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Barcelona Review número 13


Reseñas

El color de verano de Reinaldo Arenas
Memorias y palabras; cartas a Pere Gimferrer 1966-1997 Octavio Paz
El Mocho de José Donoso

portadaEl COLOR DEL VERANO
Reinaldo Arenas

Tusquets Editores. Barcelona, 1999.
  Por Juan Abreu

Acaba de aparecer la más espectacular y corrosiva de las obras que conforman la venganza —literaria y humana— del escritor cubano Reinaldo Arenas, nacido en Cuba en 1943 y muerto en Nueva York en 1990; me refiero a El color del verano (Tusquets Editores, Barcelona, 1999), la cuarta novela de su pentagonía. Las otras cuatro novelas que la integran son: Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar y El asalto. Otra edición de El color (Ediciones Universal, Miami, 1991), aparecida en Miami poco después del suicidio del autor, ya resultaba difícil de encontrar y había sufrido el organizado silenciamiento de las derechas e izquierdas que padecen, ambas con semejante ardor, el horror ante un libro tan transgresor, insultante, desparpajado, irrespetuoso, bello y brutal. Un libro libre. Pues bien, ese silencio ha terminado; o al menos ahora les será mucho más dificíl imponerlo. Desde las vidrieras y estantes de las mayores librerías de España la más violenta y feroz de las novelas de Arenas está al alcance de todos.
      En lo personal, siento una alegría inmensa. Conozco los desvelos del autor para que su libro viera la luz antes de morir. Sospechaba que después de su desaparición todo sería más dificil. Y tenía razón. Hemos tenido que esperar nueve años para que este texto, uno de los más originales, importantes y hermosos que haya producido la literatura cubana, encontrara editores en España. Suerte parecida ha padecido El asalto, una estremecedora visión del futuro de la humanidad que, cuando apareció en inglés, recibió elogios de la crítica en medios tan prestigiosos como el New York Times. Sin embargo, tampoco esta obra ha sido publicada por ninguna importante editorial española. Por suerte esta situación concluye con la determinación de Tusquets Editores de publicar las cinco novelas en los próximos años.
      El autor de El mundo alucinante, una personalidad avasalladora y polémica, concebía la actividad creadora como una maldición y una dicha que debían ser asumidas con la mayor honestidad y la mayor libertad posibles. Eso, junto a su anticastrismo militante, le trajo el silencio y el rencor de la izquierda europea y latinoamericana. La rebeldía de Arenas —que supo mantener con estoica firmeza hasta la muerte— eran , y son, dificiles de aceptar en un mundo controlado por una izquierda nostálgica, hipócrita y oportunista, y una derecha reaccionaria, bruta y machista. Su obra, prohibida en Cuba, se resiste a cualquier maniobra de apropiación, o a ser reciclada —como se ha hecho con la de Lezama Lima, Virgilio Piñera o Lydia Cabrera, por solo poner tres ejemplos— y usada por la dictadura, aún después que su autor ya no está para librar esas batallas políticas.
      Esta novela, que ahora sostengo en mis manos con una mezcla de emoción y tristeza, con una mezcla de dicha y alivio, comenzó a gestarse hace más de veinte años en la Habana. Escuché las primeras descripciones de lo que sería alrededor de 1972, en las tertulias que organizabámos en el Parque Lenin. Desde entonces este libro vivió dentro de Reinaldo, estuvo con él en la prisión del Morro, en las granjas de trabajo forzado, en los interrogatorios en Villa Marista, en las incesantes fugas y en el exilio. Ayudándolo a sobrevivir, a soportarlo todo. Cierta vez, dominado por la desesperación, durante los terrible días que pasó oculto en el Parque Lenin, me dijo: "¡Y todo por ser un cobarde, por no tener valor para terminar con mi vida!" Ahora sabemos que la cobardía no fue el motivo, como demostraría más tarde en aquel frío apartamento de Manhattan. No podía quitarse la vida porque tenía dentro El color del verano, y un verdadero artista no tiene otro remedio que hacer su obra. Por eso no se mató en aquel parque horrendo, por eso se levantó de la cama en un hospital de Nueva York, cuando los médicos lo daban por muerto, y escribió El color del verano, antes de matarse, cercado por el sida.
      Una novela redonda, circular, eso nos dice Reinaldo Arenas en el prólogo; que por cierto se halla en la página 259. Lo que nos da una idea del carácter anticanónico de la obra. El prólogo, además de explicar las circunstancias en que El color (y la pentagonía) fueron escritas, es una suerte de testamento, de declaración de principios donde el autor define su libro de la siguiente forma: "...no se trata de una obra lineal, sino circular y por lo mismo ciclónica, con un vértice o centro que es el carnaval, hacia donde parten todas las flechas. De modo que, dado su carácter de circunferencia, la obra en realidad no empieza ni termina en un punto específico, y puede comenzar a leerse por cualquier parte". Este es uno de los grandes méritos de la novela: su estructura; la forma en que ha sido concebida y planificada responde de forma tan perfecta a los objetivos del autor que —pura paradoja— la "independizan" de la sensación de ser un artefacto literario y la convierten en un producto fascinante, literariamente marginal. Un producto que alcanza uno de los mayores logros al que puede aspirar un creador: convertir a su autor en ficción (en personaje que lo suplanta y aniquila) y a la ficción que nos ofrece en historia; inaugurando de esta forma un ámbito en el que la fábula se instaura por derecho propio como vida real. "Quiero ser recordado como un duende", dijo una vez Arenas. Un duende es un ser fantástico, que procede de la tierra, del bosque; que no es humano aunque lo parece al menos morfológicamente. Un duende es un producto de la imaginación, es decir de la libertad, que ha logrado imponerse a la historia, a la carne y a la muerte. El color del verano es una novela escrita por Reinaldo casi ya duende. Un Reinaldo atrapado entre la apocalíptica destrucción de su cuerpo y un estado de belleza alcanzado en un éxtasis de lucidez artística.
      A las puertas de la muerte, el autor de Otra vez el mar desencadena un ciclón de humor mordaz para que nos libere —no hay que olvidar que al final Fifo, ya vencido y al garete en su globo, lo que provoca en la población son estruendosas carcajadas— de la criminal solemnidad de la dictadura. En el futuro, los jóvenes cubanos recordarán a Fidel Castro como Fifo, un payaso patético y pavoroso. Y esa será la gran venganza de Arenas. ¿Pero es ésta una novela exclusivamente de la venganza? No, en lo absoluto. Es un texto sobre la juventud perdida, sobre la obstinación y el compromiso del artista con su obra por sobre todas las cosas, sobre la represión homosexual y la libertad homosexual, sobre el misterio de las madres que en el caso de Arenas encarna en el verso de Lezama: "Deseoso es aquel que huye de su madre..."; sobre el padre perdido, sobre el amor y la imposibilidad de escapar al lugar donde se nace, sobre la miseria humana y sobre la pasión irrenunciable a la libertad y la independencia individual. Y, me parece necesario apuntar, es una novela sobre la piedad: una piedad que planea sobre toda la obra como una lluvia infantil que nos recuerda que todos somos víctimas de una conjura inexplicable y macabra: haber nacido. Y, claro está, es también una meditación amarga sobre lo cubano.
      Esta novela redonda, elástica como un cartoon, desmesurada y musical, triste y divertida, irrumpe como un terremoto en el panorama domesticado, conformista, sumiso y formalmente trillado de la literatura cubana contemporánea. Como Lautreamont, cuyos Cantos de Maldonor nutren la delirante cópula marina entre Tiburón Sangriento y la Mayoya, el autor de El color del verano no se proponía hacer literatura cuando escribió este libro. Su objetivo era mucho más misterioso y poético: quería transformarse en literatura, desaparecer, que las palabras lo poseyeran, destruyéndolo y rehaciéndolo. Nada que hayan producido los cubanos en los últimos cuarenta años contiene tanta libertad como estas páginas.

CARTAS DE OCTAVIO PAZ

Octavio Paz: Memorias y palabras; cartas a Pere Gimferrer 1966-1997

(Seix Barral, 1999)

 

Que Pere Gimferrer haya decidido publicar las cartas que Octavio Paz le dirigió durante más de treinta años es un hecho que muchos lectores agradecerán. Al fin y al cabo, este epistolario constituye un tesoro particular —un trésor personnel, como diría Isabelle Rimbaud de las cartas que le dedicó su hermano—, y hacerlas públicas (y en el caso de Gimferrer, también editarlas) constituye una responsabilidad que quizá algunos preferirían ahorrarse, poner en manos de otra persona o dejar para más adelante.
      Pero el interés literario del epistolario es obvio, no solamente por el papel que juega en la formación de Gimferrer (y al cual él mismo ha hecho referencia en no pocas ocasiones) sino porque en él se inscribe la trayectoria vital y literaria de Paz durante estos años: sus opiniones, sus actitudes estéticas e incluso su —no siempre cómodo— posicionamiento político.
      Cuando Paz habla de literatura, lo hace con la naturalidad de quien la ha asimilado como forma de vida. El reconocimiento (inmediato) de los méritos poéticos de Gimferrer hace que reciba consejos y comentarios personalizados desde Arde el mar hasta Mascarada, en los que Paz apuesta decididamente por un lenguaje poético renovador, deudor de las vanguardias y contrapuesto a un realismo social que a menudo se apoya en un lenguaje vacilante. En la lectura y relectura de los clásicos —la Antología griega, Quevedo, Sor Juana Inés de la Cruz...— se vislumbra la búsqueda por parte de Paz de la propia identidad; insiste en el carácter moderno de estas lecturas y las contrapone a otros referentes culturales: Paz escribe desde México, desde Estados Unidos, desde la India . En las anécdotas personales —per donde pasan Carlos Fuentes, Milan Kundera, John Ashbery y Antoni Tàpies, entre muchos otros—, reencontramos al poeta vivo en su ambiente.
       El lector catalán se conmoverá al observar cómo el poeta mexicano lee, en edición bilingüe o con la ayuda de un diccionario, autores como Ausiàs March, Gabriel Ferrater o Joan Brossa, siempre con aquella curiosidad sana e inteligente que otorga a su obra un alcance universal — en la medida que es éste un adjetivo aplicable a una manifestación artística siempre determinada desde el punto de vista cultural.
       A parte de la posibilidad de reconstruir el proceso de gestación de algunas obras —y es significante la referencia, en 1966, al ensayo La llama doble, que Paz no publicará hasta 1993—, buena parte de estas cartas ofrecen un comentario detallado al proceso de edición de los ensayos y poemarios de Paz (bajo la responsabilidad de Gimferrer) y se entretienen en detalles que, aparte de algunos muy significativos, como el deseo inicial de Paz de conservar el título de Libertad bajo palabra para el conjunto de su obra poética, conciernen sobre todo al público especializado y a los responsables de futuras ediciones.
       Por otra parte, y como es lógico que ocurra en la era de la comunicación, hay acontecimientos importantes de la vida de Paz —por ejemplo, la concesión del premio Nobel en 1990— que no dejan constancia en este epistolario, sin duda en beneficio del trato personal y la conversación privada. Aunque resulta casi inevitable echar de menos las cartas del interlocutor de Paz, Gimferrer se ha esforzado, como editor y destinatario de las cartas, a apuntar en las notas toda la información imprescindible y aquellas referencias que resultarían obscuras a los que no conocemos la otra parte de un diálogo que no deja de contener páginas de gran valor.

Melcion Mateu i Adrover


La última novela de José Donoso
Madeline Cámara

Donoso, José. El Mocho Madrid: Alfaguara, 1997 (Novela) 193 Pág.

 

Con estas palabras, en un cintillo rojo fulgurante que resaltaba sobre una sobria portada ocre, se anunciaba el libro que hoy les comento. Lo tomé del mostrador porque desde hace años, cuando leí El obsceno pajaro de la noche, supe que José Donoso era un escritor al que debía regresar. Y me dolió comprobar que aquella promoción coincidía, tristemente, con el adiós de un grande de la literatura latinoamericana. Estamos, en efecto, ante "su última novela", aquella que escribió de modo irregular durante quince años, y que sólo dio por terminada cuando la enfermedad amenazaba con detenerlo, para el año 1996, unos meses antes de morir.
      Chileno de nacimiento, la carrera literaria del escritor se desarrolla fundamentalmente en Espana, entre los años 1967 y 1981, en los que integró las filas del "Boom" de la novela latinoamericana. Sin embargo, aunque Donoso compartía por momentos el aliento del realismo mágico de Márquez, la afición por el uso de mitos locales de Asturias y Fuentes, las obsesiones sicoanalíticas de Cortázar, y el juego con las voces narrativas tan caro a Vargas Llosa, lo peculiar, lo que hace único su estilo, es el empaste de todos estos recursos en una atmósfera alucinante en la que se disuelven el más sórdido naturalismo junto a las más desbocadas fantasías, las preguntas acuciantes del existencialismo, junto a la tendencia descriptiva de la fenomenología. Monstruos de la realidad son sus personajes, como los seres creados por Goya; expresionismo literario cuya pulsión imaginativa generó ficciones recurrentes sobre el peso fatal de la herencia familiar, las uniones incestuosas, el erotismo reprimido, las máscaras repulsivas de la servidumbre, las identidades impuras, y el eterno debate entre la culpa y el deseo.
      Este libro que no alcanzó a ver publicado Donoso lleva por título El Mocho, nombre con que se edetifican los miembros más desposeídos de cierto tipo de monjes recluidos en los conventos chilenos. El Mocho será, además uno de los principales narradores de la novela y pudiera decirse su protagonista, sin que antes advirtamos que estas categoría no son tan discernibles en un escritor como éste que obliga al lector a comprender la trama activamente. En un perverso juego de espejos, mejor sería decir de voces, el argumento se nos entrega en historias superpuestas, personificadas por quienes buscan compulsivamente sus orígenes, las más oscuras culpas detrás de cada acontecimiento.
      Dividido en siete partes, a su vez subdividas en 26 capitulillos, el libro narra un ambicioso panorama social y humano del Chile de principios de los 80', donde se mezclan todas las direcciones posibles de la novela como género: lo épico, lo sicológico, las historias de amor, las genealogías familiares...La búsqueda de la memoria perdida del Mocho Viejo, con su catalejo desde donde mira el mundo, su locuacidad irefrenable, son el lado opuesto del silencio, la verguenza y el aislamiento enfermizo del Mocho Chico, su lejano pariente, hijo de esa mujer marcada, la Elba, condenada por haberse atrevido un día a bajar a la mina, ese lugar mítico que no acepta lo femenino. Del mismo modo que en su cabellera anidarán los murciélagos, en el cuerpo descoyuntado de la Bambina habitará esa "la mujer araña" en la que suele convertirse para complacer al público del circo y a su propio amante. A través de ella entra en la novela el circo, esa poderosa metáfora presente en el arte contemporáneo de Picasso a Kafka, y que en las letras latinoamericanas alterna el grotesco con la ternura.
      Si seguimos con los paralelismos es importante mencionar que esta obra recurre a otra de las obsesiones de Donoso: mostar las fisuras por las que se comunican, a su pesar, los mundos de la marginalidad y la aristocracia en nuestras tierras. El ambiente refinado y la historia que se representan en el palacete deshabitado de los Urízar, que cuida Arístides como un fiel cancerbero, contrasta con el mundo infrahumano de las minas donde trabaja y encuentra la muerte Antonio, el marido de Elba y padre del Mocho Chico, un minero más entre los tantos que explota y devora el capital insaciable. Mundos antagónicos que se tocan, provocando fricciones que marcarán devastadoramente las vidas de los personajes. Pero en suma, el arte narrativo de Donoso no podrá jamas ser explicado por la síntesis racional de la reseña y sólo me resta invitarlos a leer esta magnífica despedida de un maestro.


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Mi padre… el tren de Donna Lee
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