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índex català  septiembre-octubre  n° 38

Casa ocupada
por Damià Alou

       

      Qué extraño lo ocurrido hoy.
      Estaba en mi casa, trabajando, como cada mañana, cuando una algarabía me ha hecho asomarme al balcón.
      En la acera de delante, un poco más allá, sobre la peluquería, unos agentes desalojaban rudamente a unos jóvenes. Estos iban muy pintorescos, con ropas desharrapadas y cabellos de colores. Bajo sus harapos, ellas parecían hermosas y ellos fuertes. De las paredes de la casa colgaban unos carteles que no he sido capaz de leer. Una mujer, bajo mi balcón, ha dicho: "Pues que paguen su alquiler, como todo el mundo". Así es la gente, he pensado, mal de muchos, consuelo de todos –o de tontos, que nunca lo he sabido bien-.
      Pero entonces ha ocurrido lo más extraño. Uno de esos jóvenes, en su carrera de huida de un agente, de pronto se ha detenido, ha alzado la cabeza y me ha señalado. "¿Y él?", ha dicho. El agente ya estaba junto a él, también detenido. Ha levantado la cabeza y me ha mirado -imagino- tras la visera de su casco. Entonces, de manera brusca, se ha alzado la visera de un golpe seco y me ha clavado unos ojos llameantes que me han dejado sin aliento. Apenas desviando las pupilas, me he vuelto a mi alrededor, quizá alarmado por el repentino silencio. Todos habían callado, todos se habían detenido, todos me miraban.
      Qué esfuerzo me ha costado pergeñar una sonrisa. Las palabras me han salido como si me arrancaran una muela sana: "Yo pago".
      Nada más decirlo, el joven, el primero que se había detenido, ha soltado una carcajada en la que se incluían las palabras: "Él paga". Todos los demás jóvenes se le han unido, y se oían un rumoroso coro de carcajadas y las palabras "Él paga. Él paga".
      Pero a los agentes no les ha hecho gracia. Han cambiado miradas. Al instante les he visto -con pavor- dirigirse a mi portal y llamar al timbre. ¿Iba a abrirles? ¡Venían a por mí! Pero si no les abría, ¿sería eso resistencia a la autoridad?
      Cuando he llegado al interfono ya llamaban a la puerta del piso. Con pavor, he abierto diligente. "Yo pago", he dicho enseguida. Pero de nuevo llevaban la visera baja.
      "Nadie se burla de nosotros", ha dicho el que parecía el jefe.
      Entonces, con malos modos, me han metido en el furgón, me han encerrado ahí, han vuelto a la calle y han seguido persiguiendo a esos jóvenes, que, en lento goteo, han acabado haciéndome compañía. Y con ellos la otra frase: "Él paga". Y las burlas, y las risas. Y alguien ha añadido: "A su edad. Paga".
      "No soy tan joven", he dicho para defenderme.
      "Pues así ya eres un viejo", me ha dicho una de las chicas, tan hermosa bajo sus harapos.
      ¿Realmente soy un viejo?, me he preguntado. (Me hubiera gustado mirarme a un espejo.)
      "Y desde luego un tonto", ha añadido otro joven, robusto bajo sus harapos.
      ¡Un tonto! Por pagar, por hacer lo que todos (¿son todos tontos?).
      Nos han metido en una celda. Pronto los jóvenes se han cansado de burlarse de mí y me he puesto a pensar. ¿Soy un tonto por pagar? ¿Un viejo? A veces mi mujer me dice que soy tonto. Pero, ¿viejo? Puede que me esté haciendo viejo. Por ejemplo, he sido incapaz de defenderme. Me han traído aquí, con unos jóvenes que no quieren pagar su alquiler y se resisten con violencia, mientras que yo lo pago y soy incapaz de resistirme. ¡No se puede meter en la cárcel a dos personas por motivos antitéticos! ¡Es que no ven que yo no soy como ellos! Para empezar, aún voy en zapatillas. Y huelo bien, a recién duchado, mientras que ellos...
      Empezaba a pensar que todo eso era un castigo por algo que en realidad yo ignoraba cuando han llegado dos agentes y nos han llevado ante el juez.
      Todos hemos hablado. Los jóvenes, en tono más alto, han proclamado sus consignas. Yo simplemente he dicho: "Yo pago, señor juez".
      El juez nos ha recorrido con la mirada, la ha dejado en uno de los agentes y ha preguntado: "¿Qué hace este hombre aquí, si paga?".
      Y de nuevo, todos se han puesto a reír, ahora agentes y jóvenes. Incluso el juez, me ha parecido, esbozaba una sonrisa, que ha borrado al ver que yo la observaba.
      "Así que usted paga".
      "Sí, señoría. Yo pago".
      El juez ha puesto cara de reflexión durante unos instantes. Ha dicho: "Está bien. Váyase. Y que le sirva de lección".
      Todos seguían riendo.
      "¿A qué lección se refiere, señoría?", he preguntado.
      "¡Váyase de una vez! ¿No ve que tengo trabajo?".
      Y me he ido, como suele decirse, con el rabo entre las piernas.
      Por el camino he meditado sobre la escasa seguridad de nuestro mundo, sobre la falta de certezas, sobre lo peligroso que es vivir según las normas y lo peligroso que es vivir fuera de las normas. Hasta he pensado en proponerle a mi mujer hacer como esos jóvenes. Sí, volver a sentirnos jóvenes, y listos.
      Pero a ella no le gustaría vivir así. Y probablemente, a mí tampoco. Y a fin de cuentas, yo estoy fuera, y esos jóvenes siguen ante el juez, luego, probablemente, volverán a las celdas. Parece que, al cabo, hay justicia.
      Con una vaga sensación de incomodidad, recojo en el buzón de mi casa el recibo del alquiler. Desde luego, pagar no es para enorgullecerse. En cualquier caso, mejor que no le cuente nada a mi mujer.
      
De Memorias de un escritor pequeño

© Damià Alou 2003
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
BIO:
Damià AlouDamià Alou nació en Palma de Mallorca en 1959 y vive en Barcelona desde 1977. Traductor de Truman Capote, Norman Mailer, Elizabeth Gaskell, Thomas Hardy, Wilkie Collins, Vikram Seth, John Banville, Oliver Sacks, y Harold Bloom, entre otros, ha publicado anteriormente in extremos (Deu Mil Humans, 1987) y Una modesta aportación a la historia del crimen (Anagrama, 1991).

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septiembre-octubre  n° 38  

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