Los perros de Deng Xiao Ping
Santiago Roncagliolo
Conocí al padre Hubert Lanssiers en la
cárcel de Picsi, en Chiclayo, un día de mayo de 1999. Aunque estaba diseñada para
trescientos presos, Picsi albergaba a 974 reos, 252 de los cuales cumplían condenas por
"traición a la Patria", la figura legal que incluía los delitos de terrorismo.
Para mí, en ese momento, Sendero Luminoso era historia pasada. Llevábamos siete años
sin bombas, ya no había apagones, el líder Abimael Guzmán estaba preso. Punto. Aparte
de eso, yo sabía muy pocas cosas de la historia del movimiento y nunca, hasta entonces,
había visto personalmente a un terrorista.
También era la primera vez que entraba en una prisión de alta seguridad. En el registro
de la puerta, un policía me quitó la cámara de fotos. Y dos pasos más allá, el aire
pesaba el doble que en el exterior. Entre los reclusos de Picsi y la libertad se
interponían dos muros de ocho metros de altura, rematados por alambre de púas y
separados entre sí por la llamada Tierra de Nadie, una zona gris y árida de diez metros
de ancho que sólo se cruzaba para entrar o salir de los pabellones.
Para quien entraba en la prisión, la Tierra de Nadie era un primer aviso del infierno.
Los policías que jugaban cartas y se secaban el sudor del cuello con sus galones sabían
que ése no era el mejor lugar para un ascenso y eventualmente descargaban su frustración
a escupitajos contra los barrotes. Muchos de los presos prendidos de las rejas de los
pabellones no habían visto más que esos muros durante diez años. Para dieciséis
reclusos del pabellón E, condenados a cadena perpetua, el canchón desértico
representaba el último horizonte que su mirada alcanzaría de por vida.
El padre Hubert Lanssiers y el Defensor del Pueblo Jorge Santistevan dirigían la
comisión para el indulto de inocentes condenados por terrorismo. Su trabajo consistía en
entrevistar a los condenados que lo solicitasen, revisar sus casos y recomendar su
excarcelación si consideraban que los habían encerrado sin pruebas o en juicios
sumarios. No era un trabajo popular entre las autoridades, ni siquiera entre la opinión
pública. En primer lugar, porque todo el país consideraba que más valían diez
inocentes presos que un terrorista libre. En segundo lugar, porque nadie quería hurgar en
la herida aún abierta del terrorismo.
Entramos al pabellón E acompañados por dos abogados más. Lanssiers iba a la cabeza,
paseando con resolución su 1.86 de estatura entre los presos que, conforme avanzábamos,
se apartaban en silencio para dejarnos pasar. Noté con preocupación que no llevábamos
escolta. Pero cuando llegamos al patio central del pabellón, entre las mesas de los
talleres de cerámica y las pesas con que se ejercitaban, comprendí que no la
necesitábamos.
Los senderistas no tenían ahí la mirada desafiante y orgullosa que exhibían ante las
cámaras cuando eran arrestados. Tampoco ostentaban el discurso incendiario de sus
proclamas. Algunos se mostraban altivos, pero Lanssiers tenía una mirada aún más firme
y hablaba con una seguridad que imponía respeto. Yo nunca había sabido que un terrorista
respetase a un sacerdote.
-Llevo aquí ocho años dijo uno de los reclusos-, y estoy condenado a veinte más.
Me metieron porque me acusó falsamente un vecino terrorista que quería vengarse porque
lo denuncié. Mi familia está afuera, pero son tres mujeres y un niño. No pueden
cultivar mi parcela, así que la vamos a perder. Mi hija se está dedicando a la
prostitución para sobrevivir. ¿Qué sentido tiene tenerme aquí? Si mi caso no se revisa
rápido. ¿Qué van a hacer mis hijos? ¿Cómo quieren que no se vuelvan delincuentes?
Le susurré al abogado que me acompañaba:
-A éste lo han jodido. Tiene razón.
Él sonrió y me susurró de vuelta:
-¿Ése? Es el camarada Ramiro. Ha asesinado a veintiséis personas a sangre fría. Su
caso ya ha sido revisado.
Lanssiers escuchó a todos los que hablaron y aseguró que todos los casos serían
examinados, pero que no serían liberados los que hubieran cometido hechos de sangre. No
lo dijo como un desafío. Simplemente, era verdad. Pero lo dijo mirando a los ojos del
camarada Ramiro y de otros presos cuyos delitos también conocía. Me llamó la atención
el respeto que exhibía incluso por ellos, los asesinos, mientras clavaba la vista en sus
pupilas. Después descubrí que esa mirada era la misma que dedicaba a los policías, a
los funcionarios y a los abogados. Era una mirada azul y pétrea que reconocía seres
humanos. Ni más ni menos.
Para mí era difícil entender esa mirada, y el hecho de que no odiase. Aparte de sus
crímenes comprobados, algunos de los reclusos de Picsi eran sospechosos de haber
participado en el atentado de Tarata, un coche bomba lleno del explosivo plástico Anfo
que había volado en 1992 una de las principales calles comerciales de Lima en hora punta.
El saldo fueron decenas de muertos y tres calles enteras inhabitables a sólo un
kilómetro de mi casa. Esa noche, un compañero de trabajo de mi padre llamó a decir que
no iría a la oficina al día siguiente porque su apartamento acababa de convertirse en
escombros. Y podría haber sido el nuestro.
Siete años después, en el pabellón E, de pie ante los responsables, me resultaba
difícil no ya sentir piedad, sino cualquier asomo de respeto. Sin embargo, conforme se
sucedían las declaraciones, fui percibiendo que la diferencia entre un inocente y un
culpable es una línea más borrosa y tenue de lo que solemos creer. Uno de los condenados
por repartir información y propaganda de Sendero Luminoso era analfabeto. ¿Era inocente
o culpable? Otro, acusado de colocar tres bombas en ayuntamientos y delegaciones
policiales, padecía Síndrome de Down. Pero podía poner bombas. ¿Cuál era el veredicto
más justo? ¿Y quién podía darlo?
Salimos de la cárcel cuando ya oscurecía y fuimos a tomar una copa con los abogados de
Derechos Humanos. En la barra del hotel, Lanssiers pidió un vaso de leche y habló más
distendidamente, pero con el mismo español directo y sin vacilaciones con que se dirigía
a los senderistas, apenas contaminado por las erres que delataban su origen francófono.
Fumaba Inca negros, los más baratos y apestosos del mercado, y los iba encendiendo con
las colillas que terminaba. En un momento, me atreví a comentarle:
-Usted parece muy acostumbrado a los asesinos.
-Lo importante es que ellos se acostumbren a mí respondió secamente.
-Ya. Se nota que usted no vivió lo que nosotros.
A grandes rasgos, mientras los abogados planeaban su siguiente jornada, le conté mi
historia.
Mi primer recuerdo de mi país es la imagen de varios perros muertos colgando de los
postes del centro de Lima en 1980. Sus cuerpos inertes estaban envueltos en carteles que
decían: "Deng Xiao Ping, hijo de perra". Por entonces, yo vivía en México y
tenía cinco años. Vi la foto en una revista que mi padre había traído a casa.
Evidentemente, yo no sabía quién era Deng Xiao Ping, y se me hacía difícil pronunciar
entero el nombre de Sendero Luminoso. Lo olvidé rápido. Pero pocos años después,
cuando mi padre me anunció sonriente que volveríamos al Perú, me acordé de los perros,
y dije que yo no quería regresar ahí.
Volvimos de todos modos. Era difícil por entonces saber hasta dónde llegaría Sendero
Luminoso, a cuya violencia se sumarían con los años el Movimiento Revolucionario Tupac
Amaru y, finalmente, el comando paramilitar Rodrigo Franco. Para cuando pudimos entender
lo que ocurría, no sólo era tarde, sino que estábamos acostumbrados.
Para la clase media de Lima, más que víctimas cercanas, el terrorismo representaba un
conjunto de inconvenientes cotidianos: llevar velas a las fiestas de Navidad porque
Sendero volaba las torres eléctricas puntualmente a medianoche; sellar las ventanas con
cinta adhesiva por si la onda expansiva de una bomba las hacía estallar; saber que al
oír una explosión hay que tirarse al piso con la boca abierta para que los tímpanos no
revienten; salir de copas temprano para volver a casa antes del toque de queda; reaccionar
con calma ante los fusiles que te apuntaban a la cabeza si tenías que acercarte demasiado
a instalaciones militares. Con la práctica, los actos más macabros se convierten en
rutinas que ejecutas mecánicamente, sin pararte a pensar.
Quizá por eso, tres meses después de la bomba en Tarata, cuando capturaron a Abimael
Guzmán, decidí como casi todos, supongo- borrar de mi memoria los últimos diez
años. Y aceptar lo que hiciese falta. Tras la captura, el golpe de Estado de Alberto
Fujimori incrementó su apoyo popular. Progresivamente se fueron endureciendo las leyes
contra el terrorismo y el narcotráfico. Se instituyeron tribunales militares sin rostro
para juzgar los delitos de traición a la patria. Casi 500 inocentes fueron encarcelados
sin que nadie protestase fuera de las ONG de derechos humanos que el gobierno
desacreditaba sistemáticamente. Era el costo de la paz. Una madrugada, cinco amigos míos
que salían de una fiesta fueron arrestados por tomarse fotos borrachos demasiado cerca de
un cuartel militar. Durmieron cuatro noches en una celda de la Dirección Nacional contra
el Terrorismo, en condición de sospechosos. Al salir, ni siquiera estaban molestos. Les
parecía lo normal.
Ni siquiera los intelectuales ni los escritores protestaron mientras el Servicio de
Inteligencia ampliaba sus facultades y la Superintendencia Tributaria se convertía en un
órgano político de chantaje. De hecho, las reacciones indignadas esperaron al último
tercio de la década, cuando se disolvió el Tribunal Constitucional y el Perú abandonó
la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Y aún así, ante el
miedo al resurgimiento del terrorismo, esas cosas resultaban demasiado abstractas para la
opinión pública: resoluciones, decretos, papeles. De hecho, muchos aún creíamos
como yo traté de sostener ante Lanssiers- que para democratizar al régimen había
que retirar del debate público todos los temas vinculados al terrorismo, que sólo nos
desacreditaban a los demócratas.
Después de escuchar mi relato, que yo suponía conmovedor, el padre Lanssiers sonrió y
pidió otro vaso de leche. Luego me dijo:
-Cuando yo era niño, vivía en una pequeña ciudad cerca de Bruselas. Me acuerdo de
alegría inmensa del 10 de mayo de 1940, cuando llegamos a la escuela y encontramos las
puertas cerradas. Ni siquiera sabíamos por qué. Es verdad que ya se respiraba un clima
de guerra. Los discursos de Hitler se transmitían por la radio y mis padres, que hablaban
alemán, sabían lo que estaba pasando. Pero nosotros teníamos once años y todo eso nos
parecía un poco pintoresco. Así que volvimos a casa correteando y jugando. A los cinco
minutos, una flotilla apareció en el cielo y la gente salió de sus casas a gritarnos que
nos arrojemos al suelo mientras empezaban a caer las bombas. El juego se nos acabó muy
rápido.
Lo más extraño de la voz de Lanssiers era que parecía tener sólo un tono, en ningún
momento se exaltaba ni se conmovía. Narraba un fusilamiento como si fuese una receta de
cocina. Ni siquiera se alteraba para hablar de su familia:
-Mi abuela la pasó mucho peor que nosotros ése mismo día. Vivía en la triple frontera
con Holanda y Alemania, donde existía una fortaleza muy moderna. No me acuerdo el nombre,
pero era una gran fortaleza. Los alemanes la atacaron con un cuerpo de paracaidistas. Las
SS invadieron el poblado y fusilaron a mi abuela. Mi tía, en cambio, murió sepultada
bajo los escombros de su casa. Cuando la encontraron supieron que su muerte no había sido
inmediata porque en el suelo habían quedando las marcas de sus uñas tratando de escarbar
una salida. En ese pueblo no quedó ni una sola casa.
A partir de entonces, según el relato del sacerdote, la familia Lanssiers empezó a
dormir y tratar de vivir en el sótano, donde los bombardeos eran menos peligrosos. Los
mayores tenían cierta experiencia. La madre había sido prisionera de los alemanes varias
veces en Lieja, durante la Primera Guerra, en la que había servido como correo desde la
Holanda libre. El padre era un socialista rabioso que había servido en la Legión
Extranjera. En la casa, se levantaban desde siempre con la trompeta y se dormían con la
Internacional como canción de cuna. Le pregunté a Lanssiers si ser socialista no era
prácticamente un delito para los nazis. Él me ofreció una humeante sonrisa:
-Daba igual. El simple hecho de existir era un delito para los nazis.
En esos años, Alemania peleaba la plaza contra Bélgica e Inglaterra, que cada vez
ofrecían menor resistencia. Las familias debían dormir con las maletas listas para
cuando los SS entrasen a los pueblos y necesitasen las casas. Si al principio los
pobladores derrotados eran obligados a conseguir provisiones y atender las necesidades de
todo tipo de los invasores, pronto se revelaron como desganados y hasta peligrosos. El
avance de Hitler empezó a realizarse sobre tierra quemada y evacuada, el único destino
de los derrotados era el paredón o la huida. Hasta que, como recuerda Lanssiers, patearon
su puerta con una orden: -¡Bum, bum, bum, tienen que irse!
El pueblo entero tomó lo que pudo -este tipo de avisos se daba con veinticinco minutos de
anticipación-, abandonó sus casas y empezó a caminar en dirección a Francia. Parte de
la Blitzkrieg consistía en cortar los canales de comunicación a su paso para que el
enemigo no pudiese rearticularse, de manera que la fuga debía ser rápida y concluir
antes de que todos los puentes fuesen volados. Pero otra parte de la estrategia de
ocupación era asegurar el pánico de los invadidos y eliminar a los que fuese posible, y
eso se cumplía disparando ráfagas intermitentes sobre las vías de migración.
-Sí, lo recuerdo. Nunca había visto una carretera tan llena vaciarse tan rápido.
En esas condiciones, la familia Lanssiers llegó a la costa francesa de Boulogne. Por
entonces, ya la guerra echaba un manto rojo y negro sobre Holanda y Francia. Para los
belgas no había escape posible. Y sin embargo, tal vez cualquier destino habría sido
mejor que el que les tocó: Dunkerke.
-La primera vez que vi el mar no fue precisamente en condiciones muy poéticas. Los
ingleses estaban tratando de reembarcar a sus hombres y los alemanes habían llegado a la
carretera de la playa. Mi familia pretendía embarcarse hacia Inglaterra, pero nuestro
buque fue hundido antes de tocar la orilla. El combate nos cercó bajo un camión entre
las baterías de los navíos y el armamento pesado de tierra. Además, estaban los
Messerschmidts, que llevaban bajo las alas sirenas que helaban la sangre cuando se
acercaban a tierra. Entre los restos de unos tanques ingleses y las cabezas rotas de todos
los orígenes, mi madre nos abrazó a todos y nos dijo "vengan, hijos, al menos vamos
a morir todos juntos".
Habían saltado de la sartén al fuego, literalmente. Tras la batalla, la familia
Lanssiers continuó migrando pero en un estado de fatalismo y resignación, con la calma
que impone saber que la única salida es la muerte y que puede venir en cualquier momento.
El departamento Norte de Francia, zona estratégica para desembarcos y para detener a los
nazis, era bombardeado hasta cien veces al día por uno y otro bando.
Acostumbrados al silbido de las balas y a las sordas explosiones de las granadas, era
realmente difícil alterar a los refugiados, pero no conmoverlos. El pequeño Hubert
conoció la solidaridad obligada de los sótanos convertidos en refugios antibombas y las
sopas improvisadas con cáscaras de patata que los franceses ofrecían a los migrantes en
el camino. También vio las peleas e inclusive las detenciones de soldados SS contra
personas que, a pesar de todo, salían a ofrecer comida a los prisioneros cuando marchaban
por las calles.
-Pero las vislumbres de humanidad, aunque iluminan el espíritu, no llenan el estómago.
Lanssiers recordaba el hambre como una proyección a futuro, no como el apetito cotidiano
que uno sabe que satisfará en un rato sino como el vacío que uno tiene conciencia de que
no se llenará en una semana, ni en dos, tal vez ni en un mes. Sus primeras fantasías
eróticas tenían forma de platos de sopa de cebolla, y cuando en la escuela estudiaba la
Edad Media sólo le interesaba saber qué se serviría en la mesa de los señores
feudales, "creo que por eso era muy malo en matemáticas". Pronto aprendió a
robar la remolacha que se sembraba para las vacas y el poco carbón que podía encontrar,
cuya importancia podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Con temperaturas de
-14º en invierno, si uno se mojaba debía quedarse en la cama hasta secarse. Cualquier
resfrío podía resultar mortal.
-Sin embargo, creo que a los chicos nos templaba el ánimo todo eso. Cuando bajábamos al
sótano durante los bombardeos, yo lo hacía paso a paso, majestuosamente. Mi madre odiaba
eso.
Al terminar la guerra, el joven Lanssiers se enroló en el ejército de ocupación aliado
en una ciudad de Colonia destruida, rodeado de alemanas que se vendían por tres
cigarrillos y casas partidas por la mitad con bombas de aire comprimido.
-No sentí ningún remordimiento, porque nos comportamos de un modo infinitamente más
civilizado que ellos con nosotros. Pero ya para entonces, sabía bien que el lado blanco
de las cosas no era tan blanco pero el negro sí era tan negro.
Ahí conoció las componendas políticas que no tenían sentido para él antes de los
dieciséis, el tráfico de armas entre aliados, y el sufrimiento de los propios alemanes.
Ya había visto desfilar a los aliados que desembarcaron en Normandía tan agotados que
apenas podían componer una sonrisa. Y también había oído escupir discretamente el
estribillo "Hitler Scheisse" a los campesinos de Baviera y a los obreros de
Sajonia que ocuparon su casa violentamente durante los últimos combates.
Al terminar su historia que despedazaba a la mía- me quedé esperando la moraleja
acerca de la tolerancia y el perdón. Pero no llegó. Lanssiers no soltó una lección de
toda esa época. No pontificó ni filosofó al respecto más allá de unas frases cargadas
de humor negro. Sus sentimientos al respecto parecían estar fabricados de un escéptico
silencio. Tuve que preguntar:
-¿Es por eso que escogió venir acá?
Lanssiers dio el último trago de su leche y apagó un cigarro en un rebosante cenicero.
-Yo no he podido escoger muchas cosas en mi vida.
Luego se despidió y subió a su habitación. Al día siguiente, todos volvimos a Lima.
Semanas después de la visita a la cárcel de Picsi, llegó a mi oficina un caso ocurrido
en el penal de Máxima Seguridad de Yanamayo, Puno, donde cumplían condena varios de los
cabecillas senderistas. Las condiciones de vida en Yanamayo ya habían motivado varios
motines: la temperatura por las noches descendía hasta a -10 ºC y no había
calefacción. La distancia de cualquier centro poblado y las órdenes militares -en el
Perú, la Policía Nacional trabajaba bajo control militar-, no permitían, salvo escasas
excepciones, visitas ni fiscalización civil.
El último motín había ocurrido cuando las autoridades del penal trataron de decomisar
los aparatos de radio, prohibidos en el interior del recinto, al igual que los libros, las
revistas y los periódicos. En esa ocasión, los terroristas se negaron a entregar los
aparatos. La policía llamó entonces a una fiscal provincial, que siguiendo el
procedimiento, hizo un requerimiento oficial. Los presos se volvieron a negar. Sin
insistir, la fiscal provincial abandonó el lugar dejándolo en manos de un batallón de
la Dirección de Operativos Especiales. No hay informes sobre lo que ocurrió en el
interior, pero al día siguiente, tres dirigentes terroristas fueron evacuadas con
hematomas que mostraban que habían sido violadas con garrotes policiales, a los que las
autoridades llaman "las varas de la ley". A ningún otro reo se le permitió
salir.
La prensa no cubrió el caso. Nadie lo mencionó. Muchos periódicos estaban dedicados por
entonces a la campaña para demostrar la homosexualidad de los candidatos opositores al
gobierno. Uno de ellos, "El Chino", había llegado a publicar una foto de dos
cabezas de cerdo cortadas. En el pie de foto figuraban los nombres de los candidatos. Ni
siquiera la Defensoría podía filtrar el caso de Yanamayo a riesgo de perder la escasa
confianza que los militares le concedían y, con ella, cualquier posibilidad de
intervenir.
Empecé a interesarme entonces por el otro lado de la historia, el lado del que los
escritores no escribían y los periodistas no hablaban, el de las matanzas que habían
sido cometidas "por nuestro bien". No había una censura explícita en torno a
esos temas. Se sabía de matanzas como la de Uchuraccay, en la que murieron ocho
periodistas en el año 83, aunque para la comisión investigadora había sido difícil de
determinar con exactitud el grado responsabilidad de los militares de la zona. Se sabía
de las fosas comunes en la sierra y de los estudiantes y profesores asesinados en la
Universidad de la Cantuta o de la masacre que cometió el Servicio de Inteligencia en
Barrios Altos, ya durante el gobierno de Fujimori. Oficialmente nadie impedía hablar de
ello. Pero nadie quería hacerlo tampoco.
Durante un viaje de trabajo a Ayacucho, la cuna de Sendero Luminoso, entré en contacto
con Angélica Mendoza, una campesina quechuahablante que dirigía la Asociación Nacional
de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos en Zonas Bajo Estado de
Emergencia en el Perú (ANFASEP).
Al hijo de Angélica, Arquímedes Ascarza, se lo habían llevado durante la madrugada del
2 de julio de 1983. Doña Angélica recordaba que fueron unos treinta hombres armados con
fusiles y ametralladoras, algunos vestidos de uniforme, otros de civil. Bajaron de dos
camiones militares y casi tumban la puerta a golpes. A la familia también la golpearon y
amenazaron mientras registraban la casa mientras destruían la casa- en busca de
algo, nunca supieron de qué. Sólo encontraron a Arquímedes descalzo y en ropa de
dormir. Lo sacaron a rastras y carajos.
Sobreponiéndose a los cañones que le apuntaban a la cara, su madre se prendió de
Arquímedes con uñas y dientes. A ella también la arrastraron hasta el camión y luego
la patearon para que lo soltase. Doña Angélica llamó a gritos a su vecino Eutemio, que
era policía, pero él no salió de su casa. Desde el camión, Arquímedes le pidió a su
madre que lo recogiese a la mañana siguiente en el cuartel. Esa fue la última vez que
doña Angélica vio a su hijo. El chico tenía 19 años y quería ser policía.
Horas después del secuestro empezaría la trágica odisea de doña Angélica por los
cuarteles y comisarías de Huamanga. El Ejército dijo que no sabía nada, que tal vez la
Guardia Republicana, pero los republicanos la enviaron a la Guardia Civil, que sugirieron
que tal vez la Policía de Investigaciones. En todas partes, la respuesta fue siempre
igual, "no sabemos, mamita, no sabemos nada".
Nada.
Dos semanas después, un sospechoso de terrorismo liberado de la base militar de Los
Cabitos le llevó a doña Angélica una carta de su hijo. La letra era temblorosa pero
alcanzaba para saber que estaba vivo. Arquímedes le contaba que lo torturaban, y que si
se quejaba, lo callaban y lo torturaban más. Su compañero de celda dijo que una mujer,
harta del tormento, aseguró que Arquímedes era terrorista. Lo último que supo su
compañero fue que se lo llevaron en un helicóptero.
Enloquecida por la desesperación, Doña Angélica empezó a conocer las quebradas donde
echaban a los muertos: Puracuti, Paycochallocc, Huascahura. Algunas de ellas estaban
vigiladas. Recibió amenazas de muerte pero ya no le importaba. Respondía "Si me
quieres matar, mátame, pero primero dime dónde está mi hijo". Nerviosos, los
soldados la insultaban, la empujaban, la sacaban de las quebradas, ella los insultaba de
vuelta y se disputaba los cadáveres con los perros y los cerdos. Sólo quería saber si
estaba ahí Arquímedes, lo único que necesitaba era la prueba final. Ningún soldado
pudo dispararle nunca. Muchas veces ni siquiera hallaba resistencia. En una ocasión, en
el cementerio de Quinua, la Policía desenterró quince cuerpos para que ella los
reconociese. "Ninguno es tu hijo", le dijeron, "a estos los ha traído la
Marina de Esccana." Uno por uno, Doña Angélica reconoció a un profesor de San
Miguel y a toda su clase. En efecto, ninguno de ellos era su hijo. Antes de irse, los
policías le dijeron, "tú eres madre, todos tenemos madre. Ruega por nosotros por
favor, para que no nos pase nada".
Durante su travesía, doña Angélica descubrió que otras personas también buscaban a
sus hijos, a sus padres, a sus hermanos o parejas. Casi espontáneamente, una agrupación
civil fue surgiendo de esas caminatas angustiosas. Cuando ya eran alrededor de treinta,
empezaron a recibir amenazas. La mayoría abandonó el grupo. Doña Angélica no cejó.
Viajó a Lima con un pequeño grupo a dormir bajo los árboles frente al Ministerio de
Justicia. Finalmente consiguieron que un fiscal las acompañase a algunas de las fosas
comunes. Pero cuando llegaron, los cadáveres ya no tenían cabezas o tenían el rostro
pintado.
Ante la presión de las familias, los fiscales se ofrecieron a participar en las
búsquedas, pero usualmente posponían las intervenciones hasta que los cuerpos
desaparecían. En respuesta, los familiares, ya organizados bajo el nombre de ANFASEP,
decidieron levantar los cadáveres y llevarlos al hospital antes de denunciar sus
hallazgos. También empezaron a cuidar a los huérfanos de los desaparecidos. Pidieron un
terreno regalado, solicitaron apoyo de diversas asociaciones de derechos humanos y de la
Iglesia para construir un techo de calamina, compraron la comida que pudieron, enfrentaron
las acusaciones de terrorismo. Entre la caridad de algunas personas y sus interminables
gestiones, sacaron adelante un pequeño local.
360 niños habían sido cuidados y alimentados en ANFASEP hasta el momento en que hablé
con Angélica. La asociación había llegado a tener 800 miembros. Pero los años pasan y
los muertos, como dice Macbeth, no son sino pinturas, retratos, platos vacíos en las
mesas. El desaliento de no lograr una respuesta fue minando la moral de la asociación y
la redujo a cien personas. Doña Angélica, huérfana de hijo, continuó, sin embargo, en
la presidencia. Habían pasado diecisiete años desde la oscura noche en que empezó su
búsqueda, y aún entonces, cada vez que sonaba la puerta, en su mente brillaba la
instantánea ilusión de que fuese Arquímedes. Lo único que había guiado su vida era
saber dónde estaba y qué se había hecho con él, aun cuando en ese momento, casi
cuatrocientos niños y jóvenes de Ayacucho, cada vez que la veían, le decían
"mamá".
Mientras doña Angélica me contaba su historia, pensé que ella y yo parecíamos venir de
dos países distintos, o de una guerra civil entre esos dos países, una guerra para la
cual a mí me había bastado protegerme con cinta adhesiva en las ventanas. Y a ella no le
había bastado con nada.
Poco después de esa entrevista, volví a toparme con Hubert Lanssiers. En realidad, con
un libro de artículos que acababa de publicar. A él en persona lo veía aparecer por la
Defensoría con cierta frecuencia, pero no se acordaba de mí ni de nuestra conversación
y, aunque lo hubiera hecho, no era de los que paraban a saludar. Iba directamente a sus
asuntos.
El libro en cuestión, del que yo debía hacer una reseña, recopilaba artículos escritos
a lo largo de años sobre situaciones de emergencia humanitaria que él había presenciado
en Asia. Su redacción era tan ácida y cortante como su manera de hablar, y añadía una
gran dosis de sentido común ante la brutalidad. Una vez más, me hizo sentir como un
imbécil.
Por lo que contaban los artículos y lo que fui averiguando para la reseña, a mediados de
la década del 50, Hubert Lanssiers tomó los hábitos de los Sagrados Corazones de la
Recoleta y partió en misión de evangelización a Oriente. El archipiélago al que llegó
a estudiar teología el joven seminarista era prácticamente un país del cuarto mundo
para cuyos habitantes todos los extranjeros eran americanos. Sin embargo, Lanssiers no
encontró la resistencia a los extranjeros que sí había visto en Alemania. La filosofía
nipona consideró con justicia y simpleza que el emperador había perdido el mandato del
cielo y que había venido a reemplazarlo otro shogun llamado McArthur.
El primer trabajo de Lanssiers fue en el Hokkaido, el país de la nieve, la isla más
septentrional del Japón, donde las capas de hielo pueden alcanzar los seis metros. Los
habitantes de esa zona son caucasianos de raza, "las mujeres tienen hasta
bigote". Se trata de la zona con menos extranjeros. Cuando Lanssiers salía a
comprar, los niños lo rodeaban sorprendidos por sus ojos redondos, su color y su
estatura. Y susurraban a coro "es americano", "es americano". Cuando
el padre supo suficiente japonés, pudo responder "no, no soy americano". Más
sorprendidos aún, los niños no le respondieron. Sólo continuaron murmurando "es
mestizo, es mestizo". Curiosamente, el Hokkaido es una de las zonas más católicas
del país porque fue catequizada hace cuatrocientos años, durante la época de los
Tokunawas. Tal grado de catolicismo, por supuesto, no representa más del 2% de la
población.
A temperaturas imposibles y con la habitación forrada de ideogramas para aprender una
lengua que le parecía huidiza como el mercurio, Hubert Lanssiers asegura haber sido feliz
durante muchos años. Hasta que tuvo que movilizarse a Indochina, precisamente cuando
crecía al máximo el poder de un movimiento comunista que amenazaba con revolucionar el
concepto de revolución: el khmer rouge entraba en escena.
Lanssiers trató de entrar a Saigón antes de que lo tomase el Vietnam, pero llegó tres
días tarde y tuvo que bajar a Camboya con las fuerzas francesas que habían luchado
contra los comunistas y se retiraban hacia el Mekong. Se pasó una década entre la
retirada francesa, la llegada de los americanos y el avance de los Vietcong por un lado y
Pol Pot por el otro. Viajó con los rangers survietnamitas que invadieron Camboya.
Fascinado con la guerra, asegura haberse sentido como un pez en el agua entre los
combates: "hasta los malestares estomacales que había tenido mucho tiempo,
desaparecieron en cuanto llegué". Lejos de hartarse, cuando se enteraba de un
conflicto en el que no podía participar, se sentía frustrado. Algún tiempo después,
tuve ocasión de preguntarle sobre esa época:
-Usted venía de una familia socialista. ¿Nunca se identificó con los comunistas?
-Yo aprendí desde muy chiquito a escuchar y no tomar el partido de nadie. Y los
comunistas ahí fueron recibidos con felicidad por su gente pero empezaron a portarse como
unos salvajes inmediatamente. Ni qué decir de los gooks, unos monos.
-¿Estaba usted del lado de los americanos, entonces?
-Los americanos eran una banda de idiotas. No sabían ni dónde estaban parados. A un tipo
que conocí, un sicario que los ayudó a cometer muchos asesinatos, yo le preguntaba
"¿Cómo le va con sus amigos americanos?" y él respondía, "nada, fuera
de una excesiva cordialidad exterior, no hay nada. Al menos con los franceses, esto era
una querella de amor". Cuando entré a Camboya con los survietnamitas, sus socios de
Estados Unidos se retiraron a los tres días quemando toda la comida y la provisión que
habían traído. Y a nosotros nos habría venido tan bien, ahí muertos de hambre en medio
de la jungla. Unas bestias.
La vida cotidiana en ese contexto era poco menos que una ruleta rusa. Lanssiers recordaba
entre risas que si ibas al cine, había un doble suspenso: el de la película y el de no
saber si ibas a regresar vivo a casa. Las salas tenían una malla en la entrada para
contener las granadas, mientras hubo salas. Cada grupo tenía su comité de asesinatos, y
todos trataban de envenenarse mutuamente. Inclusive los católicos anticolonialistas y las
sectas extravagantes como los hoa-hoa, que adoraban a Víctor Hugo. Comer una sopa china
era casi un suicidio. Solían echar pelos de tigre en el caldo, para cortar los intestinos
de las víctimas. Y a eso se sumaban las costumbres más peculiares. En algunos salones de
baile, el espectáculo incluía malabares con tigres. Pero después del show, nadie
amarraba las fieras, que se paseaban entre las mesas, "recuerdo a varias señoras que
gritaban de repente porque un monstruo les estaba mordisqueando los pies. Realmente, era
muy divertido".
El conflicto, los conflictos, aún no tenían ni visos de extinguirse cuando Lanssiers fue
trasladado y tuvo que tomar un bananero en Tokio rumbo a una América Latina que nunca
había conocido. Lanssiers ya parecía mucho más un aventurero o un refugiado que un
sacerdote. En un bar panameño, una noche de tormenta, le preguntó a un amigo:
-¿Quiénes son esos idiotas que bailan bajo la lluvia allá en la calle?.
El hombre les echó una experimentada mirada de marinero viejo y respondió:
-Son de Lima, ahí nunca llueve. ¿Tú a dónde vas?.
-Justo ahí - respondió Lanssiers.
Y luego, terminando su copa, masculló:
-Mierda.
Del mismo país al que él no quería llegar en los años setenta, yo me quería largar
mientras leía su libro, unos veinte años después. Pero lo malo de saber de gente que ha
estado en situaciones tan graves como Lanssiers, como Angélica- es que dejan en
ridículo las situaciones de uno.
Yo estaba harto del Perú, y supongo que con razón. Antes de la Defensoría del Pueblo
había trabajado como guionista de una telenovela. Pero el canal -que tenía una línea
informativa de oposición- fue expropiado de su dueño y entregado a los socios
minoritarios, así que la programación cambió. Después estuve a punto de escribir los
guiones de un programa cómico, hasta que el actor principal fue contratado por el canal
del Estado con guionistas asignados por la junta directiva. De inmediato, el humor
político al menos el humor de oposición- desapareció de sus guiones. Y el trabajo
en televisión desapareció de mi futuro.
Más adelante, entré como periodista en un diario oficialista, una empresa casi ficticia,
porque el diario no se vendía en realidad. Su única utilidad era publicar portadas
amables que el gobierno agradecía con su apoyo a otras empresas del dueño. Muchos
columnistas políticos no creían en lo que escribían, pero tenían familias que mantener
y no se quejaban. Los editorialistas habían inventado un concurso: quién escribe el
artículo más rápido a favor del gobierno. El récord estaba en cinco minutos con veinte
segundos.
Las perspectivas de vida, pues, eran patéticas. Y sin embargo, ante las historias que iba
descubriendo, mis problemas me parecían cada vez más un capricho de niño rico. Supongo
que los que hemos tenido educación religiosa y familias de izquierdas tenemos dos
estigmas: la famosa culpa y esa cosa que llamamos "consciencia social". Aunque
nos las tratemos de quitar de encima, siempre nos quedan rezagos de esas taras. En este
caso, ambas me hacían sentir como una cucaracha burguesa.
En un esfuerzo por hacer al menos mi pequeña gesta heroica personal, decidí sumergirme
en el tema de los desaparecidos para escribir un reportaje, en el que incluiría
declaraciones de Lanssiers, con la esperanza de vendérselo a alguno de los pocos diarios
de oposición. Lanssiers llevaba vinculado a los temas humanitarios y de terrorismo desde
que esos temas existían en el Perú y, por lo general, rehuía las entrevistas, las
declaraciones políticas y las tomas de posición, lo cual aumentaba su valor. Yo pensaba
que, con lo que sabía de él, podría sacarle algunos comentarios bastante contundentes.
Para la información general sobre el tema de las desapariciones en el Perú contaba con
la propia institución en que trabajaba y sus archivos.
Sería suficiente, al menos para comenzar. Entre 1980 y 1996, más de 10,000 expedientes
sobre desapariciones y ejecuciones extrajudiciales se acumularon en las oficinas del
Ministerio Público sin consecuencias para los asesinos. Los pocos procesos judiciales que
se llegaron a abrir se interrumpieron en 1995 con una ley de amnistía. En 1996, cuando el
Ministerio Público trasladó algunas de sus funciones a la recientemente creada
Defensoría del Pueblo, la institución recibió también el acervo documentario sobre
temas de derechos humanos. Durante cuatro años, un equipo especial estuvo revisando el
archivo. El resultado fue el hallazgo de 7762 casos de desaparecidos, de los cuales 1674
habían reaparecido vivos, 514 muertos, y 4,022 continuaban hasta ese momento sumidos en
el misterio.
Según la información disponible, una constante en los cuerpos eran las señales de
tortura. A veces, la muerte no había sido deliberada, había sobrevenido a consecuencia
de los maltratos físicos. Otras veces sí, los cadáveres habían sido encontrados con
las manos atadas, de rodillas y con disparos en la nuca o en la sien. Por lo general, los
tiros de gracia se alojaban en la cabeza. En ningún caso, el ejecutor miraba a los ojos
de su víctima.
Las técnicas para ocultar la identidad de los cuerpos eran casi una repetición de lo que
se había hecho con ellos cuando estaban vivos: entre los restos encontrados, muchos
habían sido despedazados con explosivos o les habían arrancado los ojos.
La cifra de desaparecidos en el Perú superaba la de Chile y se acercaba a la de Argentina
durante los gobiernos militares de los años setenta. Sin embargo, sus familiares nunca
habían sido reconocidos, no habían pintado en la Plaza Mayor las siluetas de la gente
que perdieron, ningún escritor les había dedicado un libro y, por supuesto, no habían
subido a un escenario con Sting o U2. Sus familiares también fueron desaparecidos de la
memoria del país.
El manto de silencio que cubría todos esos casos sólo se explica por el miedo visceral
al terrorismo y por una razón más triste aún: mientras que entre las víctimas del Cono
Sur se contaban intelectuales, artistas, periodistas y miembros de la clase media urbana,
en el Perú todos fueron campesinos, muchos de ellos analfabetos sin ningún contacto
efectivo con el Estado, sin ningún representante. Nadie habló por ellos porque ellos no
eran nadie.
De hecho, la única característica común a todas las víctimas era justamente su
miseria: 2326 de ellas, el 58% del total, fueron reportadas en uno de los departamentos
más pobres del país, Ayacucho. Huánuco, centro de operaciones del narcotráfico y de
los dos principales grupos terroristas el MRTA y Sendero Luminoso- ocupaba el
segundo lugar con apenas el 11%.
Lo más sorprendente era que, a diferencia a la costumbre latinoamericana, en el Perú de
los que ya no están no hubo diferencia entre democracia y dictadura. El regreso a la
democracia con el presidente Fernando Belaunde produjo 1229 desapariciones, casi 800 más
que los cuatro años posteriores al golpe de 1992. El semestre de más desapariciones
351- fue el último del gobierno democrático de Alan García. Sin embargo, durante
la campaña contra Fujimori, Belaunde fue exaltado como un paladín de la democracia. Y a
García, sus enemigos políticos lo atacaron siempre por su pésima gestión económica y
nunca por las matanzas que ocurrieron durante su gestión.
En mi opinión, toda esa información podía bastar para arrancarle al impertérrito
Lanssiers una declaración contundente. Además, un nuevo hecho alimentó mis esperanzas.
Por entonces, también se acabó el trabajo de la comisión para el indulto de inocentes.
La Defensoría había anunciado su decisión de colocar observadores en las elecciones del
2000. En castigo, el gobierno transfirió los casos pendientes de la comisión al
Ministerio de Justicia. Era una ocasión propicia para que Lanssiers tuviese ganas de
alzar la voz contra el régimen.
Pasé dos semanas insistiéndole a su secretaria antes de lograr hablar con él. Le
insistí a esa mujer en que tenía que hablar con Lanssiers personalmente sin admitir que
se trataba de una entrevista, que con toda probabilidad rechazaría. Repetí en todas las
llamadas que trabajaba en la Defensoría, tratando de ganarme su confianza. Finalmente,
conseguí hablar con el sacerdote y pedirle la entrevista:
-¿Vamos a hablar de política? preguntó-. No hablo de política. Hay cosas que no
vale la pena ni comentar.
-Vamos a hablar de su memoria, padre Lanssiers, de su historia.
-Francamente, no sé a quién le pueda interesar mi historia.
Pero me concedió la entrevista, aunque todavía no se acordaba de mí. Creo que lo hizo
sólo por cortesía y porque hacía tiempo que no desempolvaba algunos recuerdos.
La noche anterior a nuestro encuentro, soñé con los perros de Deng Xiao Ping colgados de
los postes.
En la entrevista, dediqué mis preguntas sólo a la experiencia de Lanssiers en el Perú.
El sacerdote había llegado en la segunda mitad de los setenta, vía Guayaquil. En esa
ciudad conoció dos cosas que después tendría que aguantar hasta el cansancio: la
costumbre de los vigilantes de sonar sus silbatos toda la noche sin necesidad y la leva,
el reclutamiento forzoso de jóvenes cargados a golpes en camiones militares para servir a
la Patria como Dios manda.
Pero, aunque venía curtido de enfrentamientos militares, la primera imagen del Perú la
pareció más chocante que la peor de las guerras: Chimbote, una ciudad portuaria
construida para extraer anchoveta y fabricar harina de pescado, producto en el cual el
Perú ocupaba durante los años setenta el primer lugar de producción en el mundo.
Habitada sólo por los colonos que llegaron para vivir del boom, rodeada de dunas secas,
sucia y carente en absoluto de áreas verdes, Chimbote es considerada con justicia la
ciudad más fea del país, opinión que su permanente olor a pescado no ayuda a desmentir.
-Y las mujeres, su modo de caminar, sus chismes, parecían yeguas. Yo nunca había viso
eso en Oriente.
Lanssiers, el día que amaneció frente al puerto, quiso morir y no pudo.
Tampoco pudo huir. Empezó a trabajar con los comerciantes informales japoneses en el
mercado negro de La Parada y dedicó un tiempo a sus clases en la escuela. Pero bastó que
su currículum circulase un poco entre los obispos para que su vida reposada diese un
vuelco más. En 1979, un año antes del comienzo de la guerra interna, Lanssiers fue
designado capellán de la superpoblada y caótica cárcel de Lurigancho. Casi
inmediatamente después, y casi contra su voluntad, se sumó a sus funciones la
capellanía de El Frontón, una mítica prisión en la isla de San Lorenzo que albergó a
los más importantes presos políticos durante décadas de historia peruana.
Si Lurigancho estaba dedicada sobre todo a delincuentes comunes, la historia del Frontón
la convirtió en el último destino de los senderistas desde que sus atentados empezaron a
cobrar vidas, en el año ochenta, cuando la democracia regresó al país bañada en
sangre.
Los senderistas no eran como los demás presos. Tenían un sentido de colectividad
inquebrantable que pasaba por desfilar y organizar ceremonias con banderas rojas e
imágenes de Mao. Usaban uniformes caqui estilo chino y marchaban entonando himnos con
bastante más disciplina de la que los mismos policías podían mostrar. Pronto, su patio
de la cárcel fue paradójicamente declarado "zona liberada". Al Pabellón Azul,
cualquier militar o civil, cualquiera que no fuese miembro del partido, tenía el ingreso
prohibido. Sólo entraban las balas. Y el padre Lanssiers.
-La primera vez que entré, la recepción fue gélida. Pedí hablar con el delegado del
pabellón. Un tipo me llevó a otro tipo, que me llevó donde otro, y éste donde otro...
hasta que dije "esto parece el Vaticano, cuando uno quiere hablar con el Papa:
primero hay que hablar con el obispo y luego con el otro obispo, que te llevan donde el
Monseñor, que te lleva donde otro..." Pero no surtió efecto el comentario.
Carecían absolutamente de sentido del humor. Cuando al fin logré hablar con el delegado,
trató de adoctrinarme. Al final les propuse un acuerdo: "yo no voy a catequizarlos a
ustedes; y ustedes, no vale la pena ni que traten conmigo". Entonces empezamos a
llevarnos bien.
El trabajo de capellán, en estos casos, no tuvo nada que ver con abstracciones
teológicas. La primera labor de Lanssiers fue buscar colchones, que no había. Y la
primera idea que se le ocurrió fue llamar al flamante presidente de la República
Fernando Belaúnde a Palacio de Gobierno. No tenía ningún contacto ni hizo ninguna
gestión, "yo no calculaba mucho mis fuerzas por entonces", pero lo increíble
es que su llamada acabó llegando semanas después a oídos del presidente quien, furioso,
ordenó que mandasen colchones al Frontón, "que es una vergüenza que tengan que
venir los extranjeros a preocuparse por nuestros propios presos".
Sin embargo, no todas las autoridades lo trataron tan amablemente. Su inconcebible
preocupación por los terroristas y su insistencia en advertir con sus artículos
periodísticos sobre los inocentes condenados lo convirtieron en sospechoso de
subversión. La Marina de Guerra le puso todas las trabas que pudo, y la Dirección
Nacional contra el Terrorismo lo mantuvo vigilado por años. Si continuaban permitiéndole
asistir a las cárceles, la única razón era que nadie más podía entrar a los
pabellones de terroristas.
-¿Así que su relación con las fuerzas armadas ha sido siempre tensa?
-La relación con la gente que lleva armas de fuego suele ser tensa. Y en esa época, los
policías usualmente disparaban, casi por hobby. Mataban perros, pájaros y a veces,
gente. Un día mataron a dos internos. Cuando el fiscal y el juez entraron por los
cadáveres, fueron secuestrados. Entonces me llamaron. Yo llegué preocupado porque había
dejado el auto estacionado en una zona en que se lo iban a robar, así que quería
resolver ese asunto rápido. Les dije a los del pabellón "por una maldita vez el
fiscal y el juez explican a los policías que no se mata a la gente, los regañan al
menos, y ustedes ¿Qué hacen? Van y los secuestran ¿Se han vuelto locos?". Pero
ellos querían hacer su liturgia a los cadáveres, que es mucho más complicada que la
católica: "camarada Fulano, muerto por el perro Belaúnde, te vengará el Ejército
Revolucionario...", cada frase repetida nueve veces por los camaradas, con
pasamontañas y discursos contra cada uno de los funcionarios, y si alguno de ellos
quería hablar lo callaban. Tuve que pasarme toda la noche ahí para que no les hicieran
nada. Como a las cinco de la mañana, empezaron a deliberar si devolverían los cuerpos.
Dos horas más. Al final vino uno y me dijo: "compañero, hemos decidido que no le
vamos a devolver los cuerpos a la reacción vendepatria... Se los vamos a dar a
usted". Lo único que atiné a pensar fue "qué suerte que son más bien
delgados". Los cargué hasta afuera y se los devolví a la reacción. No me robaron
el auto pero, por supuesto, nadie fue castigado por los asesinatos. En otra ocasión,
tomaron de rehén a toda la plana mayor del Instituto Nacional Penitenciario, en fin,
todas las noches había una llamada.
Eso fue en 1985. Al año siguiente, en julio, un motín conjunto de terroristas en los
principales penales del país fue reprimido con una nueva versión de solución final:
centenares de presos fueron asesinados en un día bajo órdenes directas del gobierno de
Alan García. Lanssiers los conocía a todos. Desde entonces, el padre se dedicó a
trabajar por una reconciliación cuyo primer paso, seguramente forzado, se dio recién
más de una década después con el acuerdo de paz propuesto por el líder Abimael Guzmán
desde la prisión.
-Hasta ahora, ni los senderistas ni el gobierno saben de qué se trata ese acuerdo, pero
ellos han cambiado. Ya no celebran los atentados, al contrario, los deploran. Y lo más
importante: ahora tienen sentido del humor.
El segundo paso se dio cuando el padre Lanssiers logró que el gobierno crease la
comisión ad hoc para el indulto de inocentes acusados de terrorismo, que durante tres
años consiguió cinco milenios de libertad si se suman las condenas ahorradas a
cuatrocientasetenta personas. Y sin embargo, el camino por recorrer es bastante más
largo:
-Muchos de los fanáticos son simplemente personas que quieren que todos los cambios
sociales se hagan ya. Por eso no les gusta la democracia, porque es fruto de muchos
acuerdos y consensos, porque toma mucho tiempo.
-¿Nunca ha sentido miedo, padre?
-En realidad, no.
-¿Por qué?
-No sé por qué, creo que me falta imaginación. En algunas situaciones, habría sido
más inteligente tener miedo.
-¿Cuál es el movimiento más letal que ha conocido?
-El khmer rouge. Esos eran irracionales. Los senderistas también, pero han cambiado.
-¿Y si un khmer rouge tomase el poder en el Perú, sentiría miedo?
Lanssiers apagó el último cigarrillo casi rebalsando el cenicero. Tras tres horas de
lucha, todo parecía indicar que finalmente expresaría un sentimiento, quizá hasta
hiciera una declaración de valores porque, por primera vez, se tomó unos segundos casi
imperceptibles para pensar su respuesta.
-Sí, sentiría miedo. Pero no me iría. Es una cuestión de principios. Simplemente, uno
tiene que hacer algo para que no se maten entre todos. Y a menudo, lo único que hace
falta es que los enemigos se conozcan.
Durante nuestras tres horas de conversación, no sacó conclusiones, ni me dio respuestas,
ni me resolvió ninguna duda. Eludió cualquier pregunta que implicase una opinión y se
negó a decir nada que no fuese una narración pura y directa, sin emoción visible, sobre
las cosas que había visto. Salí de su oficina con un reportaje demasiado largo para
publicarlo en ninguna parte y la cabeza llena de cosas que nadie querría saber.
La parte novedosa del reportaje, la información sobre los desaparecidos, fue rechazada
hasta por los periódicos de oposición, con el argumento de que la noticia no tenía
ángulo ni entraba en la coyuntura. Uno de los editores me sugirió que mejor escribiese
un reportaje sobre chicas en la playa. Algo con fotos más agradables.
Meses después, el 11 de octubre del 2000, abandoné el Perú.
Muchas cosas han ocurrido desde entonces en el país. La dictadura terminó, y
curiosamente, estuvo a punto de ser elegido presidente Alan García, el de las matanzas. A
lo mejor lo logra en las próximas elecciones. Además, una Comisión de la Verdad
investigó la verdadera cantidad de muertos y desaparecidos entre los años 80 y los
noventa. Su diagnóstico señala alrededor de 70,000 víctimas, casi la mitad por acción
de las fuerzas armadas y policiales. Aún no se ha juzgado a nadie por esos crímenes. Y
tras la desactivación de la comisión de indultos, tampoco ha sido liberado un solo
inocente más.
Fuera del país, también el terrorismo ha dejado de ser lo que fue. Ahora produce guerras
y determina la política exterior de los países más grandes. Quizá por eso, cada vez
comprendo mejor la neutralidad escéptica del padre Hubert Lanssiers. Cuando se enfrentan
dos grupos, uno que defiende el orden aunque cueste la muerte y otro que defiende la
justicia aunque cueste la muerte, al final no queda orden ni justicia. Sólo mucha muerte.
De un modo u otro, siempre es igual: son los mismos perros de Deng Xiao Ping que siguen
colgando de los postes del mundo, y lo único que cambia es el pelaje frío de sus
cuerpos.
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