Elpidia García Delgado
El hombre que mató a Dedos Fríos
Dedos Fríos salió como un rayo de Las Cumbres con el gesto retorcido de coraje. Llevaba algunas copas de más y la mano preparada a un lado de su arma: su letal Colt 38 con cacha de marfil. No era su favorita: La Matraca calibre 41, que lo acompañó hasta que el ayudante del sheriff Will Ten Eyck se la decomisara tres años antes en el bar Gema, pero mataba igual. Echó a andar por media calle en dirección del hombre que alcanzaba a divisar a poco más de un centenar de metros: el abogado y mano derecha del hombre de la estrella de hojalata, John Selman Jr. Al verlo en ese talante y tan decidido, los hombres a caballo y las diligencias se detuvieron; los pasajeros se asomaron, inquietos, por las ventanillas. En lugar de esconderse por si había balacera, la gente de a pie lo siguió. De su cartera, un hombre extrajo un as de espadas con cuatro agujeros de bala firmado por el famoso tirador, para presumirlo a los demás. El único ruido: sus espuelas como crujidos de pisadas sobre vidrios rotos. Antes de salir de la cantina, Dedos Fríos supo que Selman junior había enchironado a su amante MʼRose, la viuda prostituta que calentó su cama después de muerta Jane, su amada esposa, por blandir una pistola de la que salió un errático tiro cuando estaba ebria. La figura recortada de John Wesley Hardin, alias Dedos Fríos, en la polvorienta calle, presagiaba la muerte.
Con el sombrero cubriéndole la cara y las piernas cruzadas, el abogado sesteaba en una banca bajo la sombra del toldo de madera de su oficina. Cuando llegó hasta él, Dedos Fríos le arrancó el sombrero de un manotazo.
—¡Levántate, hijo de la chingada!
—¡Hey! ¿Qué demonios quieres, Wesley? ¿Buscas bronca? —Respingó.
Aunque despertó sobresaltado, el joven esperaba que, tarde o temprano, Dedos Fríos apareciera por allí.
—Vengo a exigirte que saques a MʼRose de la cárcel o te atengas a las consecuencias.
—Estás borracho. Solo cumplí la ley. Esa puta podía haber matado a alguien. Paga la fianza y saldrá libre.
Mientras los hombres discutían, alguien fue a avisar a John Selman padre. Si bien ahora era el sheriff, también había sido un forajido y era hábil con la pistola. Llegó rayando su caballo cuatralbo y desmontó de un salto.
—¡Wesley Hardin! O te largas inmediatamente, o acompañas a tu zorra en chirona. Parece que no tuviste suficiente con los diecisiete años que estuviste preso, pero yo con mucho gusto pongo remedio a eso. ¿Qué piensas?
—Mira, Selman, tú y este leguleyo son carroña de la misma especie. Encerraron a MʼRose solo para joderme. —Replicó, casi tocando la gran nariz del vigilante de la ley.
Lo miró con esa mirada azul y violenta, de rebelde indómito. No era la primera disputa que tenían. Meses atrás, Dedos Fríos lo había acusado falsamente de planear la muerte de un hombre.
—Tú no eres más que un asesino de sangre fría. Una vergüenza para nuestro país. Merecías haber terminado en la horca, malnacido. —Acusó Selman.
Dedos Fríos no pudo controlar su temperamento irascible y lo empujó por el pecho. Temiendo lo peor, la gente, que sabía de su historial de asesinatos, pero también que había estudiado leyes, teología y matemáticas en la cárcel, observaban a distancia prudente el forcejeo del hombre célebre por el giro de su pistola. Lo miraban con la fascinación de quien mira a un monstruo de dos cabezas en dirección contraria, a la anfisbena mitológica. Por una parte, era un cruel asesino, con habilidad de serpiente para escurrirse de la cárcel y sus enemigos; por la otra, devoto de su esposa y sus hijos, con una fecunda inteligencia que le hizo terminar una carrera y escribir sus memorias.
El sol del mediodía de agosto hacía que el polvo se pegara a la piel, y el sudor se volviera pringoso y oscuro. Los dos hombres lucían sucios, sus alientos con olor a whisky se trenzaban.
Luego de dar un puñetazo a Selman en respuesta a sus insultos, Dedos Fríos desenfundó su revólver Colt y lo encañonó contra el pecho del guardián de la justicia. En medio del silencio, los testigos, parapetados tras los postes o las carretas, con el Jesús en la boca, pudieron escuchar el clic del martillo, pero el joven abogado se interpuso.
—¡Guarda tu pistola si no quieres terminar en la horca!
Dedos Fríos se quedó cavilando sin bajar la pistola. Tenía la cara roja, el pelo rubio enmarañado. Un perro que olió la muerte, ladró. Elhombre de la ley se quedó frío, el pavor de morir lo había dejado sin color ni habla. Tras unos segundos que se eternizaron, el pistolero más famoso en todo Texas envainó su revólver, dio media vuelta y se alejó. La gente pudo respirar aliviada y se dispersó.
Esa noche, en el bar Las Cumbres de la calle San Antonio, en El Paso, Texas, había pocos clientes. No era por temor a la presencia de John Wesley Hardin, el hombre por el que veinte años atrás el gobierno de la Unión Americana estuvo dispuesto a pagar cinco mil dólares de recompensa por su captura, vivo o muerto, y que había salido de prisión apenas hacía un año, luego de estar diecisiete bajo la sombra. Después de todo, el que hubiera terminado la carrera de abogado y escrito sus memorias en la cárcel, daba a algunos cierta confianza de que estaba reformado. Aunque iba repartiendo tarjetas de presentación por donde podía, su borrascoso pasado le impidió ejercer la abogacía, por eso ahora se ganaba la vida en el juego a los dados y en los concursos de tiro al blanco a los naipes. Cada noche terminaba con los bolsillos repletos sin tener que vaciar el Colt 38 sobre sus enemigos. No, no era por eso que al verlo sentado en una mesa frente a la barra jugando a los dados con Henry Brown, muchos habían regresado a la salida, sino porque sabían de la trifulca que había tenido esa mañana con John Selman, y que le había hecho desenfundar la pistola a causa de MʼRose.
—Te ves muy tranquilo —dijo Henry mientras agitaba el cubilete para lanzar de nuevo los dados, mirándolo a los claros ojos azules y un poco rasgados, como de víbora, que le conferían una expresión de sarcasmo —¿No crees que sería mejor que cruzaras a Ciudad Juárez? Selman puede llegar en cualquier momento y…
—Me encontrará donde esté, prefiere matarme a esperar a que yo lo mate a él. Será mejor que lo espere aquí mismo. ¿No será que el que quiere irse eres tú porque estás cansado de perder? —Preguntó con sorna, alisando los bigotes que le enmarcaban el mentón cuadrado. El Colt colgaba en el costado derecho preparado a obedecer sus órdenes. Una cantinera con sus exuberancias medio descubiertas se acercó melindrosa con una botella de whisky. Su perfume barato la envolvía como una nube.
—Hola, vaquero. Aquí tienes tu botella, guapo. Oye, John, tengo una curiosidad, ¿es verdad que mataste a seis en Abilene solo por roncar muy fuerte?
—Cuentan muchas mentiras sobre mí, honey. Solo he matado a uno por roncar.
—Oh, ¡qué malo eres!
La cantinera se alejó riendo y contoneándose al ritmo de la música honky tonk que un pianista muerto de cansancio tocaba en la pianola. Sin dejar de mirarle el trasero, Henry Brown retomó la conversación.
—Pero John, no querrás acabar otra vez en la penitenciaría. Hay un momento en que hay que parar, ¿no? Selman se quedó muy emputado y seguro que ya está más borracho que una cuba —replicó el amigo de juego y de parrandas.
—No, claro que no, pero ya ves lo que dice el dicho. Si la rama nace torcida, será la manera como crezca. Crecí rebelde y así moriré, Henry. He liquidado a un cristiano por cada año de los cuarenta y dos que tengo, ¿qué más da otro? Vamos, lanza. ¿Nada otra vez? ¡Qué mal juego! No das una esta noche, ¿eh?
El humo del cigarro de Dedos Fríos ascendió y se mezcló con el de los demás. El olor a orines de macho salía desde el mingitorio para mezclarse con el de los sudores, el alcohol y la ropa de los hombres. El ambiente se volvió pastoso esa noche del 19 de agosto de 1895. El ruido de vasos y botellas, de las charlas, subió de volumen, y el whisky ingerido ya dejaba sentir sus efectos en los asiduos de Las Cumbres: unos cuantos mexicanos y tres forasteros. Todos lo conocían y no podían evitar mirarlo con el rabillo del ojo. Era casi la medianoche.
Los dados rodaron en la pulida superficie de la mesa y salieron a favor del pistolero cuando la puerta de dos hojas se abrió. Un hombre alto y de barba oscura, con los ojos rojos e hinchados por el alcohol, entró de golpe como torbellino en el desierto, sin previo anuncio. Al mismo tiempo, los clientes voltearon hacia él como si esperaran el fatídico momento. El miedo de estar cerca de la muerte casi cortaba el aire, pero nadie movió un dedo y el tiempo se congeló un instante. Justo cuando Dedos Fríos dijo, con la cabeza de la anfisbena que ríe: “A ver si puedes superar esos cuatro seises, Henry”, levantó la vista y vio a su adversario en el espejo arriba de la barra. En tres zancadas John Selman llegó hasta él. Apenas desenfundaba cuando el sheriff le disparó el revólver Smith and Wesson a traición, por detrás de la cabeza. El tiro le salió por el ojo izquierdo y lo hizo caer. Sin tiempo ni de moverse, Brown quedó salpicado de sangre y sesos. Cuando Dedos Fríos ya estaba en el piso y sin vida, le dio otros tres tiros en la espalda. La segunda cabeza del monstruo había quedado en silencio para siempre. El suelo de Las Cumbres se volvió un espejo rojo.
© Elpidia García Delgado para TBR
Elpidia García Delgado (1959, Cd. Jiménez, Chihuahua)
Narradora y promotora cultural. Trabajó en la industria maquiladora durante 33 años.
Obtuvo la beca David Alfaro Siqueiros 2012 de cuento, el premio Programa de Publicaciones 2013 del ICHICULT, fue ganadora del concurso Voces al sol 2014, de la UACJ, y ganadora del Premio Bellas Artes de cuento Amparo Dávila 2018. Obtuvo el reconocimiento Chihuahuense Destacada 2019 otorgado por el Congreso del Estado de Chihuahua en marzo, 2019. Ha publicado textos y cuentos en revistas y antologías como Paso del Río Grande del Norte, Cuadrivio, Albedrío, Escritoras Mexicanas, Sinembargo.mx, Literatura Juarense Contemporánea (Archipiélago, 2009), Manufractura de sueños (Rocinante Editores, 2012), De perfil los gatos siempre sonríen (Pinos Alados, 2017), y Desierto en Escarlata/Cuentos criminales de Ciudad Juárez (Nitro Press, 2018). Es miembro del Colectivo de escritores Zurdo Mendieta de Ciudad Juárez desde el 2008. Tiene cuatro libros de cuento publicados: Ellos saben si soy o no soy (Ficticia-Ichicult, 2014), Polvareda (UACJ, 2015), el cuento infantil La rebelión de las muñecas (UACJ, 2018), y El hombre que mató a Dedos Fríos (INBA-Lectorum, 2018), con el que obtuvo el Premio Bellas Artes de cuento Amparo Dávila 2018.
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