Russell Banks
Blue
Ventana se baja del autobús 33 en la Calle 103 con la Séptima Avenida Noroeste en Miami Shores. Son casi las seis de la tarde, y en esta época del año la ciudad no deja de ser un lugar caluroso y pegajoso hasta que se pone por fin el sol a las ocho. Ventana camina deprisa a lo largo de la Séptima, nerviosa por llevar encima tanto dinero, treinta y cinco billetes de cien dólares. No quiere pagar con un cheque y tener que esperar hasta que lo autoricen para poder llevarse el coche; ni soñar que un vendedor de coches usados que no la conoce personalmente vaya a aceptar un cheque de una mujer negra y la deje llevarse el vehículo sin que el cheque haya recibido el visto bueno. Ella quiere el coche ahora, hoy, para poder ir con él mañana a su trabajo en Aventura y aparcar por primera vez en el aparcamiento de los empleados, y luego el domingo después de la iglesia ir con su propio coche, sí, su propio coche, hasta la playa en Cayo Virginia con Gloria y los nietos.
La caja de ahorros cerraba a las cuatro así que sacó de su cuenta el dinero (cien dólares ahorrados en secreto mensualmente a lo largo de casi tres años) aprovechando la pausa del almuerzo y luego en los aseos de señoras de American Eagle se escondió el sobre con los treinta y cinco billetes en el sujetador. Llevaba una blusa de viscosa con el cuello cerrado, aunque sabía que iba a hacer un calor infernal y que en los autobuses el aire acondicionado estaría estropeado o muy bajo. En realidad, el 33 a las siete de la mañana desde su bloque en Miami Shores hasta el 3 en Miami Norte, el trayecto hasta Aventura Mall y luego la vuelta por la misma ruta al final de la tarde, al empezar o concluir el día, con o sin aire acondicionado, todo eso no importaba gran cosa, no, sudaba a raudales sólo con cruzar el largo aparcamiento desde la parada de autobús hasta la entrada del centro comercial y luego la vuelta. Y el día había sido caluroso desde la mañana temprano hasta bien entrada la tarde, y ella había sudado más que si llevara una blusa sin mangas o una camiseta, pero había conseguido que la tarde transcurriera sin que nadie en American Eagle Outfitters se enterara del dinero que llevaba encima y en ese momento se sentía aliviada de subir por la Séptima y llegar por fin a la entrada de Sunshine Cars USA con el dinero intacto en el sujetador.
Tenía cuarenta y siete años y durante los últimos veinticinco había estado en posesión de un carnet de conducir expedido legalmente por el estado de Florida, pero ése iba a ser su primer coche. Gordon, su ex marido, cuando todavía estaba casada con él, arrendaba un Buick nuevo cada tres años y se lo dejaba conducir con él sentado en el asiento de atrás, como si ella fuera su chófer; su hijo, Gordon Junior, cuando se alistó a la Marina, se compró un Camaro nuevo con la gratificación de enganche y lo aparcaba en la entrada casa y se lo dejaba conducir cuando él se encontraba navegando hasta que ya no pudo pagar el seguro y tuvo que venderlo; y durante unos pocos años Gloria, su hija, tuvo una destartalada furgoneta que le prestaba cuando alguna de sus amistades tenía que hacer una mudanza, pero al final la financiera la acabó recuperando. En todos esos años Ventana no había tenido un coche propio. Hasta hoy.
Bueno, en realidad, no tiene ninguno; ni siquiera lo ha elegido todavía. La mayoría de los vehículos en venta en Sunshine Cars USA sobrepasan su presupuesto, pero sabe por los listados que ha leído en el Miami Herald que Sunshine Cars USA también tiene decenas de eso que llaman coches seminuevos por tres mil quinientos dólares y menos: coches que han tenido un único propietario, coches con poco kilometraje, coches con menos de diez años, coches aún brillantes y elegantes; Taurus, Avengers, DeVilles, Grand Vitaras, Malibus, Fusions, Cobalts y Monte Carlos. Casi todos los días durante tres años se había detenido camino de la parada del autobús por la mañana y volviendo a casa al final del día para mirar por la reja de hierro de dos metros y medio que rodeaba el recinto y revisar las hileras de relucientes vehículos en venta. Casi nunca pasaba por delante del establecimiento sin decirse: ese Chevrolet familiar es perfecto para una mujer como yo, o ese Crown Vie es más del estilo de Gordon pero no me importaría tenerlo, o esos deportivos utilitarios son horribles pero seguros en caso de accidente. A lo largo de los últimos tres años había elegido centenares de coches seminuevos y los había reservado todos dejando mentalmente un depósito; y, hasta que el coche no era vendido a otra persona y desaparecía del aparcamiento, en su mente seguía siendo suyo. Se engañaba a sí misma de ese modo. Y así había conseguido acumular los tres mil quinientos dólares, fingiendo todos los meses que lo que hacía no era ahorrar dinero, cosa difícil cuando siempre vas escasa de fondos a final de mes. No, no ahorraba para comprar un coche, se decía a sí misma, lo que hacía era entregar un depósito mensual de cien dólares para comprarse el coche, eso hacía; e imaginaba que, si no realizaba el pago a tiempo, el concesionario le vendería el coche a otro cliente que apareciera con el dinero en mano, y todo lo pagado hasta ese momento se habría desperdiciado y tirado. Por eso hacía el pago en la caja de ahorros, siempre de modo puntual. Hoy, por fin, Ventana iba a ser esa cliente con el dinero en mano.
La sala de exposición de Sunshine Cars USA es un búnker de cemento de color melocotón, sin ventanas por tres lados y con una enorme escaparate que daba a la calle. Las paredes exteriores del edificio y el escaparate están decorados con carteles que proclaman «¡Trabajamos con todo tipo de crédito!» y prometen «¡Lléveselo con un depósito de 1.000 dólares!». La reja de hierro va desde una esquina de la sala de exposición hasta la otra delimitando una especie de corral para un centenar o más de coches usados y ocupando la mitad del bloque entre las calles 97 y 98. Cada tres metros una bandera estadounidense del tamaño de una sábana espera la llagada de una brisa marina vespertina.
Ventana se detiene delante del gran escaparate y contempla el interior tenuemente iluminado de la sala de exposición. Un hombre negro muy gordo con una guayabera blanca sin mangas está sentado tras un escritorio leyendo un periódico. Un blanco de rostro rubicundo con la cabeza rapada, vestido con camiseta negra y vaqueros ajustados, habla por un teléfono móvil. Unos tatuajes de múltiples colores recorren arriba y abajo sus brazos rosados. Ventana los ha visto muchas veces a los dos sin hacer nada en la sala de exposición y a veces caminando por el aparcamiento con potenciales compradores; y, aunque nunca ha hablado en realidad con ninguno de los dos, siente que los conoce en persona.
Le cae bien el negro. Cree que es más honrado que el blanco, que seguramente es el jefe, y decide que le comprará el coche al vendedor negro, que le dará a él la comisión, cuando de pronto una mujer aparece a su lado en la acera. Es una muchacha hispana de piel canela con la mitad de la edad y el tamaño de Ventana. Lleva los labios hinchados debido a las inyecciones que las blancas y latinas delgaduchas piensan que les hacen parecer sexy, pero que en realidad les hacen parecer como si un novio violento les hubiera dado un puñetazo en la boca.
La muchacha le sonríe de oreja a oreja, como si hubieran ido juntas a la escuela.
–Hola, ¿cómo estás? ¿Quieres salir de aquí conduciendo un lindo coche nuevo? ¿O sigues mirando el escaparate? Te veo pasar casi todos los días, ¿sabes? ¿No crees que ya es hora de subirse a un coche y probarlo?
–¿Me ves pasar?
–Sí, casi desde que trabajo aquí. Es hora de dejar de mirar, mujer; es hora de empezar a conducir un coche nuevo.
–Un coche nuevo, no. Un coche usado. Un coche seminuevo.
–Estupendo. ¡Eso es lo que tenemos en Sunshine Cars USA, coches seminuevos garantizados! Certificados y garantizados. No nuevos, es verdad, pero como nuevos. ¿Has pensado en algo? Por cierto, me llamo Tatiana.
La muchacha le tiende la mano.
Ventana se la estrecha suavemente; es pequeña y está fría.
–Me llamo Ventana. Ventana Robertson. Vivo a dos bloques, en la Séptima con la 95, por eso me has visto pasar antes. Por la parada de autobús de la 103.
No quiere que la muchacha piense que ya ha decidido comprar el coche hoy y que lleva el dinero en efectivo para hacerlo. No quiere parece una venta fácil. Y espera que salga el negro gordo.
–¡Muy bien, Ventana! Estupendo. La casa de la 95, ¿es tuya o de alquiler?
–Mía.
–Muy bien. Perfecto. ¿Casada? ¿Vives sola?
–Divorciada. Vivo sola.
–Muy bien, estupendo, Ventana. Y ya sé que tienes un trabajo fijo al que vas por la mañana y del que vuelves a casa por la noche, porque te veo ir y venir, y eso está muy bien, el trabajo fijo. ¿Y qué habías pensado gastarte, Ventana? ¿Qué te puedo recomendar?
–Había pensado en algo por debajo de los 3.500 dólares. Pero miraré un rato por mi cuenta, gracias. Los precios, están en los coches, ¿verdad?
–¡Sí, por supuesto! Pasa y echa un vistazo, Ventana. Mira la parte del fondo, en las dos hileras de atrás. Tenemos ahí un montón de coches sensacionales dentro de tu gama de precios. ¿Nos vas a traer un cambio?
–¿Un cambio?
–Otro coche para cambiarlo por el nuevo.
–No.
–Muy bien, no hay problema. Cerramos a las seis, Ventana, pero estaré dentro si tienes alguna pregunta o quieres probar alguno de nuestros magníficos vehículos. Aquí fuera hace todavía demasiado calor para mí. Recuerda que trabajamos con todo tipo de crédito. Tenemos todo tipo de planes para disponer de crédito inmediato a través de nuestra propia financiera. Tienes carnet de conducir de Florida, ¿verdad?
Ventana asiente con la cabeza y entra con toda tranquilidad en el aparcamiento como si ya hubiera comprado y pagado su coche, aunque se nota un poco flojas las piernas y casi seguro que está temblando, pero no quiere mirarse las manos para comprobarlo. Sabe que está asustada, pero no sabe de qué.
Tatiana la contempla durante unos segundos, preguntándose si seguirla o no, al diablo con el calor, pero decide que la mujer todavía no está convencida. Vuelve a entrar en la sala de exposición e informa de que la mujer es una mirona a largo plazo, probablemente le falta todavía un mes o más para que nos entregue a su primogénito querido, lo cual provoca una risita en el hombre negro y un bufido en el blanco.
El negro consulta su reloj.
–Bueno, le quedan sólo treinta minutos antes de que nos larguemos.
–Volverá mañana –dice Tatiana–. Seguro que temprano. Ya ha decidido dónde va a comprar, ahora sólo tiene que encontrar qué comprar.
–¿Qué presupuesto tiene? –pregunta el hombre negro.
–Dice que tres y medio. Empezaré con cinco y seguiré a partir de ahí.
–Demasiado bajo. El DeVille del 2002, empieza con ése. El de color bronce. Está puesto a nueve. Dile que se lo puede llevar a su casa por seis. Cinco nueve nueve nueve. Las hermanas como ella son demasiado viejas para el Pontiac Grand Ams, pero el cuerpo todavía les pide algo como el Cadillac. ¿Tiene los tres y medio?
–Seguramente.
–Va a necesitar financiación. Olvídate del maldito Cadillac. Sube un poco más.
–De acuerdo.
–Colócale el BWM azul –dice el hombre blanco.
Ventana se dirige hacia los coches del fondo del aparcamiento, como le han dicho. Camina deprisa y evita deliberadamente mirar los coches casi nuevos que sabe que no se puede permitir. No quiere que su coche, cuando lo encuentre, parezca destartalado y viejo en comparación, no seminuevo sino usado. Gastado.
Cuando llega al fondo del aparcamiento y pasa entre los coches que se supone que encajan con su presupuesto, la mayoría tiene un aspecto gastado. Oxidados, rayados, golpeados y abollados, parecen listos para el desguace, como esos coches colocados sobre bloques de hormigón o rodeados de hierbajos en los jardines delanteros de la mitad de las casas de su barrio, con problemas mecánicos irresolubles a la espera de solucionarse con la llegada milagrosa de un puñado de billetes procedente de un premio de lotería que nunca llegará, y el vehículo acaba vendido como chatarra.
Hay un cupé Honda Civic del 2002 que al principio le parece bien, sin golpes ni abolladuras, ni partes oxidadas. Las puertas están cerradas; pero, entrecerrando los ojos para ver entre los reflejos de la ventanilla del conductor, distingue lo que marca el cuentakilómetros: 278.519 millas. Final del trayecto, está claro. El cartel de la ventana dice «Precio de venta: 4.950 dólares. Oferta especial: 2.950 dólares».
Hay un Mercury Grand Marquis de 1999 al que le faltan la mitad de las varillas de la rejilla frontal, tiene los neumáticos gastados, la tapicería desgarrada, el maletero abollado en la parte de la cerradura por lo que tendría que mantenerlo cerrado con un alambre para que no se le abra camino del trabajo. Un letrero colocado con cinta adhesiva en el lado del conductor del parabrisas reza: «Precio de venta: 5.950 dólares. Oferta especial: 2.950 dólares».
A lo mejor debería subir un nivel de precios, piensa. Al fin y al cabo, aunque digan que es una «oferta especial», en realidad sólo es un precio de entrada, una cifra a partir de la cual pueden empezar las negociaciones. Es entonces cuando ve un Dodge Neon del 2002 azul celeste con un gran letrero amarillo en el limpiaparabrisas que grita alegremente «¡¡¡Bajo kilometraje!!!». El precio inicial son 6.950 dólares y el precio solicitado son 3.950 dólares. Si ofrece 3.000, podrían ponerse de acuerdo en 3.500.
Muy bien, ya tiene uno que probar. Sin embargo, en vez de probar sólo uno, intentará encontrar dos más, para poder comparar tres. Al cabo de poco ha añadido un Hyundai del 2002 que tiene 87.947 millas, con la carrocería limpia, sin abolladuras ni oxidaciones, las ruedas en buen estado, y ha encontrado un Ford Taurus del 2002 gris metalizado, que en realidad le gusta más que el Hyundai y el Neon. Es un amplio sedán de cuatro puertas con el interior tapizado de tela beige, y también tiene un letrero que dice «¡¡¡Bajo kilometraje!!!» e incluye el número de millas, 55.549. Es formal y aburrido, el tipo de sedán de cuatro puertas que tendría una profesora de matemáticas de instituto o una trabajadora social, ni de cerca algo tan elegante y sutilmente sofisticado como el Neon y el Hyundai. Seguro que consume más que cualquiera de los dos. Pero la respetabilidad y lo convencional del Taurus casa con ella. Y, a diferencia del Neon y el Hyundai, quizá debido a su tamaño, a Ventana no le parece gastado; le parece seminuevo. Cuidado. Por alguien como ella.
Da despacio otra vuelta en torno al vehículo en busca de rayadas o abolladuras que podría no haber visto en la primera inspección, pero no descubre ninguna. Cuando se aleja del Taurus con la intención de echar un último vistazo al Neon y al Hyundai antes de dirigirse a la sala de exposición, oye tras ella el grave y traqueteante gruñido de un gran animal; se da la vuelta y descubre un perro gris que se le acerca. Es un pitbull de cuerpo macizo que corre muy cerca del suelo a cinco o más coches de distancia y que se le aproxima a toda velocidad, los ojos amarillos inyectados de rabia, enseñando los dientes, gruñendo, no ladrando, un perro en absoluto interesado en limitarse a asustarla y echarla del lugar. Es un perro de defensa, no un perro de guarda, y quiere atacarla, atacarla y matarla.
A Ventana no le gustan normalmente los perros, pero ése la aterroriza. Corre hasta la parte delantera del Taurus, se encarama al capó y se sube gateando hasta el techo del vehículo. El perro se detiene en seco junto al coche y da vueltas en torno a él buscando una rampa o unos peldaños. Al no encontrar nada de eso, intenta subirse al capó como ha hecho la mujer pero no lo logra, lo cual sólo contribuye a aumentar su furia y su determinación de llegar hasta la intrusa subida al techo del coche, una mujer aterrorizada y desconcertada que intenta por todos los medios no entrar en pánico y resbalar y caer al suelo.
–¡Socorro! –grita–. ¡Que alguien me ayude! ¡Que alguien me quite de encima este perro!
Recuerda que se supone que no hay que mostrar miedo ante un perro, que eso sólo sirve para envalentonar al animal, de modo que, cautelosamente e intentando no perder el equilibrio, se pone en pie, cruza los brazos sobre el pecho e intenta mirar sin miedo a la bestia que da vueltas en torno al coche. Querría tener una pistola en el bolso. En Florida es legal llevar un arma oculta, pero ella siempre ha dicho que nunca tendría ni llevaría una pistola; seguro que un asaltante acababa dirigiéndola contra ella o usándola después para cometer otro delito y matando a alguien. Pero ahora, al cuerno todo ese rollo progresista. Ahora lo que quiere de verdad es tener una pistola y matar a ese perro de un tiro.
Se encuentra lejos de la puerta por la que entró, pero los coches están aparcados uno al lado del otro muy juntos hasta la entrada, por lo que saltando de techo en techo podría llegar hasta un lugar donde la muchacha hispana o el hombre negro la oyeran gritar y llamaran a su agresivo perro. Lleva zapatillas deportivas, gracias a Dios, y conserva bastante bien el equilibrio para la edad que tiene; no ha llovido en todo el día y ninguno de los coches parece haber sido lavado recientemente, por lo que los techos metálicos no resbalan. Se pasa la cinta del bolso por encima de la cabeza y se lo coloca en bandolera, intenta calmar su desbocado corazón, cuenta hasta diez y salta del techo del Taurus al techo del Mercury Grand Marquis que está a su lado.
El perro la ve caer sin ningún percance sobre el Mercury y lanza un mordisco al aire en esa dirección, abandona la idea de subirse al Taurus y corre hacia la parte delantera del Grand Marquis, donde salta al capó arañando y rascando; pero de nuevo no consigue suficiente impulso en su frenesí y cae al suelo. Ventana decide seguir moviéndose todo lo rápido que pueda, sin pensar demasiado en lo que le ocurriría en caso de resbalar y caer o de que el perro lograra subirse al capó de uno de los coches y luego al techo de tal modo que entonces también él podría saltar de techo en techo y perseguirla, seguro que la alcanzaba y le clavaba los dientes, la tiraría al suelo, donde la mataría. Ventana salta del Mercury a un Jeep Cherokee de 1999 blanco y de techo alto, de ahí a un Ford Expedition de 1997, el vehículo más alto y ancho de todo el aparcamiento, el techo más seguro, imposible que el perro suba hasta ahí. Quizá debería quedarse en ese lugar, pero decide seguir avanzando, llegar a la reja y la entrada e intentar llamar la atención de alguno de los empleados de Sunshine Cars USA o de alguien que pase por la calle para que entre en la sala de exposición y avise a un empleado para que salga y llame a ese animal.
Abandona la seguridad del gran Ford Expedition y salta al techo un poco más bajo de un deportivo azul oscuro, un Mazda 626 LX del 2002, luego a un Kia Sportage rojo del 2005. Gruñendo y babeando, el perro la sigue a ras de suelo, sin quitarle los ojos de encima ni por un segundo. No tiene forma de escapar de él, salvo manteniéndose en lo alto de los coches, acercándose poco a poco a la reja por los techos de coches cada vez más elegantes y caros, coches ya seminuevos de verdad, no usados, Mercedes Benzs, Cadillacs, Lincolns, y coches de años más recientes, 2010, 2011, 2012, con bajos kilometrajes anunciados en los letreros del limpiaparabrisas, 22.000 millas, 19.000 millas, 18.000 millas. A medida que baja la cifra del kilometraje, suben los precios marcados: «Precio de venta: 15.999 dólares. Oferta especial: 12.999 dólares», «Precio de venta: 18.950 dólares. Oferta especial: 15.950 dólares».
Al final llega a la última fila antes de la reja y desde el techo de un Ford Escape plateado del 2012 ve la puerta de entrada a tres largos de coche de distancia delante de ella, cerrada con cadena y candado. Mira el reloj; son las seis y veinte, y entonces recuerda que la muchacha hispana le ha dicho que cerraban a las seis. Está atrapada dentro, encerrada, aprisionada por un perro agresivo y horrible que no tiene en el cerebro otra cosa que la violenta necesidad de matarla sólo porque ha entrado accidentalmente en su territorio.
Se le ocurre llamar a Sunshine Cars USA con el móvil. Le explicará la situación a quien responda y que vuelva a la sala de ventas y quite la cadena, abra la puerta, le ponga una correa al perro y se lo lleve hasta donde tenga su jaula para que ella pueda escapar de la suya. Desde lo alto de su deportivo utilitario Ford distingue el sitio web, www.sunshinecarsusa.com, y el número de teléfono de Sunshine Cars USA pintados en un reluciente letrero en lo alto de la sala de ventas. Teclea el número y tras media docena de llamadas oye la voz con ligero acento hispano de la muchacha. «Gracias por llamar a Sunshine Cars USA. Nuestro horario de atención es de nueve de la mañana a seis de la tarde. Por favor, vuelva a llamar en horas de oficina. O, si lo prefiere, deje un mensaje y su número de teléfono al oír la señal y le contestaremos lo antes posible. Que tenga un buen día.»
Ventana oye el pitido y dice al teléfono:
–Me habéis dejado encerrada sin querer con los coches, el perro me tiene acorralada y no puedo salir porque la puerta está cerrada. Por favor, necesito que alguien venga, abra la puerta y se lleve el perro. ¡Por favor, que venga alguien enseguida! Este perro me tiene muy asustada. Adiós.
Y cuelga.
En menos de dos horas habrá anochecido. A lo mejor para entonces el perro ya se ha aburrido y marchado a otra parte, o se ha quedado dormido, y ella podrá subirse a la reja y escapar. Ventana estudia la reja. Es casi un metro más alta que ella. Los barrotes están demasiado juntos para poder pasar entre ellos. Tendrá que escalarla, cosa que no está segura de ser capaz de hacer, aun con tiempo de sobra. Primero tendría que bajar del techo del Ford Escape hasta el suelo, cruzar el camino de más de dos metros que hay entre el Escape y la reja y encaramarse de alguna manera en cuestión de segundos y saltarla. Parece imposible. No hay forma de hacerlo sin que el perro la oiga y se acerque a toda prisa desde su caseta o desde el lugar en el que se mete ese bicho cuando no se dedica a aterrorizar a humanos.
Decide llamar al 911, pero se detiene. Un vehículo de rescate de los bomberos acudirá acompañado de un coche de la policía. Las cosas siempre se complican cuando involucras a la policía. Querrán saber qué estaba haciendo dentro de un concesionario cerrado. A lo mejor se coló antes de la hora del cierre con la intención de forzar las puertas de los vehículos y robar accesorios, tapacubos, radios y lectores de CD, y lanzárselos por encima de la reja a un cómplice en la calle. ¿No esperaba que un perro guardián le echara los planes por tierra, verdad? A lo mejor se escondió en el aparcamiento después del cierre con la intención de forzar la puerta trasera, entrar en la sala de exposición y robar los ordenadores, las máquinas de la oficina y el dinero que pudieran tener guardado. Antes de que la policía se llevara el perro y la liberaran de su jaula, ella tendría que demostrar su inocencia. Cosa que para una persona negra nunca es fácil en esta ciudad. Nunca es fácil en ningún sitio. Decide no llamar al 911.
Sólo quedan su hija, Gloria, y un puñado de otras personas a las que conoce y en quienes confía: su pastor, algunas de sus vecinas, incluso su ex marido, Gordon, en quien confía más o menos. Su hijo, Gordon Junior, que es la persona más competente de todos sus allegados, está destinado en Norfolk, Virginia. No es que pueda hacer mucho para ayudarla. Gordon Senior es probable que se ría de ella por haberse colocado en semejante situación; y Gloria entrará en pánico y, teniendo una excusa, empezará a beber otra vez. Le da demasiada vergüenza llamar al reverendo Knight o a ninguna de sus amigas de la iglesia o del barrio, y nunca llamará a nadie del trabajo. De todos modos, si no logra salir hasta las nueve de mañana cuando Sunshine Cars USA vuelva a abrir de nuevo, llegará tardísimo al trabajo y tendrá que llamar igualmente a American Eagle Ouffiters y explicar por qué llega tarde.
Se le ocurre pasar la noche escondida en uno de los coches y dormir en el asiento de atrás, pero seguro que todos los coches están cerrados; y, en cualquier caso, no va a bajar de donde está y ponerse a probar puertas para ver si por casualidad hay alguna abierta. El perro le saltaría al cuello en treinta segundos. La mejor solución es quedarse donde está hasta la mañana. No será doloroso ni le causará ningún sufrimiento grave acurrucarse y pasar la noche encima del techo del Ford Escape e intentar dormir un poco, siempre que no se duerma del todo, se gire sin querer y acabe cayendo al suelo.
Ya casi ha anochecido y el calor del día ha desaparecido en su mayor parte. Espera que no llueva. A esa hora del día suelen aparecer del océano unas nubes que traen un chaparrón que a veces se convierte en un fuerte aguacero que dura horas hasta que las nubes se han escurrido del todo. Si eso pasa, será muy molesto, pero puede soportarlo.
El mundo al otro lado de la reja está más tranquilo de lo habitual. El tráfico es escaso, y no hay nadie en la calle: ve la Séptima Avenida hacia el norte hasta la parada de autobús de la 103 y en la dirección contraria hasta la Calle 95, donde está situado su modesto bungaló rosado a tres puertas de la Séptima, con las ventanas oscuras, sin nadie en casa. El estrecho garaje de madera que vació hace una semana y donde había previsto guardar el coche esta noche se encuentra cerrado y sigue vacío, sin usar, a la espera. A lo largo de la Séptima las luces de las farolas cobran de pronto vida. El autobús de la línea 33 , casi vacío, pasa con estruendo. Una patrulla de la policía pasa a toda prisa en dirección contraria, con las luces destellantes como si fuera el cuatro de julio.
Utilizando el bolso a modo de almohada, se tumba de lado, de cara a la Calle 97. Ya no oye los gruñidos del perro ni su pesado y húmedo respirar con la boca abierta, y se lo imagina tumbado en la oscuridad intentando engañarla para que baje del techo o haciendo sencillamente su ronda sin que tarde mucho en regresar para asegurarse de que en su breve ausencia no ha intentado escalar la reja. De pronto se da cuenta de que está agotada y de que a pesar del miedo apenas puede mantener los ojos abiertos. Al poco los ojos se le cierran.
Puede que se haya quedado dormida unos cuantos minutos o quizá hayan sido unas cuantas horas, pero cuando vuelve a abrir los ojos está oscuro. En la acera, justo al otro lado de la reja, alguien con una sudadera gris está saltando sin moverse del sitio, con las manos en los bolsillos, mirándola fijamente. Se encuentra medio oculto por la sombra del edificio, fuera del alcance de la farola de la Séptima, un joven negro delgado o quizá un adolescente del tamaño de un adulto, no acierta a distinguirlo.
–Eh, señora, ¿qué hace ahí?
Al principio ella no dice nada. ¿Qué hace ahí? Tras un momento responde:
–Hay un perro furioso que no me deja salir. Y la puerta está cerrada.
Ventana se sienta en el techo y ahora ve que es un adolescente, pero no un muchacho que conozca del barrio. En la zona vive sobre todo gente mayor, jubilados que son dueños de una pequeña vivienda y padres separados con hijos y nietos ya grandes como éste que viven en Overtown y Liberty City o en Miami Gardens y las afueras. Éste es más joven de lo que indica su tamaño, no más de trece o catorce años, probablemente se encuentra visitando a su madre o su abuela. Se acerca a la reja cuando el perro aparece de pronto de la oscuridad y se lanza sobre él, gruñendo y soltando bocados entre los barrotes, haciendo que retroceda.
–¡Vaya! ¡Un perro furioso de verdad!
–Hazme un favor –dice Ventana–. Ve a mirar si hay un vigilante o un guarda en la sala de exposición. No contestan al teléfono, pero a lo mejor hay alguien vigilando dentro.
El muchacho va hasta la parte delantera del edificio y mira por el escaparate el interior de la sala de exposición. Unos segundos más tarde vuelve:
–Si hay alguien, está en la parte oscura.
El perro, jadeando de excitación, se ha apostado entre la reja y el Ford Escape: los pequeños ojos amarillos, la frente chata y dura como una pala y la ancha boca sin labios y llena de dientes controlan al muchacho a un lado de la reja y a Ventana al otro.
–Señora, si tiene un teléfono, ¿por qué no llama al 911?
–Difícil explicar a la policía cómo he entrado –dice.
–Sí, eso seguro. ¿Cómo ha entrado?
–Qué más da. Buscaba un coche que comprar. Lo que importa ahora es cómo voy a salir de aquí.
Ambos permanecen en silencio durante un momento. Al final, él dice:
–A lo mejor alguien con una grúa puede hacerlo. Mire, bajando el gancho para que se agarre y luego subirla.
Ella se imagina la escena y responde:
–Olvídalo. Acabaría en las noticias de la noche, seguro.
–Voy a llamar al 911 por usted, señora. No se preocupe, que seguro la sacan de aquí.
–No, no –grita ella, pero ya es demasiado tarde, el muchacho ya ha sacado el móvil y está haciendo la llamada.
Responde una operadora, y el muchacho dice que llama para informar de que hay una señora atrapada con un perro agresivo dentro de un concesionario en la Séptima Noroeste con la Calle 97.
–Necesita ayuda –dice.
La operadora pregunta el nombre del concesionario, y el muchacho se lo dice. Le pregunta por su nombre, y él contesta Reynaldo Rodríguez. Ventana relaciona ese apellido con la placa de identificación de una mujer negra muy gorda que trabaja en el primer turno de Esther's Diner en la 103 y a quien conoce un poco porque vive en la 96. Está tan gorda que no es posible saber su edad, pero es probable que sea su tía o su hermana mayor, y que el muchacho la haya venido a visitar. A todas luces es un buen muchacho. Como Gordon Junior a su edad.
Oye que Reynaldo le dice a la operadora que no conoce a la mujer que está en el aparcamiento de Sunshine Cars USA ni cómo se ha metido ahí. Dice que no cree que haya una alarma antirrobo, que en todo caso no oye ninguna, lo único que oye o ve es a la mujer atrapada tras la reja por un perro guardián. Dice que está sentada en el techo de un coche para escapar del perro. Se queda escuchando y tras una pausa pregunta ¿que por qué no llama a la policía? La mujer no está haciendo nada ilegal. Se queda escuchando unos segundos más, dice de acuerdo y cuelga.
–Que no es un problema del 911, dice. Que ellos no más son un centro de llamadas, no la policía. Que lo que yo llamo es un robo. Que llame a la poli directamente –le dice a Ventana–. Me ha dicho incluso el teléfono de la comisaría.
–No llames.
–Muy bien, no llamo. Lástima no ser un gato subido a lo alto de un árbol. Los bomberos estaban aquí en un minuto, y sin preguntas.
Se inclina y mira los diminutos ojos del perro, y el perro le devuelve la mirada y gruñe algo desde algún lugar profundo de su pecho.
–¿Por qué no te vas al otro lado del aparcamiento en la 98? Haz mucho ruido en la reja, como si quisieras entrar. Cuando el perro vaya para ti, intentaré saltar la reja. Probemos eso.
–De acuerdo, pero me pueden pillar a mí si parece que quiero robar los coches o entrar en el edificio. Y seguro que parece eso. Seguro que tienen cámaras de seguridad. Están en todas partes.
Ella le da la razón. Le dice que lo olvide, que tendrá que pasar la noche ahí arriba en lo alto de ese deportivo utilitario, ojalá no llueva, y esperar a que abran la puerta del negocio por la mañana.
Reynaldo saca de nuevo su teléfono, busca un número y lo teclea.
–¿Ahora a quién llamas?
–Si ve algo, diga algo, sí. Es lo que siempre están diciendo, ¿no?
–¿Quiénes?
–Los de la tele. Las noticias del Canal 5 –responde el muchacho–. Como que he visto algo, pues ahora les digo algo.
Y antes de que ella tuviera la oportunidad de detenerlo, él ya está hablando con una productora, diciéndole que hay una mujer prisionera de un pitbull furioso muy agresivo encerrada dentro de un concesionario de coches usados en la Séptima Noreste con la Calle 97.
–Eso es –dice–, Sunshine Cars USA. Y en el 911, que he llamado yo por ella, han pasado de ayudarla. ¡Han pasado! Tendrían que mandar una unidad ahora mismo y sacarla en las noticias de las once, para que vengan a ayudar a la mujer. A lo mejor los dueños del concesionario lo ven en la tele y vienen a abrir la reja y se llevan a ese perro asqueroso.
La productora le pregunta quién es, y él le da su nombre y le dice que pasaba por ahí. La mujer le dice que espere a que llegue la unidad, porque querrán grabarlo también a él. Dice que estarán ahí en cosa de minutos.
Él le dice que esperará y cuelga. Sonriendo, se dirige a Ventana:
–Vamos a ser famosos, sí.
–No quiero ser famosa. Sólo quiero verme libre de este perro, esta reja y estos coches, e irme a casa.
–A veces si eres famoso es la única forma de ser libre –dice el muchacho–. Ahí está Muhammad Ali. Famoso. ¿Y O. J.? ¿Se acuerda? Famoso. ¿Y Jay-Z? Famoso y libre. Podría decir montón de gente.
–Reynaldo, para ya –dice Ventana–. Eres un niño.
–De acuerdo –responde y se echa a reír–. Pero, de todos modos, sé lo que me hago.
Durante los siguientes quince minutos, Ventana y Reynaldo charlan como si estuvieran sentados a una mesa en Esther's Diner; y de hecho resulta que la camarera muy gorda de Esther's que luce una placa con el nombre de Esmeralda Rodríguez es su madre. Reynaldo dice que la visita una vez a la semana, pero vive con su padre y la nueva mujer de su padre en Miami Gardens, porque supuestamente allí las escuelas son mejores, aunque no acaba de estar muy a gusto con la nueva mujer de su padre. Ventana le pregunta que por qué no, y él se encoge de hombros y dice que es muy joven y le habla mal de su madre, cosa que no le gusta nada. Ventana le pregunta que por qué no se lo comenta a su padre, le pide que le diga que deje de hablar mal de su madre. Él contesta que no tienen esa clase de relación.
–Ah –dice ella.
A continuación permanecen en silencio durante unos instantes. El muchacho le cae bien, pero no le gusta que haya llamado a la cadena de televisión. Demasiado tarde ya. Y puede que el muchacho tenga razón, que hacer que venga la televisión acabe por sacarla de ahí.
Una furgoneta blanca con el ojo de la CBS y un gran 5 azul pintado en el lado entra desde la Séptima Avenida en la Calle 97 y aparca cerca de donde está Reynaldo en la acera. El conductor, un cámara y un técnico de sonido salen del vehículo y empiezan a sacar luces, percha, cables, batería, cámara y trípode de la parte de atrás. Detrás de la furgoneta aparece un Ford Taurus verde claro, muy parecido al que Ventana tenía intención de probar, conducido por una mujer negra con el cabello alisado. La mujer, alta y joven, sale del coche. Lleva una minifalda de cuero y una blusa de seda lavanda, parece una actriz o una modelo. Le brilla la cara. Habla unos instantes con el cámara y su equipo, luego se dirige a Reynaldo. Le pregunta si es la persona que ha llamado a Si ve algo, diga algo de Canal 5.
Él responde que sí y señala a Ventana en lo alto del Ford Escape plateado.
–Pero es ella la que está atrapada en el concesionario. Ese perro que está ahí no la deja bajar del coche y saltar la reja.
Mientras la periodista se retoca el maquillaje, le pregunta si es cierto que ha llamado al 911 y que se han negado a ayudarla, y él dice que sí. Le han dicho que llame a la policía si es un robo.
–¿Es un robo? –pregunta la periodista.
Él se echa a reír.
–Un poco temprano para robar. ¿Por qué no le pregunta a ella? Sáquela con la cámara –sugiere Reynaldo–. A mí también me puede sacar. La conozco de la tele –añade–, pero no me acuerdo cómo se llama.
–Autumn Fowler –dice ella.
Cuando el cámara tiene lista su cámara con la reja, el Ford Escape plateado y Ventana bien encuadrados en segundo plano, la periodista entra en primer plano y se coloca en el centro de la imagen. El técnico de sonido le coloca la percha sobre la cabeza, justo fuera del encuadre. El conductor, que es el técnico iluminador, ha colocado sus luces para poder iluminar a Autumn Fowler, Ventana y Reynaldo individualmente con un simple movimiento del disco reflector. El perro ya ha entrado en el brillante círculo de luz y está saltando arriba y abajo, gruñendo y frunciendo el entrecejo como un boxeador pisando el ring, demostrando a la multitud que explotará de furia contra cualquiera lo bastante insensato como para entrar en el ring con él.
Varias personas se han ido acercando de modo vacilante a lo largo de la acera y alrededor de la furgoneta. Otras salen de las casas cercanas, y no tarda en congregarse una multitud, atraída como mariposas nocturnas por las luces, la cámara, la mujer alta y atractiva que se sujeta un micrófono en la blusa. Una tras otra se dan cuenta de por qué se han acercado al barrio la cámara, las luces, el micrófono y la periodista de televisión famosa: es la aterrorizada mujer de mediana edad subida en lo alto de un deportivo utilitario, una de sus vecinas, amiga de algunos de ellos, y está encerrada con candado en un concesionario de coches usados con un pitbull. Varias de ellas dicen a otras su nombre y se preguntan cómo demonios ha podido verse metida Ventana Robertson en esa situación. Una pareja especula sobre la posibilidad de que, como es tan lista y tiene tantos recursos, Ventana lo esté haciendo para un reality show.
Autumn le dice al cámara:
–Deja que haga la intro, luego cuando lo señale baja hasta el perro y luego sube hasta la mujer cuando la señale a ella. Después de que le haga un par de preguntas, vuelves a mí, y luego hablaré un momento con el chico.
–Entendido.
–¿Cuánto tiempo voy a estar en la tele? –pregunta Reynaldo.
Autumn Fowler le sonríe.
–Lo suficiente para que te reconozcan todos tus amigos.
–Genial.
La periodista se dirige a Ventana y le pregunta cómo se llama.
–No quiero decir cómo me llamo por la televisión –dice Ventana–. Sólo quiero que los dueños de este perro vengan y le pongan una correa para que yo pueda bajar de aquí e irme a casa.
–Lo comprendo. Tengo que pedir que me firme una autorización. ¿Puede hacerlo? Y tú también –añade dirigiéndose a Reynaldo.
–Si consigue sacarme de aquí, le firmo lo que sea–dice Ventana.
–Yo también. Pero puede decir cómo llamo por la tele. Reynaldo Rodríguez –dice el muchacho y le deletrea Reynaldo.
–Gracias, Reynaldo.
–No hay problema, Autumn.
Autumn habla a la cámara unos segundos, contando a los espectadores quién es y desde dónde informa. Describe brevemente la situación de Ventana, se vuelve hacia ella y la interpela:
–¿Puede decirnos cómo se quedó encerrada detrás de la reja, señora?
–He entrado a comprar un coche. Imagino que los dueños se olvidaron de mí, cerraron la puerta y se fueron a casa. He intentado llamar...
–Y este perro –dice Autumn, interrumpiéndola–, este perro agresivo no la deja subirse a la reja y salir. ¿Es así? –añade haciendo una señal al cámara para que empiece a filmar al perro, que oportunamente arremete gruñendo en ese momento contra la reja.
–Sí, es así.
–Tiene un teléfono móvil, imagino. ¿Ha llamado al 911?
Desde atrás, Reynaldo dice:
–Soy yo que ha llamado al 911. Ella no quería que lo haga.
Autumn sacude irritada la cabeza.
–Estaré contigo en un minuto –dice. Luego, sigue con Ventana–: ¿Puede contar a los espectadores que pasó cuando llamó al 911?
–Dijeron que se trata de un robo y que no era su problema. Que era asunto de la policía –dice Ventana, y luego añade que ha dejado un mensaje en el contestador del concesionario, pero que eso tampoco ha servido de nada–. No deben mirar los mensajes. Espero que vean las noticias esta noche, para que vengan a atar a este perro y abrirme la puerta.
–¿Y si no?
–Si no, me tendré que quedar aquí hasta mañana por la mañana cuando lleguen a trabajar.
Autumn se vuelve hacia la cámara.
–Ya lo ven. Una mujer sola, obligada a dormir en la calle en una fría y húmeda noche como una persona sin techo, aterrorizada por un agresivo perro guardián, encerrada en una jaula como un animal. Y cuando llama al 911 pidiendo ayuda, se la quitan de encima. –Hace una señal para que el cámara, el iluminador y el perchista se dirijan hacia Reynaldo–. Tú eres el que llamó en su nombre al 911, ¿es correcto?
–Sí, señora. Es correcto. Me llamo Reynaldo Rodríguez, de Miami Gardens.
Autumn deja de dirigirse a él y se vuelve otra vez hacia la cámara.
–Gracias Reynaldo. Un buen samaritano, un joven que oyó algo y luego dijo algo. Recuerden, amigos, si oyen algo, digan algo. Llamen al 305-591-5555 o escriban a la dirección de correo cbsmiami puntocom. Les ha hablado Autumn Fowler desde Miami Shores.
Se quita el micro de la blusa y le dice al cámara que ya ha acabado.
–¿No me quiere preguntar más a mí o a la señora? Y si llama al 911, con la cámara grabando. Quedará genial por la tele.
–Lo siento, muchacho. Este asunto es del tipo gato subido a un árbol. No es tan emocionante como piensas. –Le entrega la autorización para que la firme. Él garabatea su nombre y le devuelve el impreso. A continuación se dirige a Ventana–: No hace falta que firmes nada, cielo, porque al final no hemos dicho tu nombre.
Entra en su coche y enciende el motor. Mientras el cámara y sus dos ayudantes recogen el equipo y los cables y los meten en la furgoneta, divide lentamente con el vehículo la multitud congregada y se aleja. Un minuto más tarde, el equipo y la furgoneta han abandonado el lugar.
Una vez han desaparecido las luces, la cámara y la periodista de televisión famosa, la multitud de congregados no tarda en perder todo interés. No se preocupan por Ventana: ahora que la han filmado para salir por la televisión ha entrado en un plano diferente y superior de poder y realidad. Regresan a sus casas y apartamentos, donde esperarán para ver las noticias de última hora de la noche en el Canal 5, expectantes por distinguir un vislumbre de sí mismos en el fondo, de ver el barrio, el concesionario de coches usados ante el cual pasan todos los días de su vida, todo ello mucho más radiante, más bañado de color y multidimensional en un televisor de alta definición de cuanto podrá serlo nunca en la vida real. El hijo adolescente de su vecina Esmeralda Rodríguez será recordado sobre todo por ponerse delante e impedir ver bien a la periodista. La mujer encerrada tras la reja por el perro guardián, su vecina Ventana Robertson, cuya cara y cuya situación quedaron perdidas en la radiante luz de la televisión y la presencia ahí mismo en el barrio de la hermosa y carismática periodista, será casi olvidada. Es como si un ángel hubiera descendido de forma inesperada en la Séptima Avenida con la Calle 97; y luego, una vez alzado el vuelo hacia su reino celestial, nadie hiciera el esfuerzo por recordar el motivo de su visita. Sólo recordaban que un ángel había estado brevemente aquí en la tierra, demostrando que existe de verdad un orden superior del ser.
–¿Está bien? –pregunta Reynaldo.
–¡Claro que no! Todavía estoy aquí, ¿no? Ese perro todavía está ahí abajo.
Reynaldo se queda en silencio unos instantes.
–A lo mejor cuando la saquen en las noticias de las once...
–¡Pobre niño! Eso no va a pasar. Ya la has oído, para ella y su gente de la televisión, es sólo un asunto del tipo gato subido a un árbol. Mejor que te vuelvas a la casa de tu padre. Se tarda un rato en cruzar la ciudad hasta Miami Gardens en autobús, y seguro que tienes una hora límite de llegada.
Reynaldo rasca el suelo con la punta de su zapatilla deportiva izquierda. Luego lo hace con la derecha.
–¿Va a estar bien?
–Sí. ¡Ahora vete! –No está enfadada con él; y de hecho le está agradecida por su amabilidad, pero a pesar de ello le grita enfadada–. ¡Vamos, vete!
–Vale, vale, tranqui. Ya me voy. –Da unos cuantos pasos hacia la Séptima, luego se vuelve y dice–: Espero que no llueva.
–¡Que te vayas! –grita ella, y Reynaldo echa a correr.
Ventana se ha quedado sola. Descontando al perro. Parece más tranquilo ahora que se ha ido todo el mundo. Ya no gruñe. Se ha enroscado como un grueso nudo gris de músculo frente a la furgoneta Honda aparcada junto al deportivo utilitario y parece que está durmiendo. A Ventana le gustaría saber cómo se llama. Si lo supiera podría hablar con él, y a lo mejor tranquilizarlo acerca de sus buenas intenciones. Ya debe saber que no quiere hacerle ningún daño ni a él ni a su dueño. Es su prisionera desde hace más de cuatro horas y no ha hecho nada para amenazarlo. Al principio, cuando huyó de él y se subió al techo del Taurus que quería probar y puede que comprar y cuando luego saltó de techo en techo hasta acabar encima del Ford Escape plateado, seguro que razonó, si es que los perros guardianes razonan de algún modo, que ella era culpable de algún delito o que estaba a punto de cometer alguno. Quizá no se tenía que haber puesto a correr de esa manera, sino más bien mantenerse firme, pero el animal la aterrorizó.
Sin embargo, eso había pasado hacía mucho tiempo, y desde entonces ella había sido su única compañía ahí tras la reja, mientras que al otro lado de la reja la gente había llegado y se había ido, lo habían contemplado y se habían asustado de él, y lo habían enfocado con luces y cámaras para enseñarlo por la televisión. Todo el barrio se había acercado a mirarlo, y a mirarla también a ella, como si fueran animales en un zoo. En ese momento ya tenía que haberse acostumbrado a la presencia de Ventana, como si fueran compañeros de jaula, no enemigos.
Ventana se acerca despacio al borde del techo y, con mayor presencia de ánimo que antes, examina al perro cuidadosa, tranquila y casi objetivamente. Sigue estando asustada, pero su visión ya no la aterroriza. Es grande, para ser un pitbull, puede que veinticinco o treinta kilos; ha visto en el barrio muchos ejemplares de esa raza caminando con su característico contoneo patizambo en compañía de jóvenes con pantalones anchos a medio caer sobre los calzoncillos, ceñidas camisetas sin mangas y gorras de béisbol al revés, niños que apenas son hombres y que se parecen a sus perros en la forma en que la gente dice que los perros y sus dueños y los maridos y las esposas se parecen unos a otros. Ella conoce a algunos de los jóvenes personalmente, los conoce desde que eran pequeños. Por dentro, no son duros ni peligrosos; son blandos y están asustados. Por eso necesitan pasear por las calles con un perro de aspecto duro y peligroso que tira de una cadena metálica.
Ventana se percata de que el perro la ha estado mirado con sus ojitos amarillos entreabiertos. Todavía no se ha movido, salvo por el subir y bajar de su ancho pecho: respira por la nariz, con la boca sin labios cerrada sobre sus dientes como una pitón gigante. Una buena señal, piensa. Deja que las piernas le cuelguen sobre el limpiaparabrisas, con los pies casi tocando el capó. El perro no se agita.
–¿Cómo te llamas, perro?
Casi se ríe ante la pregunta. Puede llamarlo como quiera y así se llamará, al menos por esta noche. Se pregunta si pertenece al vendedor negro o al blanco delgado. No sabe qué nombre le pondría un blanco tatuado a su perro guardián, pero si fuera del negro tendría un nombre que sonara a country y sureño, como Blue. Se acuerda de una frase de una vieja canción.
–¿Qué, Blue, vas a dejar que esta simpática mujer baje?
Al oír su voz, el perro alza la pesada cabeza, mira a Ventana durante unos segundos y luego vuelve a bajarla; la contempla ya con los ojos bien abiertos, las pequeñas orejas inclinadas hacia adelante, la frente arrugada como si estuviera pensando. Ventana recuerda unas frases más de la canción y se las canta. Tiene una voz fina, casi aflautada:
El viejo Blue era un buen perro,
persiguió una zarigüeya hasta un tronco hueco.
Por eso sabes que era un buen perro...
Tenía patas grandes y gruesas,
nunca una zarigüeya pisó el suelo...
Ninguna respuesta por parte de Blue, lo cual ella decide que es una buena señal, por lo que se desliza hacia adelante y, cuando los pies tocan el capó, se pone de pie. Con los pies separados, las manos en las caderas, los hombros rectos, piensa que es la imagen de la confianza en sí misma y las buenas intenciones.
–Bueno, bueno, Blue –dice sonriendo–. ¿Y ahora qué? Estoy empezando a pensar que vamos a ser amigos, tú y yo.
Blue se levanta, pone rectos los hombros como ella y parece devolverle la sonrisa. Agita la cola adelante y atrás como si fuera un cable de metal de un modo que parece amistoso e inclina las orejas de una forma que sugiere sumisión a Ventana, como si hubiera decidido que por el momento, hasta que aparezca su dueño, ella es la jefa. El hombre negro tiene que ser su dueño, piensa Ventana, por lo relajado que se muestra con las personas negras. A lo mejor el blanco no es el jefe como había pensado en un principio. Antes había decidido que cuando saliera de ahí, ya fuera esa noche o mañana por la mañana, no volvería para probar y comprar un vehículo a Sunshine Cars USA. Pero ahora piensa que a lo mejor lo hace.
Se sienta en el capó y le dice a Blue cara a cara que se va a dirigir a la puerta de la reja y que va a intentar escalarla.
–Siento dejarte, viejo Blue, pero debo volver a casa –explica–. Mañana tengo que trabajar y necesito dormir.
Manteniendo el Ford plateado entre ambos, sin quitarle de encima los ojos al perro, desliza los pies por el capó del coche hasta el suelo y se aleja un paso del vehículo. Blue la ha mirado bajar y, salvo ponerse en pie y agitar la cola adelante y atrás, no ha reaccionado, ni siquiera ha parpadeado. Por primera vez desde que ha dejado el techo, Ventana le quita los ojos de encima, una prueba de diez segundos. Cuando se da la vuelta, él no se ha movido ni ha cambiado de expresión. La contempla como si se alegrara de que partiera, como si su partida lo dispensara del deber y quedara libre para buscar un lugar tranquilo en el que dormir el resto de la noche.
–Muy bien, ahora me voy a ir –dice–. Adiós, Blue.
Ventana camina lentamente a lo largo de la reja hasta la puerta cerrada a tres largos de coche de distancia. No se vuelve para mirar a Blue, y tampoco camina vacilantemente; camina como alguien que no está asustado, imitando la forma en que entró en el aparcamiento horas antes. Entonces estaba asustada, también, pero sólo de comprar un coche, de dejarse engañar por el vendedor, o la vendedora, si es que acababa comprándolo a la joven latina. Estaba asustada de que el coche acabara resultando una cafetera, oxidándose sobre bloques de hormigón en su patio trasero, gastado; de que el ingreso cien dólares en la caja de ahorros a finales de todos los meses durante tres años se hubiera desperdiciado. Ahora está asustada de haber mal interpretado peligrosamente las intenciones y los deseos de un perro guardián. Aunque camina con aparente confianza, a lo mejor se está sacrificando a un conjunto de oscuros pero sagrados principios de la propiedad y el comercio. Está asustada del cegador dolor que aparecerá si el perro guardián la ataca. Y por un segundo se permite imaginar el horroroso alivio que llegará únicamente cuando la muerte pueda llevarse el dolor. Su noche ha resultado en eso.
Recuerda otros versos de la vieja canción, pero esta vez los canta para sí en silencio:
El viejo Blue murió y cavé su tumba,
con pala plateada la cavé.
La puerta cerrada con candado es lo bastante ancha como para que pase un coche si estuviera abierta. Justo debajo de la parte superior de las barrotes de dos metros y medio hay una barra horizontal de acero que Ventana piensa que con su altura puede alcanzar. Se ajusta el bolso en bandolera, de modo que le cuelgue por la espalda. Alza los brazos y de puntillas agarra la barra. Se levanta unos centímetros del suelo, luego unos pocos más, hasta que está lo bastante arriba para introducir el codo derecho entre los barrotes y por encima de la barra. Sosteniéndose con el antebrazo derecho y usándolo como palanca, levanta el pie izquierdo por encima de la barra y entre los barrotes. Con el pie derecho metido entre ellos, puede agarrarse a los barrotes con las dos manos y levantarse lo suficiente para ver por encima de la entrada. Se acuerda de pronto del final de la canción:
Lo bajé con cadena plateada
y con cada eslabón dije su nombre.
Las calles y las aceras vacías a ese otro lado, los establecimientos, los almacenes y las viviendas apagados, la inmensa y oscura ciudad, todo parecía adentrarse de modo interminable en la noche. Está a punto de liberarse de su jaula. Está escapando a la ciudad. La pierna derecha cuelga en el aire a varios palmos del suelo tras ella. El perro no gruñe ni refunfuña. Ni siquiera respira ruidosamente. No hace ruido y ataca como una serpiente. Le agarra la pierna con sus poderosas mandíbulas y la arrastra hacia atrás, lejos de la entrada.
© Russell Banks
Traducción: Juan Gabriel López Guix
Original en inglés
Esta versión electrónica de «Blue» aparece en The Barcelona Review con el amable permiso del autor y el editor. El relato pertenece al volumen de cuentos A Permanent Member of the Family, publicado por ECCO, un sello de HarperCollinsPublishers, en el 2013. El libro está disponible a través de la tienda Amazon.
Este texto no puede
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Biografía del autor:
Russell Banks es autor de doce novelas que han obtenido un amplio reconocimiento por parte de la crítica y entre las que cabe mencionar Deriva continental, Como en otro mundo, Aflicción, La ley del hueso, Rompenubes, Una americana consentida y Lost Memory of Skin; también ha publicado seis recopilaciones de cuentos, como El ángel en el tejado y A Permanent Member of the Family. Pertenece a la Academia Americana de Artes y Ciencias y ha sido presidente del Parlamento Internacional de Escritores. Su obra se ha traducido a veinte lenguas, y ha recibido numerosos premios y galardones, como el Premio Commonwealth de Literatura del 2011. Reside en el norte del estado de Nueva York y en Miami (Florida).