En mi vida he tenido tres experiencias con medusas. Como cualquier otro chico de ciudad apenas he tenido contacto con el mundo salvaje, así que tres experiencias bastan para situar a las medusas en un puesto importante de mi lista. Tampoco he tenido nunca noticia de una medusa amaestrada.
Mi tercera y última experiencia con medusas tuvo lugar hace pocas semanas en el Parque de las Ciencias de Granada. Mi hermana y un amigo habían venido a pasar unos días a mi casa, y ya habíamos agotado todos los planes turísticos imaginables cuando me fijé en el cartel de una parada de autobús, o más bien, el cartel se fijó en mí, pues el cartel era el ojo de una serpiente con una calavera grabada en el iris. Anunciaba una exposición: veneno animal.
Mi primera experiencia con medusas ocurrió durante unas breves vacaciones en una urbanización cercana a Chueca, Valencia. Allí había sido invitado a pasar algunos días en la casa de los padres de una amiguita (yo tenía 15 años), y durante esos días tuve la oportunidad de conocer a una interesante pandilla de chicos valencianos, muy duchos en montar y desmontar motos, hablar de motos y encontrar escondites para los tripis en el interior de los motores de sus motos, algo siempre útil en aquella zona y en aquellos años, en plena ebullición de la Ruta del Bakalao.
Mi segunda y más importante experiencia sobrevino en la resaca tras la noche de San Juan, en el Parque Natural de Cabo de Gata, Almería.
Mi amiguita pertenecía a una adinerada familia valenciana, dueños de una fábrica relacionada con el hierro. Su padre ejercía como catedrático de medicina en la Universidad de Salamanca, y al parecer lo único que producía la fábrica eran números rojos, tal como confesó mi amiguita cierta noche loca, algo descocada por los chupitos de colores. Su madre también ejercía la medicina, y su hermana mayor había ingresado en el Opus Dei después de un parto no deseado, pero la echaron por no mostrarse lo suficientemente generosa con la mortificación corporal. La urbanización también me pareció tener algo de número rojo, o de proa de barco descascarillada, como una secuencia de Verano Azul corrompida por el salitre, donde cada mañana gente de edad y sus hijos tardíos acudían a las arenas a desecarse al sol.
En un pequeño garaje junto a la playa, la familia guardaba un catamarán y una gigantesca tabla de windsurf. Yo había hecho windsurfing el verano pasado, y después de muchas dudas mi amiguita accedió a prestarme la tabla. Cuando llegamos a la playa un furioso vendaval batía la superficie del mar, levantando olas rápidas y pequeñas, algo a lo que jamás me había enfrentado, pues el windsurfing lo había practicado en un campamento de la Junta de Castilla y León, y más concretamente en un pantano de Soria, que es lo más parecido a un mar interior que puede encontrarse un castellano. La verdad es que no tenía ni idea de hacer windsurf.
- Me tienes hasta las narices- me dijo mi amiguita- estaré en la piscina con mis amigos.
Cuando al fin logré superar con la tabla el lugar donde rompían las olas, me encontraba tan agotado que apenas podía levantar la gigantesca vela, que se me caía al agua una y otra vez. Finalmente logré estabilizarme como pude, meter todo el viento en el paño y enganchar el arnés a la botavara, tras lo cual una increíble ráfaga me propulsó a tal velocidad que comencé a planear por encima de las pequeñas olas, provocando un sonido de traqueteo constante, siempre rumbo a mar adentro. Casi sin darme cuenta me había alejado unos dos kilómetros de la costa cuando algo turbó mi equilibrio y toda la compensación de fuerzas se vino abajo. Yo había visto, en un reflejo fugaz bajo mi tabla, una medusa del tamaño de una cazuela.
No me asusté de su presencia sino de la mía propia, tan adentrado en un reino al que no pertenecía, yo, criatura de asfalto, que lo único salvaje que había conocido eran las hierbas que crecían en las juntas de los adoquines. La impresión logró desestabilizarme tanto que la vela se fue a tomar por culo, se me fueron los pies y me precipité al agua, zambulléndome en el reino de la Medusa, en el lugar donde la medusa había evolucionado durante millones de años, al revés de quien ahora abandonaba el aire y los cielos, penetrando de cabeza en las profundidades, donde la tabla proyectaba una sombra oscilante que también me pareció un monstruo. Quizás a escasos metros de mí flotaba, sin voluntad alguna, la medusa, que nada tenía que ver con la medusa que yo imaginaba, la medusa salvaje cuyo reino había profanado y de la que huí tan rápido como pude.
Creo que nunca nadie subió más rápido a una tabla de windsurf. A partir de entonces no dejé de caerme en mi precipitada huida hacia la tierra, y no hubo una sola vez en que la sombra de mi tabla, o lo que es lo mismo, mi propia sombra, no me asustase. Cuando puse el primer pie en la arena, el viento me había arrastrado unos cuatro kilómetros del punto de la playa de donde había partido. A la mañana siguiente viré el rumbo 180 grados: a Madrid.
“Los venenos han aterrorizado al ser humano desde el origen de los tiempos por ser un peligro vital oculto a la vista y muchas veces incomprensible. Ser víctima de un gran depredador es muy distinto de serlo de una criatura pequeña y misteriosa dotada de un poder letal.” (Panfleto de la exposición “Veneno Animal”. Parque de las Ciencias de Granada.)
Mi segunda y más importante experiencia con medusas sobrevino con la resaca tras la noche de San Juan, en el Parque Natural de Cabo de Gata, Almería.
“Boxi Jellyfish, the invaders are called”. A Lucy Irving, periodista del Washington Post enviada para cubrir una extraordinaria plaga de medusas en Hawaii, aquello le recordó inmediatamente a las películas de serie B que solía ver los sábados por la tarde con sus hermanos, películas todas donde un ejercito de desaprensivos seres superiores esclavizaban a la raza humana. Desde su aterrizaje en Honululu había pasado varias horas hablando con guardacostas y oceanógrafos del gobierno federal, y todos coincidieron en señalar lo mismo: la extraordinaria puntualidad con que las jellyfish, en la oscura noche cercana a la luna nueva, emergían desde las profundidades del Pacífico hasta las playas del archipiélago para reproducirse. Aquella historia le impresionó, y de vuelta a Washington, Lucy siguió investigando por cuenta propia. Descubrió que en Japón había surgido una clase de medusa proclive a proliferar en aguas con altos niveles de radioactividad, llegando a colapsar conductos internos de centrales nucleares. Descubrió que en el Golfo de México, los pescadores de camarón protagonizaban una lucha encarnizada contra las medusas por arrancar del mar su sustento. Descubrió que la destrucción de los fondos marinos había provocado un descenso en el nivel de oxígeno que los peces no podían tolerar, pero sí las jellyfish, quienes también medraban gracias a la contaminación producida por la sobre-fertilización de las explotaciones agrícolas próximas al mar, como habían evidenciado estudios científicos en El Ejido, provincia de Almería, Spain.
Lucy tenía una hija pequeña. Siempre que podía, se sentaba con ella a leer cuentos adaptados de películas de Disney. Leían Peter Pan y Monstruos S.A., pero sobre todo leían El Rey León, y leían Bambi, y leían La Sirenita, porque a la niña le chiflaban los animales. Lucy pensaba en las medusas y en su hija, mientras leían esos cuentos. Los de Disney deberían dejar de hacer películas sobre leones, pingüinos o chimpancés. Deberían comenzar a hacer películas de medusas, mangostas, retrovirus, mejillones cebra; películas donde los simpáticos protagonistas se sustituyeran por las verdaderas plagas con las que mi hija está destinada a convivir, porque mi hija crecerá nostálgica, amante de un imaginario animal desaparecido. En el mundo de mi pequeña, las mangostas, los virus y las medusas serán los nuevos compañeros de viaje: nuestros semejantes.
“El Ejido, en la provincia de Almería, con sus 17.000 hectáreas de tierra cubierta de plástico, la mayor concentración de producción de frutas y hortalizas bajo invernadero del mundo, representa El Dorado para miles de inmigrantes. Pero los invernaderos de El Ejido son más que nada una chapa de plomo encima de un sistema de explotación de la mano de obra inmigrada”. Así comienza El Ejido, la loi du profit, documental del cineasta Jawad Rhalib que la televisión pública de Bélgica emitió en horario de máxima audiencia en enero de 2008.
- Después de verla - escribió un periodista del Le Soir - miras los tomates con otros ojos.
Para llegar desde Granada a Cabo de Gata hay que cruzar el Desierto de Tabernas, antaño célebre como decorado de spaghetti western. Desde el coche se observa el paisaje vagamente reconocible de las películas de Clint Easwood, y algún entusiasta diría que casi pueden verse los indios galopando ladera abajo entre una nube de pólvora; pero lo cierto es que cuesta verdaderos esfuerzos imaginar cualquier cosa allí, ni siquiera ante los polvorientos casetos far west que aún se mantienen en pie, algunos reconvertidos en casetos inenarrables llenos de pintadas, basura, condones usados y mierda. No muy lejos de allí -apenas cien kilómetros- ha surgido otro espacio fílmico, no tan épico pero sí repleto de significación por el drama humano que allí se representa, muy similar al de otros lugares del mundo. Se trata de los invernaderos de El Ejido, donde nuestros esclavos negros.
Mi coche no tiene aire acondicionado y el viaje fue muy caluroso. Recuerdo haber pisado el acelerador más de la cuenta, deseoso de dejar atrás ese espacio pedregoso, sin la belleza estilizada de las dunas o la fuerza de las grandes llanuras. Por el carril contrario circula un denso tráfico de enormes camiones belgas, repletos de tomates transgénicos y quizás algún esclavo negro escondido en sus entrañas de metal. Dejamos atrás las monstruosas formaciones de tierra desnuda, moteadas de matojos punzantes.
Tras celebrar la noche de San Juan a una playa de Cabo de Gata, al día siguiente quisimos alejarnos del lugar del crimen y buscar una playa más tranquila donde pasar la resaca y las horas de calor, para volver a cruzar el desierto al oscurecer. No contábamos con mapa de la zona ni indicación alguna, así que dimos unas cuantas vueltas por unas carreteras minúsculas, de inclinaciones imposibles, como solo recuerdo en este lugar de España. (Mis padres y yo en un Seat Ronda blanco recorriendo estas colinitas imposibles y justo cuando el coche subía y bajaba un gigantesco badén una aguda sensación en el bajo vientre que nos arrancaba la risa a todos, menos a mi padre). Al final llegamos a un pueblo de casas blancas, sin comercios, sin bares, sin coches, sin personas. No había nadie en las calles, ni sonido alguno que saliera de las ventanas abiertas, por donde se adivinaban interiores tipo playero de los 70.
Cuando llegamos a la playa vimos un panorama peculiar. Solo había personas de edad, aproximadamente mayores de 60 años, tomando un sol de justicia que a esas horas caía en vertical sobre la arena ardiente. Algunos niños pequeños –la mayoría negros u orientales, presumiblemente adoptados o secuestrados por una ONG- giraban en torno a sus padres con gesto nervioso, o contemplaban atontados el cielo exento. Parecía que los niños carecían de una acción específica, y que todo el mundo allí carecía de una acción específica. Mi primera sensación allí fue que no había acciones posibles, no había objeto, y los viejos, que habían configurado esa ausencia de acción a su antojo, se sentían felices engordando a tiempo real, hasta doblar bajo el peso de la gravedad los hierros de sus tumbonas, mientras sus niños adoptados, transportados durante miles de kilómetros a cambio de miles de euros pagados legalmente o bajo cuerda, vibraban de vida, pero era una vibración inútil. No había objeto para esa vibración.
Tiramos las toallas al suelo, pero fuimos incapaces de tumbarnos. Uno de nosotros señaló un niño gordo con bañador rojo, que se mojaba los pies en la arena húmeda.
El niño, con una mano, manejaba una empanadilla de carne, y con la otra un palo terminado en una pequeña red para cazar cangrejos. Pero no estaba cazando cangrejos. Estaba cazando medusas; tomaba medusas de la orilla y las trasportaba a un pequeño cubo. Entonces nos dimos cuenta de que nadie, absolutamente nadie, se estaba bañando.
Nos acercamos, lo vimos con nuestros propios ojos. Había cientos, millones de medusas. El mar no era mar, eran medusas. Solo había medusas. Millones de medusas. Las olas, eran olas de medusas, y la espuma, espuma de medusas, y el agua, agua de medusas. Eran medusas de pequeño tamaño, que se contaban por millones. Habían llegado al límite de su reino y hoy aquí, extendían su abrazo venenoso a la raza humana.
Niños cazando medusas, mientras sus ancianos padres adoptivos se tuestan bajo la radiación atómica; policromatismo de vivos colores e impactante contraste entre el amarillo de la arena, las colinas y el acechante desierto, y el azul del mar ultra-enriquecido de fertilizantes y bajo en oxígeno. A cincuenta escasos kilómetros, comienza otro mar –de plástico- donde trabajan sumergidos nuestros esclavos negros, antiguos padres de nuestros hijos negros. Belgas y medusas hemos de felicitarnos por poseer a nuestros esclavos negros, y hemos de sentirnos orgullosos de su presencia y de lo que hemos conseguido hacer con ellos, sin los cuales sería impensable el equilibrio del nuevo hábitat.
Epílogo: Parque de las Ciencias de Granada, hace unas semanas. O más bien, una fotografía hecha durante una visita a la exposición de Veneno Animal, ubicada en dicho recinto. Yo había fotografiado a mi hermana tras un pequeño tanque donde flotaban unas cuantas medusas, que formaba parte de la larga serie de acuarios y terrarios donde reposaban las serpientes, arañas, escorpiones, anfibios y demás seres venenosos de la muestra. Cuando llegué a casa pasé las fotos a mi ordenador y me fijé en un detalle que me había pasado desapercibido. Era el ojo de mi hermana, que veía flotar las medusas a través del tanque transparente. Tenía una calavera grabada en el iris.
© Miguel Espigado 2008
Este texto no puede
reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
Rogamos lean
las condiciones de uso
The Barcelona Review is a registered non-profit organization