The Barcelona Review

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Original en inglés 

 

Fred G. Leebron

Epitalamio, 1989

 

Traducción: Juan Gabriel López Guix

 

 

Walter habría tenido que estar en la Marina recogiendo las invitaciones de boda en el momento del temblor, pero estaba todavía liado en el trabajo en Tenderloin cuando la vieja construcción barata empezó a vibrar con tanta violencia que fue como si el propio edificio intentara algún tipo de propulsión vertical. «¿Es un terremoto?», gritó Walter a las dos mujeres que también se habían quedado más allá de las cinco; ellas lo miraron como si fuera idiota y enseguida dirigieron una recelosa mirada a la oficina, como intentando decidir si acabarían todos engullidos por la tierra o lanzados en órbita. Cuando el temblor se detuvo, las dos mujeres agarraron sus bolsos y bajaron las escaleras sin pronunciar una sola palabra, y Walter se apresuró tras ellas para no ser el último en salir; en realidad, sólo quería volver a casa con Claire.
       En la calle, los semáforos no funcionaban, las sirenas ya habían empezado a sonar bastante cerca, y la colección de borrachos y drogados que frecuentaban el cruce de Hyde y Eddy lo miraron con su hambre habitual, llamándose entre sí con palabras que él apenas pudo oír. Sus dos colegas se esfumaron como por una escotilla de salvamento, la calzada todavía parecía estremecerse, olía a algo parecido a pólvora y los vidrios rotos brillaban por toda la acera. Al llegar a su desvencijado coche, vio que el revestimiento de la pared de la farmacia cercana se había desprendido del edificio y tocaba la puerta del conductor. Logró entrar, cerró la puerta e hizo girar la llave de contacto. ¡El coche arrancó! Se alejó del bordillo y la pared, se metió por Hyde, donde la gente había salido a la calle y parecía que fuera a saludarlo o pedirle ayuda, mantuvo el pie en el acelerador y en el primer semáforo apagado dobló por Turk y se unió a un tráfico absolutamente desconcertado. De modo que eso era un terremoto. Calculó que había durado veinte o treinta segundos. ¿Era mucho?
       Pasaban unos días de la mitad del mes de octubre, justo después de su vigésimo octavo aniversario, y Claire y él acababan de mudarse hacía sólo un mes. No era que el lugar le entusiasmara mucho pero tampoco le disgustaba. Su esquina del Upper Haight tenía un montón de skaters ciegos de crack y su trabajo recaudando fondos para una organización sin ánimo de lucro estaba en el peor barrio de la ciudad, pero empezaba a sentirse animado. En las últimas semanas, incitada por la hermana new age de Walter, Claire había empezado a inquietarse por eso de vivir en una zona de terremotos, y él había tenido que estar diciéndole que dejara de preocuparse por eso, que era algo que rara vez ocurría y que, cuando ocurría, casi nadie lo notaba. Pero ése lo había notado. Y era tal su nerviosismo que había olvidado por completo recoger las invitaciones de la boda, como había olvidado casi la propia boda; el caso era que tenía que volver a casa con Claire. Si ella había notado lo mismo que él, tendría que estar muerta de miedo. De todos modos, a lo mejor no pasaba nada. No dejaba de mirar con discreción los coches a su alrededor, intentando averiguar cómo se lo tomaban los lugareños; todo el mundo miraba fijamente hacia delante como si condujeran en medio de un fuerte aguacero o alguna tormenta de nieve. Cuatro bloques, y los semáforos seguían sin funcionar; era fácil imaginar que dentro y más allá de aquellos tristes edificios de apartamentos reinaba una especie de caos generalizado. Al menos era de día. Si conseguía llegar a casa antes de que anocheciera, no debería tener problemas. Recorrió las emisoras de la radio, y la electricidad del coche pareció milagrosa en una ciudad que carecía aparentemente de ella; sin embargo, aún no sabía cuáles eran las emisoras de noticias, y el guirigay que salía al recorrer el dial era un batiburrillo de histrionismos del que no pudo sacar nada en claro. ¿Qué demonios era la autopista Cypress? Sabía qué era el puente de la Bahía, aunque todavía lo confundía a menudo con el Golden Gate; la verdad es que no habían usado mucho ninguno de los dos. Y la Marina... la Marina estaba en llamas. Sabía que lo mejor era que se detuviera y llamara a Claire para decirle que no estaba ahí, pero ponerse a dar vueltas por ese barrio poco recomendable no parecía una buena idea, quién sabía si los teléfonos públicos funcionaban, y ¿tenía siquiera monedas?
       Cuando el coche llegó a lo alto de la última colina y vio la silueta de Lower Haight, suspiró y se enjugó el sudor de la cara. Aunque el coche se le cayera en pedazos, se encontraba ya lo bastante cerca para llegar caminando. Todo eso sería casi emocionante de no resultar tan inquietante. ¡Un terremoto! Se concentró en la ruta, en el tráfico extrañamente educado, porque todo el mundo daba la impresión de no querer chocar contra nadie en los cruces, aunque era obvio que todos querían llegar cuando antes a su casa.
       Haight parecía estar como siempre, aunque por alguna razón la gente miraba al cielo. Dobló por Clayton y al cabo de unos minutos aparcó en el sitio habitual junto a su apartamento situado en lo alto de la esquina de su calle. Salió del coche casi antes de que el motor se apagara, cerró la puerta dando un portazo, corrió por la calle hasta la entrada de su casa, subió los ocho escalones de dos en dos, metió la llave en la puerta y abrió la puerta de golpe.
       –¿Hola? ¡Hola! –gritó, aunque el apartamento apenas tenía dos habitaciones y una diminuta cocina.
       Silencio. Buscó desesperadamente una nota.
      –¿Hola? ¿Hola?
       El teléfono de la pared no funcionaba. ¿Dónde estaba Claire? Corrió de nuevo al exterior, donde todo el mundo se miraba con la misma incertidumbre con la que habían estado mirando el cielo; sacudían la cabeza como si no pudieran creerlo.
      –El puente de la Bahía –dijo alguien.
      –¡Y la Marina!
Una mujer señalaba con una mano mientras con la otra se sostenía aturdida la nuca. Abajo, a lo lejos, más allá de Haight cuanto podían ver era un humo negro que se elevaba interminablemente en un sereno cielo soleado.
       –¿Tiene alguien un televisor portátil?
       Walter y Claire tenían un amigo en el barrio, un paternal poeta que vivía cuatro puertas más abajo en Frederick. ¿Estaría allí? Golpeó la puerta.
       –Adelante –creyó oír.
       Abrió la puerta y se adentró en el largo pasillo oscuro al que daban unas habitaciones cubiertas de vetusto papel pintado, llena cada una de un batiburrillo de muebles. Era un apartamento inmenso, un poco destartalado, un poco andrajoso, con cuartos separados para el retrete y el lavabo y la ducha, con el papel desgarrado y la pintura desconchada, y cadenitas metálicas que colgaban de cada aplique luminoso colocado en el techo y parecían abalorios de un establecimiento de joyas usadas. En la parte de atrás había un parque, aunque era más bien una zona para pasear el perro, una pendiente entre Clayton y Cole salpicada durante el día de personas que iban o venían del trabajo y de jóvenes madres acampadas con niños muy pequeños, y por la noche, de vagabundos y camellos que reclamaban los sitios donde solían colocarse. A veces la niebla era tan densa que resultaba imposible verlos, y a veces el parque estaba tan desierto que parecía que la colina se había hecho de pronto más empinada y había despeñado a todo el mundo hasta Cole Valley. Era un lugar que podía ser al mismo tiempo muy romántico y muy peligroso, y a él a veces le gustaba vivir ahí y a veces no sabía si iba a aguantar un minuto más.
       Al final del lóbrego pasillo encontró a Claire, sentada en el sofá de Miles, con los ojos enrojecidos y el puño apretando un arrugado pañuelo de papel, tan parecida a la muchacha que había conocido nueve años atrás cuando ambos estaban hospitalizados en el mismo pabellón psiquiátrico que tuvo que apoyarse un momento en la pared para no perder el equilibrio. Miles se encontraba sentado en una silla junto a ella, inclinado hacia delante.
       –Eres tú –dijo ella.
       Se levantó de golpe del sofá, y ambos se abrazaron en medio de la sala de estar. Se abrazaron con fuerza, como si fueran quizás dos personas que habrían creído que nunca más se volverían a ver.
      –Pensaba que estabas en la Marina –dijo ella.
      –Se me hizo tarde –respondió él.
      –Me temo que me he quedado sin alcohol –dijo Miles–. Estaba en Organic Foods, comprando rúcula y he venido derecho para casa. ¿A quién debería llamar por la clase de esta noche? Creo que debería llamar a alguien.
Los tres se miraban unos a otros como si no estuvieran seguros de quiénes eran ni de dónde estaban, o ambas cosas.
       –Todos los teléfonos están estropeados –dijo Claire, retorciendo su arrugadísimo pañuelo–. No podía llamar a nadie, y eso que estaba al teléfono cuando pasó.
      –Podríamos intentar comprar algo de alcohol –dijo Walter–. ¿Creéis que habrá algún sitio abierto?
      –Tengo una clase dentro de media hora –dijo Miles.
Volvieron a recorrer el largo pasillo y salieron a la calle. La luz empezaba a declinar. Había gente sentada en los porches toqueteando radios portátiles. Descendieron la colina hasta Cole, donde varios hombres sin afeitar se congregaban en torno a un coche sobre el cual había un pequeño televisor en blanco y negro de pilas. La cafetería, el bar y el restaurante moderno del otro lado de la calle estaban cerrados a cal y canto.
      –¿Qué pasa con la final de béisbol? –preguntó Miles a los tipos.
      –Ni idea. No la están dando.
       Todos contemplaron con atención el televisor.
      –Hay un incendio en la Marina –explicó uno de los tipos.
      –Se ve desde lo alto de la calle –dijo Walter.
       El tipo lo miró.
      –Aquí se ve mejor.
       Miles los llevó Cole abajo hacia Haight. Varias pequeñas tiendas de comestibles ya estaban cerradas, era ya evidente que el sol se ponía y casi empezaba a hacer un poco de frío. A lo largo de la calle las parejas y las familias regresaban a sus edificios echando una última mirada por encima del hombro para asegurarse de que el suelo seguía en el mismo sitio.
       –¿Estás seguro de que es una buena idea? –preguntó Walter.
      –Es un palo estar sin bebida. Vamos a necesitarla. Sabía que tenía que haber ido a por el licor primero.
       –Ya te dije que iba a pasar algo así –dijo a Claire sin dirigirse a nadie en concreto.
       Walter todavía se preguntaba qué demonios era la rúcula.
La primera licorería abierta en Haight tenía delante una cola con gente que esperaba ordenadamente, sola o en parejas, como si les hubieran adjudicado los puestos que ocupaban.
       –¿Van juntos, los tres? –preguntó un musculoso tipo con una camiseta de manga corta y que llevaba además las mangas arremangadas.
      –Sí –dijo Walter.
      –Normalmente sólo dejamos pasar a dos al mismo tiempo. Pero parecen buena gente.
      –Gracias –dijo Claire.
       –Me pregunto cómo está Bruno –dijo Miles–. Dios, me gustaría haber fumado.
       Miraron calle abajo hacia el Zam Zam Room, donde el maníaco hombrecito con pajarita solía gritar a los clientes no deseados: «¡Las mesas están cerradas! ¡Las mesas están cerradas!». Sólo permitía clientes en la barra, y tenía uno que colocar el dinero sobre el mostrador para que se dignara siquiera aceptar el pedido. El Zam Zam estaba tan a oscuras y cerrado como todo lo demás. Enfrente unos hombres tapaban con contrachapado la gran vitrina de una librería mientras un grupito perteneciente a la plebe de Haight permanecía en los alrededores contemplando a través de la neblina de su propio humo.
       –Es como una playa después de la temporada de huracanes –observó Claire con tristeza.
       –Adelante, ustedes tres –dijo el tipo musculoso.
Los dejaron entrar en la tienda iluminada con velas.
      –Escojan deprisa –dijo el hombre situado detrás de la caja registradora–. Hay mucha gente esperando y no queremos ningún problema.
       Habían quitado los precios de todos los artículos, o a lo mejor no los habían tenido nunca; Walter no recordaba haber comprado ahí antes, pero el negocio apestaba a oportunismo y a una indiferencia general por la suerte de la humanidad. Escogieron una botella de bourbon, otra de vodka y dos packs de seis cervezas que aún estaban frías y lo llevaron todo hasta la caja. El tipo levantó cada artículo como si lo pesara.
      –Cincuenta y cinco –dijo.
      –¿Cincuenta y cinco? –preguntó Walter.
      –Cincuenta y cinco –aceptó Miles.
      –Dólares. En efectivo. Cantidad exacta si es posible.
       Reunieron los cincuenta y cinco, y Walter y Miles agarraron cada uno un pack y una botella. Iniciaron la apresurada vuelta Cole arriba.
       –Demonios, qué rápido que anochece –dijo Walter.
      –Son las siete y media. A esta hora ya tiene que estar todo oscurísimo. –dijo Miles–. Si me hubiera encontrado en la licorería como se suponía y no comprando la maldita rúcula, no pasaría nada de esto.
       –Ojalá nos hubieran dado bolsas –dijo Claire–. Ojalá hubiéramos estado más preparados para esta clase de cosas.
      –Tienes razón, cariño –respondió Miles–. Pero es difícil estar preparado cuando no ocurre casi nunca.
       La larga calle pareció más larga que antes. Ya sólo estaba ocupada por los elementos sospechosos, vestidos con camisetas sin mangas, vaqueros rotos y zapatillas deportivas que parecían de haber sido arrolladas por una podadora; se pasaban las litronas de cerveza mirando la calle arriba y abajo, como esperando a que sucediera algo o decidiendo que serían ellos quienes lo iniciarían.
      –El último gordo fue en mil novecientos seis –dijo Miles–. Lo sabe todo el mundo. Enciende un cigarrillo, ¿quieres?
Se detuvieron, y Claire encendió rápidamente un cigarrillo; y luego prosiguieron el camino, con Claire entre ellos dos como si fuera un artículo empaquetado que había que proteger. ¿No había realmente ninguna otra mujer ahí afuera, en Cole? No, no había ninguna otra mujer ahí afuera.
      –Mierda –dijo Walter–. Joder.
Caminaban no demasiado deprisa para no llamar la atención. Caminaban como si fueran del lugar.
      –Al final no suspendí la clase –dijo Miles.
      –Estoy segura de que se suspendió sola –dijo Claire y le dio una prolongada calada al cigarrillo.
       Delante, bandas de jóvenes se tensaban en las escaleras de entrada de diferentes edificios, como a la espera de que los soltaran a la calle. Miraban con cara de pocos amigos, desafiantes, se frotaban los nudillos como si ansiaran dejar que se desfogaran en forma de puñetazos; sus brazos no sólo lucían tatuajes, sino heridas de peleas con navajas o botellas. A Walter todo eso le recordó Tenderloin, donde le parecía que allá donde pisara algo podía desaparecer bajo sus pies.
       El primer grupo que pasaron no dijo nada; del segundo llegó el típico silbido de admiración; un tercer grupo arrojó una botella que se estrelló justo detrás del tobillo izquierdo de Walter. Siguieron caminando.
       –Deberías quedarte con nosotros –le gritó alguien a Claire–. Tenemos más género que ellos, y además más fuerte.
      –Lo tenemos todo –gritó otro tipo, apretándose la entrepierna–. Y eso sin contar lo que de verdad tenemos.
      –Genial –respondió Walter.
      –Cállate, Walter –dijo Miles.
       Antes de que pudieran llegar a la siguiente prueba alguien se levantó y se plantó en el centro de la acera, como para darles la bienvenida.
       –¿Cruzamos? –dijo Walter en un susurro.
      –Sí, ahora ya vivimos aquí.
Miles estiró el brazo por encima de la espalda de Claire hasta el hombro de Walter y los empujó a ambos hacia la calzada como si fuera un río fronterizo que hubiera que vadear.
      –Maricas –espetó el tipo que estaba en la acera.
Respiraban los tres con algo de dificultad cuando pasaron a la otra acera, donde hacía más calor y estaba más oscuro de lo que debía; la inmovilidad del aire los envolvía y los aislaba del resto del barrio de un modo desagradable.
      –Es lo que tiene Cole –soltó Miles con amargura–. Nunca hay suficiente luz y en el tramo más largo ni siquiera hay cruces, como si alguien se hubiera olvidado de colocarlos.
      –¡Eh! –exclamó Claire señalando con el cigarrillo.
Desde lo alto de la calle se acercaba hacia ellos un coche patrulla, con el reflector que casi los inmovilizaba en la acera.
      –Mira qué cosa –dijo Miles–, resulta que sí que hay un policía cuando lo necesitas.
       El vehículo pasó junto a ellos y se metió en Haight antes de que pudieran contar con él.
      –Supongo que eso ha sido todo –murmuró Walter.
      –No parece que hubiéramos podido pararlo –dijo Claire–, ¿verdad?
      –Fantástico –exclamó Walter.
       Volvieron a reemprender la marcha. Ninguno tenía ganas de preguntar por qué no había nadie en ese lado de la calle, pero al menos ese lado tenía un cruce.
      –Casi se me ha acabado el cigarrillo –dijo Claire.
      –Enciéndete otro sin dejar de andar –dijo Miles.
       Claire se encendió otro mientras caminaban. No estaban a más de cinco minutos de todos los comercios de Upper Cole, pero a lo lejos sólo se venían unas pocas linternas, velas y otras extrañas varitas lumínicas. Quizás también había una hoguera en un bidón, pero desde esa distancia resultaba imposible saber si era siquiera un fuego contenido.
      –Una vez, cuando vivía en Nueva York, iba por la calle a eso de las tres de la madrugada y vi a un tipo escondido detrás de un coche aparcado –empezó a contar Miles–; la cabeza le sobresalía como una rueda de recambio, y pensé qué demonios está esperando. De pronto, se puso de pie de un salto y se dirigió directo hacia mí, y entonces me dije: «Vaya, me espera a mí».
       –¿Qué hiciste? –preguntó Claire.
      –Correr como un loco.
      –¿Estás diciendo que nos pongamos a correr como locos? –preguntó Walter.
      –Todavía no –respondió Miles–. Pero si lo hacemos, no tenemos que separarnos. Y sobre todo no tenemos que separarnos de Claire.
      –Y yo no pienso separarme de vosotros –dijo Claire.
       A unos seis metros por delante dos tipos acechaban en la misma acera.
      –Ahora –dijo Miles–. Por en medio de la calle. Y procura que no se te caiga la bebida.
       Corrieron por el centro de la calzada y calle arriba, con Walter imitando a voz en grito el sonido de una sirena, Claire riendo y Miles gruñendo, intentando decir «Muchacho, ¿por qué gritas?», pero sin ser capaz de pronunciar ni una palabra, siendo como era más viejo y menos moderado bebiendo de lo que deseaba. De vuelta en el apartamento, se lo preguntaría y Walter le respondería: «No sé, me salió así»; sin embargo, en ese momento siguieron todos corriendo, corriendo frenéticamente en un pequeño pelotón e intentando seguir todos el mismo ritmo, sin atreverse a mirar a atrás para ver si los perseguían. En Frederick viraron como si fueran uno y se lanzaron cuesta arriba, sin que Claire riera ya, con Walter que seguía aullando, gritando o lo que eso fuera «¡Mierda, mierda!», como una señal indudable de desvarío para quien se atreviera a acercarse. Subieron corriendo todo Frederick hasta la puerta de Miles, que ya tenía la llave a punto; y luego la puerta se abrió, entraron precipitadamente, y Miles la cerró de un portazo con la espalda, y todos cayeron de rodillas en el oscuro pasillo, jadeando, riendo o ahogándose, vaya uno a saber.
      –¿Está toda la bebida? –logró decir Miles.
      –Está toda la bebida –respondió Walter.
      –¿Cariño?
      –Estoy aquí –dijo Claire.
      –Bueno, supongo que esta noche ya no vamos a salir –dijo Miles echando el pestillo–. ¿Le apetece a alguien un trago?
      –¿Por qué –preguntó Claire, que aún intentaba recobrar el aliento–, por qué no nos han perseguido?
       –Ni idea –dijo Miles–. Supongo que a veces el delito no vale el esfuerzo, incluso en el caso de unos primos como nosotros. Me gustaría que dieran la final de la Serie Mundial. ¿No sabéis jugar a cartas, verdad?
       Claire y Walter se miraron a través de la oscuridad. No habían jugado a cartas desde el hospital en Filadelfia. Hacía ya mucho tiempo de eso, cuando recién empezaban a conocerse, cuando ambos estaban muy medicados y las circunstancias no eran las ideales, y la mayoría de los recuerdos no eran agradables. Ante ellos se desenrolló entonces la maraña de novios que los habían dejado cruelmente plantados y de padres que no confiaban en que sus hijos adolescentes no se hicieran daño, algo en lo cual no estuvieron demasiado equivocados puesto que ambos habían intentado suicidarse. Sin embargo, eso había ocurrido años atrás, cuando eran personas del todo diferentes. Muchísimos años atrás, maldita sea.
      –No mucho –respondió Claire, refiriéndose a la cartas.
      –Nada –dijo Walter.
      –De todos modos, está demasiado oscuro.
Miles se levantó, se sacudió el polvo de la ropa, y los tres recorrieron el oscuro pasillo chocando entre sí.   
      –Soy un romántico empedernido –dijo Miles–, así que tengo velas y cerillas en la cocina. Y hay un horno de gas por si falla todo lo demás, aunque seguramente no es una buena idea.
      –¿Tienes una radio?
      –Una portátil, no. Tan bien preparado no estoy.
       En la cocina buscaron a tientas en la oscuridad, encontraron y encendieron las velas, comprobaron si funcionaba el teléfono de la pared. Nada. Miles se dirigió rápidamente al congelador y sacó algunos hielitos, y no tardaron en estar bebiendo bourbon con hielo y sorbiendo cerveza sentados en la oscura sala de estar con una gran ventana que daba al silencioso parque.
      –¿Y qué pasa con las réplicas? –preguntó Claire.
      –Ah, ya vendrán. Pero lo peor ya ha pasado, cariño.
       –¿Qué piensas que está pasando ahí fuera? –preguntó Walter.
      –Caos generalizado y esas cosas. Lo leeremos más adelante. –Miles se levantó, tan de repente que los dos se sobresaltaron–. ¿Sabéis una cosa? Que no hemos comido. Y tengo algunas cosas buenas que no quiero que se estropeen. Me pregunto dónde habrá ido a parar la rúcula.
       Volvieron juntos a la cocina con las velas.
      –Estoy seguro de que tengo salami, mostaza y también pan –dijo Miles.
       Walter se acordó de todas las cosas que había en la nevera sólo unas puertas más arriba; pero eso era justo al lado una escalinata llena de adictos al crack, quizás un auténtico antro de adictos, aunque al pasar procuraba no mirar demasiado e incluso entonces su vistazo era tan fugaz que nunca veía nada. De todos modos, los oía. A altas horas de la noche, si alguna vez tenía dificultades en conciliar el sueño, los oía a través de los postigos de la puerta vidriada de su apartamento: «Joder, a la mierda», «Esto es una mierda de puta madre» y «Qué miras, follamierda»; y a veces permanecía tenso, aguardando a que irrumpieran dispuestos a realizar lo que hubieran imaginado que debían hacer. Claire y él habían comprado un sofá, una butaca y una otomana muy bonitos que ocultaban tras sus persianas venecianas siempre cerradas, pero todo lo demás procedía de ventas de garaje o era de una tecnología ya desfasada.
       Cenaron en el suelo de la sala de estar. Puede que fuera medianoche. De vez en cuando oían un grito, un chillido o una risa aguda procedentes del parque oscuro o incluso les llegaban a través de él desde más arriba en Clayton, viajando como misiles o granadas, estruendos esporádicos que explotaban cerca de ellos cuando menos lo esperaban. La cerveza se había acabado y el bourbon estaba por la mitad, y no tardarían en perder la sensación de que todo aquello sólo era una especie aventura loca. Miles eructó con fuerza y se incorporó.
       –Bueno, niños, me voy a retirar. Os recomiendo que os quedéis y os pongáis cómodos. Por la mañana todo esto tendrá un aspecto muy diferente.
       –Gracias –dijo Claire.
      –Sí, gracias –dijo Walter.
       Se abrazaron los tres, y Miles se fue por el pasillo. Un instante después resonó la cisterna del wáter.
      –¡El cagadero funciona! –alardeó–. Estupenda noticia. ¡Estáis en vuestra casa! –Oyeron que entraba en la pequeña habitación con el lavabo y la ducha, tarareando, y que abría el grifo–. ¡Nada! –gritó–. No hay agua. Maldito terremoto.
Volvió al pasillo y se encerró en su habitación.
       Walter y Claire se tumbaron el sofá; era un poco estrecho, pero lograron acomodarse. Walter notaba cómo poco a poco los latidos de ella se iban haciendo cada vez más lentos, y quizás también los suyos, como si tuvieran el mismo corazón o experimentaran la misma reacción exacta. Se preguntó qué cosa en ellos sería exactamente la misma, y si serían los mismos después de esa noche. ¿No se suponía que algo así tenía que cambiarlo a uno? ¿Podía algo cambiar de verdad a millones de personas de golpe, o sólo cambiaban algunas personas? Quizás sólo cambiaba a las personas que necesitaban cambiar. ¿Necesitaba él cambiar? Lo único que quería era que se acabara la noche. Con el crujido y el bamboleo de la primera réplica, Claire dio un salto y se lanzó bajo el dintel más cercano. Walter la siguió a trompicones.
      –Quiero irme a casa –dijo Claire.
      –Cuando sea de día.
       –Quiero decir a casa, a la costa este.
      –Oh, Claire.
      –Esto es una mierda.
       La convenció para que volviera al sofá, y la siguiente vez que se despertaron las luces de la cocina estaban encendidas y en algún lugar sonaba una radio. Fuera todavía estaba oscuro.
       –¿Lo ves? –dijo Walter.
      –No me importaría subirme a un avión ahora mismo –dijo Claire–. Si hubiera un vuelo, lo tomaría.
       Se sentaron a escuchar la radio. Eran en ese momento las tres y treinta y ocho de la mañana. El aeropuerto estaba cerrado. Se creía que había cientos de muertos. Salvo el personal de emergencia, se pedía que nadie fuera a trabajar por la mañana ni al día siguiente. La electricidad se estaba restaurando lentamente en todas las partes del Área de la Bahía, con la excepción de la Marina donde parecía que a hileras enteras casas les habían arrancado de cuajo toda la planta baja. Los esfuerzos de los equipos de rescate seguían en marcha. El agua escasearía al menos por el momento. En Tenderloin la gente había estado deteniendo automóviles y asaltando a los conductores a punta de pistola.
       Walter se levantó rápidamente del sofá.
      –¿Qué haces? –dijo Claire–. Quiero saber qué pasa.
Él volvió a sentarse de mala gana en el sofá.
       –Ah, se me olvidó decírtelo –dijo ella–. Estaba hablando con tu hermana cuando pasó. Con Evelyn. Y se lo describí. Y ella me dijo que saliera a la calle, así que colgué y salí. Eso querrá decir que saben que estamos bien.
      –Supongo –dijo Walter.
      –Fue una tontería salir en busca de alcohol.
      –Lo necesitábamos –dijo él.
      –Supongo que nunca tendremos esas invitaciones de boda –dijo ella–. A lo mejor es una señal.
      –Oh, ya las tendremos –dijo él–. Si no en ese sitio, en algún otro.
       –A lo mejor no deberíamos casarnos.
      –¡Pero si fue idea tuya! –dijo él.
Intentó mantener la compostura o contenerse, lo que fuera de las dos cosas.
      –¿No quieres casarte? –preguntó con toda la amabilidad de que era capaz, procurando alejar de su pensamiento el modo en que ella se le había propuesto, respondiendo a la pregunta acerca del regalo que quería para la última Navidad extendiendo una mano vuelta hacia abajo y alzando ligeramente el dedo anular.
       «¿Lo dices en serio?», había dicho, recordando todavía lo poco que hacía que había dejado la casa para irse con otro tipo y preguntándose por el modo en que el encaprichamiento con ese individuo se había transformado en el plazo de unos meses en «Eh, Walter, casémonos». ¿Cómo demonios pasaban esas cosas? «Claro que lo digo en serio», había respondido. «Pues entonces llama a tu madre», había dicho él.
      –Por lo menos todavía no hemos enviado las invitaciones.
       –¿Qué está pasando aquí?
      –No lo sé. Sólo sé que ahora mismo no podemos casarnos. Ha muerto gente. Todo es muy inestable. No está bien. ¿No ves que no está bien?
       –Pues entonces nos vamos –dijo él.
      –¿De verdad?
      –Te lo prometo. Sólo nos mudamos por mi maldito trabajo. Ni siquiera me gusta este sitio.
      –A mí me gustaba –dijo. Miró con aire triste el suelo–. Salvo por el clima sísmico.
Eso no existe, quiso decir él.
      –Leí un poema el otro día sobre el clima sísmico –dijo–. Empieza diciendo: «Ella habla sola»; y termina: «Entrará con sigilo y te hará respirar mal».
       –¿Y «ella» es la tierra temblando? –preguntó Walter.
      –No está claro –dijo Claire– A lo mejor. O a lo mejor es un ella de verdad. O a lo mejor las dos cosas.
      –Nunca he entendido la poesía.
      –Yo sí.
       Permanecieron sentados en silencio, inmovilizados, como a la espera de la siguiente réplica o el siguiente temblor, la siguiente conmoción, el siguiente enamoramiento que consiguiera atraerla, con el reloj digital parpadeando su hora am o pm equivocada en el alféizar, el cielo paralizado en la oscuridad y la tierra que parecía en ese momento inclinarse aun más sobre su eje. Walter notaba que todo se descomponía bajo él, y sabía que no podía permitirse hacer el más mínimo gesto, que tenía que permanecer completamente quieto.
      –Bueno –dijo, aspirando con fuerza–, ¿nos casamos o qué?
      –¿Qué? –dijo ella.

 

                                                   

© Fred Leebron 2014

Traducción: Juan Gabriel López Guix

Original en inglés 
         Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
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The Barcelona Review is a registered non-profit organization

Biografía del autor:
Fred LeebronEntre las novelas de Fred Leebron cabe destacar Six Figures, Out West y In the Middle of All This. Sus relatos han sido merecedores del premio Pushcart y el premio O. Henry. Dirige programas de escritura creativa en Europa, América Latina y los Estados Unidos.