Javier Morales
Profecías
*Relato perteneciente al libro Ocho cuentos y medio (Baile del Sol)
Las luces de las sirenas giran amenazantes, como las aspas de un helicóptero que fuera a segar nuestras cabezas. Aún son las cinco pero el cielo, ceniciento, presagia ya la noche. Regreso a casa con mi madre, contento porque al día siguiente viajamos a un pueblecito a pasar el fin de año. Una ambulancia y dos coches de policía taponan la entrada a la calle.
Camila, mi madre, habla con uno de los agentes para que nos permitan llegar a nuestra casa. El policía, que no tiene más de treinta años, busca a su jefe con la mirada.
–Viven aquí –grita, con una voz áspera–. ¿Les dejo pasar?
El superior, un hombre corpulento, asiente con la cabeza. El agente sube la cinta.
–Dense prisa, por favor.
Mientras atravesamos la calle, Camila me agarra con fuerza la mano y tira de mí, debo correr para mantener el paso. De reojo, entre un grupo de personas, entreveo un cadáver, un bulto informe y gris sobre el asfalto. Una vecina del barrio se ha tirado por la ventana.
–No mires– ladra Camila, mientras me tapa los ojos con la mano.
Cuando llegamos a casa, Camila lanza el bolso contra el sofá.
–Ponte el pijama– grita.
Prepara la cena, me perdona la ducha y voy directo a la cama, sin cuento, como si me estuviera castigando por algo. Ni se me ocurre protestar.
De camino a Gátor, el pueblo donde hemos alquilado la casa, mis padres hablan del cadáver. El murmullo de sus voces, el latido artificial del coche, me adormecen. Cuando despierto atravesamos un bosque de castaños y robles desnudos, pequeñas granjas al pie de la carretera, sinuosa y sin arcén, con algunos neveros en el talud teñidos por el barro y la hojarasca. Estamos a punto de llegar.
La casa está en las afueras, un adosado de dos plantas, estrecho y profundo, moderno y feo, con una fachada de ladrillo visto y materiales de baja calidad. Encontramos las llaves bajo el felpudo. Abandonamos las maletas en el vestíbulo y me adelanto a inspeccionar la vivienda. Corro de un lugar a otro. El salón apenas tiene muebles, enseres ajados, un sofá manco, estanterías de aglomerado con varias láminas despegadas. Lo mejor es la chimenea. Disponemos de leña suficiente para afrontar los primeros días, dice Tomás, mi padre. Salimos al patio, diminuto. A través de una puerta herrumbrosa, cerrada con un candado, puede verse la piscina comunitaria. La lona azul parece a punto de resquebrajarse por el peso del agua embalsada. De nuevo en el interior, una escalera en zigzag nos lleva a los dormitorios. Tomás carga con las maletas y deja la mía en una habitación pequeña pero alegre, con vistas al patio. La inspección acaba ahí porque el acceso al segundo piso está clausurado por un portón inamovible.
–Vamos a ver a Luis– propone mi madre.
Camila y Luis son amigos desde la infancia, compañeros y cómplices en el colegio y más tarde en el instituto. Superada la enseñanza obligatoria, Camila se matriculó en Bellas Artes y antes de acabar la carrera ya había conseguido trabajo como ilustradora para varias publicaciones. Después de numerosos devaneos Luis optó por la Filosofía, pero cuando aún le faltaban un par de cursos abandonó los estudios.
–Un escritor debe conocer mundo– se justificó ante Camila.
Su padre jamás le perdonó y cuando Luis necesitó dinero su madre tuvo que ayudarle a escondidas. Camila recibió cartas desde distintos lugares de Europa: Londres, Berlín, Praga, Estocolmo. Incapaz de adaptarse a una rutina, Luis le narraba su vida errática, encadenando trabajos y desengaños amorosos. Solía regresar a España dos o tres veces al año para ver a su madre y a sus amigos, aunque las visitas declinaron enseguida. Cuando se encontraban, Camila tenía la impresión de que la tristeza había cercado a su amigo.
Camila era razonablemente feliz. Tenía una profesión que le gustaba y que le permitía vivir con holgura, se había casado con Tomás y pronto sería madre. Instalada en la edad adulta, sentía que dejaba atrás a Luis, preso de una adolescencia aún sin cerrar.
La vida errante de Luis terminó en Gátor. Cansado de las ciudades, de sus exigencias, imbuido de una discreta misantropía, Luis se refugió en este pueblo cercano a La Comarca portuguesa. Encontró un empleo como vigilante en un campin, con un horario cómodo y mucho tiempo para pensar y escribir.
Antes del exilio, como lo llamaba Luis, su estado anímico subía y bajaba como un termómetro estropeado, pero desde que vivía en Gátor mostraba un entusiasmo contenido. El tono los textos era más alegre, menos cínico, aunque nunca faltara un poso de melancolía. Con la escrupulosidad de siempre, en sus cartas manuscritas le detallaba a Camila su vida en el pueblo, sencilla y sin aspavientos, con escasas relaciones sociales. Ganaba poco, lo suficiente para vivir porque Luis se había convertido en un hombre de pocas necesidades, espartano y austero. No tenía pareja, ni hijos, pero estaba en paz, le escribió a Camila, y había conseguido publicar algunos libros en pequeñas editoriales.
Fue Luis quien insistió a mi madre para que celebrásemos en el pueblo la Nochevieja.
–Si va a ser el fin del mundo, mejor lo pasamos juntos.
El cielo es de un azul mate, revuelto por algunas nubes. Nos adentramos en el pueblo. Carece de identidad, aunque en la plaza aún se conserva una iglesia gótica remozada y en un par de calles aledañas sobreviven algunas casas solariegas. Apenas encontramos gente, quizás porque es víspera de fin de año. Desorientados, damos varias vueltas y acabamos en el punto de partida. Preguntamos a una anciana. La mujer alza una mano sarmentosa y nos indica la carretera.
–¿Está cerca? ¿Se puede ir a pie?– grita mi padre.
La anciana mueve la cabeza y con una voz quebradiza y apenas audible dice algo en una mezcla de portugués y español. No entendemos nada, pero igualmente le damos las gracias.
–Mejor regresamos –sugiere Tomás–. Se nos puede echar la noche encima.
–No seas aguafiestas. Estamos en el oeste, ¿recuerdas?, aquí oscurece más tarde –rebate Camila.
–Tu amigo tendría que habernos venido a buscar –protesta mi padre.
–Está trabajando, ya lo sabes.
–¿Y por qué no le llamas otra vez?
–¿Acaso se te puede molestar a ti en el trabajo? Además, necesito caminar un poco –zanja Camila, me agarra la mano y reemprendemos la marcha.
Mi padre nos sigue a regañadientes.
Encontramos a Luis en la recepción. Es un hombre alto, enjuto, de pelo castaño, peinado con desdén. Tiene unos labios carnosos, el mentón ancho y los ojos grandes y tan separados que casi se juntan con las sienes. Nos abraza a Camila y a mí, a la vez, como si fuéramos su familia, y saluda a mi padre con un apretón de manos. Viste unos vaqueros y un jersey de lana de cuello alto, remendado con unas coderas.
Nos enseña el campin, frondoso, poblado de álamos y chopos. Las parcelas, amplias y someras, están vacías. Salvo un par de familias que han alquilado los bungalós, no vemos a nadie más. Luis nos invita a cenar en la cafetería. En temporada baja también se encarga de la cocina.
–Podía haber venido a buscarnos. El campin está vacío –insiste mi padre cuando nos sentamos a la mesa.
Por la mañana, durante el desayuno, mis padres apenas hablan. Les he oído discutir desde la cama. Como siempre que están enfadados, me convierto en el centro de atención. Siéntate bien, termina la tostada, no puedes jugar con la maquinita todo el tiempo, aquí otras muchas opciones, ten un poco de imaginación.
–¿Cuántas son cinco por tres por diez?, –pregunto yo.
–Basta ya de cuentas –responde mi madre.
Termino mi tostada y salgo corriendo, pero Tomás me reclama, quiere hablar conmigo.
–Me han llamado del hospital para cubrir las urgencias y tengo que volver a casa hoy.
Como no es la primera vez que nos deja en momentos señalados, ya sé lo que son las urgencias.
–Te llamaré para felicitarte el año nuevo, lo prometo.
–¿Podemos ir contigo?
–Volveré en un par de días –mesa mi pelo con su mano regordeta–. Tú madre y yo hemos decidido que es mejor que os quedéis aquí, para aprovechar la casa y disfrutar de la naturaleza. Luis será un buen guía, ya lo verás.
Le ruego que no se vaya, aunque sé que es inútil. Tomás me pide que le entienda, que ya soy mayor.
–No es algo que quiera hacer, preferiría quedarme aquí, con vosotros, pero tengo una responsabilidad con los enfermos. ¿A que no te gustaría que alguien muriera por mi culpa?
Camila lleva en el coche a mi padre a la estación de tren. Yo me quedo con Luis, en su casa. Es una construcción sencilla, una planta baja, con una rosaleda en el jardín. Está llena de libros y de cuadernos. Tanto las estanterías como el resto del mobiliario son de segunda mano. Los encontró en el vertedero y los ha restaurado. La ropa que lleva es usada, con la cicatriz de algún zurcido.
Le pregunto si puedo ver la tele, pero no tiene. Tampoco ordenador, ni teléfono móvil. Para compensar mi decepción, Luis me propone que vayamos al río a lanzar guijarros. La nieve se ha derretido y estoy a punto de caerme en varias ocasiones. Nos reímos, Luis con una carcajada grave y profunda, como un bloque de hielo que se hubiese desprendido de la montaña. Llegamos a un puente de piedra, donde el río baja furioso y dibuja caracolas. El agua ha erosionado las rocas, en un proceso lento, milenario, como la percepción que yo tenía entonces del paso del tiempo.
Cuando mi madre regresa de la estación vamos al supermercado, los tres, a un pueblo más grande, donde encontramos lo necesario para la cena de Nochevieja, que preparará Luis. Lo celebraremos en mi casa, así podré irme a la cama en cuanto tomemos las uvas. Eso dice mi madre. Camila y Luis hablan sin parar durante el trayecto.
Antes de sentarnos a la mesa, recibimos una llamada de Tomás. Luis me dice que vaya con él a la cocina, para dar el último toque al asado. Los gritos de mi madre se mezclan con el ruido de las cacerolas y del agua en el fregadero. Luis mesa mi pelo, como mi padre, sólo que él no es mi padre. Cuando la tempestad remite, Camila entra en la cocina y me pasa el teléfono. Mi padre quiere felicitarme.
–Si puedo, te llamo otra vez, ¿vale?
–Vale.
–¿Qué has hecho esta tarde?
–Hemos ido a comprar –digo, y me siento mal al contárselo, como si de alguna forma estuviera traicionado.
Pasé la noche en una duermevela. Camila y Luis bailaron durante horas y, treinta años después, sus pasos aún danzan en mi memoria. Ahora, con una edad similar a la que tenía entonces mi madre, leo una y otra vez sus diarios, descubiertos entre un montón de papeles gracias a la irrefrenable curiosidad de Darío, mi único hijo. Me sumerjo en los apuntes de esos días crepusculares de 2012, cuando parecía que el mundo llegaba a su fin, tal y como habían vaticinado los mayas. La narración detallada y minuciosa de Camila enriquece mis recuerdos de aquel viaje, los contamina y los reinventa: el cadáver atisbado en la calle, la mano protectora de mi madre, la casa en el pueblo, la carcajada de Luis en el río embravecido, los saltos de los guijarros en el agua, el regreso con Camila, despertarme de nuevo en mi habitación, la de verdad, la de siempre, pero ya sin mi padre.
© Javier Morales
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