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índex català      mayo - junio 2006   n° 53
Esteban Soriano: Estaciones de la vida
Estaciones de la vida Esteban Soriano

 

Hacía mucho tiempo que aquella chica joven, espléndida, con un pendiente en la nariz, reluciente, se había bajado del vagón donde yo y mi pasado traqueteábamos al son de los destartalados travesaños que amueblan este triste compartimiento, lleno de gente sin mirada, con las maletas henchidas de sueños y las manos vacías.

      Los chillidos de las ruedas de hierro rozando los raíles me distraen de la pesadumbre y me despiertan de repente, con esa característica pastosidad en la boca, típica de los fumadores, y con la sensación de tener los ojos llenos de tierra, muy propio de los soñadores. Alargo mi pecosa mano, rebosante de moteados puntos de color pardo y terroso, y rebuscó un cigarrillo en los bolsillos de mi chaqueta de piel negra y que es el único recuerdo que une mi vida actual a mi pasado más bondadoso y sensible, más olvidadizo y extraviado. Rastreo el paquete de tabaco que compré justo antes de subir al tren, en aquel kiosco colmado de revistas y flores. Cómo me hubiera gustado regalarle un ramillete de rosas rojas y blancas a aquella muchacha del pendiente en la nariz y de pelo azafranado, y recitar una poesía sacada de algún poeta romántico, de la época en que existían y morían por amor, porque de amor también se muere. Las ventanas, cerradas, contienen el humo en la estancia y tengo la sensación de estar en el infierno; aunque el averno seguramente será un sitio más amable que este tren, que me corroe, que me destruye y consume, pero se mueve, y como dijo alguien una vez: si nos movemos es que estamos vivos.

      Aquella chica del pendiente en la nariz se había subido al tren en la primera estación que hay justo antes del puente. La estación de la ilusión, de la esperanza. Cuando trepó por la escalera metálica mis manos no estaban arrugadas, podía estar sin parpadear varios segundos, contener el aliento casi tres minutos y correr de un lado al otro del tren sin apenas cansarme. No me preocupaba la edad, ni el tiempo. El andén estaba lleno de gente joven, sin equipaje, sin lastres, sin nada que los atara al pasado y les hipotecara el futuro. Sus miradas rebosaban fantasía, confianza. El kiosco, repleto de revistas y tabaco, iluminaba todo el apeadero con una luz brillante, clara. Las manos de aquellos jóvenes eran tersas, sus brazos fuertes, sus miradas despiertas. La chica subió al tren de una zancada, grácil. Asió la barandilla de la puerta con fuerza y se catapultó al interior del vagón con un ligero sonrojo que se desvaneció enseguida mezclándose con el humo de la estancia. No miró atrás. Los jóvenes no miran atrás, siempre lo hacen hacia adelante. Detrás no tenemos nada, lo que nos hace felices está delante. La chica de cabello amarillo como el sol se extendió por los vagones con una velocidad vertiginosa, casi centelleante, el aire corría detrás de ella en un intento imposible de alcanzarla, resoplando. La chica no me vio, no vio a nadie, corría tanto que no reparó en que había mucha gente en el vagón. Se aturullaba con sus pensamientos y sus movimientos vigorosos, concentrando toda su mente en el próximo apeadero. Es lo que tienen los jóvenes, que no disfrutan del viaje. No la seguía nadie y parecía que huyera, y es que el que busca el futuro es como si esquivara el pasado.

      Se bajó en la primera estación. No dudó ni un instante. La gente joven no duda. La chica descendió por la brillante escalera de hierro. Su larga melena amarillenta se reflejaba en el pasamanos como un ave bosqueja su figura en la charca de un estanque. De la misma forma que la luna resplandece en el interior de un pozo, profundo, infinito. No necesitó agarrarse, su paso era firme, decidido. Un joven muy atractivo la esperaba. La chica sonrió y se fundieron en un largo beso, eterno. El tren seguía su camino y arrancaba a trompicones, mientras la pareja continuaba ajena al bullicio de la estación.

      Me di cuenta de que el apeadero estaba repleto de amantes con las manos entrelazadas como enredaderas, con la misma base, un pedestal enorme de piedra y lava que resbalaba por entre las piernas de los adolescentes, mientras sus corazones se convertían en guijarros que arrojaban su amor a los raíles. Eran como maceteros donde crecían dos plantas de igual tamaño, pero de distinto color, y sus ramas se entremezclaban como madreselvas que quisieran tocar el cielo. No eran besos, eran chorros de agua de una cascada que se fundían en uno solo. La estación estaba repleta de plantas que se abrazaban, que se besaban, que se amaban, de torrentes de agua que manaban sin cesar. La chica del pendiente en la nariz y de los mechones ocres como la ladera de una montaña era una pasionaria de flores blancas y moradas con forma de estrella. El chico se había transformado en una Dama de la noche de color verde esmeralda. Había plantas por todas partes. Un jardín de sensaciones inundaba el andén mientras el tren arrancaba con un chasquido ensordecedor, constante. Lloré. Era la primera vez que la aflicción, que el desconsuelo, inundaba los corazones de los pasajeros del tren, algo insólito. La confusión se apoderó de mí y me hizo recapacitar y recordar que la nostalgia y la morriña es para los que se quedan, no para los que se van.

      Miré a través de las ventanas. El paisaje corría a una velocidad espantosa, tanto que era imposible concentrarse y ver todo lo que ocurría allí afuera. Perdí la perspectiva, ya no sabía si era el tren el que corría o eran los árboles, no me importaba. Odié todo lo que había fuera del tren, todo lo desconocido. Decidí fijarme en mis compañeros de viaje. A veces es mejor compartir con quien está alrededor y no buscar fuera, allí fuera no hay nada.

      En tren siguió ajeno a todo. Recuerdo que cuando se bajó la chica del pelo azafranado como una moneda, por la misma escalera donde pirueteó subieron varios pasajeros que estaban de pie en la estación. Sus trajes, grises, concordaban con el estado de ánimo tan característico de las estaciones frías, solitarias, donde la niebla se apodera de sus andenes y solamente se escucha el silbido del tren antes de llegar a la parada. Los nuevos pasajeros tomaron asiento. Ocuparon las plazas vacías que habían dejado aquellos jóvenes. La gente era diferente, pero el entorno se conservaba tal y como lo recordaba. El ruido de las ruedas del tren era el mismo, el chasquido de los postes cuando pasa el ferrocarril por delante de ellos y corta el viento como si fuera un palo de madera, y sobre todo las ventanas, enormes, limpias. Una vez más me fijé en el horizonte, en el campo, en las ciudades llenas de bloques, de ruido.

      Yo sigo mirando fuera, sigo buscando. Echo de menos el andén que hay antes del puente, lleno de jóvenes satinados, de ese kiosco resplandeciente que ilumina todo el apeadero, como si fuese un sol de alguna galaxia cercana y que supiera que la vida no iba a terminar nunca, que siempre seremos así, como ahora. ¿Por qué no me bajé entonces? -me pregunto al darme cuenta de que deseché, quizás, la única oportunidad de ser feliz. Algo había en esa estación que no me gustó, de lo contrario me hubiera desmontado allí mismo y no hubiera seguido este interminable viaje. Mis pensamientos me llevan a darme cuenta de que no me bajé porque no vi nada, estaba tan preocupado buscando mi propia felicidad que pensé que lo bueno estaba por llegar, me dio miedo ese apeadero y poder perderme lo que vendría después, pero después no hay nada: desolación, soledad y tristeza. Escogí seguir en este tren y esperar una estación más propicia, una estación mejor, como si hubiera estaciones mejores. Si pudiera volver atrás, si pudiera recorrer ese trayecto a la inversa, me bajaría en la estación que hay antes del puente. Donde estaba aquella chica. Recuerdo como caminaba por el pasillo del vagón, como contoneaba sus frágiles pero a la vez fuertes caderas, como besaba. Sus labios eran dulces como la confitura, sus ojos grandes como la luna, su piel tersa como la seda. Rememoro el momento en que se bajó del tren, en cámara lenta, los recuerdos siempre son lentos, flemáticos, como si nuestra memoria quisiera burlarse de nosotros y nos alargara el sufrimiento en unas evocaciones nostálgicas, eternas.

      Una mujer canosa, ajada, mustia como una flor marchita, sube por la escalera de hierro. Ahora ya no brilla la barandilla como antes, el óxido se ha comido parte de su esplendor, de su oropel. Los vagones ya no son de madera noble, lisa. La carcoma devora cada uno de sus travesaños y el restallido se escucha en todos los rincones del convoy. El viento se desplaza por el interior y susurra palabras incomprensibles al oído de los pasajeros. El final del trayecto está cerca. Ya casi no recuerdo la estación que hay justo antes del puente, la de la juventud, la de las plantas enredadas y las cascadas de amor, la de la pasión. Allí no importa perder un tren, hay millones para coger después.

      La mujer se acomoda nada más entrar, no recorre el vagón como hizo la chica del pendiente en la nariz, ni siquiera levanta la mirada para ojear el resto del pasaje. Se limita a sentarse y agachar la cabeza. No le importa la muchedumbre con la que comparte viaje. Está pesarosa. He aprendido a observar a la gente, a conocerlos, y sé cuando una mujer está triste, como ella. Sus ojos no miran a ningún sitio en concreto, divagan por toda la estancia y no se posan más de un segundo en el mismo lugar. Han pasado tantas estaciones desde mi subida al tren, tanto tiempo desde que abandoné mi lugar de origen, que me distraigo observando al resto de pasajeros. La mujer canosa tiene un corazón enorme, demasiado para una señora de su edad. Late con fuerza, e imagino que el bombeo constante de sus entrañas hubiera sido más que suficiente para mover el tren donde estábamos. Veo su pasado, cuando se casó con aquel hombre tan bueno, aquel marido que la quiso como nada en el mundo. Veo las noches de amor desesperado, cuando se enredaban como la hiedra, cuando el tallo alcanzaba el cenit del placer y aquella mujer canosa era rubia y joven y llena de amor. Veo cuando el marido llegaba a casa las noches después de trabajar y ella lo esperaba radiante, espléndida, con la comida encima de la mesa y con el amor transpirando por cada uno de los poros de su piel. Cuanto amor. Pero también veo como se partió su corazón en miles de pedazos, en millones de diminutos trozos. El corazón nunca se rompe en dos o tres cachos, sería fácil recomponerlo, el corazón se fragmenta en porciones más pequeñas que una semilla, para que así sea imposible reconstruirlo, inútil replantarlo. El corazón solamente se rompe una vez y el de la mujer canosa había estallado cuando su marido la dejó por una mujer más joven, más guapa, llena de energía. Su esposo prefirió bajarse unas cuantas estaciones antes, antes de traspasar el primer puente y buscó lo que no había encontrado en esos otros andenes, no quiso seguir el viaje junto a ella. El vagón se llenó de radiografías. Pude ver las entrañas de cada uno de sus pasajeros. Me asusté. Pensaba que estaba muerto y que ya no habría más estaciones, que la última fue la de la chica del pendiente en la nariz y el pelo cobrizo. No fue así. Hubo más estaciones, tantas que no me acuerdo ni de ellas ni de las evocaciones de aquella estación antes del puente, donde los jóvenes se enredaban en el presente y donde el amor se respiraba por cada poro de sus tersas pieles. Los veo difuminados, desdibujados, diluidos.

      El silbato me tranquiliza al mismo tiempo que augura la pronta parada del tren. No sé si ésta será mi estación de destino, pero no quiero precipitarme. Prefiero dejarla pasar antes que equivocarme. Tantas estaciones y aún dudo. La mujer canosa levanta la mirada tímidamente. Ya no la veo como una radiografía, ahora es un planeta. Se ha convertido en una luna llena de manchas, de brillo. En su rostro puedo percibir el mar. Sus ojos son dos pantanos llenos de agua clara, cristalina. El brillo del sol deja un reflejo amarillo y los árboles se acercan hasta la orilla para beber a través de sus raíces. Una de las ramas le tapa el corazón. Mejor. Quiere evitar que se vean los millones de trozos que dejó aquel marido desagradecido. Los cuento. Cuento cada uno de los cachos en que se ha convertido su corazón y juro recomponerlos. Primero cojo los más grandes y los pongo uno al lado de otro, mientras los árboles siguen bebiendo agua de aquel cristalino lago en que se ha convertido el alma de la mujer canosa. Su corazón late con una fuerza inusitada al mismo tiempo que noto el mío, Dios mío, tanto tiempo viendo a los transeúntes de las estaciones y a los pasajeros del tren, que no me he dado cuenta de que a mí también se me rompió algo en mi interior. Ahora lo recuerdo, ahora sé por qué no me bajé en la primera parada. Allí, una chica que tenía un pendiente en la nariz me dejó por otro hombre. Fue horrible, pensé que me iba a morir. Primero tuve celos, me comían por dentro, creí que me iba a estallar el espinazo, los hubiera matado a los dos en aquella estación. Luego recapacité, razoné que habría más trenes, más estaciones, que aquello no era el final. Me marché. La chica me rompió el corazón. Se astilló en millones de diminutas partículas, no pude soportar tanto dolor. Me subí al tren, seguí por los raíles de la vida, buscando. Primero tanteaba aquello que había perdido, me fijaba en las chicas que eran como ella. Luego me di cuenta de que había cambiado, que era otro, los surcos de la madurez se dibujaban en mi rostro, en mis ojos. Mi sonrisa ya no era brillante, mis músculos ya no eran tersos, mi mirada ya no era profunda. Me salieron unas finas venas de color azul en los tobillos, me quedé sin pelo, surgieron infinidad de manchas en mis manos. Luego dejé de buscar, me dediqué a explorar a los que eran como yo, a los que habían sido atacados por las flechas del desamor, que son las que más duelen y encima no matan, pero asfixian.

      Me doy cuenta de que me parezco a la mujer canosa que se ha subido en una de las últimas estaciones. No somos tan diferentes, a ella también le fulminaron el corazón, también se equivocó de parada. La miro. La beso, la beso como nunca había hecho antes, ni siquiera con aquella chiquilla de piel tersa cuando nos alumbraba el faro de la costa. Mi boca se disuelve entre sus labios, me absorbe como el mar que se come la orilla de la playa y hace que desaparezca y se fusione con el piélago. No puedo recomponer su corazón, aquel desgraciado lo había roto en tantos trozos que es imposible, pero consigo que crezca otro al lado. Otro corazón más grande, más fuerte.

      El silbato del tren anuncia la llegada de una estación. Las maderas crujen como la carcasa de un barco que estuviera a punto de hundirse. Las ventanas están limpias, los cristales resplandecientes. El andén se ilumina con los focos del ferrocarril. La mujer de pelo canoso y yo nos miramos, sonreímos. Esta es nuestra parada. Nos bajamos y nos convertimos en plantas mientras un sirimiri continuo riega los raíles.

© Esteban Soriano 2006

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Carné: Soriano

Esteban Navarro Soriano nació en Murcia el 18 de marzo de 1965. Inició estudios de Psicología a través de la UNED. Tiene terminadas varias novelas y multitud de relatos que espera algún día vean la luz. Mantiene una web donde recopila la mayoría de concursos literarios de España: http://www.telefonica.net/web2/concursos

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