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imagenChantal Favier

LA DOBLE LÍNEA*

 

Recargado sobre la puerta del baño, espero. Detrás se decanta mi destino. Tomo con suavidad la manija e intento girarla. Está echada la llave. Es como asistir a la proyección de una película en una sala con la cortina corrida. Una película en la que figuro, pero sin créditos. Pego la oreja. El transcurso de los minutos innaudibles me lleva a concluir que se trata de una repetición de la función del mes anterior; conozco el desenlace de memoria. El llanto quedo de Julia acaba por alcanzarme.  No puedo hacer nada. Parte de mí se alivia, el resto se siente como el más miserable de los cretinos.
       No entiendo por qué poner en riesgo algo que funciona. Si la felicidad de dos nos ha alcanzado durante tantos años, ¿de dónde viene esa urgencia por convertirnos en tercia? Compartir entre más partes es sinónimo de diluir. Julia sale del baño con los ojos afiebrados y el paso urgido del que anuncia que desea estar a solas. Solíamos acompañarnos en todo, también en las desgracias. Ahora pareciera que esto sólo le atañe a ella, como si mi semen no fuese más que abono de costal. El horario del sexo lo dicta el nivel de mercurio de un termómetro. Tocó ayer. Hay que repetir hoy y mañana. Y después de amarla, en vez de entrelazar nuestros cuerpos hasta que no quede resquicio, me quedo solo, mirando aquel absurdo parado de cabeza (y que no me diga que se lo ha indicado el médico) hasta que la cara se le pone al rojo vivo. Luego, como un golpe en la nuca, llega la temporada de veda. No puedo ni tocarla hasta que el termómetro vuelva a ponerse de mi lado. Julia se dirige a nuestra habitación, cierra la puerta y echa llave. Juro que un día mandaré quitar todos los malditos cerrojos de este departamento: no recuerdo que antes nos hicieran falta.
       Me entran ganas de orinar. Sobre el reborde del lavabo ha quedado la prueba de embarazo. Una tira de plástico blanca con su ventana minúscula, retándome; una única línea. No me hace falta leer el instructivo, lo conozco a detalle. Nuestras vidas pendiendo del hilo de una reacción química. Una línea: inténtalo de nuevo. Dos líneas: y fueron felices para siempre. Tiro la prueba al basurero. Hay un segundo envoltorio intacto sobre la tapa del retrete. Julia ha comprado dos pruebas idénticas o la segunda se la han obsequiado en una de esas promociones idiotas que sostiene que dos es por fuerza mejor que uno. Alcanzo el paquete, saco la tira del envoltorio y la sostengo debajo del chorro abundante, caliente y placentero. Puta tira de mierda. La ahogo, la insulto, hasta la última gota. Mientras me lavo las manos pienso en los dos días de infierno que me esperan. Julia irá levantando cabeza. Cada vez le toma más tiempo. Para el jueves o viernes me buscará en la madrugada, su vientre desnudo y los pezones endurecidos frotando mi espalda como si nada, como antes, cuando éramos dos en la cama. Pero con el paso de los días, el mercurio se dilatará y todo volverá a revolverse. Cierro la llave del agua. En cuanto tomo la tira de plástico para arrojarla al bote, mis ojos azorados tropiezan con la ventanilla del resultado: dos líneas paralelas la cruzan de lado a lado.

 * * *

La noche transcurre en cámara lenta. No hay forma de cobijarme del frío que desprende la espalda de Julia. Por su respiración plana sé que ambos fingimos dormir a sabiendas de que ninguno se lo cree, pero igual seguimos fingiendo.


* * *

Imposible concentrarme en la oficina. Voy en mi cuarta taza de café. Las hiladas de bostezos no han menguado, pero ahora tengo pulso de drogadicto. Llevo semanas trabajando en la proyección de ventas. Fui formado para eso: adivinar el futuro. Pretendo acertar cómo se comportará el mercado mundial del acero durante los próximos seis meses cuando ni siquiera sé cómo sobrevivir a mi propia incertidumbre. En vez de avanzar en el reporte que debo entregar el lunes, mis inquietudes se apoderan del navegador. Tecleo: embarazo en hombres. Aparece: ¿Tu mujer está embarazada y tú tienes náusea, has subido de peso y te apetecen los pepinillos a toda hora? ¡Ni te preocupes! Se llama síndrome de Couvade. Tecleo: embarazo verdadero en el hombre. Aparece: Hombre embarazado en Oregón. Primer transexual embarazado. Si todo va bien, Thomas dará a luz en cinco meses. Aprieto los párpados con fuerza. Al abrirlos, en la pantalla de la computadora atardece mientras un bosque de pinos se refleja sobre algún lago de un azul imposible. Por lo demás, todo sigue ahí.

* * *

No quepo del asombro al llegar a casa. Julia me recibe con la sonrisa pícara y el vestido negro, ése que le ciñe la cintura y me vuelve loco. Desde la cocina me alcanza un olor a salsa con cebolla y vino. Durante la cena Julia habla enardecida. Quiere ir de fin de semana a las fiestas de San Miguel. Una escapada. Dice que me sienta bien el traje. Se me acerca, insinuante. Con el pie empuja mi silla alejándola de la mesa, pasa una pierna por encima de mi cintura y se sienta a horcajadas. Restriega su cara en mi cuello con un ronroneo. Dice que le gusta mi olor.
       —Pero si hoy no toca —provoco de vuelta con la cara seria.
       —Mi termómetro dice que sí —responde mordisqueando mi oreja—: pongámosle  pausa a esto del embarazo.
       Antes de que pueda responder, Julia sella mis labios con los suyos. Presiona con fuerza. Luego, toma mis manos y las introduce por debajo de su vestido. Puedo comprobar lo que creí adivinar desde que me abrió la puerta y se insinuaba a contraluz cada vez que salía de la cocina. Cierro los ojos. Recorro con lentitud la desnudez de Julia. Las manos ligeras, apenas tocándola. Sus formas se me revelan como si no nos conociéramos, como si se tratara de la hermana de la mujer con la que llevo meses teniendo sexo por prescripción médica; la hermana que deseo cada noche con una culpa gozosa.

 

* * *

Elegimos un hotel boutique en San Miguel de Allende, de ésos que no admiten niños. Julia está parlanchina, pide el buffet y me muestra un folleto con un alud de actividades culturales. Yo pido el desayuno continental con té. Amanecí con náusea y agruras. Decido, al menos por unos días, dejar de tomar café.
       Después de peinar todas las tiendas del pueblo, comprar una carretilla de chácharas, ir a un concierto de jazz, cenar pasta de más, volvemos finalmente al hotel. En cuanto cruzamos la puerta, Julia aprieta su cadera contra mi trasero. Me siento cansado y no tengo ganas. Finjo un cuadro de indigestión para escabullirme al baño. Al desvestirme examino mi silueta en el espejo. Llama mi atención una ligera hinchazón en los pectorales. La advierto más si me coloco de perfil. Julia dice que con el calor del semidesierto todo se hincha. A ella le aprietan las tiras de las sandalias desde la mañana.

 

* * *

Me despierto bañado en sudor. Apenas pasan de las dos. Boca arriba en la cama escucho los giros del ventilador. Dos y media. Tres. Me visto en silencio y salgo a la calle en busca de una farmacia abierta.
       —No será usted el primero al que le urge saber. Ojalá sean buenas noticias. Dios quiera que sean buenas noticias —comenta la dependienta trasnochada.
       Me dejo aspirar por la primera puerta en la que titila un letrero de bar. Pido una cerveza. Traen dos. Enfilo las botellas vacías, pido un tequila. El cantinero me arrima un par. La garganta se me enciende. Encuentro con dificultad el camino al baño. Levanto la tapa y me siento sobre la taza. Saco la prueba de embarazo de su empaque. Orino. Mis pupilas desenfocan la luz que emana del foco. Aguardo. Como un revelado fotográfico, primero con rasgos espectrales y enseguida con una claridad desafiante, va dibujándose la doble línea.  

 

* * *

Julia comienza a empacar de mañana. Carga la maleta, se pone al volante y yo la dejo hacer, con la docilidad de un niño. Insiste en que debo ir a visitar a un médico. Tengo mala cara desde hace varios días. Insiste en que algo me va a dar. Vuelve al tema de convertirnos en padres; que si nos va a quebrar, mejor lo dejamos.
       —El hijo, igual lo voy a tener yo —balbuceo.
       Un dolor punzante me perfora las sienes. Quisiera que Julia se callara. Sólo quisiera un poco de silencio. Dormir un rato.
       —¿Qué? ¿Qué dices, Omar?  
       Julia sube la ventana del auto y baja el volumen de la música.
       —¿Qué dices, Omar? Te ves fatal. Mejor duerme un poco. Yo te despierto cuando lleguemos.

 

* * *

Miro cómo la aguja me perfora la piel a la altura del antebrazo. Uno, dos, tres, seis tubos que van llenándose de a poco. Oteo el chisguete que golpea las paredes del tubo, y se convierte en una colección de gotas sueltas que resbalan por la superficie lisa hasta hundirse en la marea roja. Mi piel se reviste de una capa de sudor frío. Las argollas de la cortina arrastran un ruido metálico. Aparece un médico calvo. Me examina repitiendo mi nombre. Omar, abre la boca. Omar, inspira. Omar, recuéstate.

 

* * *

Finjo, de la mejor forma, que la vida transcurre con naturalidad. Por las mañanas me visto de traje, ensayo una sonrisa suelta y beso a Julia disimulando el pánico que, con delgadas hebras, va tejiéndose dentro de mí. Luego, cruzo la puerta del edificio y me pierdo. Solicité un adelanto de vacaciones en el trabajo. Sobra decir que no le mencioné nada a Julia. Necesito momentos a solas. Los estudios que me han ordenado están desperdigados a lo largo de la semana. Hago por desconectarme durante las visitas médicas. En cada cuarto, cada baño, cada puerta insiste el mismo letrero: Avisar en caso de embarazo.

 

* * *

Me da por vagabundear en los parques. Me hipnotizan las risas de los niños, sus pequeñas manos que se aferran a un tubo como si la vida dependiera de ello, las lágrimas francas cuando se restriegan las rodillas. Se me anuda la garganta y cada noche vuelvo a casa decidido a confesarle todo a Julia. Me meto a la primera farmacia, al primer baño, envuelvo con papel la tira y llevo la evidencia dentro del bolsillo. Luego, con cada paso mi voluntad se adelgaza. Conforme me acerco a Julia, me asalta la posibilidad de estar perdiendo la cabeza. Mañana, mejor le digo mañana. 

* * *

 

Es viernes. No puedo creerlo: tengo mi última cita.

 

* * *

En cuanto cruzo la puerta, el médico recarga su mano sobre mi hombro. Buenos días, Omar. Tome asiento. Se instala detrás del escritorio, entrelaza las manos y echa el cuerpo hacia delante como si quisiera susurrarme algo al oído, pero el escritorio se lo impidiera. Lo que voy a decirle no es fácil. Y luego lo suelta, como si lo fuera: cáncer de testículo. La boca continúa abierta pero del movimiento de sus labios no emana palabra alguna. Siento los oídos tapados, y sólo queda ese sonido de oquedad que componen las conchas de caracol cuando se han quedado vacías. Un mareo me mece la cabeza. Escucho una descompresión súbita, estoy de vuelta. Lo importante es atacarlo cuanto antes. Cirugía, radioterapia, quimioterapia, depende. El médico garabatea unas instrucciones en su recetario. ¿Usted tiene hijos?, pregunta sin levantar la cabeza; sin esperar una respuesta, más bien hablando consigo mismo. Al acompañarme a la puerta, algo comenta acerca del tipo de cáncer particular que llega incluso a producir la hormona del embarazo. 

 

* * *

Entro a casa con el paso urgido del que desea estar a solas. Me atrinchero en el cuarto de baño. Sé que Julia tiene la espalda recargada contra la puerta.
       —Omar. ¿Omar?
       Me alcanza el sonido de un llanto que desconozco.
       —Omar. Omar, abre. Ábreme por favor.
       Echo llave con doble vuelta.

 

 

© Chantal Favier paraTBR

*Publicación original Fondo Editorial de la Secretaría de Cultura del Estado de Querétaro, México

Chantal Favier, Ciudad de México, 1970. Hija de padre francés y madre mexicana, cursa su escolaridad en el Liceo Franco-mexicano. Estudia medicina en la Universidad La Salle y la especialidad de oftalmología en la Asociación para Evitar la Ceguera en México.
Se forma como narradora en el taller de Carmen Simón bajo el método levreriano. Continúa escribiendo a la fecha en el Taller del Triángulo. Ejerce como cirujano oftalmólogo en la ciudad de Querétaro desde hace quince años. La doble línea da título a su primer libro de cuentos.


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