NATURALEZA MUERTA
por Deirdre Heddon
RELLENABA CON TODO cuidado los espacios de las invitaciones con los nombres de su lista
de prensa. El plateado se veía bien sobre el negro intenso de la tarjeta. Se veía caro.
Era caro. Si no lo hacía entonces, ¿cuándo lo haría? Cumplía veintiocho años. Al
cabo de catorce días, era el período de tiempo perfecto para que los críticos y sus
amiguitos lo anotaran en sus respectivas agendas. Lo había aprendido con los años. Casi
dieciocho, para ser precisos.
Estimada Sra. Robertson...
... Martha Robertson. Crítico del Scottish Tribune.
Había coincidido ya con ella muchas veces, en diversos actos, pero por alguna razón la
tal Robertson nunca lograba acordarse de su nombre. Se había convertido en algo
incómodo. «Sí, claro que la recuerdo... Es...» Jane... Jane. Jane. Jane. No podía
considerarse un nombre difícil de recordar. Aunque quizá ése fuera el problema. Quizá
tenía que habérselo cambiado hacía mucho tiempo. Por Xavier, Carmelita o Dominique. O
al menos por Jayne con i griega, con lo que podría decir: «Es Jayne, con i griega».
Quizá todo dependía de eso. En cualquier caso, lo que estaba a punto de hacer era
muchísimo más radical que un simple cambio de nombre.
Estimada señora Robertson:
Está usted cordialmente invitada a la celebración...
Recordó aquel décimo aniversario, un día doblemente
especial porque anunció su entrada en los números de dos cifras y el primer paso hacia
la independencia. Con cinco libras en el monedero y una moneda de cinco peniques en el
bolsillo del abrigo (y el número de teléfono escrito en el dorso de la mano, por si
acaso), se adentró en las calles de la ciudad, sola por primera vez.
Cinco libras. Nunca había tenido tanto dinero. Siempre
había pensado que era injusto tener el cumpleaños tan cerca de Navidad, pero aquel año
seguramente podría comprar regalos para su madre, su padre y para ella. Se hallaba
luchando con la aritmética cuando descubrió un gran corro de personas en el centro de la
calle y se abrió camino entre las piernas de los espectadores hasta colocarse en primera
fila. Le costó dar crédito a lo que vieron sus inocentes ojos. Sobre ella, un cielo gris
y oscuro amenazaba con empaparla. A su alrededor, unos edificios altos y amenazadores
acechaban para engullirla. Sin embargo, allí, allí mismo, había un cuadrado de hierba
verde cubierto con al menos un millar de macetas con plantas... más plantas incluso que
en el jardín botánico. Y justo en medio, sentada en una mecedora roja, había una mujer
que llevaba un inmenso vestido púrpura. Parecía una estrella de cine.
--Hostia, espero que esta gilipollez no la paguen con mis
impuestos.
--Ya nos gustaría a todos sentarnos un jardín lleno de
flores en vez de tener que trabajar.
--¿Es famosa? --preguntó alguien.
--¿Famosa? Lo dudo. Al parecer, es una artista.
A su mente acudieron los tediosos y deprimentes domingos
pasados en el museo de Kelvingrove, los ojos apagados de los caudillos de las Highlands y
las viejas decrépitas contemplándola desde las alturas.
--¿Artista? Si no está pintando...
--Exacto. Una artista de pacotilla.
Contempló el arco iris de flores que tenía delante. A la
mujer de la mecedora. Qué hermoso era todo. ¡Una artista! Lo inundaba todo de colores
vivos y auténticos. Ahí, en medio de la calle Sauchiehall, en medio de diciembre. Era un
milagro, sí señor. Un milagro de cumpleaños, realizado especialmente para ella. Y en
ese momento supo que ella sería especial, diferente, que el mundo se le echaría
reverentemente a los pies.
--Sopla las velas y pide un deseo --le dijo su madre al
regresar a casa cargada con sobres de semillas y una regadera. Eso había hecho. Y había
pedido el mismo deseo desde entonces. Ser artista quería decir sufrimiento. Lo aceptaba.
Aunque ya tenía diecisiete «Quiero ser artistas» y se preguntaba cuántos más tendría
que reunir. Y cuántos sacrificios más se esperaba que hiciera. Algunos, es cierto,
habían sido accidentales; pero todos, todos y cada uno de ellos, fueron realizados en
nombre del arte. La calva de su cabeza relucía en testimonio de la obra de 1994
«Cromocabellera», en la que se había teñido el cabello de un color diferente cada
semana durante un año al cabo del cual, por sí solo, se le cayó --con i griega, no con
elle--. Las cejas, o el espacio vacío ocupado por ellas en otro tiempo, proclamaban una
consigna feminista en contra de la depilación de las piernas. Las cicatrices de los
brazos demostraban el hecho de que «Todos sangramos», un mensaje presentado durante su
breve escarceo con el arte de la navaja. Su novio perdió la oreja, ella perdió el
meñique, diezmos de la sierra mecánica, durante su época de experimentación con la
escultura de madera.
Además, el sufrimiento no era sólo físico. También
estaba su historial delictivo. Su único propósito había sido alegrar un poco Glasgow.
El eslogan municipal decía: «Glasgow, la mejor sonrisa», de modo que ¿qué tenía de
malo pintar unas grandes sonrisas amarillas en todas las estatuas, por otra parte grises y
circunspectas, que poblaban la ciudad? Sin embargo, el juez no lo había comprendido. A
todas luces, no era un juez en estética. Capital de la cultura, ¡un cuerno! Habían
pasado seis años y continuaba sufriendo las consecuencias financieras de aquella obra: el
pago en el juzgado de cuatro libras semanales. Y borraron las sonrisas antes de que nadie
pudiera fijarse en ellas. Ése era su problema. Nadie se fijaba en lo que hacía. De todos
modos, estaba convencida de que el reconocimiento era sólo una cuestión de tiempo. A un
montón de artistas no los habían descubierto hasta que estaban a cuatro metros bajo
tierra. A ella también le llegaría la hora.
Probó el primer bocado amargo del rechazo antes incluso de haber digerido la tarta de
su décimo cumpleaños.
--¡Artista! --gritó su madre al descubrir a la niña
recién homenajeada plantando semillas en la bañera llena de tierra sacada del jardín
comunitario--. En tu familia los únicos artistas son los artistas del cuento. Hay una
gran tradición. Y no me extrañaría que acabaras igual.
Tras aquel golpe guardó sus sueños para ella y alimentó
un futuro secreto que consistía en algo más que botellas de whisky. Bueno, eso fue hasta
que el director la expulsó del instituto el día en que apareció en clase con un
imperdible en la nariz. Cuando invocó el derecho a la expresión individual, el director
le contestó que la expresión de él era más importante que la de ella y que su
expresión era: «Vete a tu casa y no vuelvas hasta que estés presentable.» Como
protesta gráfica, se llenó de imperdibles el uniforme, que adquirió el aspecto de una
cota de malla, y se negó categóricamente a quitarse el de la nariz, lo cual dio al
traste con su escolarización.
--La única perjudicada vas a ser tú --le dijo su madre.
--En cualquier caso --intentó razonar con sus padres--,
para ser artista, el lugar de estudio más adecuado es la Universidad de la Vida.
A lo cual se le contestó que se fuera a vivir entonces a
la residencia de estudiantes de la Universidad de la Vida. Habían pasado once años y
seguía sin ver el diploma. Sin embargo, aquella iba a ser su obra definitiva, su opera
magna.
La última invitación... Estimado Sr. Tipton...
el conservador de Arte y Diseño Escocés. Se moría de ganas de ver la cara de ese Tipton
cuando se diera cuenta de que había dejado escurrir entre sus grasientos dedos a un
verdadero genio al devolverle su última propuesta con un rechazo de color rojo sangre
estampado en medio del título.
Trabajó sin parar en el proyecto durante catorce días
utilizando todas las habilidades adquiridas a lo largo de los años. En la mañana del
día de su cumpleaños, se despertó con el alba, se duchó y se aseó meticulosamente. A
continuación, se metió en el vestido de raso negro hecho por completo con sus propias
manos, un vestido de líneas simples que le acentuaban la figura de artista consumida por
las privaciones. Había llegado el momento de emprender el viaje. Encendió el motor del
coche alquilado de color negro que le había costado un brazo, una pierna y un buen
montón de mentiras conseguir. Había valido la pena. Era lo adecuado, y a treinta por
hora iba perfecto. Ajustó la expresión de su cara a la solemnidad de la ocasión,
resistiendo al impulso de saludar a todos los que, por respeto al coche fúnebre, le
cedían el paso.
En la plaza George, abrió el maletero del vehículo y
sacó con todo cuidado el ataúd negro chapado en caoba y lo depositó bajo el árbol de
Navidad de seis metros de altura. Era un ataúd hermoso, forrado de un lujoso raso rojo a
juego con su pintalabios. Justo en medio de la tapa tenía una placa dorada con la
inscripción «Jane McDuff». Luego sacó del coche una escalera de tijera de aluminio y
la abrió ante el árbol. Levantó la tapa del ataúd, sacó un marco negro de madera y lo
suspendió del tronco del elevado abeto; por último, desenrolló una cuerda larga y
gruesa, se subió a la escalera y lanzó uno de los extremos con un lazo ya preparado por
encima de la estrella que coronaba el árbol. De pie en lo alto de la escalera, se ató el
otro extremo alrededor del cuello.
El reloj del ayuntamiento sonó a sus espaldas. La hora
ungida. Miró hacia abajo. Ni rastro de nadie. Mejor darles todavía al menos cinco
minutos. Seguramente no querían mostrar demasiado interés. Lo más probable era que
estuvieran todos metidos en el hotel Coppie, al otro lado de la calle, bebiendo bloody
marys y néctares de virgen. Miró a alrededor desde su atalaya. Las luces festivas en los
árboles sin hojas intentaban enmascarar su desnudez, como si unas pocas luces pudieran
iluminar mágicamente el oscuro aire invernal. Los destellos parecían más bien una
exhibición de sus partes íntimas.
Miró de nuevo hacia abajo. Esa vez había una figura
solitaria sentada en un banco delante de ella, mirando hacia arriba. No era un crítico,
conjeturó, a menos que la andrajosa chaqueta de color bizcocho fuera lo último en moda
callejera. Echó una ojeada al reloj de la torre. Las nueve y veinte de la tarde. Maldita
sea, ni siquiera conseguía atraerlos con una invitación al día de su muerte. ¿Qué
querían? Eran unos hijos de puta. Estaba harta. Lo haría para ella sola. Inspiró con
fuerza, le dio una patada a la escalera sobre la que estaba subida y sintió que su cuerpo
caía a lo largo del árbol y se detenía con una sacudida. Sus cálculos habían sido
exactos. El marco la enmarcó perfectamente. Las bombillas de colores que decoraban las
ramas le iluminaron la cara y el cuerpo. Su aspecto debía de ser magnífico. Lamentó no
haber contratado a un fotógrafo. La cuerda le apretaba cada vez más el cuello: ya no
faltaba mucho.
Oyó un ruido. Venía de abajo. Unas diez personas miraban
hacia arriba y se congregaban más: quince, veinte. Aplaudían, gritaban, asentían con la
cabeza, señalaban, se sonreían los unos a los otros. Le había costado la vida, pero al
final lo había conseguido. La consideraban en serio. Cada vez apretaba más. La boca ya
no conseguía introducir aire en el cuerpo. La cuerda le había sellado completamente los
pulmones. Sentía la sangre bombeando alrededor del cerebro. Se le empezaron a humedecer
los ojos. Escudriñó a la gente de abajo. Intentó reconocer las caras: nadie. No vio a
nadie conocido. Parpadeó con ojos cada vez más borrosos. Cabellos descuidados. Ropas
gastadas y rotas. Caras delgadas y pálidas. La vieja botella sobresaliendo de los
abultados bolsillos. Entonces las voces se oyeron más fuertes, se le filtraron en los
oídos. Cerró los enrojecidos ojos. Intentó bloquear el sonido de su sangre atrapada que
amenazaba con ahogarla.
--Exactamente así me siento yo. La lluvia, la nieve, el
frío... no tienen nada de divertido.
--Una época de buena voluntad... sí, y una mierda. Están
demasiado ocupados comprando como para demostrarla.
--Son los días más solitarios del año. Ni familia, ni
casa... son todos unos cabrones.
--Es buena, ¿eh? Ya lo creo que sí.
¡Joder! Sí señor. Estaba diciendo de verdad algo
importante. Algo universal. Que salía de su corazón. De su yo. Se estaba comunicando. De
pronto se dio cuenta de lo mucho que aún tenía que decir. Y escuchar. No podía morirse
ahora. «Todavía no, por favor, todavía no.» Sus desfallecidos pulmones le decían otra
cosa. El martilleo en la cabeza era una marcha fúnebre que se apagaba: muerta, muerta,
muerta. Iba a explotarle el cerebro. Hizo el esfuerzo de abrir los ojos. No eran
críticos. Eran gente. Gente que la aplaudía. Quiso echarse a reír. Respirar la vida.
Con los ojos fijos en las caras que tenía debajo, ordenó a su brumoso cerebro que
moviera los brazos, que los músculos se pusieran a trabajar. «Un poquito, un poquito,
venga. Por mí. Trabajad para mí.» Sintió la áspera cuerda entre los insensibles
dedos. «Por favor, por favor, no os rindáis.» Tensó los brazos y estiró con fuerza.
Su cuerpo se movió, lentamente, aunque lo suficiente como para que la cuerda se aflojara
un poco. Abrió la boca, tragó hondo el aire húmedo y con ello envió, precipitando
oxígeno por todo su cuerpo y desactivando el estado de emergencia. Aflojó el lazo, se lo
sacó del cuello y se dejó caer hasta el interior del ataúd, que amortiguó la caída.
El gentío la rodeó para estrecharle la mano.
--Menudo pedazo de mujer tienes que ser para hacer eso con
este vestidito. Toma un trago.
Se acercó a los labios la botella que le ofrecían y
envió el ardiente espíritu a calentar sus extremidades y liberar su circulación. ¡Ja!
Artista del cuento, ¡y un cuerno!
--¿Y qué es lo que viene a continuación? --preguntó una
anciana.
--¿Qué le gustaría ver? --preguntó Jane.
--El arte de la supervivencia --respondió la mujer sin
dudarlo--. Cómo hacer para seguir tirando, para no perder la esperanza de que mañana sea
mejor que hoy. |