la estación de autobuses y la verdad es que no me apetece ir sola.
      —No sé, Joyce. Se acerca una gran tormenta...
      —Venga, Farrell. Por la niña.
      Suspira.
      —Está bien, siempre que pueda volver a la estación meteorológica antes de la tormenta.
      —¿A qué hora empieza?
      —Bueno, a eso de la siete y treinta y ocho.
      Farrell es la única persona que conozco que espera el tiempo como si fuera un invitado especial para la cena: con nervios y grandes esperanzas de una velada maravillosa.
      —A esa hora ya habremos acabado.
      —¿Ha mandado también alguna de mis fotos de pequeño? —pregunta.
      —No lo sé. Bueno, seguro que sales en algunas de las mías.
      —A menos que me haya cortado.
      —No lo creo, Farrell.
      —¡Zorra!
      —¡Farrell!
      —¿Qué? —pregunta sinceramente.
      —Es igual.
      En el despacho de fuera, mi secretaria, Gwynn, está comiendo una caja de bombones que mi madre le envió la semana pasada.
      —¿Quieres uno? —me pregunta cuando saco la cabeza por la puerta.
      —No, gracias —digo.
      —¿Por qué me ha vuelto a mandar bombones tu madre? Refréscame la memoria.
      A Gwynn le gusta hacer bromas y decido seguirle la corriente.
      —Porque —digo, intentando recordar las palabras exactas de mi madre— está muy contenta de que tú, a diferencia de tantas otras secretarias, sepas cuál es tu lugar y no estés resentida conmigo sólo por el simple hecho de que soy tu jefa.
      —¿Y si hago más palabras por minuto? ¿Qué ganaría con eso?
      —Satisfacción laboral.
      Gwynn ríe de nuevo y me llama zorra, cosa que le permito de vez en cuando, y luego nos despedimos.
      En el coche, camino de la estación de autobuses, veo acercarse la tormenta de Farrell: una serie de humeantes nubes grises que dan al traste con el cielo del veraneante. Me recuerdan al propio Farrell y la fatalidad que acarreó a nuestra familia tras el accidente. Porque con el paso de los años se enemistó cada vez más con mi madre, quien en respuesta lloraba lastimosamente y preguntaba qué había hecho sino atenderlo hasta que volviera a estar curado. «¡Tú ya sabes lo que has hecho!», le decía con aire vacilante, y todos nos sobresaltábamos porque era verdad, lo sabía. Decidí que si Farrell me preguntaba por aquel sábado de abril le diría en el acto la verdad, pero nunca lo hizo, y yo no me atreví a ser la primera en sacar el tema de la polución. Era un poco por incomodidad, un poco por egoísmo de mi parte, puesto que había llegado a disfrutar con sus ataques a nuestra madre. En su rabia, él hablaba por los dos. A menudo me veía tan histérica como Farrell, gritándole a mi madre y apretando su carnoso cuello con las manos, pero a mí no me había caído ningún rayo, por lo que no tenía excusa.
       
La estación de autobuses es una de esas estructuras de ladrillo de aspecto moderno que dan la impresión de que podrían llevarse como sombrero si alguien decidiera reducirles el tamaño. Al entrar en el aparcamiento veo que Farrell ya ha llegado y espera con el motor encendido al volante de su camioneta negra. La matrícula personalizada de Nueva Jersey pone «RAYO», mientras que los laterales del coche tienen pintado unos rayos como el que una vez lo golpeó.
      Al verme llegar, Farrell apaga el motor y sale de la camioneta, echando una mirada rápida al cielo, como es costumbre en él. Sigue siendo un hombretón, pero se mueve lenta y dificultosamente, como si la electricidad estuviera aún en sus huesos, sacudiéndolo. Ya sólo se mueven con rapidez los ojos, alertas al mínimo cambio atmosférico. Su uniforme habitual son los vaqueros y las zapatillas deportivas, junto con una camisa pulcramente planchada y, al acercarse a mí, huelo el familiar perfume English Leather.
      —Hola, XX —dice amagando un puñetazo amistoso contra mi estómago, algo con lo que siempre saca de quicio a Cyrus—. Hola, Joyce.
      Nos abrazamos lentamente y luego nos encaminamos hacia la entrada de la estación.
      —¿Y cómo se llama el chico? —pregunta Farrell mientras me abre la puerta para que pase.
      —Ellsworth —digo con voz lastimera.
      —¡Ellsworth! —grita, y logra que varias personas del interior se den la vuelta para mirarnos—. Eso no es un nombre de verdad.
      —Tranquilo, Farrell —digo, recorriendo la estación con la mirada.
      A la izquierda está el mostrador de los billetes; justo enfrente de nosotros la zona de espera ocupa la parte central del edificio con sus sillas de plástico moldeado, cada una con el correspondiente televisor de pago. A la derecha hay una impresionante hilera de máquinas expendedoras mientras que, dibujándose en la distancia para quienes tienen necesidad de una comida, una pequeña cantina ofrece hamburguesas. El lugar huele a tabaco (aunque hay señales de «No fumar» por todas partes) y está lleno de adolescentes desarreglados cargados con mochilas y mujeres cansadas cargadas con niños.
      —¿Llega por ahí? —pregunta Farrell, señalando el grupo de puertas de la pared de vidrio que bordea la zona de espera.
      Asiento con la cabeza. Cada puerta lleva a una de varias áreas de aparcamiento diagonales donde ya esperan dos autobuses resoplando gases para que los pasajeros de a bordo disfruten de un poco de aire acondicionado en el desagradable calor de mayo.
      —Ésa —digo señalando el Área 6, aún vacía.
      Farrell asiente y consulta su reloj.
      —Faltan unos minutos. ¿Tienes hambre?
      —Siempre tengo hambre, Farrell —digo posando una mano sobre la niña.
      Nos acercamos al mostrador y pedimos dos hamburguesas cada uno, con patatas fritas y refrescos.
      —Que estén bien hechas, por favor —dice Farrell a la joven que nos las hace—. Que tenemos aquí a una mujer embarazada.
      La joven asiente con temor y se coloca los guantes de servir comida. Dentro de ellos sus uñas son largas y rosadas, mientras que bajo la redecilla para el pelo advierto un meticuloso peinado a la espera de escapar.
      —No hables así a los jóvenes, Farrell —digo—. Los asustas.
      —¿Has oído hablar de la E. coli? —replica.
      —Pues, no —digo fingiendo desconocimiento—. Infórmame, por favor.
      —En fin, ya me lo agradecerás esta noche cuando no tengas diarrea.
      Insiste en mantener un ojo en la preparación de la comida, mientras que yo mantengo un ojo en él, buscando las señales de enrojecimiento de la cara o sudor en las sienes que indican que su rabia interior está alcanzando la superficie. Sin embargo, aparte de los tensos músculos del cuello, no hay nada.
      Farrell insiste en pagar, tras lo cual nos sentamos con nuestra comida y apretamos indiscriminadamente los sobres de ketchup y mostaza por encima de todo.
      —¿Y qué hacemos cuando llegue? —pregunta Farrell, zampándose aproximadamente un tercio de hamburguesa en el primer mordisco.
      —Si está en el autobús —digo, chupándome la grasa de los dedos—, mi plan es conseguir las fotos y largarme.
      Farrell adopta una gorgeante voz de falsete que pretende imitar la de mi madre.
      —¿Cómo, no vas a aconsejarlo sobre ninguna carrera?
      Me río y me meto una patata frita en la boca.
      —No lo creo.
      —Mira una cosa —dice Farrell—. Ya estoy aquí... Me sobra un poco de tiempo.
      —¿Y qué?
      —A lo mejor le aconsejo yo.
      —¿Sobre qué?
      —Sobre carreras universitarias.
      —Ajá.
      —Soy un experto meteorólogo —señala Farrell—. Puedo ofrecerle muchas cosas a un muchacho.
      —Vamos a conseguir las fotos y nos largamos —digo.
      —Vamos a conseguir las fotos y ver qué pasa. Dejemos las opciones abiertas. —Se introduce en la boca lo que queda de la segunda hamburguesa y tiende la mano hacia mi segunda hamburguesa, que todavía no he empezado—. ¿Me la das?
      Asiento.
      —Lo más probable es que no esté en el autobús —digo, y de pronto siento que las lágrimas me inundan los ojos—. Lo más probable es que mis fotos de pequeña estén en alguna cuneta de la autopista de Nueva Jersey.
      —Bueno, ¿qué aspecto tiene ese chico?
      —Mamá dice que es muy delgado y lleva una chaqueta vaquera. Piensa que parece un poco gay.
      —¿Qué mierda quiere decir eso? —dice Farrell.
      —No quieras saberlo.
      —Suéltalo.
      Suspiro.
      —Dice que lleva el pelo brillante y limpio y que parece saber muchas cosas de productos para el cabello.
      —Esa zorra convencional.
      —De verdad, me gustaría que dejaras de decir eso.
      —¿Qué?
      —Zorra.
      —¿Por qué?
      —Es ofensivo. Me ofende. ¿Y si alguien me llamara zorra a mí o a XX? ¿Te gustaría?
      —Pero es que nadie te va a llamar eso.
      —¿Cómo que no?
      —No delante de mí. No se atreverían.
      —Bueno, pues sin que tú te enteres, ¿vale?
      —Joyce —dice quejumbrosamente—, es la única palabra que tengo para describir a mamá. No conozco ninguna otra.
      Parece ligeramente alarmado y decido no presionarlo. Recogemos nuestros desperdicios en las bandejas anaranjadas de plástico, los tiramos y vamos a esperar frente al Área 6, donde acaba de entrar el autobús que llega de Jacksonville, y un joven de brillante pelo negro es la primera persona en bajar de los acanalados escalones metálicos del autobús Greyhound.
       
      —¡Señora Marquette! —grita Ellsworth, al abrir de golpe la puerta de cristal y entrar en la estación.
      Supongo que mi madre le ha contado que estoy embarazada y por eso me ha identificado tan deprisa.
      —Estoy encantado de conocerla por fin —dice, acercándose a mí con la mano extendida.
      Me quedo momentáneamente sorprendida porque ninguno de los chicos a los que oriento parece haber aprendido ese sencillo gesto de sus padres. Tomo la mano de Ellsworth y la estrecho, y nada más acabar él rebusca en una bolsa que pone «I Love NY» y saca un álbum que contiene mis fotos de pequeña.
      —Ante todo —dice, y su aliento es una mezcla dulzona de chocolate y maría—, quiero darle esto. Seguro que estaba muy intranquila. Le dije a su madre que no me las diera, por si pasaba cualquier cosa, pero me dijo que confiaba en mí como en un hijo, así que ya está.
      —¿Qué cosa dijo? —dice Farrell.
      Está empezando a ponerse un poco rojo, y me doy cuenta de que no tardará en no hacerme ningún caso en nada de lo que le diga.
      —Ellsworth —digo, colocándome el álbum de fotos bajo el brazo—, te presento a mi hermano Farrell.
      —Ah —dice Ellsworth, y le cambia un poco la expresión de la cara, lo cual me revela que mi madre no ha perdido el tiempo.
      Con todo, tiende la mano y dice:
      —Encantado de conocerlo, señor.
      Farrell agarra la mano de Ellsworth y la aprieta cuanto puede; cuando la suelta, Ellsworth la coloca tras la espalda, como si escondiéndola pudiera eliminar la molestia.
      —Así que confía en ti como en un hijo, ¿eh? Bueno, me sabe mal decírtelo, Ellsworth, pero eso no es un cumplido.
      —Sí, señor —dice Ellsworth, asintiendo con la cabeza.
      —¿Y qué clase de modales son éstos? —le pregunta Farrell—. Pensaba que los chicos que se escapan de casa no tienen modales.
      —Es que mi padre está en la Fuerza Aérea, supongo que por eso los he aprendido.
      Farrell asiente.
      —¿Así que vuelves a Tampa con tu familia?
      —Sí, señor —dice Ellsworth—. He tenido una larga conversación con su madre y ella está convencida de que es lo que más me conviene.
       
Farrell y yo nos lo quedamos mirando sin comprender. No sabemos de nadie dispuesto a seguir un consejo de Meredith. Entonces Ellsworth sonríe, con lo que muestra unos dientes encantadoramente torcidos que a todas luces no han visto nunca un aparato, y la verdad es que ni falta que les hace. A continuación, se quita de la espalda la atiborrada mochila roja y la coloca en el suelo junto a la bolsa de viaje. Frente a nuestro silencio, al final exclama:
      —Señora Marquette, su madre es un encanto. La querrá usted mucho.
      —Esto ya es pasarse, ¿no? —pregunta Farrell, agitado, pero los ojos de Ellsworth están clavados en mí, a la espera de mi respuesta.
      —Algo —digo como atontada.
      A pesar de mis esfuerzos, no consigo hacer que ese joven se sienta cómodo, ni protegerlo de mi hermano, que veo que se está preparando para algo. Ojalá estuviéramos en mi despacho de la escuela, el que tiene un letrero en la puerta con mi nombre y dice que soy orientadora vocacional, entonces sí que sabría qué hacer. Ojalá estuviera aquí mi secretaria.
      —Ella la quiere, lo he visto —dice Ellsworth.
      —¿Y a mí? —pregunta Farrell.
      —Oh, también —dice Ellsworth, asintiendo con ansiedad a Farrell—. El caso —añade— es que me preguntaba si podría invitarlos a cenar algo y quizá hablar un poco de universidades con usted, señor Marquette. Estoy decidido a encarrilar mi vida, ¿sabe?
      —Sólo por curiosidad —dice Farrell—, ¿quién va a pagar exactamente esa cena?
      Ellsworth mira a Farrell, luego a mí y luego otra vez a Farrell.
      —Está bien, vale, es una buena pregunta. Porque supongo que su madre les ha dicho que me ha ayudado mucho económicamente, y por lo tanto es cierto, sí, técnicamente, es ella la que paga la cena.
      Farrell asiente.
      —Claro que al final el que paga voy a ser yo —prosigue Ellsworth—, porque voy a devolverle hasta el último centavo. Mi intención, en realidad, era ésa. Pagar yo.
      —Un buen hombre —dice Farrell, dándole a Ellsworth una palmada en la espalda—. Eso es, las cosas como son.
      Entonces coge el equipaje del chico y todos nos dirigimos al mostrador del restaurante, donde Farrell y yo pedimos dos perritos calientes. La chica del mostrador me sonríe y nos saludamos. La tarjeta que lleva dice que se llama Clarice.
      Ellsworth paga la comida como ha prometido y nos conduce a la misma mesa de antes, donde Clarice aún no ha limpiado los goterones de ketchup y mostaza de nuestra comida anterior.
      —¡Dios mío —dice Ellsworth, utilizando su servilleta para limpiar un poco la mesa—, hay gente que come como cerdos!
      A su espalda, Farrell y yo nos miramos. Mi hermano me sonríe serenamente, porque Ellsworth le acaba de hacer un regalo, una razón para atacar. Desde que le cayó el rayo encima, he llegado a imaginar el cerebro de Farrell como una compleja serie de cables y no de vasos sanguíneos, y ahora los cables me están telegrafiando un mensaje: «¿Has oído eso? ¡Acaba de llamarnos cerdos!». No importa que Farrell y yo comamos realmente como cerdos. Lo importante en este momento es que Ellsworth comprenda que el afecto que comparte con nuestra madre no lo convierte en nuestro hermano. De forma lamentable y bastante involuntaria, le envío a Farrell un guiño.
      Nos sentamos. Farrell la emprende agresivamente con los sobres de los condimentos.
      —Bueno, señora Marquette, le comenté a su madre lo mucho que me gustan los animales y entonces ella me sugirió que estudiara para veterinario.
      Limpio un resto de ketchup de Farrell de mi vaso y asiento con la cabeza.
      —Oh, un momento —dice Farrell, y saca del bolsillo un bolígrafo.
      Toma una servilleta y escribe «Veterinario» en la parte superior, debajo «Pros» y «Contras» y luego dibuja una línea en medio para hacer dos columnas.
      —Oh —dice Ellsworth, contemplándolo.
      —Muy buena idea, Farrell —añado, queriendo hacer creer a Ellsworth que lo digo en serio.
      Farrel dice:
      —Es un truquito que utilizo para que me funcione bien el cerebro. —A continuación mira a Ellsworth y se da unos golpecitos en un lado de la cabeza—. Por la pérdida de la memoria a corto plazo y esas cosas, ¿sabes?
      Ellsworth se aclara la garganta.
      —¿De cuando le cayó un rayo encima, señor?
      Farrell asiente.
      —¿Puedo preguntar qué sintió, señor?
      —Fue como follar con un rosal —dice Farrell.
      Ellsworth asiente lentamente y luego bebe un sorbo de su Coca-Cola.
      —¿Sabe algo de veterinarios, señora Marquette? —me pregunta después de tragar la bebida.
      Me encuentro diciendo:
      —Sólo porque te gusten los animales no quiere decir que tengas que ser veterinario.
      —Oh —dice—, la verdad es que nunca lo había pensado así.
      —¿Te sientes cómodo con la sangre y la materia fecal? —dice Farrell—. Porque en realidad se trata de eso. Es una guarrada.
      —Hum —dice Ellsworth.
      —Es lo mismo que parir —digo—. Todo el mundo dice que es muy bonito, pero no lo es en absoluto. Es un asco. Incluso puedo cagarme en medio de todo.
      —Oh, vaya —dice Ellsworth.
      —¡No tiene nada que ver con dedicarse a acariciar animales, por el amor de Dios! —agrega Farrell.
      —No —dice Ellsworth—, bueno, no pensaba que fuera eso. Claro que, incluso siendo veterinario, tendré que acariciar animales a veces, ¿no? Para tranquilizarlos.
      —Supongo que sí —digo.
      —Estaba pensando en una cosa —empieza Farrell lentamente—, en tu pelo. En lo bonito y brillante que lo tienes, Ellsworth.
      Ellsworth se toca el pelo con la mano.
      —Oh, gracias.
      —¿Te has fijado en el pelo de mi madre? —pregunto.
      Ellsworth sacude la cabeza.
      —Utiliza un acondicionador genérico. Por eso lo tiene tan enredado. Es un poco agarrada.
      —¿De verdad? Hum. Bueno, pienso que conmigo ha sido muy generosa.
      —¡Protesto! —proclama Farrell abruptamente, poniéndose de pie.
      Se dirige a las máquinas expendedoras y empieza a pasear ante ellas. Su fino pelo rizado se le ha desordenado, aunque no recuerdo haber visto que se lo tocara con la mano.
      Ellsworth se inclina hacia mí sobre la mesa.
      —¿Se encuentra su hermano bien, señora Marquette? Bueno, no quiero ser maleducado, pero su madre dice que está loco. Dice que ha tenido que quitar su retrato del medallón que lleva en el cuello, porque se le hacía demasiado doloroso mirarlo, por cómo era.
      —Mira —digo comprensivamente—, creo que lo que mi hermano intenta decirte es si has considerado el terreno de la peluquería.
      —¿Cómo dice?
      —A los dos nos das más la impresión de un peluquero que de un veterinario. ¿Te gusta eso?
      —Bueno —dice Ellsworth, echándose para atrás en la silla—. La verdad es que lo que me gusta son los animales. Pensaba que podría darme algún consejo porque su madre me dijo que era orientadora vocacional.
      Justo entonces vuelve Farrell con paquetes de Oreos para cada uno de nosotros.
      —No quiere ser peluquero —digo.
      —Pero ¿por qué? —grita Farrell.
      Varias personas de la zona de espera se vuelven para mirarnos, y Farrell les responde anunciando:
      —¡Es un chico que vuelve a casa después de haberse escapado!
      La gente ve que no es sensato inmiscuirse, aunque sea verdad, y todos desvían la mirada.
      Entonces Ellsworth se pone en pie.
      —Me temo que les estoy imponiendo mi presencia —dice con voz temblorosa—. Vuelvo a Tampa y me matricularé en un colegio comunitario. Prometo que me informaré muy bien de lo que significa ser veterinario, teniendo en cuenta lo que me han dicho hoy. Muchas gracias por su ayuda.
      Tras eso, recoge su equipaje y se dirige a una silla con un televisor que funciona con monedas. Farrell y yo lo vemos respirar hondo varias veces; luego introduce una moneda de veinticinco centavos y se pone a mirar Oprah.
      —Vámonos de aquí —le digo a Farrell.
      Asiente y, antes de que nos demos cuenta, estamos también sentados en las sillas con televisor, uno a cada lado de Ellsworth.
      —Hola, Ellsworth —dice Farrell.
      —Hola —dice Ellsworth.
      —Nos vamos a ir dentro de nada —le aseguro—. Mi marido, Cyrus, y yo tenemos esta noche un baile de antiguos compañeros de clase y Farrell está vigilando una tormenta.
      Ellsworth asiente con cortesía.
      —¿Que estás mirando? —pregunta Farrell.
      —Es El show de Oprah Winfrey —dice Ellsworth.
      Farrell asiente. Le ofrece a Ellsworth la servilleta de los pros y contras que había escrito antes, salvo que ahora, la palabra «Veterinario» está tachada y sustituida por «Peluquero».
      —Puedes quedártela, si quieres —dice Farrell—. A lo mejor te ayuda a aclararte más adelante.
      Ellsworth toma la servilleta, la lee y se la coloca en la chaqueta vaquera.
      —Ellsworth —digo, intentado parecer sincera—, siento no haber podido ser de más ayuda.
      Ellsworth asiente de nuevo, con los ojos fijos en el televisor y en el invitado especial de Oprah, un niño que se reencuentra con su padre, a quien dejó de ver hace mucho tiempo.
      —¿Tienes alguna otra pregunta relacionada con posibles carreras? —pregunto.
      Ellsworth sacude la cabeza de forma que el brillante pelo negro refleja los fluorescentes y casi reluce. Al otro lado, Farrell no parece poder resistirlo porque le acaricia el pelo. Un par de lágrimas caen de los ojos de Ellsworth; sin embargo, rechaza el pañuelo de papel que le ofrezco.
      De pronto, Farrell se pone de pie.
      —¡Buen viaje, chico! --dice, se da la vuelta y se aleja.
      Los dos lo contemplamos salir a paso rápido de la estación. Durante un segundo pienso en seguirlo, pero entonces tendríamos que hablarnos y no sé muy bien qué podríamos decirnos. En todo caso, mi trabajo es ahora con Ellsworth: limpiar el desastre que mi familia y yo hemos armado con su vida juvenil.
      Al final, decide aceptar mi pañuelo.
      —Ni siquiera era mi idea —dice—. Mi intención era quedarme en Nueva York e intentar encontrar un trabajo, hasta que su madre me dio esas estúpidas fotos. Me dijo que destrozaría la vida de mi madre si no volvía a casa. ¡Ni siquiera conoce a mi madre!
      Asiento con la cabeza.
      —No tenía por qué hacerlo, ¿sabe?
      Le doy otro pañuelo. Me cuenta algunas cosas de su familia en Tampa y, para mi sorpresa, le aconsejo que no vuelva. En vez de eso, le pido un billete para Nueva York, le doy todo el dinero que llevo en la cartera, algo más de ochenta dólares. Le aconsejo que se mantenga alejado de mi madre y que no vaya en bicicleta bajo la lluvia, si es que alguna vez tiene una. Todo lo que le digo le parece sensato. Cuando se aleja su autobús a las siete de la tarde, me sonríe y me hace señas, mientras yo lo imagino durmiendo en una caja de cartón bajo el puente de Brooklyn.
      Fuera, en el aparcamiento, hace ya tiempo que se ha ido la camioneta de Farrell, y su tormenta se divierte sobre mi cabeza. Me seguirá hasta casa, amenazará fugazmente mi sensación de seguridad y bienestar y luego se desplazará para acosar a otra persona. Mientras tanto, Cyrus y yo bailaremos foxtrot al compás de la música de Abba que le gusta poner a nuestro profesor, y le contaré una versión modificada de lo sucedido en la estación de autobuses, una versión que no nos haga quedar tan mal a Farrell y a mí. Le diré que me muero de impaciencia de que nazca XX porque tengo la corazonada de que voy a ser una madre estupenda. Tres meses más tarde, cuando por fin aparezca y yo busque en sus ojos algún recuerdo de mis transgresiones, sólo veré hambre y rabia.

© 2000 Alicia Erian
Traducción: ©
Juan Gabriel López Guix


Esta versión electrónica esta publicada en  The Barcelona Review con el permiso del autor y Donadio & Olson, N.Y.

Esta historia  no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso de Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografía

Los cuentos de Alicia Erian han aparecido recientemente en Zoetrope y Nerve. Su primera colección de narrativa breve, The Brutal Language of Love, la publicará la editorial Villard el año próximo. Alicia Erian vive en brooklyn, Nueva York, con su marido, David Franklin. «Cuando atacan los animales» es el primero de sus relatos traducidos al español.

 

Traductor:
Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés y francés. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 1997). jglg@acett.org
      

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