Y los días son cada vez más cortos
de James Meek
Traducción: Ana AlcainaEra la primera vez que Gordon iba al centro de jardinería andando. Había un buen
trecho desde el aparcamiento hasta la entrada y además estaba empezando a llover. ¿Qué
estaba haciendo dejando a Smithie largarse con el coche así como así? Era suyo, lo
había pagado él. Esos criajos con aquellos pedazos de motores, cajones sobre ruedas
japoneses de color rojo para gente que en su vida había aprendido a atarse los cordones
de los zapatos y sólo se ponían chancletas; debería haber una ley que los obligase a
pararse ante sus mayores y dejar a éstos colocarse al volante. «Lo siento, chico, pero
voy a tener que quitarte este vehículo y llevármelo unos días. Parece que va a empezar
a llover...» «Lo entiendo, señor, se ha ganado usted el derecho, aquí están las
llaves.» «Así me gusta, hijo. ¡Hasta la vista!»
Entró, cogió un carrito y se paseó por los
pasillos. Echó en el carro un taladro eléctrico, una gorra de béisbol que decía
«Equipo Bosch» y una herramienta de acero brillante que iba dentro de una caja
desplegable y tenía cuarenta accesorios distintos. No sabía para qué servía pero
parecía muy entretenida. ¡Joder! ¿Y esa fuente? Sólo había que enchufar la manguera y
empezaba a borbotear. ¡Qué estilo! Se podía poner en el salón y meter el tubo bajo la
alfombra. Plástico de imitación de mármol. Un verdadero milagro, una joya. Sí, claro,
de China seguramente pero ¿quién la había comprado, eh? ¿Quién tenía el buen gusto y
el poder adquisitivo que hacían falta? El viejo Charlie Chan no, desde luego.
Podía comprarle una a Smithie. Uy, no, a Smithie, no;
a la otra, la de las tetas. ¿Y cómo sabía ella que Smithie estaba muerto? Nunca te
explicaban nada. Bueno, había algo seguro: a Smithie le habría gustado que su amigo
Gordon se quedase con la escopeta. Ése sería el punto número uno del orden del día
para la próxima reunión.
Las tumbonas de nuevo, era la tercera vez que pasaba
por allí. Había un chico con una camisa blanca, unos pantalones negros y una plaquita
con su nombre por si se olvidaba de quién era en plena transacción comercial. La verdad
es que te facilitaban mucho las cosas; a Gordon le habrían resultado muy útiles en
ciertas ocasiones, habría bastado con un rápido vistazo por la ventanilla para quedarse
con el reflejo y leer todas las letras, pero hasta entonces siempre había tenido que
apañárselas él solito.
Busco hojas de otoño dijo Gordon.
¿Cómo dice? preguntó el chico apretando
la cara contra la de Gordon.
Hojas de otoño repitió Gordon.
Sí, para esparcirlas por el jardín, y para las fogatas.
Ah, lo siento pero no vendemos esas cosas.
Tendrá que intentarlo en otro sitio. Hizo amago de alejarse.
Antes sí solían venderlas. Tenían unos
barriles de madera enormes, las sacaban con pinzas y las vendían a peso.
El chico entrecerró los ojos y se rascó la cabeza.
En su placa se leía: «Sr. Campbell Ferrier».
No dijo. Hace dos años que trabajo
aquí y nunca hemos tenido hojas de otoño. Aunque estaba empezando a tener sus
dudas.
Pues yo llevo viniendo aquí toda la vida y
siempre he comprado hojas de otoño repuso Gordon. Montones de ellas. Y ahora
precisamente es la época. Estamos en otoño.
Creo que casi todo el mundo las recoge de las
calles, señor, de verdad le explicó el señor Campbell Ferrier. Estoy seguro
de que en el ayuntamiento le dirán que puede recogerlas. Además, este centro abrió hace
sólo un par de años.
Debería preguntárselo usted al encargado
sugirió Gordon.
De verdad, señor, le dirá lo mismo que yo.
Ya, y ahora me dirá que tampoco venden ramitas.
No, tampoco vendemos ramitas. ¿Qué clase de
ramitas? ¿Como de plástico?
¿Y para qué iba a querer yo ramitas de
plástico? ¡Ramitas de verdad! De las que dan un chasquido cuando las pisas.
¡¡Campbell!! Apareció otro hombre. Era
exactamente igual que el señor Campbell Ferrier sólo que su bigote parecía de verdad y
su placa rezaba: «Sr. Fairlie Cochrane». En la zona diez necesitan más arbustos.
¿Vendemos hojas de otoño y ramitas?
inquirió el señor Campbell Ferrier.
¿Qué clase de ramitas? quiso saber el
señor Fairlie Cochrane.
De las que dan un chasquido cuando las pisas.
Para saber cuándo viene alguien, para oír las
pisadas explicó Gordon. Solían venderlas en paquetes de diez.
El señor Fairlie Cochrane se quedó mirando a Gordon
y a su carrito durante un buen rato con la mandíbula hacia fuera y la boca ligeramente
abierta. Puso la mano encima del hombro de Gordon y señaló hacia el fondo del almacén.
¿Ve allí donde pone «Seguridad en el hogar»?
dijo con voz suave. Inténtelo ahí a ver si ellos tienen ramitas, pero no le
prometo nada. Si no tiene suerte, pruebe en esa puerta pequeñita de la parte de atrás,
¿de acuerdo?
En «Seguridad en el hogar» la cosa les sonaba, pero
no tenían ramitas. Gordon fue hasta la parte de atrás y empujó la puerta con el carrito
para abrirla. El crudo aire de noviembre se precipitó hacia el interior y Gordon
traspasó el umbral. Había un tramo de asfalto, unas cuantas bobinas de hilo de bramante
verde, una furgoneta y varios sacos de fertilizante. El asfalto estaba rodeado por una
alambrada muy alta y en la verja abierta había una caseta de fibra de vidrio para
vigilarla. Más allá de la verja había una carretera, campos y edificios de granjas.
Gordon empujó el carrito por la verja y se asomó a
la ventana de la caseta. Estaba vacía. Atravesó la verja y enfiló la carretera en
dirección a las granjas. El traqueteo del carrito sobre la carretera... lo lógico sería
que la hubiesen embaldosado y tapado por fin después de tantos años, ¿no? Ahora bien,
había un estupendo olor a boñiga. Gordon inhaló el aire húmedo y gris mezclado con el
olor dulzón de caca de vaca. Hacía mucho tiempo que realizaba allí sus compras.
Dio con el sitio después de unos quince minutos. No
había ningún letrero colgado ni nada donde colgarlo salvo el cielo y los propios
árboles. Los árboles eran los mismos árboles. ¿Qué eran? Hayas, ¿verdad? Después de
todo ese tiempo lo lógico sería que hubiesen plantado árboles más modernos, acordes
con el resto del centro de jardinería. Una fogata no estaría mal. El olor a hojas
quemadas y el olor a boñiga. Los grajos parecían pavesas de papel carbonizado
desprendiéndose de una hoguera recién hecha, por el modo en que caían y quedaban
suspendidos en el aire. Los árboles flanqueaban ambos lados de la carretera, formando una
avenida, y se adentraban un poco en los campos hacia un costado. Entre el bosquecillo y el
campo había un dique de piedra. Había vacas en el campo.
Gordon arrastró el carrito hacia el borde y echó a
andar entre los árboles. Recogió varios puñados de hojas húmedas de haya y las
depositó en el carrito. Como era de esperar, varias de ellas se escurrieron entre las
rendijas. Era un mal negocio y una vida muy dura. Gordon siguió paseando en dirección al
dique. ¡Chas! Dios, qué susto. ¿Lo ves? Ya estamos. ¿Había que pagar las ramitas que
usaba uno? No deberían dejarlas ahí tiradas en el suelo. Se agachó y recogió unas
cuantas. Un grajo emitió un chillido y las copas de los árboles empezaron a susurrar.
Gordon alzó la vista. Los árboles eran mucho más grandes que él. ¿Y si se caían? Era
un lugar frío, inhóspito y salvaje. Gordon miró por encima del hombro y una sensación
como si acabase de despertar de una pesadilla en plena oscuridad se apoderó de él. Si
hubiese habido alguien ahí para preguntarle lo que era, se habría agarrado a ese alguien
y le habría preguntado si él mismo no sería un ladrón que había irrumpido en su
propia mente y había descubierto que era un lugar espantoso y terrible pero que no podía
salir de él ni hacer nada al respecto.
Gordon llegó al dique, se detuvo para meterse las
manos en los bolsillos y se puso a observar la media docena de vacas que había en el
campo. Una de ellas estaba tendida en el suelo, no como solían estarlo normalmente, sino
apoyada en un costado, como si estuviese borracha. Mientras la observaba, otra vaca
empezó a desplomarse, justo cuando se oyó apagarse el sonido de un disparo. La vaca se
tambaleó hacia delante unos cuantos pasos, meneó la cabeza de lado a lado y cayó al
suelo. El resto de los animales empezaron a moverse nerviosos y a emitir débiles mugidos,
y lanzaron una mirada inquieta hacia los bosques con el rabillo del ojo.
Gordon echó a andar por el muro y vio a un granjero
insertando cartuchos en una escopeta rota. El granjero la cerró de golpe, apuntó el arma
apoyando los codos en el dique y disparó. Cayó una tercera vaca. Godon echó a correr y
se puso a gritar:
¡Eh, tú! ¡Déjame disparar!
El granjero miró a su alrededor, meneó la cabeza y
realizó una segunda descarga.
Vaya, mira lo que has hecho dijo. Le
he volado el hocico por tu culpa. Empezó a recargar la escopeta mientras la vaca
galopaba por el prado chillando. Gordon nunca había oído chillar a una vaca. Era un
ruido desagradable.
Lo siento se disculpó. Déjame a
mí, ¿de acuerdo? Vamos...
¿Has utilizado alguna vez una de éstas?
inquirió el granjero al tiempo que bloqueaba el arma.
¡En el servicio militar!
El granjero vaciló unos instantes y frunció el
ceño.
No contestó. Es mi escopeta y son
mis vacas. Volvió a disparar con los dos cañones y los chillidos cesaron.
Oye, ahora me acuerdo de ti dijo
Gordon. ¿Te acuerdas tú de cuando solíamos venir y construir guaridas y putear a
esos montañeses de las tierras altas?
Ya lo creo. Me acuerdo muy bien. Yo era uno de
los montañeses. Tú eras uno de esos paletos estirados de Heriot.
No era de Heriot repuso
Gordon. Déjame probar, ¿de acuerdo?
No. El granjero cerró el arma y se la
enroscó en el brazo. Se apoyó en el dique con la mano que le quedaba libre. Y si
la memoria no me falla, éramos nosotros quienes os puteábamos.
¿Y por qué estás disparando a tus propias
vacas?
EEB.
Ah, entonces... ¿están todas locas?
La verdad, no lo sé contestó el
granjero. Pero me dan una indemnización.
Qué pena, ¿no?
Sí.
Déjame disparar.
No. Podrías ser de la protectora, por ejemplo.
Cierto dijo Gordon. Pero no lo soy.
La enfermedad del granjero loco, eso es lo que
es contestó el granjero. Fui un idiota por no deshacerme del ganado hace
años y pasarme a los productos subvencionados. ¿Sabes dónde está el dinero en estos
tiempos? En los avestruces. Ahí es donde dicen que está el futuro.
¿Los avestruces? exclamó Gordon.
¿Por las plumas?
Por la carne. Dicen que es muy sabrosa.
Sí, claro, pero ¿cómo metes a uno en el
horno?
Buena pregunta señaló el granjero.
Otro problema son las precipitaciones. Si comparas los matorrales africanos con las
ciénagas del centro de Escocia, hay una diferencia abismal.
En eso tienes razón.
Y el avestruz se dará cuenta, ¿a que sí?
Ajá. Se quedaron callados durante un
rato. El avestruz en la lluvia. Y la nieve, y el viento. Parpadeando, llorando. Sin poder
ni siquiera quejarse.
Si son avestruces lo que quieren dijo
Gordon, ¿por qué no osos panda? Siempre están diciendo lo escasos que andan de
osos panda.
El granjero frunció la nariz.
No consiguen que se reproduzcan contestó.
Eso es porque no les dan muchas opciones
le explicó Gordon. Ponte en el lugar del panda. Estás sentado en un
cuchitril y de pronto se abre una portezuela y pasas por ella porque no hay nada mejor que
hacer y te encuentras a una hembra desnuda comiendo brotes de bambú. Y se supone que
tienes que abalanzarte sobre ella y echarle un polvete, sólo que no es ningún bombón,
sino que es vieja, gorda y horrible y encima no está por la labor. Y no te dan ninguna
otra opción: o ella o nada. Y encima se extrañan de que no pase nada.
¡No me jodas! exclamó el granjero.
Se merecen extinguirse por tener esa actitud con respecto a la reproducción. Te digo una
cosa, yo me la tiraría si no hubiese otra cosa, aunque fuese gorda y fea. Piensas igual
que los jóvenes de hoy en día.
¡No señor!
Sí, sí señor. Si no te puedes cepillar a una
chavalita joven y flacucha, prefieres quedarte sin follar o abusar de ti mismo. Así es
como piensa todo el mundo hoy en día. Por eso la cantidad de esperma está bajando, si
quieres saberlo. Le echan la culpa a los granjeros. Le echan la culpa a los fertilizantes.
¿Pues sabes de qué se trata en el fondo? Demasiadas fotos de chicas flacas y perfectas
en todas partes, en la tele, en las revistas y en los anuncios. Si esto sigue así, vamos
a morirnos todos como los pandas porque somos unos exigentes de mierda.
Gordon se apoyó contra el muro. Se estaba levantando
un poco de aire y los enormes árboles negros y desnudos se agitaban como las algas en una
marea, silbando.
Oye, ¿y piensan tapar todo esto con algo o
qué? preguntó. Es un poco incómodo empujar los carritos por aquí.
No he oído nada contestó el granjero.
Me acuerdo cuando todavía no habían asfaltado
ese centro de jardinería dijo Gordon. No tenían carritos ni cajas
registradoras. Sólo había hierbajos creciendo en un campo. Era una especie de
autoservicio. Había tierra y cardos y a veces hasta traían erizos... ¡y huevos!
El granjero siguió el recorrido de sus ojos hasta el
hangar corrugado, pintado de gris y escarlata.
La verdad es que es un adefesio
comentó. Es una pena. Y encima me pagaron una miseria por las tierras.
¿Cuánto quieres por la escopeta?
El granjero sostuvo el arma entre las manos y empezó
a darle vueltas despacio, frunciendo los labios.
No está a la venta murmuró.
Te daré 200 por ella.
¿En metálico?
Ajá. Con los cartuchos, claro.
Gordon le dio el dinero al granjero y agarró la
pesada arma con las manos. La dejó en el carrito y se metió los cartuchos que le había
dado el granjero en el bolsillo.
Te hará falta la funda señaló el
granjero.
Da igual dijo Gordon. Ya vendré
luego a por ella. Me darán una bolsa en caja. Estrechó la mano del granjero y
empujó el carrito de nuevo hacia el asfalto. Las ruedecillas chirriaron y se echaron a
temblar en el camino de vuelta al edificio. Gordon atravesó la misma puerta trasera y se
dirigió a la caja.
La cajera sostuvo el láser suspendido en el aire con
la mano derecha y atrajo la rejilla del carrito hacia sí con dedos blancos y esbeltos y
unas uñas carmesí que brillaban como espadas. Hurgó con la mirada entre las capas de
hojas húmedas y ramas. En su placa se leía: «Srta. Caitlin Fernie».
¿Dónde está el envoltorio? preguntó.
No llevan envoltorio. Las venden a peso
contestó Gordon.
Pues tienen que llevar un código de barras
porque si no, no me lo acepta. ¿Qué son?
Hojas de otoño y ramitas.
La chica se acercó a un micrófono y el eco de su voz
solicitando ayuda retumbó por todo el edificio.
Bueno, mientras tanto, ya le guardo yo esto
dijo al tiempo que echaba mano del arma. Asió el cañón y la sacó del carrito,
frunciendo el ceño y arrugando la nariz por el esfuerzo. La sujetó con la culata apoyada
en la cinta transportadora y la hizo girar sobre sí misma, acariciándola con el láser.
Ya la he pagado explicó Gordon.
Ah, bien contestó la chica. ¿En
qué departamento?
Donde están los árboles.
Tendré que comprobarlo, pero sólo será un
momento. Devolvió el arma al carrito y marcó los demás artículos. Entrelazó las
manos dejando el láser en el regazo y se puso a mirar alrededor con gesto impaciente.
Gordon empezó a meter sus compras en bolsas de plástico. Encontró una buena bolsa, muy
grande, para el arma y la envolvió cuando la chica estaba mirando para otro lado. En ese
momento apareció un supervisor llamado señor Forbes Cameron.
Este surtido de hojas y ramas no lleva código
de barras le explicó la chica.
Vaya, ya vuelven a venderlas sueltas
contestó el señor Forbes Cameron con aire indignadoBueno, márcalo como
abono orgánico.
Pero ¿cuánto pongo? El cliente dice que las
venden a peso.
A nosotros nunca nos explican nada. Márcalo
como una bolsa de dos kilos. Lo siento, señor. Es por culpa de la reorganización. Esto
es un caos.
Un caos repitió Gordon antes de asentir
con la cabeza. El señor Forbes Cameron se alejó de allí y la señorita Caitlin Fernie
marcó una bolsa de dos kilos de abono orgánico mientras Gordon metía las ramitas y las
hojas en una bolsa. Las cargó a la tarjeta Visa y se marchó cruzando la puertas
automáticas. El cielo se había oscurecido y la tormenta estaba arrojando lluvia en
sentido horizontal por el aparcamiento de coches.
Hombre, Gordon dijo Charlie Sturrock, al
salir del centro de jardinería detrás de él con dos latas de gasolina y un rollo de
tubería de plástico delgado y transparente. ¿Qué tal te va? Bien, ¿no? A mí
también me va estupendamente. No me podría ir mejor, no señor. La facturación, hay que
vigilar la facturación. No quiero andar escaso de dinero en efectivo, no quiero
preocupaciones, no señor. Qué tiempo más horrible, ¿verdad? Horrible. No, todo
fenomenal, la verdad. ¿Y tú...? Tú... Ahora hace tiempo que no te veo por el club. Todo
bien, ¿verdad? ¿Sí? Me alegro, porque no puedes dejar que estas cosas te depriman, no,
son cosas que pasan. Y dicen que sus libros estaban en muy mal estado.
Muy bien, Charlie dijo Gordon. ¿Y
tú qué tal?
Oh, de maravilla. Fantástico. Siempre liquidez.
Ni una sola vez me he quedado en números rojos. En ninguna de las operaciones. Sí,
sí... Es una lástima quitarles el dinero, pero es su problema si no saben qué hacer con
él. No, nos sentimos todos muy bien al respecto. Vamos a ampliar pronto el negocio, hay
que reinvertir los beneficios, ya sabes.
¿«Vamos»? dijo Gordon. Creía que
estabas tú solo.
No, qué va. Tenemos una gran plantilla. Está
Liz y el director de la oficina y el contable y el personal del bar y los gorilas. Es una
operación muy gorda, Gordon. Y la pasta sigue entrando sin parar, es imposible detenerla.
Es como... ¿has oído hablar de esas montañas de dinero? Pues es así, una montaña de
dinero.
Me gustaría subir a lo alto de esa montaña
dijo Gordon. ¿Me llevas?
¿Es que no has traído el coche? No pasa nada.
La limusina de la compañía está ahí esperando.
¿Te has comprado un coche nuevo?
Sólo es un Jaguar.
Siempre has tenido un Jaguar.
No es el coche, son los gastos de mantenimiento
contestó Charlie. Cualquier gilipollas fanfarrón puede comprarse un Jaguar
nuevo, pero tienes que estar forrado para llevar uno de época.
Gordon puso sus compras en el maletero y se acomodó
en los gastados asientos de piel. La lluvia fustigaba las ventanillas y golpeteaba el
techo, y el coche llegó incluso a crujir ligeramente por el viento. De época. Otra
palabra para decir que algo era viejo. Traje de época. Pescado de época. Hombres de
época. Gordon, Charlie y el granjero, hombres de época. Cabrones de época. Idiotas de
época.
Mira esa pobre chavalita del centro de
jardinería corriendo bajo la lluvia dijo Charlie mirando por el espejo retrovisor
mientras el Jaguar se alejaba. Algún cabrón de mierda debe de haberse largado sin
pagar. Malas noticias para el jefe, ¿eh? El flujo de caja es esencial.
Menudo tiempecito... señaló Gordon
meneando la cabeza. Como esto siga así no voy a poder preparar un buen fuego para
las hojas.
No sé repuso Charlie. Depende de
dónde lo enciendas. Se aclaró la garganta y pulsó el pedal con el pie.
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