Tras meses de reformas e incontables visitas de familiares para inspeccionar las obras, la joven pareja que ha comprado el piso de enfrente de mi puerta acaba de instalarse. No tengo ningún interés en relacionarme con ellos. Son una pareja de veintitantos que acaban de casarse. Ya tienen su hipoteca, su trabajo estable y su lista de boda. Son asquerosamente jóvenes y encantadores. No creo que su amistad pueda sentarme nada bien. Sobre todo ahora que he coincidido con ella en el ascensor. Se pasó el viaje mirando al suelo, probablemente intimidada por mi aspecto. Mi altura y mi frondosa barba ya habían hecho llorar a más de un niño, pero desde allí arriba pude ver su nuca, oler su perfume e imaginar la perfección de sus hombros bajo aquella blusa blanca. Cuando llegamos a la planta baja levantó la cabeza y me dirigió una mirada que transmitía tal inocencia que me desarmó por completo. Me fui hacia los buzones, aunque sabía que no había venido el cartero, para verla caminar por el rellano, para verla mover sus finas caderas. No quería entablar amistad con ellos, saber de su vida, compartir su día a día, que un día me anunciaran que se había quedado embarazada. Sobre todo ahora que me sentía tan solo, que me había dado por hacer balance de mi vida y pensar en lo poco que tengo. No, definitivamente, no voy a relacionarme con ellos. No voy a ser más que el tío raro del piso de enfrente. No pienso dirigirles ni media sonrisa y si algún día llaman a mi puerta, no contestaré. Que le pidan sal a otro vecino.
Pero cuando me la encontré agachada en la calle recogiendo toda la compra que se le había desparramado al rompérsele una bolsa, no pude dejar de ayudarla. Su marido nos abrió la puerta y tampoco pude impedir que se presentaran. Se llamaban Iván y Miriam. Podía haber quedado allí, pero Iván insistió en invitarme a un café. Me negué, pero Iván era un bocazas y no aceptaba un no por respuesta. Así que pasé y aprovecharon para enseñarme todas las reformas que habían hecho. La verdad es que el piso les estaba quedando de puta madre. Esperaba que nunca quisieran entrar en el cuchitril en el que vivo.
—Disculpa el desastre —me dijo Iván, refiriéndose a unas cajas que había en el comedor—, es que aún nos estamos instalando.
Iván era un auténtico gilipollas. Tal vez mi juicio no sea demasiado objetivo, pero eso es lo que me pareció, un auténtico gilipollas. Era uno de esos cabrones con los que la genética había sido generosa y probablemente la familia también. Era arquitecto, o algo así, se dedicaba a dar el visto bueno a proyectos y a embolsarse una buena pasta por ello. Dejaron el café haciéndose y pasamos al salón. Iván monopolizaba la conversación, mientras que Miriam, la única persona verdaderamente interesante de aquella habitación, se mantenía en un segundo plano.
—¿A qué te dedicas? —me preguntó Iván.
—Soy traductor.
—¡¿Traductor?! —dijo, con un entusiasmo a todas luces desproporcionado—. ¡Qué interesante! ¿Y qué estás traduciendo ahora?
—El manual de una lavadora.
—¡Mmm! —dijo Iván, esforzándose en que su afirmación anterior siguiera pareciendo creíble.
—No creas, no te puedes ni imaginar la de cosas que se aprenden en mi profesión.
—A mí siempre me ha gustado escribir. De hecho, en el instituto escribía cuentos. Si quieres un día te los enseño.
Me moría de ganas de leérmelos.
—Y tú, ¿a qué te dedicas? —le pregunté a Miriam.
A Miriam parecía que le costaba hablar de sí misma, hablaba bajito, con voz temblorosa y algo infantil. Había estudiado publicidad y ahora trabajaba en un estudio de fotografía retocando fotos de bodas con Photoshop. Me pareció un trabajo increíblemente deprimente.
—¿Y te gusta?
—Sí, bastante —me contestó.
—Es una verdadera artista —dijo Iván.
—¿Te gustaría ver las fotos de nuestro viaje de bodas a Egipto? —me preguntó, súbitamente excitada.
—Hombre...
Creía que iba a tener que aguantar la típica colección de fotos cutres que traen todos los turistas de los viajes, pero lo que me enseñaron no tenía nada que ver con eso. Eran mejores, extrañas, artísticas. No era lo que te esperarías del álbum de fotos de un viaje de bodas.
Al principio había sólo fotos del desierto, paisajes en los que se había enfatizado el dramatismo, oscureciendo los cielos, intensificando ciertos colores. Su belleza era indudable, pero eran irreales, demasiado cargadas de Photoshop para mi gusto. No había ninguna de las típicas fotos de «yo y la pirámide» o «yo y la esfinge».
—Mira, esa soy yo —me dijo Miriam—, delante de la pirámide de Keops.
La foto era un encuadre muy cerrado en el que se veía a Miriam de perfil con un fondo increíble de desierto; el viento le arrastraba algunos mechones de pelo y creaba unas sinuosidades preciosas que te hacían enamorarte inmediatamente de la chica de la foto. Muy bien, pero ¿dónde coño estaba la pirámide?
En la siguiente foto Miriam, con expresión de terror, corría en la oscuridad. Parecía que tuviera un foco enorme delante y alguien la estuviera persiguiendo. Era una combinación de contrastes extraordinaria: el negro del pelo mojado sobre la cara, los ojos negros, los labios; el blanco de su piel, del camisón de seda medio roto pegado a su cuerpo.
—Por la noche me gusta correr por el desierto —me dijo Miriam.
Le siguieron más fotos, a cual más desconcertante. Miriam jugando con un cuchillo junto a la piscina del hotel, Miriam cubierta de helado derretido... Todo tenía aquel aspecto artificial que le otorgaba el Photoshop, por lo que no acababas de saber si lo que estabas viendo era real o no.
La siguiente foto estaba tomada en un mercado. En ella aparecían Iván y Miriam junto a un niño árabe. A partir de ese momento, el niño aparecía en todas las fotos. Casi parecían fotos de familia. El niño con ellos en el mercadillo, acompañándoles en una excursión, cenando con ellos en un restaurante, atado a la cama del hotel, sonriendo. Me quedé helado. Ellos seguían mirando la foto encantados. Miriam le comentó a Iván algo que no le convencía del todo, cómo había quedado un filtro o algo así. Pero, desde luego, no estaba preparado para la foto siguiente.
—¡¿QUÉ MIERDAS LE ESTÁIS HACIENDO A ESE CAMELLO?!
Se quedaron paralizados. Iván cerró el álbum de golpe.
—No serás de alguna protectora de animales —me dijo.
—No..., no —contesté, perplejo—, pero ¿cómo podéis hacerle eso a un...?
Iván salió de la habitación llevándose el álbum. Me quedé a solas con Miriam. Se puso a hablar, parecía que intentaba darme una explicación.
—Alguna... gente no lo entiende..., ¿sabes?...
Había puesto su mano encima de la mía. Me giré hacia ella, estaba demasiado cerca de mí.
—Yo... no lo entiendo... —, pero antes de que pudiera seguir, Miriam se abalanzó sobre mí y me dio un largo beso. Luego se apartó, dejándome totalmente transpuesto. Entonces entró su marido y se sentó a mi lado. Permanecimos en silencio hasta que Iván dijo:
—¿Traigo el café?
—Sí, sí, claro —contestamos al unísono.
© Álex R. Bruce 2008
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