MI PADRE... EL TREN
por Donna LeeTraducción del
inglés por
Laura Manero
Lo que más recuerdo de mi vida en Londres son dos
cosas: mi padre y los trenes. Mi padre fue un hombre muy noble al que la muerte
ennobleció aún más. Sólo recuerdo partes de él: unos ojos grandes, sus manos en mi
cintura, las grandes palabras que utilizaba, lo frágil que parecía su cuerpo la última
vez que lo vi. Aún está conmigo; es apenas un murmullo, el más sutil de los roces en la
mejilla, un beso que me trae el viento.
Los trenes y los metros continúan cruzando Londres y,
aunque aquello sucedió hace ya más de veinte años, toda una vida, aún siento el
traqueteo del vagón envolviéndome, fuera y dentro de mí. Conduzco el coche en Auckland,
miro a mi alrededor y pienso: «Veo».
Veo, veo. Veo una cosita que empieza por s
su mirada se dirigía hacia la ventana o a algún rincón del vagón.
Sombra.
No.
Ya me conocía todos sus trucos, sabía que miraría
en cualquier dirección menos hacia donde estaba la respuesta.
Sillón.
No.
Pero sabiendo que yo lo sabía, a lo mejor miraba
justo hacia donde estaba la respuesta.
Sandalias.
No.
Miraba desesperada en torno a mí. Me conocía sus
trucos pero no podía con ellos.
Dame una pista, papá.
Se lleva puesto.
Las sandalias se llevan puestas dije, por
probar.
Se reía.
No son sandalias su mirada empezó a
ascender y entonces vi la respuesta como si fuese un gato encaramado en el portaequipajes.
Sombrero.
Sí.
¡Biiién! hacía toda una demostración
triunfal, con una sonrisa de oreja a oreja y los brazos alzados en señal de victoria. Era
una niña algo exhibicionista. El vagón siempre iba lleno de gente con las narices
hundidas en los periódicos, la mirada perdida, o con los ojos fijos en cualquier lugar
menos en la cara de otra persona; excepto en esos momentos en que se volvían y me miraban
a mí. Creo que llevaban la sonrisa guardada en el bolsillo para sacarla en ocasiones
especiales como esa.
Siéntate y cierra los ojos mi padre me
apretaba en su regazo. Aquí tienes tu premio un beso de ángel, y entonces
sentía un ligero roce en la mejilla. Luego abría los ojos y lo veía reclinado en el
asiento como si aquello no fuera con él, con las manos enlazadas formando una cuna
detrás de la cabeza. No me engañaba, los ángeles no tienen barba de tres días.
Te toca.
Repasaba el vagón con la mirada, lo examinaba todo
para encontrar algún objeto digno de la sabiduría y la edad de mi padre.
Veo, veo una cosita que empieza por p p...
Perro peludo... Puerta pesada... No, no. Ya sé
y era entonces cuando se llevaba la mano a la frente y se retorcía la cara haciendo
como que se concentraba mucho.
Ps... ¡Psicoanalista pendenciero!
contestaba. ¡Qué lista! Ni siquiera sabía que conocieras esas palabras
sus grandes manos de oso me agarraban y se hundían en mi barriga como si tocaran
las teclas de un piano, hacían que me doblara por la mitad.
En otras ocasiones, me quedaba en el pasillo, movía
los dedos de los pies mientras sentía el movimiento del tren al recorrer las vías bajo
mis zapatos. O apoyaba la cabeza contra la pared del vagón y sentía pasar el tren a
través de mí, me hacía temblar las mejillas y vibrar los dientes, zarandeaba a mi mejor
amiga, Delilah, sobre mis rodillas. Otras veces, mi padre dejaba el periódico que estaba
leyendo, yo me sentaba en su regazo y Delilah en el mío. Me rodeaba con sus brazos.
Solía mirar por la ventana, o a nosotras, en tranquila contemplación. Sólo se volvía
para ver quizá a una mujer que entraba por las puertas abiertas, el olor de su perfume
llegaba flotando por el aire y se asentaba luego en el silencio. O quizá a un hombre de
negocios con el maletín en una mano y el ordenador en la otra, intentando equilibrar su
carga con los hombros, igual que un pobre en un arrozal.
Yo deseaba ser aquella mujer de labios color rubí, la
mujer que olía a rosas. No sé lo que deseaba mi padre, no sé si quería ser aquel
hombre.
Solía mirar cómo pasaban las casas de una en una,
los árboles, los postes de la luz. En ocasiones como ésa, veía pasar el mundo a toda
velocidad; el mundo sobre ruedas o grabado un póster que se iba desplegando al pasar. En
nuestro interior había calma y silencio. A veces, lo que veía en el negro cristal era mi
reflejo, todas las cosas al revés. Mis ojos y mis labios se preguntaban por qué.
Ahora, cuando miro por el espejo retrovisor, mis ojos
sólo se fijan en ellos. Dentro de los confines de esas finas líneas aún encuentro
aquellas preguntas... y algunas otras.
Mi padre me escondía bajo tierra, no sé por qué.
Creo que era por mi madre. Las veces que venía desde Nueva Zelanda, a él se le cargaban
los hombros hasta que parecían una bestia jorobada sobre su espalda. Cuando ella se iba,
la bestia abandonaba el cuerpo de mi padre, y su espalda se doblaba para acogerme en sus
brazos. Me sentía como si me convirtiera en un bulto de su cuello.
Incluso ahora, sueño con vagabundos sin hogar que
llevan ropas sucias, que pasan la noche en sacos de dormir, y sueño con sus vidas, duras,
marcadas en sus rostros. Caminábamos por el metro, recorríamos túneles que olían a
orines y mierda.
Solía mirar las vías y observaba los ratones que
correteaban, miraba los carteles ennegrecidos ya desde hacía dos semanas, contaba cada
momento que pasaba, observaba cómo cambiaban los puntos luminosos del panel de
información (3 minutos, 2 minutos, 1 minuto). Se escuchaba el chirriar del tren por el
túnel, luego aparecían dos brillantes ojos redondos. Me inclinaba hacia delante y me
volvía hacia ellos. Imaginaba que me inclinaba cada vez más y veía imágenes de Patrick
Swayze saltando de vagón en vagón en la película Ghost.
El viento hacía volar mi melena y entonces me
imaginaba tan ligera como un velo de novia que caía sobre las vías, sentía la necesidad
de extender la mano y hacerla pasar por todo el tren hasta que se paraba en el andén.
Quería sentir el suave y veloz metal de los vagones.
Cuando iba a casa de Mandy a jugar, nos apoyábamos en
su lavadora de carga superior al llegar al ciclo medio. Notábamos cómo nuestra ropa
resbalaba por el suave y liso esmalte, contra nuestra espalda, y también el calor que
producía la máquina al dar vueltas. Nuestros cuerpos se sacudían con ella. Una vez,
Mandy vació la pecera y se la puso en la cabeza, entonces éramos astronautas lanzados al
espacio. Otro día, éramos Bonnie y Clyde, con las piernas y los brazos extendidos, nos
estaban acribillando a balazos. Cuando acabó el ciclo, teníamos los ojos bizcos y la
lengua nos colgaba fuera.
Sin embargo, algo en mi interior me decía que todo
aquello era falso, una ficción de algo que no tenía vuelta atrás. Así que en el
andén, en el metro, me quedaba muy por detrás de la línea amarilla. Incluso en aquel
entonces, ya sabía que los «y si...» eran peligrosos y que, al subir al tren, debía
tener mucho cuidado con el escalón.
Mi padre me cogía de la mano y se agachaba a mi lado.
¿Cuánto me quieres? le preguntaba. Otro
juego. ¿Así? y extendía mis brazos todo lo que podía, la triste distancia
de mano a mano de una niña de siete años.
Así mi padre extendía los brazos.
¿Nada más que eso?
Tanto como un vagón de tren.
Le miraba con insatisfacción, con el labio inferior
hacia afuera.
Tanto como todo el tren. ¡Tanto como el
universo entero!
A veces sueño. Mi padre abre tanto los brazos que
puede cobijar el mundo. Me dice que me quiere todo eso. Atraviesa el primer vagón del
tren, camina todo su largo, no es más que la pincelada transparente de un hombre. No se
da cuenta de que está muerto hasta que llega al otro lado; y está allí de pie,
mirándome, y yo estoy de pie ahí, mirando la vía. Se me ha caído la muñeca. Mi voz
llega desde la distancia, desde el pasado.
Papá, Delilah se ha caído. Papá, sálvala
y me vuelvo para esconder la complacida sonrisa de mi cara. ¡Papá! ¡Papá,
por favor!
De repente deja de ser un juego. Le tiro con fuerza
del pantalón porque creo que mi muñeca puede morir. A lo mejor la he matado yo.
La cara de porcelana de Delilah está hecha añicos
sobre las vías. No hago más que recordarlo; en sueños y en la realidad. Más adelante
fue la cara destrozada de un niño, el cuerpo partido en dos. Esa vez no fue culpa mía.
Lo dijeron en las noticias. Aún así, aquella cara de porcelana hecha trozos, los ojos de
mi padre...
A veces lo veo haciéndome cosquillas, mi cuerpo se
dobla y luego crece bajo sus dedos. Me parece indecente ahora que ya soy una mujer. Sus
manos se hunden cada vez más. Dejo de reírme. Ha conseguido meter un brazo dentro de mi
cuerpo. Una mano me tira del corazón y mi pecho se convierte en una marioneta.
Me debes una lo dice tan bajo que ni
siquiera creo oír sus palabras.
A veces sólo me susurra. Sus labios me rozan la piel.
¿Por qué lo hiciste? pregunta.
¿Por qué? su aliento es la más suave y tierna de las caricias. Me envuelvo con
mis propios brazos intentando sujetar todos los trozos.
Ahora ya soy mayor. Tengo los hombros tan encorvados
como los tenía mi padre a los treinta y tres, la piel que rodea mis ojos ha envejecido de
tanto restregar los nudillos contra el hueso (de tanto querer sacar agua de una piedra).
Me pinto los labios de rubí y me paso la lengua con cuidado para que no queden marcas,
manchas de sangre en los dientes. Si entrara en un vagón de tren, la gente quizá se
volvería a mirarme. Tal vez mi perfume quedaría flotando en el aire.
A veces aún lo veo todo. Me viene a la mente por
partes; mi padre y el tren, mi padre en el tren, mi padre bajo el tren. Una cosa que amaba
mató a la otra. Dejé de mirar las vías, de preguntarme «y si...» y me mudé a
Auckland, donde no hay ningún tren, donde cada día colecciono nuevos recuerdos: las olas
rompiendo a mis pies en la orilla, la risa de mi madre. Ahora ya lo sé; el mundo está
quieto y soy yo la que me muevo. Me muevo.
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