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imagenAlberto Martínez Márquez

PEPE


Ningún período de la jornada es más misterioso que el que precede al sueño.
Ernst Jünger


No hago más que arribar al Viddy’s, cuando Pepe me toca bocina. Del Duster incoloro donde está encerrado mi amigo emana una canción estridente de Guns n’ Roses. Me acerco al auto. Pepe me dice que es imperioso que le acompañe hasta el Viejo San Juan. Subo. Me suelta el rollo.
       —Mira, Alberto, llevo un tiempo yendo al Friquitín de Kruger en la San José arriba. Preparan unos cubalibres exquisitos. Allí hice amistad con el bartender. Se llama Pedro y conoce de literatura. Es un admirador de Kafka. No sé si has estado antes, pero el sitio es una pocilga elegante. Me fascina. En la vellonera hay muchas canciones de salsa. Pero eso no me molesta en lo absoluto. Verás. Esta chica hermosa apareció hace como ocho jueves atrás. Llegó al Friquitín con unas amistades y se sentó junto a la vellonera. Estaba muy animada conversando.  Uno de sus amigos le trajo un trago. Fue todo lo que bebió esa noche. Al rato, la chica y sus amigos comenzaron a cantar a coro las canciones que ellos ponían en la vellonera. A la medianoche, se levantaron y se fueron. El jueves siguiente se repitió la misma escena. Exactamente igual. Sin ninguna variación. Ella llegó con sus amigos, se sentó al lado de la vellonera, conversaron, le trajeron su trago, se pusieron a cantar y a las doce hicieron mutis. Le pregunté a Pedro si conocía a esa chica o a alguno de sus amigos. Con calculada parquedad me dijo que “la había visto por ahí.” No indagué más porque a Pedro no le gusta hablar de sus clientes. A la tercera semana, sucedió lo mismo. Comencé a inquietarme porque la llegada de la chica parecía algo más que una rutina. Me sentía como en una escena de una película de video a la que le das rewind una y otra y otra vez. Ya a la cuarta semana, sucedió algo imprevisto. Ella se percató de mi presencia en la barra. Me estremecí, pero disimulé lo que pude para no causar una impresión... No me quedó más remedio que sonreírle y saludarla con un movimiento leve de mi cabeza. Entonces, ella me sonrió muy dulcemente. Sólo eso. Y se volteó hacia sus amigos para meterse otra vez en la conversación. Yo me sentí dichoso. Sin embargo, todo aquello no dejaba de inquietarme. Adivina… A la semana siguiente, ella se acercó a la barra, pero no me dirigió la palabra. Se colocó muy cerca de mí. Me convertí en un saco de nervios. Le pidió un trago a Pedro. Entonces, sacudió su cabeza y toda su maranta de pelo me azotó la cara. Aquello fue como haber recibido un aura. Te lo juro. Luego escapé del lugar. Hace dos semanas que no voy al Friquitín; pero esta noche quiero que veas a esa chica. Todo esto es muy extraño y yo quiero saber a dónde me lleva este asunto.   
       Pepe calla de súbito. No digo nada de inmediato. Nos acercamos a la ciudad vieja. Una ambulancia pasa a toda prisa por el carril contrario. El ruido de la sirena es estridente. Llevamos las ventanas abiertas, porque el aire acondicionado del Duster está dañado. Pepe vuelva a tomar la palabra para decirme que la ambulancia es un mal augurio. En un instante, hemos arribado al lugar. Mientras parquea el auto, le digo que hay cosas inexplicables en esta vida. Misterios. Eso. Simples misterios. Un estúpido cliché de mi parte, debo admitirles. No se me ocurre decir otra cosa.
       Arribamos al Friquitín de Kruger. Pepe me presenta al bartender. Platicamos. Le menciono a un precursor de Kafka que he estado leyendo recientemente. Alfred Kubin. El bartender toma nota. La chica del relato de Pepe no aparece por ningún lado. Mi amigo comienza a impacientarse. Le digo que se calme, que seguramente ella vendrá más tarde. Pepe insiste que vayamos a Los Hijos de Borinquen. Especula que la chica debe encontrarse allí. Nos dirigimos al lugar a pie (está muy cerca). Arlene nos saluda en la puerta. Es una amazona salida de un comic de Crumb. Muy atractiva. Está casada con un abogado. Eran novios en la universidad. Ella estudiaba literatura y él estudiaba leyes. Solían ser fanáticos de Faulkner. Ella  se cansó de él y de Faulkner. Ahora se la pasa correteando los bares refinados y los cuchitriles de mala muerte que hay en toda ciudad colonial para leer su “poesía.” En realidad, sus versos son un calco espantoso de rancheras mexicanas y boleros cortavenas. Arlene nos explica excitada que está tratando de crear una suerte de leyenda. Ahora lee a Kundera.  Los tres nos sentamos en torno a una enorme mesa redonda de caoba, cincelada de nombres desconocidos e indescifrables. Intentamos platicar, compitiendo con el ruido infernal de Los hijos de Borinquen e ignorando el vaho insoportable que emana del sitio. A decir verdad, es Arlene la que no para de hablar. En algún punto de su monólogo, no resisto más. He bebido demasiado y sus palabras me golpean en la cabeza.  Desaparezco del mundo por espacio de una hora. Me levanto encharcado en baba, sudor y cerveza.  En la mesa solo estamos el bullicio y yo. Busco a Pepe con la mirada.  Justo en ese instante, veo a la chica dibujada por Crumb en la puerta, despidiéndose de él de una forma muy tierna. Le da un beso en la boca. Pepe no se inmuta. Da media vuelta y viene a la mesa. Me ordena que regresemos al Friquitín de Kruger. Me limpio la cara lo mejor que puedo. Partimos.
       A punto de entrar, me topo con Jossiana fuera del negocio. Estudiamos juntos en la universidad. Nos graduamos el año pasado. Me presenta a la gente que la acompaña. Siempre ha sido una persona muy dulce y amable. Jamás la vi molesta o increpándole cosas a nadie. Yo le presento a Pepe.  A él lo noto algo alterado. Emite “Es un placer” de forma casi inaudible Le estrecha la mano a Jossiana y la retira con prontitud, sin mirarle a la cara. A pesar de ello, no presto la menor atención al incidente. Jossiana y yo intentamos ponernos al día. Empero, Pepe se me acerca, impertinente. Susurra que es hora de irnos y se aparta. Me despido de Jossiana. Alcanzo a Pepe.  
       —Alberto, ésa es la chica que te quería mostrar. ¡Qué iba a imaginar yo que tú la conocías!  Ya no hay misterio. Esto es un cheap theater. ¡Una porquería!
       Pepe enciende el vehículo. Yo permanezco en silencio durante el trayecto y prefiero embelesarme con el nocturno urbano que desfila ante mí en toda su esplendidez. Pepe estaciona frente a mi apartamento. La magia de la contemplación acaba de forma abrupta. Nos despedimos. El Duster incoloro sale disparado hacia algún punto del espacio y se pierde en la oscura selva de la noche. Subo. Me arrojo al camastro, como si fuera el náufrago que alcanza la playa luego de varios días a la deriva.
       Un emporio de risas perversas comienza a horadarme las entretelas del sueño. Pero yo no quiero despertarme, ni mucho menos saber de Pepe.

 

15-17 de mayo de 2012

 

 

© Alberto Martínez-Márquez


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Alberto Martínez-MárquezAlberto Martínez-Márquez. Poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, traductor, artesano, fotógrafo aficionado y profesor universitario. Nacido en Bayamón, Puerto Rico, en 1966. Forma parte de la llamada Generación de los Ochenta. Entre sus libros se encuentran: El límite volcado: antología de poesía la Generación del Ochenta (en colaboración con Mario R. Cancel), Las formas del vértigo (poesía), Frutos subterráneos (poesía), Contramundos (cuentos) y Avatares de la palabra (crítica literaria). Ha publicado narrativa corta en Antología de lo extraño y Los nuevos caníbales: antología del microcuento en el Caribe.  Actualmente trabaja en una nueva colección de relato corto titulada Eres un mierda, Kéber.