PECES
por Michel Faber
DE UN TIEMPO a aquella parte Janet dejaba que su hija durmiera en la cama con
ella. No era la solución que habrían recomendado los psicólogos infantiles, pero los
psicólogos infantiles habían pasado a la historia, y no por ello su hija dejaba de
necesitar ayuda.
Más de una vez había probado a obligar a Kif Kif a
dormir sola, pero la niña gritaba en sueños, atormentada por pesadillas sobre quién
sabe qué clase de monstruos. Tiburones, lo más seguro. En su cama, en cambio, dormía
plácidamente, acunada por el perfil de su cintura.
La vela arrancaba destellos a los soportes y a la
cremallera de la tela metálica --tensada del techo al suelo-- que rodeaba por completo la
cama. Janet cerró los ojos para hacer oídos sordos al crujir acompasado de la mosquitera
e intentó adormecerse. Como siempre, en vano. Podía más el miedo de que algo estuviera
abriéndose paso a mordiscos a través de la tela o a través de la lona de la cremallera,
el miedo a abrir los ojos y descubrir que...
Abrió los ojos. Todo seguía igual.
Los mismos treinta o cuarenta pececillos de hacía un
rato (budiones recién nacidos, tal vez, aunque a oscuras era difícil identificarlos)
seguían flotando torpemente en el aire, tratando de agujerear la tela a empellones.
Algún que otro pececillo aislado se separaba del banco y ascendía hasta chocar contra el
techo.
Janet extrajo otro cigarro de la caja que tenía en
el regazo. Ojalá hubiera sido un cigarrillo. Habría dado cualquier cosa por un
cigarrillo. El resplandor del fósforo dispersó a los peces. La habitación se convirtió
en un hervidero de cuerpecitos brillantes que revoloteaban, tropezaban con los muebles,
derribaban los objetos decorativos de las estanterías y se perdían en rincones oscuros.
Casi de inmediato, sin embargo, se dirigieron de nuevo hacia la tela y el crujir se
reanudó. Kif Kif se estremeció en sueños y clavó los duros omóplatos de sus seis
años en el costado de su madre.
--No es nada, cielo --murmuró Janet mientras la
acariciaba a través de las mantas--. No tengas miedo.
A la mañana siguiente, Janet y Kif Kif se vistieron
con ropa de camuflaje y se dispusieron a salir al exterior. El suelo de las habitaciones
estaba sembrado de peces agonizantes o muertos; los mismos que horas antes habían logrado
introducirse en la casa a través de la rendija de la parte inferior de la puerta
principal. Kif Kif la había tapado con un listón, como cada noche, pero los peces
habían conseguido desplazar la tabla desde fuera mientras ellas dormían.
Burdos sabotajes como aquél solían producirse una
vez a la semana; a los fieles de la Iglesia del Apocalipsis (el Ejército, para abreviar)
no les gustaba pasar por delante de ninguna casa sin hacer algo por la causa. En cuanto a
las operaciones de mayor envergadura, Janet y Kif Kif habían tenido suerte. En todo lo
que iba de año solamente en una ocasión les había ocurrido volver a casa y
encontrársela saqueada, con las puertas y ventanas fuera de quicio y los armarios y las
alacenas vacíos. En la pared del dormitorio goteaba como si la hubieran escrito con
sangre una de las consignas del Ejército: "los primeros serán los últimos".
Aquel día aciago Kif Kif había estado haciendo
guardia machete en mano mientras Janet reconstruía el fuerte. La niña, que por aquel
entonces contaba cinco años, acabó la tarde cubierta de mugre y sangre de pez a pesar de
no haber tenido que hacer frente a ningún ataque importante. La mayoría de los peces a
los que había herido habían podido alejarse nadando para esperar la muerte en el
interior de algún edificio desierto o de algún automóvil desvencijado. Otros, en
cambio, habían quedado demasiado mutilados para hacer otra cosa que dejarse caer y
expirar entre convulsiones sobre el asfalto pulverizado. A la propuesta de la aterrorizada
Kif Kif de llevar toda aquella carnaza al Comedor para que no se echara a perder, Janet
había respondido con un abrazo y un acceso de llanto.
Janet y Kif Kif cerraron la puerta a su espalda
procurando hacer el menor ruido posible, ya que en aquella época el sonido era mucho más
potente que cuando había cosas como coches, fábricas y gente con prisa.
La multitud de seres marinos se desplazaba sin hacer
ruido. Bancos enteros de barracudas entraban y salían de improviso de los edificios
atravesando ventanas rotas. Había estrellas de mar reptando sobre los capós de los
automóviles y pulpos avanzando a cámara lenta por los aires gracias al impulso obtenido
al rozar con sus tentáculos el borde de toldos y alambradas. Incluso el ataque a
mandíbula batiente de un tiburón se desarrollaba en silencio. Un silencio tan absoluto
que de nada servía aguzar el oído, aunque eso es exactamente lo que hacía todo el
mundo.
Sin acelerar el paso más de lo prudente, Janet y Kif
Kif se alejaron en zigzag de la casa para desorientar a cualquier miembro del Ejército
que pudiera verlas. Era posible, qué duda cabe, que un buen día el Ejército dejara de
ser nómada y adoptara la estrategia de saquear sistemáticamente una misma casa cada vez
que sus habitantes la abandonaran hasta que éstos cayeran víctimas de lo que el mismo
Ejército había dado en llamar la Sacrosanta Reconquista de la Naturaleza.
Y era igualmente posible que un buen día el
Ejército modificara el mandamiento que impedía a sus fieles llevar a cabo personalmente
las ejecuciones y ya nada los obligara a esperar la intervención de la Naturaleza.
--Ya nos hemos alejado bastante --dijo Janet. Su
aliento empañó el aire seco y gris.
Kif Kif respondió arrojando los budiones muertos a
la alcantarilla. La bolsa de plástico cayó sobre una silla de ruedas rota y reventó.
Una anguila de grandes dimensiones salió volando de un sumidero y surcó el aire en
dirección al vertido.
--¿Tienes hambre?
--Ajá.
A la salida del Comedor, reconfortadas mental y
físicamente por la visita al único lugar de la ciudad donde se comía caliente, Janet y
Kif Kif emprendieron sin tardanza el camino de regreso a casa. Enjambres de pececillos de
todas las formas y colores abandonaban asustados sus presas al paso de las dos infieles.
Varias carpas degustaban el plancton instaladas cómodamente en el motor de un automóvil
desguazado. Un grupo de barracudas planeaba sobre un delfín que había quedado atrapado
en el toldo de una tienda y allí había muerto de hambre. Janet y Kif Kif se agacharon
sorprendidas por el vuelo de una manta no muy grande que, finalmente, fue a posarse sobre
la pared de una fábrica donde alguien acababa de escribir "a cualquiera que sepa
leer esto: tienes los días contados". Una por una, la manta fue oscureciendo todas
las letras. Janet repitió el eslogan en voz alta a petición de su hija.
--¡Se lo está leyendo! --se burló Kif Kif.
Janet se rió de la ocurrencia. Ambas sabían que la
manta había confundido la pintura fresca con algo comestible, y que al día siguiente
amanecería panza arriba en el suelo. Luego el Ejército la encontraría y daría buena
cuenta de ella. Dado que la Iglesia del Apocalipsis no contaba con ninguna institución
equivalente al Comedor que mantenía con vida a Janet, Kif Kif y los demás infieles a
base de comida enlatada, los miembros del Ejército se alimentaban de pescado: de vez en
cuando se veía el complicado entramado de redes que tendían entre algunos edificios.
De hecho, se rumoreaba que los fieles no probaban
siquiera los alimentos enlatados y envasados que se llevaban de las casas que allanaban.
Al parecer sólo los confiscaban con el fin de salvaguardar la igualdad de condiciones
entre ambos bandos. Igual que disfrutaban derribando las puertas de las casas de los
infieles para que la venganza de la Naturaleza pudiera irrumpir en ellas a nado,
disfrutaban también haciendo desaparecer la comida para difundir el mensaje de que Dios
ya no estaba dispuesto a proveer. Al menos por lo que a los seres humanos se refería. Los
nadadores, en cambio, tenían donde escoger.
Al aceptar la ira divina con tan extraño entusiasmo,
el Ejército se había puesto decididamente del lado de los peces. Apenas quedaba ya
algún edificio público en la ciudad que no ostentara su pintada preferida: ¡abajo la
tierra firme!
--A partir de aquí procura no hacer ruido, Kif.
Janet y Kif Kif se hallaban ya en las proximidades de
su territorio. Una brisa repentina llevó hasta ellas el olor acre de los cuerpos medio
devorados de grandes peces. Janet frunció el ceño y atrajo a Kif Kif hacia sí sin dejar
de caminar.
--Qué asco, ¿verdad? Lo siento --dijo. Sin embargo,
al bajar los ojos y ver la expresión abstraída y plácida de la niña, se dio cuenta de
que la disculpa era del todo innecesaria: Kif Kif parecía inmune al hedor. El rostro de
Janet se ensombreció. Su hija había crecido en un mundo apestoso. No sabía cómo olía
el aire cuando no había ningún pez putrefacto cerca. Nunca había visto una fruta ni una
flor, ya que ninguna forma de vegetación sobrevivía el tiempo suficiente para echar
brotes. Vivía encerrada en una prisión sombría y sin calefacción, y no había noche en
que las pesadillas no la hicieran estremecer. Incluso en aquel preciso instante, mientras
madre e hija recorrían las calles desiertas, cualquiera de aquellas ventanas rotas podía
vomitar la fatal saeta gris. Janet había oído relatar a otros supervivientes la
experiencia de encontrarse frente a las fauces de un escualo gigante a punto de
abalanzarse sobre su minúscula presa. El Ejército tenía razón cuando decía que en el
mundo ya no había lugar para los seres humanos. Kif Kif y su pequeño cuchillo de juguete
contra el odio de toda la Creación...
--¡Mamá, mira!
Janet salió de su ensueño con un sobresalto.
--¿El qué? ¿El qué?
Kif Kif señaló los tejados de unos edificios del
centro de la ciudad. Janet contempló con horror el avance de una orca de color negro
azulado que acababa de surgir de entre los nubarrones grisáceos seguida de otra y otra y
otra: moles suspendidas en el cielo como dirigibles negros. El aire que desplazaban
espesó la atmósfera hasta hacerla claustrofóbica. De no haber contado con el apoyo de
los hombros de Kif Kif, Janet se habría dejado caer de rodillas. No tenían escapatoria.
A su espalda no había más que el paisaje habitual de calles desoladas y edificios que
amenazaban ruina; un trecho que una orca podía recorrer en menos de minuto, y, más
allá, el mar. Vacío. Los cetáceos pusieron rumbo al territorio de Janet y Kif Kif
barriendo perezosamente el aire con sus aletas caudales. Marchaban en formación cerrada.
Al ataque.
No lejos de la calle donde se encontraban Janet y Kif
Kif en aquel momento se erguía un viejo edificio que había conservado intactas hasta sus
estatuas de mármol. La orca que abría la formación esquivó los esqueletos de varios
bloques de oficinas con una agilidad impropia de su tamaño y pasó a escasos metros del
viejo edificio, casi como si hubiera tenido la intención de llevárselo por delante con
un golpe del ala de avión que tenía por cola. Precedida por su inmensa sombra, la orca
siguió avanzando hacia ellas hasta colocarse justo encima de las cabezas de las dos
infieles, a unos treinta metros del suelo. Su mole les tapaba el sol por completo y el
movimiento de su cola les alborotaba el pelo. Entonces abrió la boca y mil dientes
afilados como cuchillas aparecieron de repente como la escotilla de un avión. Chaparrón
sobre el asfalto, saliva al viento. Janet no pudo reprimir un aullido.
Para su sorpresa, el cetáceo se limitó a bañarlas
en su sombra y pasar de largo.
--¡Ahí viene! ¡Ahí viene otra vez! --gritó Janet
mientras la orca describía lentamente un semicírculo y se dirigía de nuevo hacia ellas.
Una vez más, sin embargo, las sobrevoló rumbo al
viejo edificio. Sus compañeras la esperaban sin abandonar la formación.
La orca viró de nuevo hacia Janet y Kif Kif
describiendo un arco menor que el anterior, de modo que ni siquiera su sombra llegó a
alcanzar la calle donde estaban ellas. Su objetivo --en el sentido más temible de la
palabra-- era el viejo edificio que antes había pasado de largo. Obedeciendo una orden
surgida de lo más hondo de su cerebro, la ballena asesina arremetió contra los muros de
la construcción y los atravesó usando la cabeza a modo de ariete.
El viejo edificio tembló. Un estruendo sordo
precedió la caída de las primeras piedras, que abandonaron su posición original para
precipitarse al vacío en forma de bloques. Una estatua pálida perdió el equilibrio y
fue a estrellarse contra la acera sin que ojos ni oídos humanos fueran testigos de su
fin. En un momento dado, el resto de las orcas decidió seguir el ejemplo de su líder y
se unió al ataque. El edificio resistió embate tras embate hasta que los crucifijos
empezaron a saltar por los aires y las campanas doblaron con una caótica falta de ritmo.
Finalmente, la iglesia se desplomó con el estrépito que sólo los derribos producen.
Las orcas sobrevolaron las ruinas durante un minuto
atenuado antes de poner rumbo a otra parte de la ciudad. Al nadar levantaban nubes de
escombros resplandecientes.
Janet soltó el aliento con un escalofrío. El dolor
que sintió cuando empezaron a desentumecérsele los músculos la obligó a ahogar un
grito. No se alegraba de seguir en el mundo: la vida deja de ser un regalo cuando el
terror alcanza ciertos límites. Yacer inconsciente en el largo gaznate de una orca: ése
sí habría sido un gesto de misericordia, y no aquella mala imitación de la
supervivencia.
Pero debía disimular. Por su hija debía hacer ver
que seguía viva, que aún le quedaban esperanzas, fuerzas, sentimientos. Para que su hija
no se diera por vencida. Por ella tenía que ser fuerte. Consolarla, llevarla de vuelta a
casa, en brazos si era preciso.
Janet miró a Kif Kif por primera vez desde hacía un
buen rato y no dio crédito a sus ojos. Estaba radiante.
--¡Jolines! --se maravilló la pequeña--. Qué
pasada, ¿verdad?
--¿"Qué pasada"? --repitió incrédula la
madre--. ¿"Qué pasada"?
Janet sintió que se le revolvían las entrañas, y,
cuanto menos hacía por disimularlo, más se apoderaba de ella la ira.
--¿Cómo que qué pasada? --gritó al fin, hecha una
fiera, y empezó a pegar a Kif Kif con las palmas de las manos. La niña se defendió, y
no tardaron mucho en rodar por el suelo hechas una maraña de pelo y harapos. Un grito de
alarma de Kif Kif puso fin al altercado.
--¡Deprisa! --gritó la niña, enfadada y sin
aliento, mientras arrastraba a su madre por la muñeca--. Tonta.
Janet tuvo que hacer un esfuerzo para seguirla, entre
otras cosas porque era demasiado alta para ir de la mano de una niña de seis años.
Entonces se volvió a mirar por encima del hombro y vio lo que su hija ya había visto: un
grupo de morenas que se había reunido a unos veinte metros de donde estaba ella atraídas
por el ruido y el olor a carne humana.
Janet recuperó la verticalidad, cogió a su hija en
brazos y echó a correr. Kif Kif no protestó.
Aquella misma noche, en la cama, de nuevo bajo la
protección de la mosquitera, Janet intentó explicar a la niña el porqué de su enfado.
--Pensaba que los tiburones y los peces grandes te
daban pánico --dijo sin convicción mientras abrazaba con fuerza al extraño fruto de sus
entrañas--. Como siempre tienes pesadillas...
Kif Kif se frotó la nariz y la mejilla.
--Ya, pero no sobre peces --dijo con voz somnolienta.
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