Yolanda Regidor
Ego y yo (fragmento)
“En el crepúsculo todo habla: todas las cosas del universo lanzan su mensaje. Y esa elocuencia es contagiosa. Y fluye de una forma tranquilizadora durante las horas de la noche. Y todo cobra trascendencia. Y nada importa.
Pero la luz del amanecer se encarga de pasar la hoja. La claridad de la madrugada siempre es lánguida, sin brillo; y es por esa ausencia de destellos por lo que se ven las cosas con toda precisión, pues nada nos deslumbra. Entonces el mundo deja de parecer hermoso y limpio, porque esa luminosidad hace destacar lo feo, lo sucio, lo ajado, las arrugas profundas. Ocurre como cuando vas en el metro, con nada que hacer salvo mirar sin mirar a los otros. Ves los cordones sucios de sus zapatillas, la mierda de tus uñas, la caspa en la chaqueta del de delante, los pelos de perro en ese jersey con bolas, los zancajos secos y percudidos sobre sandalias que balancean en el aire, un aire viciado ya por fétidos alientos matutinos… y rostros, vistos de soslayo pero todos sucios, con pieles muertas y cabellos grasos. Es difícil no sentirse roñoso y como empolvado, aunque acabes de ducharte. Es así; por eso la gente lee durante el trayecto. No es por entretenerse, no, quién va a querer leer en ese sitio; es para no ver toda esa fealdad. Pues eso que ocurre ahí a cualquier hora, sucede fuera en los albores del día, de cada día, de todo el mundo.
Normalmente, después, vuelven los destellos del sol para cegarnos, para actuar de photoshop y hacernos ver la vida con lustre. Pero hay mañanas en las que no da paso. Y esa era una de ellas”.
“Volver a casa.
Mi casa estaba ya muy lejos de donde había sido. Seguía viviendo con mis padres; más bien compartíamos un espacio en el universo, como si nos hubiesen puesto allí a los tres, en un mismo mísero átomo: ellos como el nucleón, y yo, electrón de mí, dando vueltas alrededor como partícula desquiciada, sin llegar a tocarlos.
Un poco de ciencia. Los protones, con carga positiva, y los neutrones, carentes de carga, están unidos por fuerzas muy intensas, Dios sabrá por qué. Los electrones, de carga negativa, orbitan alrededor a gran velocidad. Para que el átomo se mantenga en equilibrio, y puesto que los neutrones en principio ni pinchan ni cortan, las fuerzas positivas y las negativas deben estar a la par. Y así fue durante un tiempo. Pero cuando apareció él, mi amigo, parte de mi carga se dio el piro; normal con ese panorama. Eso convirtió mi átomo-hogar en un ión cargado de electricidad; echaba chispas. La unión del protón y el neutrón se hizo inestable; emitió sus alfa, sus beta y sus rayos gamma y se convirtió en radiactivo. El neutrón, que podía haber provocado una fisión, algo de calor, no quiso o no pudo hacerlo. Nunca fuimos más que un simple y puñetero átomo potencialmente tóxico.
Mi madre, o lo que es lo mismo, protón, vivía sumida en la culpa y yo ya ni siquiera la miraba por no ver aquel semblante compungido. Si no hubiera sido por aquella cara tal vez la hubiese perdonado; pero ese rostro me daba para atrás. Lo digo en serio. Mi padre, el neutrón, qué si no, era ya como un jubilado prematuro; habitaba la casa de una manera extraña; si no estaba, a mí me parecía verle en los rincones, y estando presente no se le percibía salvo cuando, en algún fundido a negro de alguna película, intuía su reflejo en la pantalla del televisor, y ambos sentíamos esa incomodidad de mirar un escaparate a la vez que otro, no sea que se crucen las miradas en el cristal. Sí, los dos removíamos un poco el culo hasta que se llenaba de nuevo la pantalla de figuras y colorines. Mi neutrón me resultaba embarazoso como un pobre pidiendo limosna, como los niños famélicos de África en el telediario a la hora de comer; le mirabas y veías a un hombre al que le han dejado a deber la vida, a un perro herido que te mira implorándote un tiro en la nuca. Pero, lo siento, no sería yo el que hiciese eso. Yo había nacido para hacer lo correcto”.
“Dicen que los que no sienten culpa son irresponsables; como la culpa nunca es suya, pueden hacer lo que quieran, pero también lo que se les mande, bueno o malo; así, de esa forma, también se hacen manejables. Eso es el cabo, pero todo el mundo calla el rabo: ese otro extremo en el que están los mártires de un inculcado sentido del deber, continuamente afligidos por el miedo al sentimiento terrible que trae el pecado de incumplir; a esos sí se los bloquea fácilmente, esos sí que no se atreven a mear fuera del tiesto durante un tiempo, el tiempo justo hasta la llegada de otro déspota con usos más relajados. A mí me sucedieron las dos cosas: fui un atormentado por el deber hasta que apareció el nuevo corifeo: un capullo divertido del que podía dejarme llevar sin graves consecuencias pues la responsabilidad era suya, que para eso era el sátrapa. Qué llana y natural es la vida cuando se deja correr; pero a los ríos se los encauza, se los canaliza, se los estanca.
Mi amigo me era imprescindible para sentir a través de él lo que yo de ningún modo podría atreverme a experimentar, y él me necesitaba a mí para dejar de percibir tanto y tan excéntricamente, para dar algo de racionalidad a su vida de saltabardales. Por eso, me complacían las pocas cosas que teníamos en común, pero me interesaban las diferentes, las que, de otra forma, yo nunca hubiese vivido. Éramos complementarios. Yo advertía sus vibraciones, aunque no las entendiese, porque era mi yang, mi necesario. La parte yang de mi alma correspondía a su cuerpo pero la disfrutábamos los dos, la padecíamos los dos; era absolutamente preciso que así fuese para no sufrir la pérdida de la vida. Él era impaciente, impetuoso; estaba lleno de pulsiones salvajes, instintos que no aparecen en los libros de ciencias; lo sentía todo de una forma extraña, extrema. Y a él le faltaba quien le sirviese de ejemplo de lo normal, lo racional, la virtud, el centro, lo mediocre. Pensó que yo podía ayudarle, porque él quería sentir como una persona corriente y no podía. Me necesitaba y yo necesitaba su necesidad”.
“Seguimos por el carril central, fluyendo en medio de elementos varios: esos conductores precavidos, tranquilos, a lo suyo, conscientes de que, a su ritmo, nada les podrá impedir llegar con su encargo; trabajadores malhumorados, con paciencias agotadas y baterías bien llenas para tocar el claxon; algún coche de la policía y varias ambulancias. Y me sentí como dentro de una arteria, en el interior del sistema cardiovascular del mundo: circulaba flotando en el plasma, sorteando a los que llevan oxígeno, esquivando a los que están a la defensiva, dejando paso a los que cierran heridas. No sabía exactamente cuál era mi papel. Solo quería llegar a un corazón que me diese un nuevo impulso”.
© Yolanda Regidor
Yolanda Regidor (Cáceres, 1970) es licenciada en Derecho, máster en Psicosociología. Debutó con “La Piel del Camaleón” (Arcopress, 2012), con gran éxito por parte de la crítica. Con su segunda obra, “Ego y yo” (Almuzara, 2014), logra el XXX Premio Jaén de Novela. Ambos trabajos son lecturas recomendadas por la RAEX. “La Espina del Gato” (Almuzara, 2017) es su tercera novela. Ha publicado artículos y relatos en diversos medios y antologías.
Este texto no puede
reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
Rogamos lean
las condiciones de uso